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lunes, 27 de marzo de 2017

EL ABRAZO – Mirtha Rivero

Mirtha Rivero (Caracas, 1958). Egresada de la Universidad Central de Venezuela, fue reportera del diario La Región; redactora, reportera y jefe de Información de la sección de Economía en El Diario de Caracas. Se desempeñó como jefe de Redacción de la revista Dinero. Escribió crónicas urbanas para la revista Estampas (El Universal). Fue columnista de Día D del diario 2001, colaboradora de la revista Contrabando y de Prodavinci.com. Es autora de La rebelión de los náufragos (Editorial Alfa, 2010), señalado como un clásico del periodismo narrativo venezolano con más de 30 mil ejemplares vendidos, y de Historia menuda de un país que ya no existe (Editorial Alfa, 2012), el cual incluye la crónica que sigue.

Crónica que se publica íntegramente con la autorización de Mirtha Rivero y Editorial Alfa 



EL ABRAZO


De ella me quedó una piel cansada antes de tiempo.
Una mano atajando unos cabellos
y el deseo inmenso de un abrazo.

M. R., Herencia


Carátula de Historia menuda de un país que ya no existe (Mirtha Rivero - 2012)
Dicen que cuando se sueña con una persona muerta es cuando, por fin, llega la resignación. Cuando el deudo se conforma y encuentra consuelo, supera el dolor. Caridad Santamaría quiere hacerlo. Quiere encontrar calma. Sosiego. Pero no lo consigue. Caridad no puede soñar con su mamá. Por más que quiera. Por más que se lo proponga. Por más que se invente cuentos bonitos. Y no sueña, porque ni siquiera consigue dormir. Desde hace tres años pasa las noches en blanco. Recorriendo la casa que está en su cabeza y la casa que está bajo sus pies.

La madrugada se la sabe de memoria. Se hunde en el colchón. Siente los resortes en su espalda, el crujido del jergón cuando lo vence el peso, el zancudo que baila en la oreja. Oye los ladridos del perro y los conciertos de la gata en celo. Decide levantarse. Se despega la bata mojada por el sudor, busca los lentes a oscuras y sale. A tomar fresco. Con la excusa de un hijo que no llega se asoma a la ventana, tanteando la luna que se esconde o las flores de la mata de santamaría que sirven para curar la gripe, pero que no ayudan con la fatiga del alma.

Mi papá: ya él no me duele... No. Yo no lo sentí a él, pero esto de mi madre... Tengo un mes que no voy al cementerio, y eso me tiene mal, muy mal. Yo quisiera ir todos los domingos, comprarle sus flores que a ella le gustaban, pero es que me estoy proponiendo no ir al cementerio. No ir por un tiempo, para ver si no yendo se me va pasando esto.
Siento como que me estoy consumiendo...
No me acostumbro a que ella «se murió», y no puede ser. Yo sabía que ella estaba enferma, que no se iba a alentar. Sabía todo eso, pero igual: sigo igual... No sé lo que es, no sé lo que me pasa. Yo me digo: si a todo el mundo se le muere gente, y sigue viviendo. Si a todo el mundo se le pasa...

A Caridad no se le quita. La vigilia no escampa. Contra la vigilia no puede ni el té de hojas de guanábana que le trajo Pablo ni las pastillas que recetó el médico. El desvelo es una angustia que se le mete por los ojos abiertos, llega hasta la barriga, se reparte por los brazos y las piernas y vuelve hasta la frente. Y de ahí no sale, ahí se queda.

Con el desvelo, agarrada de la mano viene la tristeza. Es una tristeza honda que no deja rastro de ojeras, pero que agua la mirada y cansa la voz. Tristeza vieja que no encuentra reposo. Que duele en el pecho, en el estómago, en todo el cuerpo. Como deseo insatisfecho. Hambre remota. Cuenta por saldar.

En las noches lloro sola. Lloro mucho... Solita... No me gusta que me vean, porque, además, nadie me va a remediar nada...

2

El día en que Caridad nació, su papá no estuvo para conocerla. Mejor dicho, no quiso estar. Un miércoles de ceniza, él salió de mañanita a buscar casabe y se le perdió la ruta de regreso. Tardó siete meses en encontrarla, y enseguida la volvió a perder.

Desde chiquitica, desde que yo aprendía tener conocimiento, empecé a hacer preguntas sobre mi padre. Yo estaba enredada. No entendía. Yo le decía «papá» a un hermano de mi mamá, pero empecé a preguntar cómo era que si yo le decía a él «papá», él le decía «mamá» a mi abuela... ¿Cómo es eso? 
Ahí empezaron a responderme. Empezaron a hablarme de mi papá, y me contaron cómo era que se había ido. Así fue como supe de él. Por mi mamá, y por mi abuela. 
Por ellas y por los que pasaban por el camino real fue que me enteré de la historia para yo venir al mundo.

A veinte kilómetros de Guanape -en el noroeste del estado Anzoátegui-, un aviso de Cerveza Polar anuncia el arribo a Guanapito; en sentido contrario a Guanapito y al cartel, hay una trocha salpicada de asfalto que recorren vendedores ambulantes ofreciendo camisas y medias a descuento, y en un punto cualquiera en la orilla izquierda de ese camino se encuentra un tanque de cemento al lado de un portón de tablas viejas y una cerca de alambre vencido. Hay también una construcción rosada y fea, fea por lo abandonada. Y más atrás, la casa en donde se crio Caridad. No la casa en donde nació. Esa quedaba justo detrás del tanque, pero hace mucho que desapareció: se la comió el abandono y el monte cerrado que crece por todos lados. Monte de cují, jabillo y guatacaro. Monte que raspa. Que hinca. Que puya. Que hiere. Que teje una tela de palos y enredaderas. Monte que acabó con la casa en donde Caridad Santamaría lloró por primera vez un lunes a las tres de la tarde, monte salvaje que devoró las paredes amarillas que por escasos dos años ocupó una pareja de adolescentes. Monte tramado. Impenetrable. Una sola masa verde. Ese es el monte de Maracual.

Mi papá llegó por Maracual con Agustín Marcano, un señor que cargaba un arreo de burros. Mi papá trabajaba con él. Ellos llegaron por allá porque mi abuela tenía casa de posada para los arrieros, y las veces que pasaban, posaban en la casa de mi abuela. Ahí estaba mi mamá, que era una muchachita, y su hermana que se llamaba Amalia Alicia. 
Amalia Alicia, después, se casó con Agustín Marcano, y mi mamá... mi mamá se enamoró de mi papá.

A comienzos de los años treinta, Maracual era un espacio despoblado, atravesado por quebradas y recuas de burros y mulas que llevaban y traían mercancía. Un paraje perdido en medio de la nada, en la mitad del país que no encontraba dolientes en la era de Juan Vicente Gómez. En el oriente venezolano. Era una comarca plana y olvidada, antiguo territorio de rancherías indígenas desperdigadas, como lo fue toda la región antes de que unos blancos venidos de Europa pusieran límites y nombres nuevos.

En el principio, los lugares se llamaban de un modo distinto.

Araveneicuar: sitio de los árboles. Guaimacuar: sitio de las lagartijas. Guorianocuar: sitio de la ceniza. Chiguatacuar: sitio de los caracoles. Aguaricuar: sitio del cascarón. Cuacuar: sitio de los cangrejos.

El significado del vocablo Maracual se perdió en el tiempo. Tal vez la verdadera voz no sea Maracual, sino Maracuar: sitio de...

