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lunes, 8 de abril de 2019

MAÑANA BONITA – Francisco Massiani

La primera vez que escuché hablar sobre Francisco (Pancho) Massiani fue cuando tenía 14 años. En aquel entonces yo todavía no era una lectora apasionada, pero un buen amigo me recomendó leer Piedra de mar –el libro más conocido y leído de Pancho- y, más por complacerlo que porque me entusiasmara la idea, decidí leerlo. Recuerdo que lo conseguí en audiolibro (¡en casetes!) y, pese a que la locutora que lo leía era realmente mala, desde las primeras frases comencé a sentir una fascinación que ningún otro libro me había producido. Me identifiqué plenamente con la historia, sus personajes y vivencias, y leí la novela rapidísimo. Con el tiempo fui encontrándome con sus libros de cuentos y fue creciendo mi gusto por esa narrativa tierna y rabiosa, fresca y medio triste, llena de humor y, al tiempo, de profundos dilemas existenciales. Años más tarde tuve la dicha de conocer a Pancho en su casa, y a la admiración por el escritor y su obra se sumó un inmenso afecto por el ser humano de carne y hueso, sentimiento que perdura hasta hoy. Por todo esto me complace enormemente poder presentarles Mañana bonita, cuento perteneciente al libro Florencio y los pajaritos de Angelina, su mujer (2005), del gran escritor y amigo Pancho Massiani.



MAÑANA BONITA


Carátula del libro: Florencio y los pajaritos de Angelina, su mujer (Fundación para la Cultura Urbana, Caracas - 2005), de Francisco Massiani

A Rodrigo Blanco


En casa me tienen por loco. Es mejor así. Vivo tranquilo, no molesto a nadie y nadie me molesta. Me toman por loco porque no procedo igual a todo el mundo; prefiero oír música, escribir o ver mi colección de fotos que hablar con los demás.

Antes lo hacía, es cierto, pero me aburrí. Son pocos los que pueden dar algo bueno de sí y muy pocos los que no hablan de otra cosa que no sea la misma estupidez de siempre: que fulano es un pillo, que el otro es marica o que fulana es puta; suelen expresarse muy mal de los demás aquellos que padecen de algún modo el mal descubierto en los otros. Está de más añadir que descubrimientos de estas características no provocan mi admiración. Los hay de sobra.

Sólo la ternura ayuda a las palabras y las hace buena compañía. Sin ternura se envejecen antes de temblar en la garganta y antes de tocar la oreja del amigo que está cerca. Están secas, huecas y aburridas de ellas mismas. Entonces la gente mueve los brazos y los ojos y las manos y alza la voz y procura desesperadamente encontrar una anécdota para acabar con el silencio, cuando de seguro era más propicio, y más si pensamos que antes de encontrar al amigo veníamos acorralados y apresados entre cientos y millones de diferentes ruidos. Sin ternura las palabras son ruidos, ruidos de cosas huecas, como esos potes vacíos que de golpe alguien patea con furia en la madrugada. Por eso digo: sin ternura se envejecen y hasta se pudren y muchas veces buscan podrir un poco más lo poco o mucho que tenemos de podrido todos. Aunque confieso: la mala intención no ha conseguido jamás dañar mi buena fe. No piensen que soy pedante al admitirlo. Si hay algo hoy en día que no puede ser admirado es la buena fe. Hoy sólo se envidia la viveza. Sobre todo, la que es capaz de engañar al prójimo.

Es agradable viajar en tren y es muy bueno divisar un hermoso paisaje y luego encontrar los ojos de Helga. Acercarme a sus manos y besarlas.

La tierra que atraviesa este tren es hermosa. Ahora, por ejemplo, es admirable la cantidad de verdes que se mezclan en los huertos; los adoquines de los pequeños pueblos y aldeas están mojados de rocío y brillan copiando el cielo, que es más bien gris claro con vetas celestes. Es verdad: con Helga pensé que sería suficiente nuestra ternura para salvarnos de las calamidades de nuestra ciudad. Pero no es cierto; no tardaríamos en agotar las fuerzas para defendernos; sabemos que la única forma de conservar nuestro amor es alimentándolo, complaciendo nuestros apetitos elementales, nuestras antiguas necesidades. Para que el sueño no se debilite. El entusiasmo.

