Conocí al profesor Rubén Darío Jaimes cuando cursaba la Maestría en Literatura Latinoamericana de la Universidad Simón Bolívar, en Venezuela. Tuve el privilegio de ser su estudiante en varios seminarios, cada uno más interesante que el otro, y desde el primer día me maravilló identificar en él a un apasionado de la literatura.
En sus clases, siempre dinámicas y nutritivas en muchas formas, me admiraba la mezcla que maneja entre un saber cultivado y la sonrisa franca, todo ello aderezado con datos curiosos y hasta uno que otro dato chismográfico literario... Siempre disfruté enormemente cada conversación con él, y saberlo escritor de ficción fue una lindísima sorpresa que no dejo de agradecer.
Cuando mi esposo y yo decidimos que nos mudaríamos a Guatemala, supe que no podía dejar de entrevistarlo, y en verdad me alegra haberlo hecho, no sólo por la posibilidad de que los lectores del blog (del cual, por cierto, es seguidor asiduo) lo conozcan, sino por la oportunidad de aprender más de él, de su visión de la vida y de la literatura, y comprobar nuevamente esa afinidad que hoy me hace sentirlo, más que como a un admirado profesor, como a un muy querido amigo.
Gracias, profe, por los gratísimos momentos compartidos –muy especialmente el de esta entrevista-, por el cariño mutuo y por la pasión con que disfruta, enseña y vive la literatura.
Espero que gocen esta entrevista tanto como yo.
Adriana Rodríguez: Cuénteme sobre su infancia. ¿Cómo recuerda esa etapa de su vida?
Rubén Darío Jaimes: Mi infancia es un espacio muy ligado a Caracas, a la Caracas de los años setenta, de la transformación fuerte que sufrió la sociedad venezolana por el auge petrolero; y mi espacio de desarrollo y desplazamiento estuvo muy ligado al Centro de la ciudad. Anecdóticamente, nací en un lugar que puede ser considerado como emblemático en la ciudad , a dos casas del Panteón Nacional –mis padres estaban encargados de cuidar esa casa y yo nací allí- y que hoy se encuentra al lado del Foro Libertador, la Casa Boulton. Por supuesto, a pesar de que era una ciudad moderna, de esa casa guardo muchísimas historias de fantasmas, de aparecidos, de toda esa dimensión tradicional que sigue viviendo en nosotros; a nivel familiar, con esa casa hay muchas historias y muchas anécdotas que rayan en lo sobrenatural y por eso cuando veo un billete de cinco bolívares, de los viejos anaranjados, siempre recuerdo que yo nací en esa casa que está dibujada ahí.
A la edad de quince años me fui al Táchira a continuar mis estudios de Bachillerato (yo soy de ascendencia andina, pues mi padre era de Cordero y mi mamá es de Pregonero); fui a encontrarme, de alguna manera, con esas raíces y con todo lo que tiene que ver con mi cultura, con mi forma de pensar, con mi manera de ver el mundo; y, por contraste, también buscaba esos elementos que forman parte de mi biografía y que tienen que ver con Caracas, por ejemplo, uno de los nexos que uno crea tiene que ver con las imágenes: yo siempre he dicho que en ninguna otra ciudad llueve como llueve en Caracas..., un palo de agua, un diluvio en Caracas tiene un sentido muy especial, a nivel afectivo, que yo no lo encuentro en otra parte, de hecho, en alguno de mis textos hago referencia, precisamente, a esa lluvia tan particular, tan caraqueña, que forma parte de nuestra cotidianidad. Otro ejemplo es que yo viví tres años en la isla de Margarita, y ahí el gran ausente siempre fue el cerro Ávila; la falta de esa montaña, que tiene una magia y una conexión tan especial con los caraqueños, uno se va a otros espacios y trata de buscar algo que le permita a uno, no solamente la orientación geográfica, sino también esa orientación afectiva, esa forma específica de amar la ciudad, y hace falta.
Hay algo bien interesante: no es lo mismo cuando uno escribe desde la ciudad que cuando uno escribe desde la provincia, son dos acercamientos a la realidad totalmente diferentes. Caracas es para Venezuela una cabeza hidrocefálica, donde todo lo que es el país se quiere resumir en la capital y desde ella se quiere dirigir a todo el país con las coordenadas de Caracas; hay una soberbia caraqueña que, en cierto modo, asfixia lo que son los derechos de cada región a mantener unos parámetros que le sean propios y beneficiosos. Ahí hay una contradicción que los venezolanos debemos resolver, primero, tomando conciencia de que Venezuela es una heterogeneidad que merece posibilidades diferentes de desarrollo, no solamente en lo político, sino en lo educativo, en el punto de vista organizativo; eso hay que comprenderlo en algún momento, porque el centralismo es uno de los peores enemigos del desarrollo armónico y sano de un país.