Y en ese sitio de origen perdido, una familia creyó perder también la calma, cuando la menor de las hijas -la penúltima de sus hijos- perseguía con la mirada una fila de animales arriados apenas por un niño.

Mis abuelos no gustaban de mi papá porque era muy muchachito y muy rebelde, pero mi mamá insistió, insistió y se fue con él. Ella tenía quince años y él tenía catorce. Al final, mis abuelos terminaron por aceptarlo, pero no quisieron que ellos se casaran porque y que no lo conocían a él. Pero sí les dieron una casa y un pedazo de tierra para su conuco. En esa casa fue donde mi papá, después, dejó a mi mamá... 
Ella tenía dos meses de embarazada cuando él salió. Dijo que iba a buscar una carga de casabe para la Semana Santa, y se fue. Así no más. La dejó engañada... Y mi mamá con el tiempo terminó yéndose para la casa de mis abuelos.

Valentina -la cuarta entre los descendientes de Josefa Acevedo y Ramón Santamaría- se regresó con el desconsuelo en el rostro y Caridad en la barriga. Se devolvió con sus crespos hechos y con la pena prendida al cuerpo, como un vestido ajustado que no se volvería a quitar más nunca.

En los días en que mi mamá estaba esperando hora, se presentó mi papá una madrugada. Mi mamá no se lo imaginaba porque él más nunca se comunicó con ella. Él se había ido una mañana, y más nada... Pero un día, llegó y le dijo a mi abuela que iba por su mujer: 
—Yo vine por mi responsabilidad que tengo con ella. Me la llevo porque sí, y a nadie le importa para dónde la voy a llevar. Valentina no necesita nada, donde le den ganas de parir, ahí pare -dijo mi papá. 
—¿Y qué pasa si a mi hija se le presenta parto en el camino? -protestó mi abuela. 
—A usted no le importa eso porque ese niño es mío. Y si es en la pata de un palo adonde le toca, ahí ella tiene a su hijo, yo lo recojo y sigo. 
Pero mi abuela no dejó que se la llevara, y ahí termina todo. Nunca más se supo de él.

3

Valentina -la mamá de Caridad- debió saber sonreír. Debió hacerlo la primera vez que ordeñó una vaca o tejió una alpargata o tal vez cuando se bañó en un río. La sonrisa, seguro, también adornó su cara cuando conoció a Francisco Hernández, el arriero que le robó el corazón. A él le sonrió con los labios, con la mirada rayada y el ademán atrevido de una quinceañera. Esa debió ser una sonrisa grande, llana, espontánea. Que por momentos se convirtió en risa, igual a aquella que sacaba a pasear los 28 de diciembre de su infancia cuando perseguía la comparsa de los locos que se robaban corotos de las casas. Así debió ser. Valentina debió saber reír. Alguna vez tuvo que expresar su contento. Mostrar su emoción. En algún momento tuvo que ser feliz.

Pero Caridad no lo recuerda. La Valentina que ella dibuja se asemeja más a una criatura retraída, a un espíritu frágil. Casi una figura de arcilla. Diminuta, no por su aspecto sino por su ánimo. Delicada, no por estampa sino por genio. Una muñeca de sombras. Un ser indefenso y quebradizo que veía y callaba, con un silencio de ojos mojados.

Mi mamá era la cuarta de los cinco hijos que se le criaron a mi abuela, porque a ella —a mi abuela- se le murieron un pocote. En total, mi abuela tuvo dieciocho muchachos. Anteriormente, contaban, había una enfermedad que llamaban «la peste española», que pegó mucho en el sitio donde ellos vivían y por eso se moría una cantidad de gente. 
Ellos vivían en un lugar que llamaban El Toco, que yo no conocí sino de nombramiento porque eso era un caserío que se perdió, que lo eliminó esapeste.

Valentina nació en 1918, el mismo año en que la epidemia de influenza sembró muertos por todas partes, después de una agonía de vómitos y fiebres altas. Ella sobrevivió a la peste; luego lo haría al trabajo duro y a los malos tratos.

Yo fui tan apegada a mi madre, porque yo veía que era una mujer que no se dependía. Ella me dijo que quiso a mi papá, que lo quiso bastante, que lo quería demasiado... pero le era imposible porque, para esa época, era una mujer que no se dependía ella misma. No siguió con él por eso. Ella dependía de los demás. 
Así mismo le pasó con ese hombre que vivió con ella después, con quien tuvo sus otros hijos.

Como si fuera una maldición. Como si estuviera pagando el pecado de otro, Valentina cargó encima con la cruz que la llevaba al abandono en cada embarazo. Lo mismo que le hizo Francisco -el papá de Caridad- lo repitió más tarde Andrés Cacharuco, su segundo marido. Ella anunciaba que estaba preñada y Andrés Cacharuco se iba, y solo volvía cuando el niño ya había nacido. Así se lo hizo durante cinco embarazos. Cada vez que se embarazaba, se quedaba sola.

El fundo donde vivíamos era de mi madre, pero ella no podía disfrutar de eso sin autorización de él. Ella no podía disponer de nada. Porque ella era sumergida a él, y hasta el final mi mamá tuvo frustramiento por esa vida que llevó con ese hombre. Él la maltrataba, le decía muchas groserías y llegó apegarle. 
Pero con todo y eso, con todo lo mal que él se portaba, ella seguía callada porque él la amenazaba con que le iba a quitar los muchachos. Por eso ella le tapaba todo.

Nada más en una ocasión, Valentina pudo levantarse por encima de sus miedos. Imponerse a su propio susto.

Él era un hombre muy recio y muy bruto que le pegaba a todos sus hijos. 
Una vez le estaba dando una paliza tan fea a Oscar, su hijo mayor, que hasta yo me puse brava y dije algo. Él se volteó, y trató de pegarme, pero mi mamá no lo dejó. Esa vez se lo impidió. Lo amenazó con decírselo al tío mío, al que yo llamaba «papá». Fue la primera vez que él quiso pegarme y, cosa rara, mi mamá no lo dejó.

Por un instante Valentina se salió del escaparate adonde ella misma se había metido. Fue una explosión momentánea. Una nota tímida y a la vez estridente en medio de ese concierto apagado que ejecutó durante toda su vida. Después de eso, de ese sorpresivo -y único- arrebato de protesta, regresó a su encierro. Volvió a esconderse. A enconcharse. Hasta que se le acabaron las reservas: el miedo se las había ido consumiendo. Y cuando no pudo seguir escondiendo sus sentimientos, Valentina se escapó. Se desenchufó del mundo. Rompió con la realidad que le era tan árida. La muñeca de arcilla se quebró, y no hubo manera de pegar los pedazos.

A ella le llegaron con la noticia de que le habían matado un sobrino. Se asustó tanto que se cayó al suelo, y de ahí fue que se enfermó. Cuando volvió en sí, estaba en el dispensario en Guanape. Eran las doce del día, y desde el pueblo se vino a pie hasta Maracual, y cuando llegó a su casa ya estaba como dislocada. Se le destaparon los nervios: cogió miedo, se escondía, no dormía... Eso le pegó de cincuenta años. 
Yo, como ya vivía en Barcelona, la iba a buscar. Me la traía para mi casa, le hacía su tratamiento que le mandaba el doctor, y cuando se mejoraba, la llevaba de vuelta. Pasaba tres o cuatro días en Maracual pero enseguida tenía que ir a buscarla porque estaba mal otra vez... 
Una noche fui porque me avisaron que el cuarto de ella estaba sucio y hediondo. La encontré encerrada, con un candado pegado en la puerta. Era que el señor -Andrés Cacharuco— la trancaba y se iba. La dejaba sola y encerrada. Él regresaba cuando se iba a acostar... Esa noche me la traje de una vez por todas. 
Ella estuvo en cura de sueños y mejoraba un ratico, pero poco apoco se fue enfermando más. Decía que la perseguían, que la buscaban. Una vez estuvo veinticuatro horas parada detrás de una puerta, escondida. Ahí comió, se orinó, ahí la tuve que bañar. No quería salir. 
No se alentó más. 
La cuidé veintisiete años, los últimos diez ya no caminaba.

