Raquel Rivas Rojas (Guanare, 1962) Es periodista, Magister en Literatura Latinoamericana y PhD en Estudios Culturales Latinoamericanos por el King’s College de la Universidad de Londres. Fue profesora titular del Departamento de Lengua y Literatura de la Universidad Simón Bolívar (Caracas-Venezuela) e investigadora del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos. En la actualidad trabaja como editora y traductora independiente en Edimburgo, donde reside desde 2008. Ganó el Premio de Ensayo de la XVII Bienal Ramos Sucre en 2009 con el libro Narrar en dictadura. Su novela Muerte en el Guaire (2016) fue publicada en la Colección Vértigo de Ediciones B. Algunos de sus cuentos fueron recogidos en el libro El patio del vecino (Equinoccio, 2012). Sus blogs literarios son Cuentos de la Caldera Este (del cual forma parte el cuento que encontrarán más adelante) y Notas para Eliza desde donde también se puede ingresar a sus otros blogs de ficción: Apuntes para juego y El barrio chino.
Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de Raquel Rivas Rojas
ESTACIÓN DE RUEGOS
Nos refugiamos en la estación una hora antes de que saliera el tren. Hacía un frío odioso afuera. Pedimos café y té con leche. Alcanzamos a sentarnos en la única mesa que quedaba libre y, sin quitarnos los abrigos, nos instalamos a calentarnos las manos con los vasos de cartón hirviendo. La estación reverberaba con un ruido animal y por la claraboya inmensa que coronaba el techo apenas se notaba el último rayo de sol invernal, aunque no eran todavía las tres de la tarde. Gente con maletas iba y venía como si el mundo estuviera a punto de terminar y fuera necesario salir corriendo sin perder un minuto.
Cruzamos un par de frases y luego escuchamos su voz y los dos nos miramos haciendo la señal de costumbre. Nos gustaba cazar conversaciones ajenas, sobre todo si eran pronunciadas en nuestro idioma y en un acento conocido. Entre Eli y yo sumábamos casi una docena de idiomas, si no bien hablados, al menos bien entendidos. Habíamos rodado por el mundo por más de veinte años, encontrándonos al menos una vez cada seis meses para compartir unos días y separarnos de nuevo. Era nuestro modo de permanecer juntos, porque nada reemplaza esos momentos en que te sientas en un café a calentarte las manos con un líquido humeante, mientras esperas que salga tu tren, y ya no tienes nada más que decir.
En nuestro largo vagabundear habíamos perfeccionado este entretenimiento que recogía historias por el camino, porque siempre llega el punto en el que los cuentos propios se acaban. Y era, además, lo que nos permitía disfrutar del espectáculo del mundo, que se entendía mejor si llevaba como banda sonora las conversaciones de los extraños que encontrábamos al azar. La primera parte del juego consistía en adivinar de dónde eran los que conversaban. Reconocíamos incluso algunos acentos regionales y el reto siempre era refinar cada vez más la búsqueda. Pero cuando se trataba de gente que hablaba nuestro idioma nos poníamos incluso pedantes.
–¿Caraqueños? –preguntó Eli sin hablar, sólo moviendo exageradamente los labios.
Negué con la cabeza y me recosté sobre el espaldar de la silla helada, acercándome más al lugar de donde venía la voz. El hombre estaba detrás de mí y yo no podía voltear a mirarlo directamente de manera discreta. Eli sí podía verlo, pero lo escuchaba apenas. Si queríamos armar la escena completa teníamos que juntar lo que yo escuchaba con lo que Eli veía. No era la primera vez. Teníamos ya una serie de señales conocidas y cada vez descubríamos nuevas maneras de encontrarle sentido a los cuentos que armábamos a partir de esos retazos de historias encontradas.
–Necesito que me expliques. No te puedes ir sin decirme por qué. Sin explicarme lo que te está pasando –decía el hombre, un muchacho tal vez, porque su voz tenía esa cadencia indecisa de los que no han salido del todo de la adolescencia, sin importar mucho qué edad tengan.
–Colombianos –dije en un susurro. Y para darme aires agregué– de Medellín.
Eli hizo una señal de suficiencia, burlándose de mi exceso de precisión. Un segundo más tarde cambió de expresión y su cara se volvió tristísima. Me pareció ver en su gesto una pizca de solidaridad o reconocimiento. Después hizo bajar el índice desde el ojo hasta la boca para indicar que el tipo lloraba. No pude resistir voltear, como quien busca a alguien o mira sobre el hombro la pantalla de los trenes que están por salir. Le vi apenas el perfil, pero fue suficiente para ponerle piel a la voz que seguía hablando en un tono de letanía que más parecía un rezo.
–Viniste para acá a verme. Te gastaste todo ese dinero. Y yo pensaba que habías venido a decirme que te quedabas conmigo, que habías decidido que era yo. Que yo era el que te hacía feliz y no él. Me tienes que decir por qué lo prefieres a él. Por qué prefieres irte y no quedarte. Me tienes que decir si valió la pena venir, si te alegraste de verme...
Le hice a Eli una señal con tres dedos para indicarle que el asunto era complicado. Eli me respondió con un gesto de dolor intenso. El joven decía siempre lo mismo de maneras distintas. Pero su persistencia, su terquedad, la vehemencia con la que pedía explicaciones y parecía preguntarse y responderse al mismo tiempo me hicieron pensar que la persona con la que hablaba ya había dicho todo lo que tenía que decir. Escuché atenta por más de cinco minutos y no pude oír ni una sola respuesta. Le hice señas a Eli para que me dijera si podía ver a la otra persona. Me dijo que sí, puso varias caras que podían significar tristeza o indiferencia o estar escuchando con atención. No supe descifrarlo.