Cuando uno vive en Caracas y sale a otras ciudades del interior hay un desconocimiento absoluto de las formas de funcionar de esas regiones, ciudades o pueblos, esos gentilicios son reales y son orgánicos, hay unos parámetros culturales, en la vida diaria, que son incomprensibles para una persona que solamente ha vivido en la ciudad. Los códigos son otros y los tiempos son distintos, y pasa que nos trasladamos fuera de Caracas y pretendemos que el resto del país viva al ritmo de los tiempos de Caracas, y resulta que los tiempos vitales de cada región son diferentes, tienen su propia lógica y su propia dinámica; y no deberíamos pretender que en todos los lugares el tiempo sea igual de agitado y caótico que el que nosotros vivimos en Caracas.
AR: Tengo entendido que usted realizó sus estudios universitarios en el estado Táchira, y que allí culminó el Profesorado en Literatura. ¿Cómo se dio su encuentro con la literatura?
RDJ: Yo estudié hasta tercer año de Bachillerato aquí en Caracas , y en segundo año tuve un profesor, de nombre Francisco Rodríguez, y en tercer año otro llamado Carlos Alberto Vásquez –y los nombro porque creo que en Venezuela debemos honrar a nuestros docentes, darles el reconocimiento que merecen-, quienes realmente eran deslumbrantes; ellos nos acercaron a la literatura venezolana y latinoamericana de una manera que nos enamoró y nos apasionó, la lectura nunca fue una obligación (al menos para la mayoría no lo fue) porque tenían la capacidad de crear el interés, la interrogante, lo lúdico, lo concientizador que hay en la literatura sobre los procesos políticos, económicos, sociales, históricos... Además, nunca nos subestimaron, y nos mandaban a leer muchísimas obras de literatura cada trimestre, no había una pedagogía de la lástima, sino que existía la educación como una posibilidad de crecimiento y de desarrollo.
Aunque yo me fui de Caracas a estudiar un bachillerato técnico, en el área agropecuaria, tuve la fortuna de tener un profesor (en el único año del ciclo en que vi literatura), el profesor Miguel Ángel Zambrano, quien nos daba la clase de Literatura Universal y, por como llevaba la discusión, hacía que yo terminara por mi cuenta, en la librería, comprando La Ilíada, el Mio Cid, entre muchos otros libros, y leyéndolos sin que nadie me lo pidiera. Por razones de la vida –de esa vida..., azarosa a primera vista, pero que después uno se da cuenta de que la cuestión no era tan azarosa como uno pensaba, sino que era causal- se me presentó la oportunidad de estudiar Educación y entre las opciones que tenía, que me gustaban, estaban el inglés, la geografía y la literatura; finalmente el corazón terminó inclinándose hacia la literatura, que es donde he logrado el desarrollo de las cosas que más me gusta hacer y pensar.
Esa fue, más o menos, la vía, y creo que tuvieron mucho que ver estos profesores que se encargaron de enamorarme de la lectura y hacerme ver esa dimensión lúdica, reflexiva, de diversión, de expresión, de crítica y de transformación que ella tiene, y a todos ellos les guardo un grande y profundo agradecimiento.
AR: ¿Cuál fue el primer libro que lo enamoró?
RDJ: Lo primero que leí fue Doña Bárbara, una novela que, efectivamente, es maravillosa, forma parte de nuestro perfil cultural, de nuestros emblemas, de nuestras concepciones de la vida, y marca una época particular. Sin embargo, la primera que me atrapó completamente, desde el disfrute, fue El túnel, de Ernesto Sábato...; porque en aquel comienzo -“Me llamo Juan Antonio Castel y voy a contarles cómo maté a María Iribarne”- se resume uno de los elementos más determinantes de la literatura: un chisme bien echado. Aquel libro lo que me prometía era que me iban a echar un buen chisme, y como nosotros somos chismosos por esencia, entonces ahí está la mejor conexión que uno puede tener con la palabra escrita. Allí, puedo recordarlo y decirlo claramente, un sábado en la mañana comencé a leer ese libro y no he parado de leer hasta el día de hoy. Y cada vez que abro un libro que me enamora en esa primera página siento la misma emoción y la misma alegría de aquella mañana de sábado.