4

Caridad no sabe lo que es celebrar cumpleaños. Perdió la costumbre. O no la tuvo. Cuando era pequeña, cada 2 de noviembre, las únicas velas que había en su casa eran las que prendía su abuela para alumbrar el camino a las ánimas, y los únicos regalos que veía eran las ofrendas que les ponían a los difuntos.

La gente acostumbraba poner un bote grande de madera: lo llenaban de carato y alrededor ponían bastante cambur maduro, casabe y batata. Todo el que llegaba iba bebiendo de ese carato y comiendo esos cambures. Eso era en honor a los muertos, pero el que llegaba de visita, iba bebiendo y comiendo.

Siguiendo una práctica vieja, se repetían cultos. Ceremonias que ya no existen. Que quedaron para el recuerdo.

Se hacían velorios para los santos. Para pedirles cosas. Por lo menos, cuando no llovía, cuando había un verano muy cerrado, se hacían promesas a la Virgen del Carmen y al Santo Niño de Sabana de Uchire. Y se iba en procesión por todos esos potreros cargando con el santo... Entonces, daba la casualidad de que llovía, y decían que eran los santos, que los santos habían hecho que lloviera. Y en honor al santo se celebraba. Se mataban cochinos y se comía.

Revolviendo hábitos y creencias, mezclaban la tradición religiosa sembrada por los primeros sacerdotes católicos que llegaron a la zona con las costumbres y los ritos mágicos heredados de los primigenios pobladores. Combinando el culto con la comuna, en Maracual vivían todos juntos. Padres, madres, hijas, yernos, nietos. Como si la vida y la gente no hubiese cambiado en los últimos cuatrocientos años. Como si todo fuese una práctica remota: los hombres a trabajar en el campo y las mujeres en la casa, hilando hamacas, preparando comida, trayendo leña y buscando agua.

Cuando yo tuve uso de razón, ya dormía en chinchorro. En un cuarto grandote dormíamos todos. Nos acostábamos a las seis de la tarde y nos levantábamos a la una de la noche. Desde que era una mujercita —tenía once años— me levantaba junto con mi mamá. A la una de la mañana ella se iba a ordeñar su corral, y yo me ponía a moler, a freír frijol amanecido y asar cataco seco para los peones que trabajaban allá. Siempre había quince o veinte hombres trabajando. 
Todo el día estaba haciendo oficio, ayudando en lo que me pusieran a hacer.

Vivir era rutina de lo básico: llenar las horas con tareas elementales para despertar y dormir a la misma hora. Las cosas simples, pero no por eso la existencia menos complicada.

Yo nací en 1936, y en 1939 mi mamá se puso a vivir con el que fue mi padrastro. Su nombre es Andrés Cacharuco, le decían Mito. 
Mientras mi abuela estuvo viva, mi mamá vivió con ella. Y él también. En esa época todo era diferente. ¡Claro!, porque mi abuela siempre estaba por el medio. Cuando mi abuela murió, yo tenía nueve años, y ahí terminó mi felicidad.

De pronto, Caridad cayó en cuenta de la tierra dura que estaba bajo su pie desnudo, de las lluvias copiosas que se metían a la casa y había que achicar, del fruto del cují que se pilaba para los animales. De la escuela que no había. De la madera resistente del cedro que se usaba en las bateas para lavar y en las urnas para los muertos.

Me crié en un ambiente de riqueza. Riqueza porque todo lo había por bastante, por abundancia. Tenían ganado, había bienes, había de todo. Pero reflejado hacia mí: una pobreza inmensa. 
Para qué decir que tuve por lo menos una vida de juventud, como lo tiene la gente, como vine yo a criar a mis hijas, que, con pobreza, se divertían y podían visitar a sus amistades. Yo no gocé de tener lo que tiene una niña, una señorita de la casa: unos vestidos competentes, unos buenos pares de zapatos. 
Después de que se murió mi abuela, yo comía de última porque Mito decía que yo no era hija de él: tenía que comer después de todo el mundo. No me pusieron en el colegio, porque él decía que las mujeres que iban a la escuela iban a estudiar para putas. No tenía amigas, porque no me dejaban... Los juegos en la casa eran el pilón para pilar, la taparita para llenarla de agua y llenarle el tanque a los cochinos. Eso era todo. 
El recuerdo bonito que puedo tener es haberme criado con mi madre y con mis hermanos, pero lo demás no cuenta. Yo me crie sumergida en la casa... Hasta el momento en que me fui.

5

Lee pero no escribe. A lo más que llega es a firmar, y eso porque lo aprendió apurada para poder recibir el sobre del pago de una semana. Al dueño de la fábrica de pastas donde la emplearon no le gustaba que se firmara con la huella: el que no sabía leer ni escribir, no tenía trabajo. Y en 1970 la necesidad tenía una cara muy fea: el marido sin empleo y ocho hijos que alimentar, dos de ellos enfermos.

—Cómo es eso de que usted sabe leer y no sabe escribir —me preguntó el jefe de Personal. 
—Bueno, que yo leo pero no escribo. 
—Pero explique. 
—Yo aprendí a leer de una manera que no fue en un colegio, yo no he tenido maestro, yo no he tenido escuela. 
—Yo estaba muy conmovido para darle su trabajo, por lo que me ha contado, pero a usted no la van a aceptar si ni siquiera sabe firmar —me siguió diciendo-. 
—Mire, señor... ¿cuándo se cobra aquí? 
—Si usted empieza a trabajar hoy —era lunes—, usted va a cobrar el sábado. 
—¡No hombre! Yo aprendo a escribir de aquí al sábado. ¿Qué tengo que escribir? 
—Su nombre. 
—Eso lo aprendo yo por mí. Se lo prometo.

Esa misma noche le pidió a su hija mayor que le enseñara a poner las letras de su firma. Una por una. Tal y como figuraba en la partida de nacimiento: María Caridad Santamaría. Pero se le hacía muy largo y decidió eliminar el segundo nombre.

La primera vez que firmé no puse Santamaría, me equivoqué: puse Sartamaría. María Sartamaría. Después fue que me di cuenta. Pero no importa, cobré. Aprendí a poner mi nombre, y cobré. Ahora no firmo así, ahora firmo: María de Marcano. Más fácil.

A los treinta y cuatro años aprendió a firmar. No fue tan difícil. Ignoraba que ya sabía escribir. Desconocía que la escritura estaba almacenada en su memoria junto con los dibujos que, hacía mucho, había ensayado en la tierra. Era una escritura espontánea, llena de palabras sencillas, de oraciones cortas. Bastaba recordarla.

