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lunes, 19 de marzo de 2018

HACER LA NOCHE - Felipe Reyes Flores

Felipe Reyes Flores (Santiago de Chile, 1977) es un destacado editor y narrador chileno. Entre sus publicaciones destacan los libros: Nascimento, el editor de los chilenos (ganador del Premio Escrituras de la Memoria 2013) Migrante (novela, 2014), Corte (novela, 2015) y Vivir allá. Antología de cuentos sobre la inmigración en Chile (Ventana Abierta editores, 2017), donde se incluye el texto que les presento a continuación.

Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de Felipe Reyes Flores.



HACER LA NOCHE


Carátula de Vivir allá (Ventana Abierta editores - 2017), de Felipe Reyes Flores
“A veces la gente se quie’ move’
quie’ sali’ pa ve’
como es el otro bembe
Te fuite, te dite, vinite y te hicite
vite como nunca e como tu dijite”

La hora de volvé. Rita Indiana

Llego a eso de las nueve, por Vicuña Mackenna. Giro por Malaquías Concha, como se llama la calle chiquitica donde aparcan los taxistas a tomar café, y me instalo en Bustamante, al frente de los sándwich gigantes que atienden toda la noche.

En la misma esquina donde me recogiste.

Ahí donde empieza ese parquecito en el que mientras alumbra el sol, pasean las familias con los niños y los perros, y cuando se esconde, se abren las cortinas del teatro rojo.

Sí, me las arreglo sola, siempre ha sido así.

Y es difícil porque más de una vez he tenido que agarrarme del moño con algunas que han querido echarme porque dicen que esta es su zona y quieren quitarme a los clientes, así sin más…

Ahí es cuando me dan ganas de sacar a José.

¿Que quién es José?

Te voy a contar la historia mientras empezamos, breve, mi amor, para que no te aburras:

En la esquina estaba una noche y apareció un policía y me pidió el carné de identidad, pero cuando me puse a buscarlo, a revolver en la cartera todo ese mundo que ahí llevo, me di cuenta que lo había olvidado.

Yo soy bien quisquillosa con eso del carné, no te creas, de andar de anónima cuando una sale a hacer la noche y en la noche la calle puede ser una selva inhóspita o un lago quieto y silencioso.

Y el tipo ahí, al frente mío, infranqueable como un semáforo en rojo.

Se había bajado de una patrulla que venía despacito con los faroles apagados, como buscando una presa, y se detuvo justo en la esquina donde yo estaba.

El otro, el que conducía, se quedó ahí mismo, mirando, con una cara que… madre mía, supe enseguida que iba a tener problemas.

Y el que me pidió el carné ahí esperando, al frente mío, insistiendo con media sonrisa, quizá pensando que yo lo hacía de bultera, haciendo como que buscaba y buscaba sabiendo que no lo encontraría, que vaina, pero te juro que en ese momento no pensé que había dejado el puto carné encima de la mesa, como vi después cuando volví a mi casa.

Le dije que se me había quedado.

Y él pa´ darme un boche me soltó que entonces iba a tener que acompañarlo.

Fue ahí cuando me ericé: si me llevan a la comisaría seguro me fichan, pensé, y yo estaba limpia. Y empecé a rogarle y él me decía que no, que esa era la ley, una y otra vez, que la ley y la ley y la ley…

Lo repetía como un loro el muy hijoputa.

Se me salieron las lágrimas, el otro riéndose en la patrulla, y el jevito enfrente mío me insistía que debía llevarme y nadie me sacaba de lo mío, yo seguía rogándole, mentando a la virgen, haber si se compadecía y lo embargaba la misericordia.

“¿Eres puta?” Me preguntó afrentoso, a bocajarro, y sin pensarlo dije sí… usté sabe que vendiendo galletas aquí no estoy, y lo escuché decirme (ya estaba medio mareada):

“Entonces podemos llegar a un arreglo”, y me tomó del brazo.

El otro se bajó de la patrulla y abrió la puerta trasera para que yo entrara. Arrancaron.

Se reían como si nada hubiera pasado y yo no estuviera ahí, detrás de ellos, con los mocos del llanto afuera y el maquillaje hecho un desastre. Aparcaron en una casita cerca del Estadio Nacional, en una calle oscura, llena de árboles. Ni un alma. Nos bajamos y, otra vez del brazo, me entraron en la casa.

“¡Sácate toda la ropa!” Me ordenó el que conducía apenas cerró la puerta.

Yo, obediente, no dejé de mirar: era un espacio casi vacío, con un par de plantas de plástico en jarrones horribles de los chinos, y uno de esos muebles negros, altos y flacos para la tele, el estéreo y el devedé, y una cama americana justo al frente y a un costado sobre un trípode, una camarita de video.

“Oye, puta, cuando volvamos tienes que estar en pelota si no quieres pasar la noche en un calabozo y anotadita en el libro”, me dijo el otro, y se metieron por una puerta que llevaba a lo que me pareció la cocina.

Si te digo que estaba asustada es poco, estaba que me cagaba, y eso que yo había estado en situaciones extremas, locas, con el de atrá y el de alante, pero siempre con gringos.