AR: Desde su experiencia de crítico, docente, lector y escritor, ¿hay algún género que, a la hora de leer, prefiera sobre los otros?
RDJ: Cuando hice la entrevista de la prueba de admisión de la Maestría en Literatura Latinoamericana de la Simón Bolívar, me hicieron exactamente esa misma pregunta, y yo contesté que mi preferencia en géneros es la siguiente: en primer lugar, la narrativa (privilegiando al cuento sobre la novela); en segundo término, el teatro; en tercer lugar, el ensayo, y en cuarto, la poesía; y la profesora Josefina Berrisbeitia me preguntó si ello era así a pesar de mi nombre y, sí, a pesar de llamarme Rubén Darío, el género con el que menos conexión tengo es la poesía, aunque disfruto muchísimo poesías particulares. La preferencia siempre ha sido por la narrativa (el cuento, la novela).
Ese echar el cuento, contar, es absolutamente fascinante y envolvente, y cuando uno está en el trabajo de que hay una historia que lo habita a uno y que uno necesita contarla, es sumamente gratificante el proceso de creación; hacer que eso que se ha estado madurando en nuestro interior por algún tiempo, eso que necesitamos decir, comience a tener forma, a tener realidad en las palabras; es un juego que atrapa y que enamora, y creo que por eso prefiero la narrativa, y sobre todo el cuento. De hecho, en este momento estoy trabajando con una novela y es un ritmo que me gusta, pero reconozco que hay diferencias de escritura entre una forma y la otra.
Ahora bien, en cuanto al teatro, siempre he tenido la inquietud de escribirlo porque allí la figura del personaje es sumamente determinante, pero eso está más planteado para el futuro.
AR: Al revisar su obra, el lector puede encontrar narrativa, pero también libros de crítica literaria, cuya producción y consumo son distintos. ¿Cómo percibe esas diferencias entre los géneros a la hora de escribir?
RDJ: A mí siempre me molestó muchísimo escuchar, en las entrevistas, cuando los escritores decían aquello de que escribir es muy doloroso; me parecía que había mucho de pedantería y mucho de pose frente a la escritura al afirmar eso...; hasta que pasé de la escritura lúdica del cuento a realizar un trabajo de crítica literaria. Entonces me di cuenta de que no era pose, sino que era absolutamente real y físico que la literatura duele. Cuando uno escribe duele (y duele muchísimo), porque en la transferencia de lo que se está pensando a lo que se escribe, en lo que termina siendo la realización final, pueden existir fisuras que abren espacio a ese dolor de no conseguir la textura que uno espera.
Y esa idea de dolor puede también asemejarse al dolor de parto. Hay un libro –el primero que publiqué, El imaginario del muy diablejo- que es un texto de crítica literaria sobre la obra del escritor puertorriqueño Edgardo Rodríguez Juliá, La noche oscura del Niño Avilés, que fue, en primer término, mi tesis de Maestría en la Universidad Simón Bolívar; en esa escritura fue donde yo percibí ese sentido doloroso, porque no conseguía el tono para lo que yo quería decir; pues, por un lado, necesitaba un tono académico para poder verter todos aquellos hallazgos en la obra de Rodríguez Juliá, pero también necesitaba un ritmo para decirlo, porque el texto, según yo pensaba y sentía en ese momento, lo ameritaba. Entonces logré un ensayo de escritura que para mí es particularmente interesante, porque me permitió decir, desde la Academia, todo lo que yo quería decir sobre el texto, pero además, desde la escritura, me permitió jugar con el lenguaje y pude hacer una escritura a dos aguas entre la crítica y la ficción, porque –como dice en el texto- un crítico literario es un intermediario entre un escritor y un lector: en algún momento se cumple la función de lector porque uno está leyendo un texto de alguien, y uno también se vuelve escritor en el momento en que le lleva su palabra a otro lector; y en esa ambigüedad resultó ese experimento particular, poco frecuente en el medio académico, en el que hubo logros que me hacen tener en muy buena estima ese libro.
AR: ¿Cómo fue esa experiencia de convertir su tesis de maestría en el primer libro publicado?
