Dimas Lidio Pitty (Potrerillos, Provincia de Chiriquí, Panamá, 1941 – David, Provincia de Chiriquí, 2015). Fue periodista, profesor universitario y escritor panameño. Durante su trayectoria docente impartió clases en la Universidad Autónoma de Chiriquí y se desempeñó como director de Extensión Cultural de la Universidad de Panamá. Dentro de su labor periodística, desarrolló la crítica cinematográfica, fue columnista, corresponsal en el extranjero, jefe de redacción y director de periódicos y revistas. Desplegó una exitosa carrera literaria, en la que cultivó géneros como la poesía, la novela, el ensayo y el cuento, publicando, entre otras obras, Camino de las cosas (poesía, 1965), El país azul (poesía, 1969), Estación de navegantes (Novela, 1975), El centro de la noche (cuento, 1976), Los caballos estornudan bajo la lluvia (cuento, 1979), Una vida es una vida (novela, 2002). Fue ganador, 1974, 1978, 1985, 2009 y 2010, del Premio Anual de Literatura "Ricardo Miró" como poeta, novelista y cuentista; además, fue miembro de número de la Academia Panameña de la Lengua y Presidente del Consejo Nacional de Escritores y Escritoras de Panamá.
LA ÚLTIMA LLUVIA
"Ignoraban que el aguacero de esa tarde
era la última lluvia del invierno"
José Luz escupió, se removió en el asiento, miró la lluvia con cara pensativa y continuó recostado contra la pared del portal. Trina lo observó largo, pareció resignarse a un suceso oscuramente inevitable y también escupió.
-Parece que va a escampar -dijo.
-Humm -gruñó José Luz y mascó seguido y con fuerza.
Hacía años que casi habían abandonado el habla. Se comunicaban por señas, gruñidos y reflejos. Y era tal su compenetración que, a veces, ante situaciones nuevas o imprevistas, les bastaba una mirada para entenderse. Sin embargo, ahora, sin motivo valedero, Trina había recurrido a las palabras. Esto hizo pensar a José Luz que algo andaba mal en ella. ¿Por qué había necesitado hablar para decirle una cosa tan simple? ¿Acaso había olvidado cómo, en las rudas noches-de tormenta, ambos presentían simultáneamente (y se lo comunicaban sin decirlo) que iba a escampar o que un rayo derribaría tal o cual árbol? ¿Era que había perdido la facultad de traducir su silencio o sus gestos, de adivinar sus deseos? ¿Se había apagado en ella esa lumbre del entendimiento que le iluminaba los ojos? Sí, podía ser. La pobre ya iba siendo vieja y era natural que los nervios comenzaran a dormírsele.
Por un rato siguió cavilando, aunque sin atreverse a mirarla, para no descubrir en ella los primeros síntomas de esa temida aniquilación que, inminente o tardía, siempre era inexorable y amarga. Pensó en los hijos, dispersos en distintos pueblos; en el incremento de los dolores reumáticos que lo aquejaban por las noches; en la creciente parsimonia de Trina en los quehaceres; en la conveniencia de repartir sus pocos bienes en vida. Volvió a escupir. La saliva chocolate se disolvió en la zanja de las goteras. Observó de reojo a la mujer. Esta miraba deshacerse las burbujas provocadas por las goteras en el agua de la zanja ¡Pobrecita!
Qué lejos estaba el tiempo en que la trajo a vivir aquí. En esta casa, construida con varas y caña brava, techada con hojas de caña, la hizo mujer y madre y supo del rigor y de las dulzuras de la vida. "¡Trina, Trina!", llamó con la mente, pero no obtuvo respuesta. La mujer miraba ahora la llanura y las colinas, que la lluvia había vuelto grises. Sí, ya no era como antes; los años habían roto o descompuesto algo: la pobre no podía captar...
Pero, bueno, pensó, hace mucho que estamos juntos y era de esperarse que cualquier día pasara esto. Suspiró y volvió a escupir, más allá de la zanja esta vez. Quizá no debí ser tan duro con ella cuando me dejó morir el gallo fino. Debí comprender que aún era casi una chiquilla, que no estaba acostumbrada a tantas obligaciones. Pero ¿qué puedo hacer ya? Sintió a Trina levantarse y entrar, pero no quiso mirarla. No es bueno sentir lástima por una mujer que ha sido de uno tanto tiempo. Se puede tener lástima por un perro o por un caballo muy viejo y que ha servido bien toda su vida, pero no por la mujer de uno. Una ráfaga de brisa barrió la sabana inundada. Ya va a escampar. Escupió más allá de las goteras y miró hacia el Cerro La Hueca. Una especie de neblina lo envolvía, restándole relieve. Eso era signo de buen tiempo.
"¡Trina!", llamó; "¡Trina!", pero esta vez tampoco hubo respuesta. ¿Será que se ha vuelto sorda?, "¡Trina, Trina!", gritó, pero nada. De súbito notó que no oía su propia voz, ni el ruido de las goteras, ni el trajín de Trina dentro de la casa. Y la neblina se extendía del cerro a la llanura. El mismo cerro sólo era ya una mancha difusa. Y la niebla se acercaba a toda prisa, como empujada por el viento.
Entonces comprendió: algo -¿cuándo?- había empezado a desmoronarse dentro de sí. No era Trina, era él. La niebla no estaba en la llanura, sino en sus ojos. Y en lo demás era igual: era él quien no oía, quien...
Un frío lento comenzó a subirle por las piernas, por dentro de los huesos. "¡Trina, Trina!" La voz también se enfriaba. Sin embargo, siguió insistiendo, "¡Trina, Trina!", hasta que el frío fue demasiado intenso y ya no tuvo fuerzas para seguir llamando.
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