Yo aprendí a leer en la portada de una Biblia. Era una Biblia que tenía un señor evangélico que iba a la casa a tejer tabaco de mascar. Yo siempre lo veía que él leía y leía, y que pasaba mucho leyendo. 
En la casa, había otro señor que me ayudaba apilar, y que leía también. Él se llamaba Encarnación Conoto. Una vez me robé la Biblia del evangélico y le pregunté a Encarnación: «¿Cómo hacen para leer aquí?», y le puse el libro en la mano. Él empezó a decirme las letras, y me las iba diciendo y me las ponía a escribir en el suelo. Esta se llama así y esta así, y yo las iba poniendo en la tierra. Él me decía cómo las iba a componer: qué decía una letra con la otra, y yo las iba haciendo con el dedo en el suelo... Y así fue... 
Cuando yo tenía chance de robarme la Biblia, llamaba a Encarnación y agarraba otras letras en el suelo. Así fue como yo aprendía leer pero a escribir, y hoy yo leo cualquier cosa. Hasta la letra de los médicos.

6

El territorio en donde Caridad creció, amplio y solitario, ha cambiado muy poco desde los días en que misioneros capuchinos y franciscanos se aventuraron a pacificar naturales y fundar pueblos, marcando el origen de casi todos los asentamientos en lo que hoy es el estado Anzoátegui. En Maracual no hubo mayor alboroto, porque no había gente ni casas suficientes para formar un caserío, y desde entonces —hombres más, vacas menos- Maracual fue lo que siguió siendo después. Un vecindario alejado y silencioso. Hoy un vecindario del municipio Guanape, compuesto por fundos aislados entre sí. Hace cincuenta años, la autoridad la ejercía un comisario que intercedía en peleas y recogía los nombres de los que iban naciendo y de los que iban muriendo. No había iglesia o escuela, tampoco había militancia ni caudillos políticos.

Así era el escenario en donde Caridad aprendió a moverse y defenderse. Hablando con quien se atravesara en el camino, fisgoneando al que llegara, preguntando lo que se le ocurría. De esa manera se enteró que era tan aindiada de rasgos como lo era su papá de verdad. Así supo de Dios y de los hombres. Conoció lo que estaba bien y lo que estaba mal.

Cuando chiquita, yo era muy curiosa, muy jodedora. El padrastro mío decía que era «una salía», pero lo que pasaba era que yo no iba a ninguna parte y por eso entablaba amistad con quien fuera por allá. Le sacaba conversación a quienquiera que llegaba. Eso no le gustaba a él, que se ponía bravo y me decía que iba «a terminar mal». Él no quería entender que a mí me agarraba confianza solo quien yo quería. 
Por lo menos: allá en la casa había muchos hombres trabajando, y yo tenía que lidiar con todos ellos porque había que atenderlos, tenía que darles desayuno; pero eso no quería decir que yo iba a dejar que esos hombres se metieran conmigo o que me entraran en la cocina cuando les daba la gana. No, señor. A la hora de comer, cada uno me hacía una fila y cada uno iba cogiendo su pescado y su arepa, y se iba yendo. Yo los trataba a ellos como unas personas que estaban trabajando, y ellos no tenían por qué tener confianza conmigo. Y así mismo era con todita la gente que iba allá. Y así soy con hombres y así soy con mujeres, porque yo sé distinguir las personas. A mí no me gusta todo el mundo.

No porque alguien le dijera cosas bonitas, iba a bajar la guardia. No porque a ella le gustara hablar con la visita, iba ser trapo de mesa o a consentir que le calentaran el oído. No porque no tuviera papá, iba a dejar que otro de mampuesto le dirigiera la vida. Por eso se le encogió el corazón cuando descubrió que diligenciaban por ella. Que decidían por ella.

Mito —mi padrastro— quiso hacer algo conmigo que no debía. Quiso imponerme un hombre que no era de mi gusto, y aquello fue algo muy grande... Eso pasó como a la fuerza... 
Ese hombre era un señor casado que tenía esposa y cinco hijos en Barcelona. Pero iba para la casa de nosotros, y regalaba cosas y los sacaba a pasear a ellos: a Mito y a mi mamá... Y Mito nunca fue opuesto a él, al contrario: se llevaba a mi mamá, y me dejaba sola con ese hombre. Le abrió las puertas de la casa, nada más porque el otro tenía carro y llevaba todo por bastante. 
Yo tenía trece años en ese tiempo y ese hombre tenía treinta y cinco... 
Eso fue como un trauma. Ese hombre quiso hacer uso de mí. Y ellos pretendieron entregarme a él como se entrega un objeto. Mejor dicho, me entregaron. Teniendo ganado como tenían en la casa, mi padrastro aceptó cuatro reses por mí. Me cambió por cuatro reses. Como si yo fuera un perol, como si no contara... entregarme...

Y casi lo logra. A no ser por una mano divina que decidió intervenir cambiando el curso de este cuento que parecía ya escrito. Caridad lo tiene grabado. Se acuerda muy bien de lo que sucedió la noche en que dejaron que se la llevara quien había pagado cuatro vacas por ella. Tiene presente el momento en que el camión en donde iba empezó a saltar y a dar tumbos en la carretera.

El carro se salió del camino. Se le fueron los frenos, brincaba como una bestia y cayó por un voladero pa'bajo. Se volcó, y en uno de los banquinazos que dio, el hombre ese se salió, y como una cosa al propósito, como de un instinto, el carro se volteó sobre de él y le cayó encima. Yo quedé adentro con el asiento atravesado, todo desbaratado, porque el carro separó cuando quiso. En cuanto pude, me salí, y ya él me estaba gritando, me llamaba. Cuando llegué adonde él estaba, me dijo que llamara a mi mamá, que llamara a Mito, que tenía que hablar con ellos. Estaba todo lleno de sangre, con la pierna volteada y un poco de vidrios aquí en la barriga... 
Me decía: «No me dejes morir». 
... Cuando ellos llegaron, ya estaba muerto.

Detrás de Valentina Santamaría y Andrés Cacharuco llegó gente de la inspectoría de Tránsito, de la prefectura de Guanape y del dispensario. Pero no pudieron hacer mucho. Cuando terminaron de levantar el cuerpo era de noche. Una uñita de luna se asomaba en el cielo, y el aire húmedo y agradable hacía pensar que había llovido y escampado. A Caridad se le escapó un suspiro. No pronunció palabra, no hizo mueca, pero quien la vio aquella noche se dio cuenta de que le habían quitado un peso de encima.

Al poquito tiempo —yo andaba en catorce años— otra vez tuve problemas con mi padrastro. Mito quiso hacer lo mismo con un trabajador de la casa. Pretendía hacer con este lo mismo que con el otro: pero yo no se lo acepté, y nos agarramos a pelear y a discutir. Él me fue a pegar, me zumbó con un mandador, y yo agarré un machete con que abrían taparas y se lo puse en el pie... Él salió, se montó en el jeep y dijo que al regresar no quería encontrarme ahí. 
Cuando yo fui a hablar con mi mamá, ella lo que hizo fue ponerse a llorar y decirme: «Hija, tendrás que irte...». 
Eso lo hallé muy grande. Yo no le moralicé nada a ella... No tomé ninguna represalia contra mi madre, pero todavía yo me acuerdo de eso y a mí me da mucho dolor... 
Yo me fui de la casa. Me fui a trabajar en una casa de familia que quedaba por allá mismo por Maracual, pero en verdad lo que yo quería era irme, irme lejos. Perderme. Que no supieran más nunca de mí.

7

Aunque le mande a rezar misas a sus familiares muertos, Caridad no cree en los curas. Dejó de hacerlo incluso antes de que el nombre de un sacerdote ocupara las páginas rojas del diario Antorcha acusado del asesinato de su propia hermana o que en la radio comentaran lo del escándalo en el convento de Maturín, en donde un hombre durante trece años se hizo pasar por monja.