RDJ: Bueno, en primer lugar, yo nunca lo escribí en términos de pensarlo como si fuera un libro. Lo escribí pensando en cómo darle camino a una voz sobre algo que yo estaba leyendo, y después, por cuestiones azarosas, un amigo me dijo: “mira, ¿por qué no presentas esa tesis que tú tienes para publicarla?”; y fue la primera vez que se me ocurrió, le tomé la recomendación, lo presenté y fue publicado. Casualmente, en otra oportunidad (él juraba que yo ya sabía que el libro había sido publicado), nos conseguimos para tomar unas cervezas y me soltó sobre la mesa: “¡mira lo que conseguí!”, y me lo dio, y fue la primera vez que vi un libro mío publicado. Acababa de salir, caliente del horno, y él que fue quien me recomendó, me presentó el ejemplar y pudo ver mis primeras lágrimas por la sorpresa del libro.
AR: ¿Cómo es su relación con la ficción?
RDJ: En mí, desde siempre, ha habido una necesidad de contar historias. Eso forma parte de mi personalidad, el querer contar algo me es innato. Ahí hay un gancho absolutamente anclado a ese género, porque siempre hay historias por contar; hay historias que pueden durar muchísimo tiempo en incubación, dando vueltas en la cabeza mientras uno las va nutriendo con elementos nuevos, o encontrando en el camino más piezas para enriquecerla..., y uno va construyendo esa historia, durante mucho tiempo, en el plano ideal, hasta que llega el momento en que se posa sobre el papel. Esa es la gran transformación de esa historia. Sin el proceso de incubación lo demás es simplemente vaciar palabras sobre el papel; la incubación es fundamental para que la historia adquiera un sentido de interés, por lo menos para quien la está contando, y ojalá que para el lector; pero para uno, que necesita contarla, ese proceso no debe faltar.
A mí me gustan mucho las historias azarosas, en las que uno se consigue en la calle a la persona menos esperada, y si eso logra estimular una conexión con otras cosas, llega el momento en que la historia misma pide pasar la hoja, y al pasarla, la ficción toma sus propias coordenadas. Como me dijo una vez algún profesor de mi pregrado: “hay personajes que crecen tanto, tanto, como Doña Bárbara al final de la novela, que es un personaje tan independiente, tan fuerte y tan maravilloso, que la única solución que consiguió Rómulo Gallegos fue montarla sobre un caballo y que se fuera hacia el horizonte, porque no la podía meter presa, no la podía matar, no la podía reivindicar..., no podía hacer nada porque cualquier decisión que Gallegos hubiese tomado sobre ella hubiese sido injusta con ella.
AR: ¿Cuáles son las influencias literarias de su escritura de ficción?
RDJ: Yo me inclino más por la idea de las afinidades que por las influencias; esas afinidades que creamos como lectores y que vienen, por supuesto, de una profunda envidia por cómo escriben los otros. En esa búsqueda, que se da cuando se ejerce la envidia de forma libre, uno comienza a desarrollar sus propias estrategias. Bien pudiera nombrar, entre esas afinidades, a Vargas Llosa (a quien considero fundamental), a Luis Rafael Sánchez, Ernesto Sábato, por supuesto.
Por mi área de especialización, los puertorriqueños tienen un lugar muy especial, con ellos tengo una afinidad muy grande porque sus búsquedas –de expresión, su acercamiento a la oralidad, a los juegos de la cultura popular, a mirarnos- a mí me han enseñado muchísimo. Cuando uno escribe debe ser un extraordinario observador, hay que comenzar a ver esos pequeños detalles que pasan inadvertidos para la gente común; y esa dimensión es una cantera donde uno consigue muchísimas piedras para construir.
Hay también un trabajo de ir a los Clásicos de cualquier momento y de cualquier color. Los Clásicos definitivamente son la mayor fuerza de inspiración que se pueda tener, ahí no se pueden dar nombres porque simplemente se trata de una conexión; uno no termina de maravillarse de cómo los seres humanos, en diferentes momentos de la historia, llegaron a esos niveles sublimes de escritura. Un encuentro con un clásico siempre será una fuente de inspiración, y ahí siempre habrá una lista ilimitada de afinidades.
AR: Eduardo Liendo dice que uno de sus temas es el tiempo, en su fugacidad y su permanencia, y Monterroso decía que en la literatura, los tres grandes temas son el amor, la muerte y las moscas. ¿Hay algún tema en particular que le interese a la hora de crear sus textos de ficción?