Hablaba del tren porque comencé hablando de la casa y pueden imaginar que estoy en este momento en una casa. Estoy en un tren y viajo, como ya dije, hacia cualquier parte con Helga. Hemos convenido detenernos en todos los pueblos donde sea posible echarse sobre la hierba para respirar la tierra, ver todo el cielo, todas las nubes: detesto los jets, los automóviles, las motocicletas. Pero en cierto modo siento agradecimiento por los imbéciles que inventaron esos aparatos. Sin ellos no hubiera conocido la soledad. Si bien es cierto que la logré disfrutar con mis libros, con mi música, para no hablar de las fotografías, debo confesar que antes de mi encierro frecuentaba, como todo el mundo, todos los lugares donde se da cita todo el mundo. Pero el horror de los autos terminó por alejarme de la gente. Hasta el día en que encontré a Helga.

Es muy hermosa Helga. Tiene el cabello color arena; los ojos redondos y muy azules, un azul profundo, y su mirada es como la de una niña sorprendida por una fiesta. No hablo de su cuerpo porque no me gusta causar envidia. Ya lo dije. Y si no lo había dicho es bueno que lo recuerden: esta historia no tiene tal propósito. La escribo porque siento que es otra manera de encontrarme con ella. Para luego leérsela junto a algún río en algún hotelito de campo.

Fue un día cualquiera. Yo estaba sentado en mi cama mirando mis fotos, las tengo pegadas en todas las paredes de mi cuarto o las guardo en la mesa: paisajes, rostros encontrados por azar, en diarios y en revistas. Entonces sentí cansancio de soledad.

Papá es director de teatro. Por la amistad con los utileros, me he procurado bastantes trajes. Los tengo en el baúl. Me puse el de torero y me pareció muy triste. El de militar, ridículo. Me cansé de disfrazarme y me dejé la chaqueta militar y me puse un bombín. Entonces volví a la cama. Me fumé varios cigarros y leí a Rilke. No sé por qué pero hay una oración que me produce, sin yo comprender la razón, la nostalgia grata: «¡Ah, las primaveras te necesitaban!». Sucedió que yo leí a Rilke muy muchacho y muy enamorado de una mujer que ya no era una niña: nunca me aceptó, temía aceptar que ya no amaba a su marido. Bueno. Después de leer a Rilke me miré largo rato en el espejo. Me gusta verme en el espejo cuando recuerdo algún ser desagradable. El marido era un tipo desagradable. Después me senté nuevamente sobre la cama. Entonces sucedió algo asombroso. El cuarto comenzó a llenarse de humo, pero no el humo que acompaña al fuego. Era más liviano y muy blanco. Tanto que podía distinguir, como si me miraran desde muy lejos, los personajes fotografiados sobre las paredes. Hasta que me asustó la aparición: había una gallina saltando frente a mí. Pensé que en casa tenían razón al considerarme loco y salí a la calle.

Es dulce Helga. Ahora me ofrece una pera. Le sonrío. Le digo que después la morderé con gusto, que ahora escribo nuestro encuentro. Lo hago sobre la mesita plegable de la cabina de un tren. Ya sé que conté que viajaba en un tren y lo repito porque hay gente olvidadiza y también porque no todo el mundo ha tenido la oportunidad de viajar en un tren. De ahí que sigan usando esas porquerías de automóviles.

Ustedes conocen cómo es una ciudad. Todas son iguales cuando no cuentan con un buen río. Esta ciudad tiene un río que ahora está enfermo. Los edificios, las autopistas acabaron con la vegetación y lo enfermaron. Un río donde no se pueda navegar ni pescar es un río enfermo; quiero decir, no es un río.

Lo digo porque, si salí al presentir la locura, casi me volví loco del todo. Tanta soledad me había apartado de la agresiva hostilidad de la ciudad. Caminé como un desesperado, de una esquina a otra, buscando dónde refugiarme del ruido, de la persecución de los vehículos, y aturdido por el sol y el calor. De paso, los bares que yo había frecuentado se habían convertido en otros negocios. «El buen amigo» resultó ser una farmacia. Esto puede resultar divertido para una persona normal, pero no para el que ha visto una gallina donde está seguro que no la hay.

Al ver a un buhonero me le acerqué. Entre otras cosas vendía frascos para hacer pompas. Me di cuenta de que me tomaba por loco y de que todo el mundo compartía su impresión. Entonces recordé que había jugado a cambiarme de traje. Llevaba puesta la chaqueta militar y encajado sobre la cabeza el pequeño bombín. La gente se detenía a mirarme, y el buhonero había dejado de sonreír. Me miraba esta vez con temor: el muchacho debía llegar a los ocho años de edad. Me acerqué. Siempre me ha gustado hacer globitos. Le dije que no tenía dinero, que yo quería un frasco, que no tardaría en pagárselo. Me lo entregó asustado y me pidió que me fuera.