Cuando yo era pequeña, a Maracual iba un cura de Clarines. Él llegaba, y toditos le iban a pedir la bendición y a mí me ponían a besarle el anillo, porque mi abuela era muy creyente. Ella me decía que había que respetarlo porque él era un representante de Dios aquí en la tierra. Yo estaba criándome bajo esa creencia, y así estuve hasta que una vez conseguí al cura orinando, y le vi toda su perolera. ¡Pues salí corriendo! Fui a buscar a mi abuela: 
—El cura tiene pipí y tiene bolas como tienen los toros, y como tienen todos los hombres. 
—Es que él es un hombre —me dijo mi abuela. 
—¿ Y por qué usted me dice que él es como un santo? 
—Porque ellos no pueden hacer lo que hacen los otros hombres. 
—¿Cómo que no hacen lo que los otros hombres? Ellos hacen pipí como lo hacen los otros, y tiene todo eso. 
—Pero ellos-no pueden tener mujer, no pueden tener hijos... 
Mi abuela me dijo aquello, pero a medida que yo fui creciendo siempre me imaginaba en mi mente que no podía ser posible eso. Desde ese momento empecé a no tomarlos a ellos como santos sino a tratarlos con respeto; como se respeta a un abogado, a una persona mayor. Porque comencé a ver que ellos eran como los demás. Abrí los ojos y me di cuenta de que eran como un ser humano, que eran hombres, tal y cual como los otros hombres... Y cuando pasó lo del Padre Biaggi, que por celos mató a su hermana, ahí sí bastó para mí. Eso me terminó de desilusionar.

A partir de 1961 comenzó a espaciar sus visitas a la iglesia. Antes, siempre se robaba un rato y pasaba por el templo para estar sola y hablar más tranquila con Dios. A eso era a lo único que iba, porque ella no venera santos, o por lo menos no a todos los santos y no de la manera como lo hace todo el mundo. Dios está por encima de todo. Por eso ha llegado a pensarse evangélica. Una evangélica particular, porque le gusta regirse por lo que dice la Biblia, pero -no puede ocultarlo— respeta la creencia en José Gregorio Hernández y es devota de san Celestino, el santo papa que conoció por los cuentos de su abuela.

A ellos dos, a José Gregorio y a san Celestino, los distingue del muestrario de figuras de yeso que hay en los altares. Ellos dos se salvan, pero ni por eso les enciende un cirio. Hace veinticinco años acabó con esa costumbre, y eso se lo agradece al Altísimo.

Mi abuela acostumbraba a que el 1º y el 2 de noviembre, día de los santos y día de los muertos, le prendía vela a todos sus muertos. A cada uno su velita. Y siempre me decía que cuando ella se muriera, yo me quedaba con ese encargo. Ella se muere, y ya yo me sabía de memoria los nombres de todos sus muertos, y prendía mis velas haciendo todas las morisquetas que ella hacía. 
Cuando soy una mujer, sigo con eso, pero me pasaba algo muy raro: yo podía tener mis realitos todo el año, y justamente esos dos días tenía que ¡arar! el mundo, hacer cualquier sacrificio, vender lo que fuera para poder comprar las velas. Porque nunca tenía real. Justamente esos dos días. El 1 y el 2 de noviembre... Pero, igual, a mí no me importaba. Yo seguía. Al principio no se me hacía tan difícil porque en el campo tenía mis gallinas, mis cochinos, y me resolvía: podía vender para comprar la luz de las velas. Después, cuando vivo en Barcelona y tengo este poco de hijos, es que las cosas cambian. Pero tenía que seguir haciéndolo, porque ya me había sucedido que cuando no prendía velas, no podía dormir. Era un azoro que se me metía por dentro, y al final tenía que salir de noche a buscar aunque fueran unos cabitos de cera. 
Así fue, hasta que me llega un día de los muertos trabajando en una droguería. Yo era obrera de las que cobraban los sábados, y ese primero de noviembre caía sábado. Cuando yo veo eso, me digo: «Gracias a Dios que este año no tengo que andar con esa corredera, tengo para comprar mis velas». 
Pues vino el sábado y veo que la taquilla por donde se cobraba está cerrada. ¿Qué pasará? A media mañana nos dicen que pasemos por la oficina del señor Torres, que era el amo de la compañía. Ahí, todavía, creo que es él quien nos va apagar. Mayor fue mi sorpresa cuando el señor nos dice que, por motivo ajeno a su voluntad, la señora encargada del pago tuvo que viajar y no había pago... ¡Ay! Yo me iba a morir... 
Cuando llego a la casa fui derechito a vender una gallina, pero la bodega estaba cerrada; quise pedirle prestado a una comadre, pero no estaba; busqué el préstamo con otra, pero no tenía. Se hizo tarde ¡y nada! Viendo eso, llego yo —brava—y me digo: «No voy aprender un carajo», y me acosté. 
Y acostarme y empezar a dar vueltas en esa cama fue lo mismo. Me paraba, y me volvía a acostar. Me iba al chinchorro, me acostaba con las muchachas y no me quedaba dormida. ¡Pendiente de las velas! Para mí, eran los muertos los que no me dejaban dormir. Cosas que se le metían en la mente a uno... Y cuando dieron las doce ¡no aguanté más! Me paré, salí al patio y me hinqué de rodillas: «Dios mío, si esto es un pecado lo que voy hacer, perdóname, pero desde este momento yo renuncio. No voy a prenderle una vela más a los muertos, y ellos que vayan a su lugar que tú le hayas destinado y que me dejen en paz». 
Hice eso, me fui a dormir y me quedé dormida. Eso fue en 1973 ¡y hasta hoy! No prendo velas.

8

Hace mucho que dividió su casa para que los hijos que no tuvieran techo, construyeran -adelante, arriba, a los lados- un rincón propio para vivir. Como una gallina, rodeando y arropando con sus alas, les da a sus pollitos todo el maíz que a ella le negaron. Todo el que puede y el que no. Cumpliendo un juramento secreto, se quita el pan de la boca para que el día de mañana sus hijos no tengan quejas. No lloren ausencias. Si de cariño se trata, por ella, ninguno se morirá de mengua.

Fue un pacto con Dios: yo le dije que me iba a quedar conforme de todo lo que había perdido, y que Él se diera por satisfecho y me dejara criando a mis hijos.

Como no tenía calor de hogar y no quería un hogar ajeno, Caridad decidió formar uno propio. Buscar la manera de llenar el hueco que sentía en el pecho. Tratar de quitarse el frío que traía por dentro, trayendo niños al mundo para arroparlos. Arroparlos mucho. Arroparlos siempre.

Muy temprano empezó su tarea y para compañero escogió a Pablo, el peón agradable, tranquilo y despreocupado que la sigue desde entonces, por donde ella diga y para donde ella disponga.

A los quince años me ajunté con él, y a los dieciséis tuve mi primer hijo. Fueron doce hijos en quince años. Estuve pariendo casi todos los años sin descansar, pero los cuatro mayores se me murieron. La primera duró dos años y los otros se me morían al nacer, a los ocho meses. Con la quinta fue que empezaron a salvárseme. Tenía veinte años cuando eso, pero en el hospital me puse de veintiuno porque me daba pena que supieran que ya llevaba cinco muchachos. 
Todos los que se murieron los tuve en Maracual, pero cuando fui a parir la quinta se me presentó aborto y me vine para Barcelona. Estuve hospitalizada noventa y tres días. Después que nació la niña, ya no quise regresar a Maracual porque ella era prematura y las condiciones que me ponían no eran adecuadas para irme al campo. Decidí entonces quedarme por aquí. Quedarnos. Total, no tenía nada por allá. Nos quedamos en Barcelona, pasando trabajo...