RDJ: Hay un tema para el cual soy particularmente sensible, pues siempre me ha conmovido mucho, y es el tema de la vida al final, es decir, esa vida que está más cerca de la muerte que del nacimiento. Ese momento del anciano que mira con nostalgia hacia el pasado es algo que a mí me conmueve muchísimo, en literatura, en cine, en fotografía... Es de mis temas predilectos. La primera vez que lloré leyendo una novela fue en mi adolescencia, con el fusilamiento de Aureliano Buendía; Ese momento en el cual a él le pasa toda su vida, en un segundo, antes de que lo fusilen...; yo no entendía por qué estaba llorando por algo escrito con palabras... Yo estaba absolutamente conmovido con aquella descripción de aquel momento.
Otro tema, sobre el cual trabajo, tiene que ver con el movimiento, con la migración. La migración en el sentido de la universalidad. Creo que estamos en el momento de entender que las nacionalidades son ficciones que coartan nuestra pertenencia a un planeta entero. Solemos creer que los límites de nuestras fronteras son nuestros ámbitos de responsabilidad y de vivencia, cuando en realidad estamos encargados de un planeta completo; y el fraccionamiento de esa realidad termina siendo artificial. Creo que ahí hay un tema por trabajar, y posiblemente la historia de la humanidad pase a ser la historia de las migraciones, a nivel planetario, de los movimientos entre lugares infinitos y desde tiempos que cronológicamente pueden superar los límites que actualmente están fijados como antigüedad del hombre; posiblemente esa migración sea mucho más remota de lo que podemos considerar válido o imaginable.
AR: ¿En qué otra época de la historia de la humanidad le habría gustado vivir?
RDJ: Cuando viajo al interior del país y veo las ciudades (incluso aquí en Caracas también me pasa) me llama muchísimo la atención el imaginarme cómo sería esa geografía antes de la llegada de los españoles, y entonces comienzo a tratar de visualizar, por ejemplo, en los pueblos andinos, cómo sería aquella meseta, cómo sería aquel valle, antes de la llegada de los españoles; cómo vivirían esas comunidades, cuál sería su cotidianidad, cómo sería el clima (ese juego con la neblina, con la lluvia, con el sol, con las inundaciones, en fin...), cómo sería ese mundo natural y ese tiempo. Ese sería un tiempo ideal para este ejercicio. Es otro patrón cultural y vital y me habría gustado tener la posibilidad de conocerlo.
AR: ¿Tiene algún ritual de escritura?
RDJ: Bueno, lo primero quizá sea que, cuando voy a escribir, escribo con mucho retardo. Siempre que voy a escribir algo –salvo que sea una inspiración de esas en que sé que tengo el texto completo, que a veces también se da- las historias llevan mucho tiempo dando vueltas en la cabeza, madurando, y ese es uno de los primeros elementos: la historia ha sido incubada. Y sí, claro que hay rituales: primero; necesito mi termo y mi mate para que me acompañen en la escritura, y, en algunas oportunidades, música instrumental que me permita, a un volumen muy suave, crear un clima. Una vez que comienza a escribirse, vuelvo recurrentemente una y otra vez sobre el texto, y ahí sí la escritura se hace más obsesiva y más vertiginosa.
AR: ¿Hay algún sueño literario que todavía no se haya cumplido?
RDJ: Sí. Hay una historia, la novela que estoy escribiendo, que está en proceso, y eso es algo sobre lo cual estoy buscando permanentemente elementos que me permitan nutrirla y hacerla más coherente como historia. Ese es un proyecto que todavía está en proceso, inconcluso.
AR: ¿A qué le teme Rubén Darío Jaimes?
RDJ: Creo que es un temor compartido con muchas personas: el temor a que la locura llegue en algún momento. Es un temor extraño: a veces pienso en qué sucedería, si hubiera un momento determinado en el que uno perdiera el control sobre lo que se piensa o lo que se percibe, con todo este universo que yo soy, Dónde quedaría.
AR: Una palabra que le guste mucho.
RDJ: En estos días estaba pensando en eso justamente...: armonía.
AR: Una palabra que le desagrade.
RDJ: Las vulgaridades. Me desagradan sobremanera, me irritan. Creo que los venezolanos, por ejemplo, hemos abusado de las malas palabras, incluso han perdido su valor de agresión o grosería. Son muletillas, son signos de puntuación, son exclamaciones, conjunciones, conectores, descriptores, clasificadores... Casi son nombres. Si en el español el verbo es la palabra principal, por excelencia, en Venezuela esa palabra es la grosería. Es terrible.