Yo pensaba que esos dos solo querían agarrarme el culo y follarme, y aunque no me gustaran y seguramente tampoco me pagarían, serían uno más en la lista, porque los policías tendrían un miembro igual a cualquier otro hombre.

Yo sabía que no me encontraría con algo mutante, o lleno de espinas en vez de venas o con una punta de lanza en vez de un glande, no.

Tú te ríe, pero así es…

Me desvestí y esperé y al rato volvieron los dos policías, sin ná, desnudos.

El que conducía la patrulla tenía un miembro gordo y largo, y el del otro era apenas una lombriz que daba risa, así… apenas se le veía mientras caminaba hacia el mueble.

Encendió la cámara de video, prendió la tele y ¡plaff! Aparecimos los tres en pantalla, desnudos, amarillentos, expectantes y brillosos mirando hacia el aparato.

No dijo nada, vino hacia mí y me tiró boca abajo sobre la cama, con violencia, hundiéndome la cabeza con fuerza en el colchón.

Me metió su gusanito que ya había crecido pero seguía siendo el mismo insignificante bicho. (logré girar un poco la cabeza para respirar y no ahogarme contra las mantas que olían a meados).

El otro se sentó al lado, al borde de la cama estirándose su enorme aparato que parecía no despertar.

Yo intentaba ver cómo, lentamente, el otro metía y sacaba su gusanito de mí, que ya estaba crecido pero seguía siendo la misma mierda, cacheteándome el culo mientras con la otra mano le masajeaba el miembro a su compañero.

Después de un par de minutos, levanté un poco más la cabeza y la giré para tomar algo de aire y el del gusanito lamía como un ternero hambriento la pinga de su colega.

Al poco rato dejé de sentir su lombriz, no había forma de que eso creciera, aunque estaba dura como un palito seco.

Lo sentí soltar un bufido de dolor y luego varios, acompasados, ya de placer, mientras se movía en mi espalda.

Cuando volví a girar la cabeza, vi que el otro lo estaba montando, y sentí que el policía del rabito chico se movía sobre mí desesperado y comenzaba a bufar como un buey.

El otro también empezó a resoplar y los dos acabaron casi al mismo tiempo.

Los vi separarse de mí y tirarse a la cama, ellos dos solos (escuché el sonido de la lengua frenética en un beso).

Yo pedí permiso para ir al baño y me miraron con una cara de “no interrumpas, puta”. Aproveché el viajecito y recogí mi ropa y me metí en el baño.

Me lavé, salí y ellos todavía estaban hirviendo en su pasión.

Otra vez estaban clavando por el culo al del rabito enano, y la cámara seguía grabando y ellos apareciendo en la tele y en la pantalla se indicaba en números amarillos el día, el mes, el año y hasta la hora.

Me metí a un cuarto a esperar a que terminaran, sin pensar en otra cosa, nerviosa, porque me había dado cuenta de que aquellos dos habían salido esa noche a buscar a una puta para hacer un cuadro en video, una película barata, quizá de la misma forma que lo hacían todos los días, o casi todos, o a veces… o quién sabe si era la primera vez, pero lo que sí me quedó claro es que lo de ellos no era nada nuevo, ahí había experiencia, alguna intimidá, y yo ahí, al medio (había una foto, sobre una cómoda, aparecía el del rabito chiquito abrazando a otro hombre).

Fue entonces cuando vi a José: estaba ahí, en la envoltura esa, colgando del cinto del pantalón.

Creo que le puse José porque fue el único novio que siempre me protegió y me trató como una reina, sabes, y de pronto me di cuenta que aquella pistola podía ser mi salvación.

Entonces me vestí a la carrera, asomando la cabeza para ver qué pasaba en el otro cuarto, y la imagen del televisor me avisó que ellos dos seguían en lo suyo.

Tomé la pistola y con ella en la mano fui hasta la cocina: me parecía haber visto una puerta cuando miré desde la cama.

Allí estaba, pero daba a un patio interior de muros altos. Infranqueables.

Solo me quedaba una salida: la puerta principal.

¡Ahí é que prende!

En ese momento me puse a pensar que en los dos años que llevo en este país siempre me he salvado de caer fichada y eso me ha permitido trabajar tranquila, tú sabes, moverme por la ciudad a mis anchas.

Tomé aire, traté de calmarme un poco y caminé lentamente hacia la cama, apagué el televisor y entonces ellos se sobresaltaron, detuvieron su romance para mirarme, escuché: “¿Qué haces, puta culiá?”.

Yo los apunté con la pistola, firme, que no me temblara la mano, mirándolos casi sin pestañear.

Saqué el casé de la cámara de video y se los mostré: “Si alguna vez se les ocurre hacerme algo, tendré esto bien guardado”, y sin dejar de apuntarles me fui moviendo hacia la puerta y salí a la calle.

3 comentarios:

  1. Excelente elección Adriana, siempre pendiente de dar a tus lectores lo mejor de nuestros escritores latinoamericanos. Sigue con tus maravillosas entregas!!!

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  2. Mi total agradecimiento al editor y escritor chileno Felipe Reyes Flores, por el privilegio de dar a conocer su cuento en este blog. Gracias, además, a Krina y a Magaly por sus lecturas y comentarios. ¡Reciban un abrazo!

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