En 1956, la más antigua villa del estado Anzoátegui era una población tranquila, con más sol que árboles para guarecerse. En contraste con el verde de Maracual, Barcelona era desvaída. Se llenaba de fango con las lluvias y de polvo con la sequía, como sigue sucediendo ahora y como sucedía hace trescientos veintisiete años, en la fecha de su séptima fundación a la orilla del río y a tres kilómetros del mar. En todo ese tiempo, ni el río Neverí ni el mar Caribe han podido darle colorido. No han logrado prestarle lozanía. A mediados del siglo XX, Barcelona era -aún es- pálida. Era también una ciudad pequeña que atraía a los pobres de los alrededores. El petróleo -que manaba de los pozos de Anzoátegui, Monagas y Guárico y que había encontrado dique en la vecina ensenada de Puerto La Cruz- comenzaba a ser promesa para los desplazados por el hambre.

Cuando nos quedamos aquí, de algo teníamos que vivir, y nos pusimos a trabajar. Yo lavaba, planchaba, hacía arepas, hacía mandados, hacía de todo para que me pagaran. Pablo se puso a trabajar de ayudante de vendedor de hielo. Se ganaba un sueldo maravilloso: ¡seis bolívares diarios!, trabajando desde las tres de la madrugada hasta las tres de la tarde. 
Vivíamos rodando por ahí: alquilando casitas o cuarticos, pero no importaba, la vida era más o menos. A pesar de las cosas, era muy maravilloso.

En medio de la carestía, Caridad estrenaba familia. Dando para recibir. Hijos para sacarlos a pasear, limpiarles los mocos, bajarles la fiebre, llevarlos a la escuela. Para regalarles por montones lo que a ella le habían negado: consentimiento hasta llegar al empacho. Hijos para alimentarlos, para protegerlos. Hijos seguros y confiados de que su madre -eterna sombra- siempre estaría ahí. Vigilante, comprensiva. Tolerante. Alcahueta. Ella saldría de un lado, de abajo, de donde fuera para guardarlos, ampararlos. Malcriarlos si era preciso. Pero sobre todo para quererlos. Hijos para querer, para que la quisieran.

Yo conocí el mando de Marcos Pérez Jiménez y lo viví inocentemente porque las cosas que pasaban no las tomaba como se toman ahora. Para ese entonces, se conseguían las cosas más fáciles porque en cualquier parte uno iba y trabajaba, y se ganaba algo. Era poquito pero alcanzaba. Iba a la carnicería Monagas y compraba un bolívar de recorte, y me daban ese pocote de carne. Yo la echaba a sancochar y hacía sopa, le daba a los vecinos, comíamos nosotros, y en la tarde guisaba esa misma carne. Y cuando no tenía el bolívar completo, compraba un real de hueso 'epecho y comíamos. Esa época la vivía yo bonita. Tenía un solo hijo. Tenía a Marlene.

Después de Marlene, vinieron Gregorio en 1957, Ana en 1959, Pablo José en 1961, Carmen Otilia en 1962, Signencia en 1963, José Ángel en 1965 y Hernán José en 1966. Hijos que venían en serie, y en serie los presentaba en el registro civil. Para no estar a cada rato en la Prefectura, dejaba que se juntaran dos o tres y entonces los iba a inscribir con el apellido Santamaría.

Yo no lo obligué a él a que se casara conmigo, pero tampoco quise que reconociera a sus hijos. Su papá de él siempre me lo reclamaba: 
—Vamos a presentar los niños con el apellido Marcano —me decía el señor. 
—¿Ypor qué? Si ellos no son Marcano —le contestaba. 
—El hijo que no es reconocido no tiene papá —me insistía el viejo. 
—Pues, ellos no tendrán papá. 
Lo que yo pensaba —pero no se lo reflejé nunca, y a nadie se lo dije- era que si yo no era merecedora de un apellido, mis hijos tampoco. Mis hijos tenían que ser merecedores del apellido mío.

En lenguaje cifrado, Caridad guardaba los sentimientos disfrazándolos de altanería. Era desconsuelo empastelado con orgullo. Rabia con pena. Todo junto. Porque, por lo que fuera, Pablo no había querido firmar el acta de matrimonio. Con el pasar de los años, Caridad terminó casándose, y su prole fue reconocida. Sus hijos son desde entonces Marcano. Cambiaron de apellido. Ella cedió, pero no arrinconó los cuentos.

Cuando nosotros nos ajuntamos allá en Maracual, él quiso casarse conmigo, pero mi suegro, que era muy pretencioso, le dijo que no, porque yo no era digna para casarme con él. Por eso él no se había casado conmigo, como él tenía «papitis»... Después fue que nos casamos, pero yo no le di a entender a él que yo esperaba eso ni que nada.

9

Hace tanto tiempo que Caridad no siente paz que casi se le ha olvidado el color de las cosas bonitas, el sabor del alboroto y del entusiasmo. En sus recuerdos, la felicidad se confunde con las tardes tranquilas y seguras en que había trabajo para Pablo y para ella, y los hijos —aún adolescentes- no sabían lo que eran aguardiente, desempleo o responsabilidades. Eran días de sancocho bajo una mata, de hallacas familiares y música a todo volumen mientras se limpiaba la casa de la calle El Carmen. Días potables, no porque hubiese agua en la llave sino porque se podía beber la vida sin temor a que hiciera daño. Se podía caminar tranquilo y dejar el hogar al cuidado del viento.

Aquí vivo desde 1959. Yo conseguí el terreno en el Concejo Municipal. Lo limpiamos, quitamos tunas y cardones, y paramos el rancho. Cuando yo me mudé no había agua, no había luz, no había nada de eso. En la noche, para llegar, veníamos con una linternita para alumbrarnos. Esto era un ranchito sin puertas, un ranchito de tablas.

La casa está en el centro de Barcelona, cerca de las calles angostas y aceras altas del casco colonial y más cerca de la larga y amplia avenida Pedro María Freites y del cuartel militar que una vez llevó ese mismo nombre. Caridad vive en uno más de los barrios que se multiplican por la ciudad y que, a diferencia del sitio histórico, no tiene legado que resguardar. Es un sector popular formado por viviendas modestas que han ido creciendo y cambiando con el correr de los años y el número de hijos. Una pegada a la otra, compitiendo por el espacio y las comodidades.

En el terreno donde hoy sus vástagos instalan corredores oscuros olorosos a cemento, antes había un rancho escuálido yun patio grande con animales: cochinos, chivos, gallinas, loro y hasta un perro flaco que mató una bala perdida, en el único incidente violento que recuerda de aquellos días.

Eso pasó en el mando de Rómulo Betancourt: a las cinco de la mañana, nos despertamos con un tiroteo. Pasaban las balas por todos lados, una bala pegó en la casa de la vecina y le esfondó la pared, y otra mató al perro que estaba sentado aquí mismo. Todo eso estaba alborotadísimo, hasta aquí cerca se metían los militares, se escondía la gente... 
Duró bastante, porque nosotros nos dimos cuenta a esa hora, pero según y que eso estaba prendío desde la noche anterior.