–Es una niña –me explicó, impaciente, sin cuidarse mucho de bajar la voz.
El ruego siguió con algunas variaciones por un rato. Por más que miré por encima del hombro un par de veces no pude ver a la oyente silenciosa. Necesitaba mirar su cara para entender el drama y no había ningún gesto, ninguna descripción a media voz que Eli pudiera hacer para que yo lograra imaginar la expresión, el estado de ánimo de quien recibía aquella larga súplica. Sin embargo, podía imaginar con claridad su pensamiento dándole vueltas a una sola y simple idea, que se resumía en un par de frases contundentes: No eres tú. No es contigo.
–Yo te he querido desde que puse por primera vez mis ojos en ti. Nunca te he ocultado mis sentimientos. Desde el principio fui muy claro contigo y te dije, como te repito ahora, que te iba a esperar hasta que tomaras una decisión. Te esperé. Te esperé sin pedirte nada a cambio. Por eso te invité a venir aquí, para que vieras cómo vivo, para que pudieras imaginarte tu vida aquí conmigo, lejos de todo eso que te atormenta. Pero si esto no te gusta, si quieres regresar, tienes que explicarme por qué. No te puedes ir sin decirme por qué. Sin explicarme lo que te pasa...
Y así volvía a empezar todo de nuevo, como un rosario de quejas que sonaba más bien a un listado de promesas incumplidas. Hice un gesto circular con el dedo para que Eli entendiera que no había nada nuevo. El hombre hablaba como si tratara de comunicarse con un dios sordo, al mismo tiempo dueño de su destino y culpable de su suerte. La súplica, que repetía sin pausa, parecía un reclamo hecho con la desesperación de quien ruega por su vida, de quien pide clemencia y se arrodilla. El silencio que se negaba a dar respuesta a ese ruego sin esperanzas nos partía el alma. Nos miramos haciendo memoria y a los dos se nos aguaron los ojos.
Nuestro tren salía en diez minutos y yo tenía que ir al baño desde hacía horas. Le dije por señas a Eli que estuviera pendiente de todos los detalles para que me contara después. Por más que me apuré no pude evitar hacer una cola de cinco o seis minutos. Llegué del baño corriendo, porque nuestro tren estaba por irse y al volver a la mesa en la que había dejado a Eli vi que se levantaba sin esperar a que yo llegara. Me indicó que hiciera un rodeo para que pudiéramos pasar los dos frente a la pareja que seguía decidiendo su destino en aquel lugar de paso, en el que todo el mundo se estaba yendo para otra parte.
Nos reunimos casi delante de la pareja y los vimos en la misma postura que tal vez habían mantenido por horas. Estaban sentados en un banco que le daba la espalda a las mesas del café. Él miraba hacia el frente y hablaba volteando sólo de vez en cuando, como para constatar que ella seguía ahí. Ella estaba ligeramente inclinada hacia él, pero lo escuchaba sin levantar la vista. Jugueteaba con las hebillas de su morral, con los flecos de su bufanda, con cualquier cosa que pudiera manosear para distraerse. Se balanceaba ligeramente sobre sí misma y parecía tener un sólo pensamiento entre ceja y ceja. Al verla entendí que era cierto, que ella ya había dicho su última palabra y que todo lo demás sobraba. Entre ese momento y su partida definitiva sólo quedaban unos minutos, no muchos ya, llenos de palabras inútiles.
Una hora después, subidos al tren que nos dejaría en la ciudad en la que íbamos a separarnos una vez más, seguíamos comparando nuestras impresiones de la pareja de colombianos que se estaba despidiendo para siempre. Porque la parte más interesante del juego estaba en realidad al final. Armábamos y rearmábamos la historia muchas veces. Esta vez, ninguna de las versiones tuvo un final feliz. Sabíamos muy bien a qué se enfrentaban. Habíamos sufrido el mal de las despedidas, el dolor de los amores contrariados, la angustia de los rezos inútiles ante el altar del dios de los destinos inflexibles. Hace más de veinte años, nosotros también habíamos llorado al despedirnos para siempre en una estación no muy distinta a la que acabábamos de dejar atrás.
Mi especial y sentido agradecimiento a mi querida profe Raquel Rivas Rojas por el enorme privilegio de poder publicar uno de sus excelentes cuentos en este espacio. Ojalá lo disfruten tanto como yo!
ResponderEliminarMe ha encantado. Gracias.
ResponderEliminarNo todos los textos que me han parecido interesantes los he comentado, los blogs también deberían tener una especie de "Like" ;)
Me encantó! Todos los que nos hemos ido de nuestros países hemos vivido despedidas dolorosas. Este cuento nos transporta a esos instantes, que aunque nos dolieron, necesitamos recordarlos y queremos vivir con ellos. Yo también mando mi "Like" :)
ResponderEliminarExcelente crónica, en verdad me conmovió mucho sobre todo me puso a reflexionar que a veces las despedidas no son para siempre, porque nunca sabemos si en nuestros viajes quizás cruzaremos por el mismo camino para encontrarnos de nuevo con esa persona que formó y siempre estará en nuestros pensamientos y corazones. Me encanto porque tiene esos finales de lo que puedes imaginar y crear cualquier otra historia. Gracias por publicarlo Adriana Lo disfrute mucho ,tambien mando mi like ;)
ResponderEliminar¡Gracias, Ana, Renee y Jhonder, por sus lecturas y comentarios! Suscribo sus palabras y deseo que sigamos compartiendo más cuentos y crónicas.
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