AR: Cinco libros que todos deberíamos leer.
RDJ: La divina comedia; El quijote; Cubagua; La noche oscura del Niño Avilés y El espejo enterrado.
AR: Mencione al menos tres de sus cuentos preferidos.
RDJ: La carta, de José Luis González; La noche boca arriba, de Julio Cortázar; y uno que me encanta, de Ednodio Quintero, titulado Valdemar Lunes, el inmortal.
AR: ¿Hay alguna frase, que pueda recordar, que considere su máxima o lema?
RDJ: Es una frase de un místico europeo, Louis Claude de Saint-Martin, que dice: “El hombre es el único libro escrito por la mano de Dios”.
Haber tenido de amigo a Ruben fue una de mis mejores experiencias, siempre me dio grandes consejos como el realizar El Camino de Santiago y ánimo cuando el mundo parecía no contar conmigo. Fue la única persona que me despidió en el aeropuerto, porque tuvo la amabilidad de llevarme cuando dejé Venezuela hace diez años, lástima que la distancia, el tiempo y nuestras cotidianidades hayan abierto olvidos pero los momentos que compartimos siempre han quedado como extraordinarios momentos. Ruben es una persona muy especial, espiritual y sensible, y si lloró cuando vió su primer libro publicado, yo era el amigo presente, tuvo una reación de humildad y dicha que pocas veces he visto ante una acontecimiento como es publicar su primer libro. Espero que le siga ocurriendo cosas extraodinarias porque se las mereces, Saludos y gracias por esta entrevista a este escritor, docente, investigador y especialmente humano.
ResponderEliminarRescato la idea de que hay honrar nuestros docentes y darles el reconocimiento que se merecen. Después de estar un poco extraviado, gracias a Ruben Darío puede encontrar mi verdadera vocación. No solo es una persona íntegra y solidaria, también tiene un conocimiento prístino y accesible al que lo necesite. Su pasión es contagiosa. Y creo que no puede haber mejor cualidad en un profesor. Así que sin duda fue uno de mis mejores maestros. Tan bueno que, 20 años después, todavía me sigue enseñando con cada gesto y detalle. Gracias Ruben Darío. Creo que nunca le había agradecido lo suficiente. Aunque recorremos en paralelo ese camino que me mostró, afortunadamente siempre hay encrucijadas donde nos encontramos. Un abrazo.
ResponderEliminarInteresante entrevista, ayuda a conocer al hombre, al maestro y al escritor. Gracias por compartir, estimada Adriana. Saludos a tu amado esposo. Que Dios te bendiga.
ResponderEliminarQué más podría decir uno del profesor Rubén Darío, luego de que él por sí mismo nos deja complacidos con su sencillez y diálogo exquisitos ¿ah? Tal vez señalar que, permanentemente, Rubén tiene la disposición y el talento de la escucha. Ello -al menos en mi experiencia- es indiscutible. Quizá esto se deba a que recibió de sus maestros el testigo y lo lleva a buen puerto. Debo confesar que extraño mucho sus clases, las cuales fueron parte importante en mi formación académica en el posgrado. Le debo a Rubén Darío, entre otras muchas cosas, el afecto del interlocutor, el consejo del amigo y las observaciones del maestro. ¡Gracias! Me encantó leer esta entrevista, que parece otro de sus cuentos.
ResponderEliminarRealmente al leer la entrevista a Rubén Darío. pareciera escucharlo en conversaciones amenas con su voz pausada, risa franca fraternal, con una sencillez y humildad que esconde tanta literatura dentro de sí, que trasciende a una libertad interior que invita a leerlo en cada escrito que produce su librepensamiento.
ResponderEliminarGracias a todos por sus amables y sentidos comentarios. Ya lo consigné en la introducción a esta entrevista, pero viendo sus testimonios, creo que no estará de más reiterar que el profe Rubén, para mí, no sólo fue un gran profesor, sino que lo siento como un gran y querido amigo, al que lamento no tener más cerca. Es innegable que su huella permanece en todos nosotros, y ojalá quienes lean esta entrevista y no tengan la fortuna de conocerlo, puedan percibir al gran ser humano que hay en este excelente narrador. ¡Bendiciones!
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