Julio Rosales (Caracas, 1885-1970). Abogado y escritor venezolano. Inició su carrera literaria con la publicación de poemas y cuentos en revistas como el semanario La Lira y El Cojo Ilustrado. Además, fue cofundador, junto a Henrique Soublette, Salustio González Rincones, JulioPlanchart y Rómulo Gallegos, de la revista La Alborada. En 1964 la Dirección de Cultura de la Universidad Central de Venezuela (UCV) publicó el volumen titulado Panal de Cuentos -el cual reúne 26 de sus cuentos, entre ellos el que aquí se publica, escrito en 1916-; y en 1966, el ensayo El Cojo Ilustrado: Un Misionero de Cultura. Fue distinguido con la Orden del Libertador en el grado de "Gran Cordón" (1961) y fue elegido Individuo de Número de la Academia Venezolana de la Lengua, para ocupar el Sillón Letra C.
LA ROMÁNTICA AVENTURA
A Rómulo Gallegos
EN un ángulo de la plaza danzaba el oso, excitado por el gitano que golpeaba con sus dedos bastos el pandero semisordo. Ada, acaso la moza más garrida del lugar, hundida en pesada butaca de insustituible comodidad, leía, a la sombra del corredor solariego ; mas, atraída por el son triste del parche, abandonó la lectura y se encaminó al portal, para curiosear el espectáculo del bohemio y la bestia.
Los poblanos todos se agolpaban en derredor de la pareja que hacían el racional y el bruto, dejando libre un círculo reducido en cuyo espacio se movían los protagonistas de la escena coreográfica. ¡Qué música la de aquel parche! Era un crujir ronco confundido con urlamiento de sonajas que intentaban reír, tal vez por llenar su misión, pero que lloraban, como si se doliesen del fiero sol que las hería, del polvo que las acatarraba hasta ensordecerlas, como si las pusiese enfermas; del populacho que tomaba por música de zambra lo que era quejido de angustia; del domador tan miserable y del pobre oso tan sucio, que danzaba tan mal.
¡Qué baile el del oso! Inspiraba una lástima profunda: daba unos pasitos cortos, ridículos en contraste con su calidad de oso. El mirarle cautivo hacía recordar la estepa inconfinada, libérrima, sin chicote y sin cadenas. En cambio, su baile era una danza rudimentaria, sin sujeción a ningún ritmo de música, de fiera que no ha nacido para bailar sino para el asalto; de bestia que danza por el temor al castigo; de fierezuela hambrienta que ha de ganarse la vida con el sudor de sus miembros, imitando a los hombres y los imita muy mal.
En aquel mismo ángulo de la plaza, un árbol en flor desmenuzaba, sobre el piso, su ligera florescencia de oro, sacudido por la brisa fresca del campo, en medio del esplendor límpido de una mañana veraniega del trópico. Y la oblación del árbol tenía tanto sentimiento de júbilo, que su presencia era una aguda expresión de ironía, ante la pareja desolada del zíngaro y su compañero cautivo. El sol desparramaba, con vehemencia cruel, de extremo a extremo de la plaza, su lluvia de ardores caniculares. En la mancha de resolana rubia, enmarcada por la turba de espectadores rústicos, la pareja giraba con lentitud, animada por su propio son de tristeza, que pretendía ser música.
Ada, más que del oso, se admiraba del domador. Sus ojos se iban fascinados tras de las amplias espaldas del Apolo burdo, vestidas de andrajos que denotaban la indiferencia por el propio parecer. El cuerpo, bajo y grueso, de campesino, que se apoyaba en recias botas andariegas, altas hasta la mitad de la pierna, y que crujían en el piso. En los calzones de pana de color de pasa desvaída, que hacían bombachos por debajo de una librea convencional de botonadura metálica sin brillo. Y, cuando el hombre cesó de sacudir el parche con su puño duro, el oso se detuvo, cansado; y se descubrió el domador, para recoger en su sombrero de fieltro curtido, unos cuartos; implorando, con aire de limosnero, la liberalidad tacaña de los villanos concitados en cerco. Ada sintió que la conmovía un sentimiento extraño, la aturdía una sensación intensa: se sintió atraída por los rasgos del gitano: por su melena oscura, encarrujada, salvaje, que se apelmazaba sobre las sienes mediante un emplasto bravío de polvo y de sudor; su piel atezada; el sombrío tinte de sus pupilas de acero; sus mostachos ásperos como hilos metálicos. Por todo lo que hacía aparecer la figura de aquel hombre desconocido, fuerte y extraña, en exceso. Lo amaba. Lo amaba por todos esos detalles, y además por su aire de gitano, unido a su coraje de beluario; por su traza de aventurero, errabundo, por su facha de caminante que viene de países que se ignoran y va hacia otros, tan ignorados como esos.