En junio de 1961, entre la noche del 25 y la madrugada del 26, doscientos cincuenta militares y cincuenta civiles —uniformados como militares pero con armas sin munición- se alzaron en la ciudad de Barcelona en un intento por deponer al presidente Rómulo Betancourt. Los insurrectos tomaron el cuartel del Ejército, la comandancia de la Policía, las sedes de Radio Barcelona y del partido Acción Democrática y apresaron con facilidad al gobernador Rafael Solórzano Bruce. También detuvieron al secretario de la gobernación, Carlos Canache Mata. Pero esos fueron sus mayores logros. Pronto, el gobierno nacional envió refuerzos para respaldar a los que aún dentro del fuerte militar no apoyaban la conspiración.

Hubo bastante muerto en el cuartel, ahí mandaron a fusilar a un poco 'e gente, a los que se habían alzado. Según, los que quedaron vivos los mandaron a matar en el paredón. En el paredón del cuartel. También mataron a varios muchachos de por aquí, muchachos sanos que se murieron acribillados por ir a ver lo que estaba pasando. 
Decían que los perezjimenistas eran los que estaban alzados contra el gobierno y, justamente, la mayoría de los que hicieron presos eran perezjimenistas y urredistas. Uno no sabe exactamente si en verdad eran ellos los alzados, pero los comentarios los hubo... 
Todo se calmó a las nueve de la mañana. Me acuerdo de eso: yo tenía a Pablo José como de tres meses, porque él nació en marzo.

El Barcelonazo no terminó en un día. Desde el 26 de junio de 1961 hasta octubre de ese año se vivió con sobresaltos. Se oían disparos, se hablaba de allanamientos y la policía a cada rato rodeaba la zona. El alzamiento alteró la paz cotidiana; sin embargo, Caridad lo rememora como hecho aislado. Excepcional. Nada parecido a lo que vino después, a lo que está viviendo.

Ahora las cosas son tan difíciles que yo me pregunto qué es esto. Se habla de Pérez Jiménez, pero ahorita es que yo conozco la dictadura, porque yo no me acuerdo de haber visto estos desastres antiguamente. Si los había, yo no los vi. Eso de matar diariamente a una persona, eso no lo viví y aquí se está viendo eso: en la cárcel todos los días del mundo se muere alguien, y antes, en la cárcel que quedaba en la Calle Cajigal, no se oía eso de que mataran a un preso. Jamás. Lo que sí había era castigo de verdad... 
Antes de venirme para esta calle, en el vecindario donde yo vivía, un señor violó a una niña. El señor se llamaba Juan Ramón Armas. Me acuerdo clarito: la niña era una muchachita de dos años que encontraron a los diecisiete días destrozada. Pues a ese señor lo trajo preso la Seguridad Nacional, y a los ocho días se supo que lo habían operado de los testículos y no había aguantado la operación. Hasta ahí llegó Juan Ramón. ¡Ese no violó más!

En los últimos cuarenta y dos años, Barcelona ha crecido hasta casi juntarse con Puerto La Cruz y formar un eje que atrae almas y mueve dinero. La producción petrolera y los complejos turísticos lo han hecho escenario de actores dispares. Hoteles y villas lujosas se pelean la costanera y la periferia rescatada de las aguas. El resto, queda para los desarrollos de clase media y las barriadas humildes. Unos con más suerte que otros, pero todos conviviendo con la transgresión. Enlodados con el crimen que vive a costa de los demás: los que tienen y los que no, los de arriba y los de abajo. Es la violencia que enreja las puertas y encierra las casas condenando a vivir con el sofoco y el ventilador. Es el delito que acosa a los individuos que ni aun cuando llueve descansan, porque los ladrones, cual buzos, aparecen entre el agua cuando los carros se atascan en las calles inundadas. Hampa común y silvestre que circula libre, pese a los ofrecimientos electorales.

Ahora no hay escarmiento. Leemos el periódico y vemos que fulano de tal tiene cincuenta y tres entradas a la policía por violación, por robo o por atraco... ¿y por qué está ese señor en la calle? me pregunto. Yo creo que eso sí es una dictadura...

Caridad no ha votado en las más recientes elecciones y en las próximas no sabe si lo hará. La última vez que votó selló la cara de Carlos Andrés Pérez y, si fuera posible, lo haría de nuevo. No vota por partidos, sino por candidatos que le simpaticen. Por eso votó por Carlos Andrés. Dos veces. La primera, en 1973, porque le gustó lo que decía, y la segunda, en 1988, porque agradece lo que él hizo en su primera presidencia: los días de pleno empleo que le trajeron el puesto fijo como obrera en una escuela. Por eso, para ella, Carlos Andrés Pérez es el único que se salva del desfile de políticos. A él solo redime, aunque lo acusen todos.

Porque yo veo que él nada más no es el corrupto. Hay más corruptos. ¿ Y por qué no ajustician a estos otros corruptos y a él lo tienen preso, ahí sentado, ahí en su casa? Eso tampoco es justicia... Ahí en su casa, él lo que está es consumiendo. Eso no es ninguna venganza. Si a él lo agarraron con probabilidades ciertas de lo que hizo, entonces que a él le quiten lo que se robó: que lo pongan apagar. Quítenselo, y pongan eso donde estaba. Si es que él se robó algo... pero yo no creo.

De los demás dirigentes, sean de cualquier partido, está decepcionada. Porque ella no se apunta en listas de camarillas o en la fila para el reparto de una bolsa de comida. Ella no mendiga.

Eso de los partidos es pura zanganería. Aquí en el barrio no han hecho nada. ¿Qué llaman «hacer»?¿Veniry dar real? Yo no llamo ayuda eso de que vengan y me vayan a dar cien bolívares o cien mil. Eso no. ¡Que le den trabajo a mis hijos! Para que ellos justifiquen adonde se están ganando sus reales. Eso sí. Que pongan una escuela buena, que haya una seguridad. Para todos. No solo para los que son amigos. No solo para tres personas del partido. En el barrio no viven nada más tres. Denle trabajo a todos. Trabajo, eso es lo que quiero porque yo no salgo a pedir. Yo no voy a hacer una cola donde están repartiendo una hoja de zinc, donde están dando cien mil bolívares. Yo no quiero eso. Porque eso lo gasto ahorita y mañana no tengo nada. 
... Cuando yo llegué a Barcelona, uno salía tranquilamente y dejaba la casa abierta. El ranchito sin puerta se quedaba solo, y había esa seguridad. Por mucho tiempo fue así. Ahora no podemos hacer eso. Vivimos con la zozobra de que nos roban, de que nos van a atracar. Ahorita, lo bueno es que hay luz, agua, poceta, teléfono. Pero vivimos asustados, y para remate lo que conseguimos no nos alcanza para nada, porque ya no puedo decir que ni con mil bolívares voy a hacer sopa de hueso. ¿Cómo la hago?

10

Caridad no conoció a su papá. Solo lo vio en una foto prestada: alto, de frente amplia y cejas pobladas. Más de treinta años estuvo esperando con el corazón en la boca. Vivía cazando noticias suyas y rastreando la familia que no conocía. Hablaba de su padre llenándose la boca con las cinco letras, con el deseo escondido de que viniera a reclamarla. Mil veces deseó encontrarlo al pie del palo de jobo, al frente de una hilera de burros o al cabo de algún domingo de ramos. Quién quita que regresara con la carga de casabe y esa vez viniera a buscarla. Vendría a darle un beso en la frente y una palmada en la espalda. A lo mejor, hasta llegaba a abrazarla.

De él, le hablaron los arrieros que andaban por Maracual, los que visitaban a sus tías, y después, cuando las conoció, le hablaron ellas, las hermanas de él. Las tías paternas le contaron muchas cosas.