Ada estaba enamorada de todos los ecos que llevaba el hombre encima: el de los soles que le calentaron los andrajos, el de los vientos que le vieron cruzar, bajo sus alas incoercibles, las llanuras radiantes, el de los montes que sostuvieron la presión de sus plantas, el de las ondas marinas que transportaron su silueta de una a otra playa y el de las riberas mismas que vieron desfilar su sombra peregrina, pintoresca y extravagante; la había seducido todo lo que el hombre tenía de sugerente y de enigmático en su aspecto bizarro; sufría el influjo del inevitable prestigio que aureola a las gentes errantes, que hace a los bandidos simpáticos; el encanto poético de las existencias que huyen sin encontrar estabilidad, de pájaro libre que roba el grano de las eras ajenas y pasa, pasa, siempre más lejos, sin dejar huella ni atadura, a su pasar. Pero, también le amaba, sin duda, por la sugestión que había dentro de ella misma: sus propias lecturas folletinescas: la imaginación de los lances en los bosques espesos, de las batidas arriesgadas, del peligro mortal de las zarpas y las fauces, del olor bestial de las fieras salvajes, acorraladas en sus espeluncas. Por toda la literatura barata de que estaba su mente nutrida, su Belot, su Ohnet...
Y cuando el bohemio se le acercó, advirtiendo en la expresión el interés que había despertado en la moza; tendiéndole la mano con el sombrero curtido por las marchas, con aire ambiguo de gandul y pordiosero, Ada, presa de la turbación de su espíritu, no sabiendo qué depositar en la hucha improvisada, dejó caer un myosotis marchito, momia de flor, que le había servido de marcador en el libro que había estado leyendo.
—¡Vaya! ¡Los garbanzos por las nubes, y ahora flores! —pensó para su sayo, con desvergüenza, el bohemio.
II
El oso bailó otros días más en el mismo ángulo de la plaza. Y, aunque se formaba el corro de villanos y éstos, mal que bien, introducían uno que otro níquel en el sombrero del caminante, el oso, en intención de éste, bailó sólo para la moza. Fue el pretexto consabido para que Ada y el domador tejiesen un idilio; en medio de aquel sol tan ardiente, bajo de aquel árbol que desmenuzaba su florescencia gualda en la brisa, amparando un amor de aventura, un amor casi de romance.
A los ocho días, el gitano estaba en la cárcel. A los quince estaba en la vicaría del Partido, a causa de su osadía mefistofélica en complicidad con la flaqueza de la moza romántica. De allí, Ada y su bohemio, unidos legalmente, salieron a rodar por los caminos, en compañía del oso.
Pero ¡cuan dichosa no se sentía la nueva esposa! ¡Ser bohemia también! ¡Llamarse Mirka o de cualquier otro modo pintoresco! ¡Acaso errar por entre bosques y caminar sobre desiertos! ¡Cuan contenta! Por las noches, al encenderse el magnífico esplendor de las estrellas, que solían cobijar con su arabesco de diamante el campo dormido, como la cola extendida de un pavo real inmenso, Ada, o Mirka, suspiraba con felicidad, en las barbas de su amado, mientras que el oso reposaba con sueño plácido del martirio diurno o de sus fatigas, sin término.
—Dime, ¿es hermosa la luna sobre las frías estepas? ¿Cómo cazabas osos en las selvas de pinos? ¿Las garras feroces, alguna vez te han herido? ¿Qué nombre te dio tu tribu?
Pero el bohemio no entendía palabra de aquella pasión tan bizarra.
Un día se hallaban dentro de un mesón de camino. Inclinados sobre la hoja de un periódico, de codos en su mesa, dos parroquianos comentaban, discutiendo, la noticia de una guerra que acababa de estallar con proporciones formidables de hecatombe universal y siniestra. El domador escuchaba atento y mascullaba secretos pensamientos en el fondo enigmático de su mente. En tanto, dormían beatíficamente, a la sombra del socarrén, la mujer y la fiera; vencidos ambos por el quebranto del éxodo sin término, que más era fuga perenne de todos los sitios, escapada de cada lugar, sin rumbo cierto, sin objetivo definido. Quedaron allí rendidos, mientras que el bohemio tomó solitario el camino de la ciudad, a hurtadillas.
Y la ciudad más cercana era el puerto.