Mi papá quedó huérfano de padre y madre siendo muchachito. Antes de que se muriera su mamá, él vivía con su abuela y un tío que le daba muy mala vida: le pegaba y lo gritaba cada vez que le daba la gana. La noche que le estaban haciendo los rezos a su mamá —me dicen que faltaba un solo rosario— él decidió irse. Cuentan que esa noche, se puso a llorar, abrazó la cruz y salió. Todos creían que había salido para acostarse a dormir, pero no, él se desapareció. Era que se había ido con ese señor que cargaba un arreo. Con Agustín Marcano... Y no supieron más.

Se fue de San Miguel sin dejar rastro. De la misma manera que después se iría de Maracual. Se esfumó, huyó. A nadie confesó los motivos de sus partidas, con nadie habló de las razones que tenía por dentro.

Yo tenía treinta y tres años cuando supe fríamente que él vivía, y que vivía en El Sombrero. Él estaba escondido de su familia, de la familia de él y de la familia mía. Cuando yo sé eso, me entero también de que él va a venir a Barcelona, a ver a una hermana suya que está hospitalizada. Me emocioné demasiado. 
Mi papá llega al Hospital Razetti y cuando mis tías lo iban a traer a conocerme, él dice que no, que no puede venir a conocerme porque él no estaba preparado para eso, y me pone una cita. Supuestamente nos íbamos a ver el 30 de septiembre de ese mismo año en San Miguel, de donde él era nativo y donde vivían mis tías... pero no llegó nunca.
Viendo yo eso, viendo yo su actuación, mando a redactar una carta con una persona que sabe, y ahí le reflejo todos mis hijos y le digo la ambición que tengo de conocerlo. Mando mi cuestión para que él me conteste, para ver si puedo ir a verlo. La mando y me quedo esperando. Y espero y espero... Al fin, le pregunto al señor con quien mandé el recado: 
—¿Usted le entregó la carta al señor Francisco? 
—Sí, sí, sí. Sí se la entregué, y la leyó con mucho cariño —me dijo—. Él se fue solito para allá a leerla, y entonces yo le pregunté si le iba a mandar contesta y se me quedó callado, no me dijo nada. A lo mejor será que él va a venir después.

Pasaron los meses y la respuesta jamás llegó. Cuando Caridad se dio cuenta de que no iba a llegar, primero se desmoronó y se echó a morir; después, se le revolvió todo por dentro y se le salió el apellido que no llegó a darle.

Cuando vi que ya él no me contestaba fue como una cosa del otro mundo para mí. Yo lo que hacía era llorar de noche, pedirle a Dios, preguntarle que qué era lo que había hecho tan mal para no conocer a mi padre, para que él me despreciara de esa manera... 
Yo viví con la emoción por conocer a mi padre. Cuando el padrastro que yo tenía me maltrataba y me decía las cosas que no debía decirme, yo anhelaba tener papá. Esa emoción la perdí un poco cuando sé que mi papá llega al hospital y no vino a conocerme, y después yo tuve una decepción más grande cuando vi que él no me contestó. Ahí se me terminó la ilusión. De ahí me lo arranqué, y aquello fue curarme yo. ¡De una vez!

Un día -mucho tiempo más tarde- fueron a buscarla porque Francisco, su padre, estaba enfermo. Le dijeron que era una oportunidad para encontrarse, y Caridad se negó. Lo volvieron a intentar cuando él empeoró: precisaba una casa para agonizar. Pero ella también se negó. Después le avisaron que había muerto para que fuera al entierro, y de nuevo dijo que no. Había cerrado de un trancazo el cuaderno en el que no iba a escribir. Lo cerró y no lo volvería a abrir. Caridad Santamaría no le había perdonado a Francisco Hernández que la hubiera abandonado por segunda vez.

En 1976, el viernes de concilio, se murió él. Mi tía me mandó a buscar y yo dije: «¿Para qué? ¿Qué voy a hacer yo allá? A esa casa no voy, porque ese señor ya se murió y en vida ese señor no me quiso conocer. Y yo todavía no sé por qué. Yo no sé por qué él no quiso ajuntarse a mí. ¡NO! No voy». 
Qué voy a hacer con un papá muerto; yo quería tener a mi papá vivo, pero un papá muerto ¿para qué?

11

Caridad no quiere regresar a Maracual. Si lo hace sería recordar todas las cosas de golpe. Se le devolvería la biografía. Junto con el zumbido de las moscas y el olor a leña quemada se le vendrían encima los recuerdos. Por derecho le pertenece una parte de las tierras, pero también por derecho no quiere saber nada de la herencia que de alguna manera sintió que ya le habían quitado. Decidió no reclamar. Prefirió quedarse con los brazos cruzados y no jurungar los recuerdos.

Yo lo que no quiero es ver la casa que era de mi madre. Si yo vuelvo allá, es como echar para atrás. Es como regresar y verlo todo otra vez.

Allá está aún el árbol de guatacaro donde vaciaba la bacinilla de peltre que se llenaba en la noche con la sangre que la abuela, muriéndose, botaba gota a gota a través del moriche. El patio pelado que fue pizarrón de letras. La explanada donde Mito le quiso pegar. El quicio de la cocina donde se sentaba a imaginar un padre. El potrero donde vio por primera vez a Pablo. El marco de la puerta donde se recostó su mamá para verla, el día que se marchó de la casa.

Eso era muy bonito antes. Era un campo pero bien bonito, ahí cosechaban de todo. Cuando mis abuelos estaban vivos, había yuca, topochales, camburales, cañaverales, arrozales... Después quedó solamente para ganado, y después no sé qué les pasó. Mala suerte o mala cabeza, porque quedaron arruinados. El último toro lo vendieron estando todavía mi mamá en cama... 
Lo único que quedaron fueron las tierras. Las tierras que están abandonadas... Y son de mi mamá, herencia de su padre de ella.

Caridad no quiere saber de propiedades o documentos. Tan solo quiere una felicidad chiquita: sacar la silla a la acera y sentarse a ventilar el espíritu, que sus hijos no tomen aguardiente y el marido mantenga trabajo. Que cuando se pase la mano por el cabello sea nada más que un gesto mudo, no las ganas de quitarse los pensamientos que le calientan la cabeza. Un poco de pan, otro tanto de paz. Alegrías pequeñas.

No pide la luna prestada. Solo sosiego. Para poder dormir, y si es posible, soñar. Soñar con una caricia. O con un abrazo.

Mi mamá, al final, no caminaba. Mi mamá hablaba porque uno le preguntaba. Si tú le decías que dijera «sí», ella decía «sí»; si le decías que dijera «no», ella decía «no». 
Ya a lo último, para que descansara de la cama, yo la cargaba y la paraba. Como ella no se podía parar sola, yo me apoyaba en la pared, la paraba y la abrazaba para sujetarla, y así estaba un rato, abrazada de ella. Pegada de ella... Así estábamos un ratooote... 
Yo sé que nadie me lo va a creer, si hasta fui a un psiquiatra y se lo dije: «Yo todavía siento el calor de mi mamá aquí, aquí en la barriga».

Barcelona, Maracual, 1998

1 comentario:

  1. Mi más sincero agradecimiento a Mirtha Rivero, autora de esta gran crónica, y al equipo de Editorial Alfa (muy especialmente a su coordinadora editorial, Virginia Riquelme) por permitirme publicarla en el blog y darla a conocer por todos cuantos deseen leerla. ¡Que la disfruten!

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