III
A la vista del mar el caminante miró su presencia con calma de hombre avezado a todos los horizontes; para quien el mundo sólo es una extensa llanura —agua o tierra— surcada de inconstantes senderos, bajo el sol, bajo la lluvia; y en el extremo de cada uno de los cuales anida una invitación y duerme un vacío igual: un canto de sirena detrás de cada onda que surge lejana, sombra del mismo misterio detrás de cada recodo de carretera.
En el puerto, el hombre solicitó al cónsul.
—¿Es usted francés?
—De Marsella.
—¡De Marsella! ¿Y desea ir al frente? Su clase no ha sido llamada.
—Pues quiero ir a la guerra. No importa.
Acaso deseaba el bohemio transitar el único camino de que estaban vírgenes aún de recorrer sus sandalias de aventurero. Un camino glacial bajo la noche, sin esplendor de estrellas, como no fuese el reflejo lúgubre de lágrimas puras, sin oso que dance a la fuerza, sin besos de enamorada, sin garbanzos y sin flores, como no fuesen pálidos asfódelos de las tumbas vecinas a las trincheras.
—¿Tiene mujer e hijos, voluntario?
—Tengo mujer y... un oso.
—Mujer... ¡y un oso! ¿Cómo es eso? Explíquese.
El voluntario refirió la aventura.
Dos días estuvo Ada escrutando en vano el límite extremo de la carretera que iba hacia la ciudad, aguardando la vuelta demorada del fugitivo. Dos días durante los cuales el oso aprovechó la tregua de sus funciones para dormir a pierna suelta, como si de un tirón quisiese resarcirse, con aquel sosiego inesperado, de tanta vigilia como había padecido al servicio del patrón ausente.
Al tercer día, a las manos de Ada llegó una carta del cónsul.
¡Cuan desgarradoras para el corazón de la joven no fueron las líneas de la misiva! Por ellas se impuso de que el bohemio no era ningún bohemio auténtico: era un traficante vulgar que vivía de representar el papel de gitano a expensas de la bestia paciente; la cual tampoco era un oso salvaje, hijo de la blanca estepa, peligroso habitante de la selva de pinos, sino un ridículo ejemplar que, de abuelos a padres y de padres a hijos, por continua descendencia rutinaria, se habían procreado entre jaulas, en el patio comercial de una empresa, como había tantas de proveedores de fieras a los circos repartidos sobre el mundo. Fieras de mentirijillas, domesticadas por nacimientos, pobres bestias desheredadas, mansas, dóciles, tímidas, que no habían conocido la oscuridad de los bosques ni el brillo de nieve de la llanura, parias de brutos, resignados a los malos tratos de domadores de pacotilla.
¡Triste desilusión de una aventura romántica! La moza pateó de rabia, se mesó los cabellos con la desesperación más irremediable, se arrastró por el suelo, chillando como histérica. Finalmente, empuñó el rebenque que el domador había tirado en un rincón, y con ese utensilio cruel empezó a golpear, con furia, sobre el cuerpo del oso, para descargar su cólera, su insania, en la carne de la peluda bestia, como si ésta fuera la causa de su desgracia. La bestia dócil, sorprendida con la azotaina súbita, creyó prudente danzar; la disciplina del látigo había sido su enseñanza. Ada le sacudía con airada violencia la polvosa pelambre que cubría sus carnes fláccidas, pegadas a la osamenta; y el animal, creyendo cumplir con su misión ordinaria, dio en bailar bajo el despiadado castigo. Él danzaba y la mujer lo vapuleaba como quien cobra una injuria imperdonable.
Una lluvia de azotes seguía cruzando, de pies a cabeza, la figura grotesca del pobre oso inocente; y éste dirigía a la mujer— quien resultaba ser la verdadera fiera— una mirada implorante, lastimera, de blando reproche, casi humana, como quien advierte y suplica: —"¡Si ya bailo! ¿Lo ves? Bailaré hasta que quieras. No es menester que me azotes. Bailaré, bailaré".
Pero Ada seguía golpeándolo sin tregua, como si él tuviese la culpa de su mal. Y el pobre oso danzaba. Bailaba en silencio, por la primera vez sin son de pandero, sin rumor de sonajas, sin público que se divirtiese con la escena desgarradora. La moza vapuleaba con mayor furia al oso cuanto más bailaba él; y él, bajo la forajida azotaina, danzaba, como lo han hecho algunos pueblos, en ocasiones en que se han visto martirizados por la férula de algún dictador cruel. Danzaba, danzaba, sin rubor, sin enojo. ¡Danzaba!
Estimada Adriana: Siempre tan amable, gracias por compartir. Un abrazo fraternal, Chente.
ResponderEliminarHola necesito el poema Viendo Pasar la Nubes de Julio Rosales Porfa. Muchas gracias
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