No sé por dónde caminé. Buscaba calmarme un poco. Pensé que viendo globitos podía sentirme mejor. Cuando niño, si me sentía mal, soplaba globitos y me calmaba. Mi ciudad, además de contar con un solo río que de paso está enfermo, tiene pocos parques. Lo digo porque sentí deseos de orinar. Entré en una fuente de soda y pregunté por el baño. El que me respondió era de un país desconocido al mío. Me echó porque no quería tener locos en su casa.

Un loco orina en pleno centro de la ciudad sin importarle un bledo nada. Pero uno puede parecer muy loco y hasta ver una gallina dentro de un cuarto. Sin embargo, admito que sentía vergüenza de hacerlo.

Por fin encontré un edificio en construcción. Corrí y cuando llegué disminuí el paso. Me pareció que la obra estaba paralizada, que no había nadie. Entonces entré. Subí por una escalera y en el primer piso fui a orinar. Me agradó sentir el olor de la orina y del cemento. Había una botella tirada en un rincón y en el suelo unas bolsas de papel vacías. Al terminar de orinar, busqué una esquina y me senté. Entonces saqué el frasco. Por fin pude hacer globitos. De verdad comencé a sentirme muy bien; era agradable verlos suspendidos en el aire, desaparecer, brillar copiando las luces del día, el dorado, el celeste. Entonces una esfera liviana y transparente se reventó con su voz: entonaba muy suave una canción que yo no había escuchado antes. No lograba ubicarla. Las resonancias en aquella enorme construcción me confundieron, como si la misma persona se hubiera puesto de acuerdo con otra igual, para cambiarse de lugar. Busqué la voz. No debía encontrarse en el primer piso. Subí cuidadosamente al segundo, cuidando de no pisar nada que provocara su atención. Al llegar la vi. A Helga.

Estaba sentada en posición de loto. A un lado había un bolso de cuero. El vestido blanco dejaba ver los muslos. Tenía un pañuelo entre las piernas y sobre el pañuelo jugaba con las manos con un puño de llaves. El arreglo del cabello recordaba al de una niña de pocos años de edad vestida de fiesta. No sabía si retirarme o hablarle. Temía asustarla de no decidir. Ella continuaba jugando con las llaves. Las juntó y luego las dejó caer sobre el pañuelo. Creo que fue la bocina de un automóvil la que alzó su rostro. Entonces me vio.

-¿Quién eres tú? -me preguntó-. ¿Qué haces aquí?

-Nada -le dije-. Perdona que te haya molestado.

-¿Qué buscas?

-Nada. Te confieso que entré porque no vi a nadie, ningún albañil, y porque tenía ganas de hacer pipí. Te oí cantar y te busqué, eso es todo.

-Parece que mañana vienen a trabajar.

Temí por su pudor. Por el temor que noté en sus ojos después de sonreír. Temí porque sintiera su sonrisa como prueba de confianza indeseada. Vio el frasco.

-¿Qué es eso? -dijo mirándolo.

-Un frasco. Un remedio.

Me miró la chaqueta y el bombín.

-¿Por qué tienes esa pinta?

-No sé, quería disfrazarme.

-Debes estar loco -dijo.

-Es posible. ¿Y tú qué haces con esas llaves?

-Son mis llaves. Aquí están todas las llaves de mi casa. Ésta era mi casa. Desde niña me gustan las llaves y las colecciono.

-¿Ésta era tu casa?

-Sí. Aquí donde estamos debió ser mi cuarto. Tenía una ventana muy bonita. Yo tenía porrones con flores y desde la ventana podía ver los árboles, los mangos, las mandarinas. ¿Tú no coleccionas nada?

-Fotos.

-¿Qué tipo de fotos?

-Todo tipo de fotos. Quiero decir que recorto fotos de todas partes y las pego en las paredes y las cambio de vez en cuando y otras las guardo. También me gusta mucho la música y escribir, pero sobre todo la música.

-¿Y qué haces con las fotos?

-Me gusta verlas, me encanta ver fotografías.

-¿Y ese remedio que llevas ahí?

Entonces confesé que eso no era un remedio. Me dolió aclararlo. Siempre sucede cuando mentimos frente a un ser que nos parece ingenuo. Nos reduce y nos avergüenza.

-Es un líquido especial para hacer globitos.

-¿De verdad?

-Sí, de verdad.

Helga trazó un círculo con el tacón del zapato dejando el otro como centro para girar sobre sí misma:

-Siéntate ahí y me dices la verdad. Ya me mentiste. Ahora dime: ¿quién eres?, ¿cómo te llamas?, ¿qué estudias?, ¿cómo te ganas la vida?, ¿qué quieres de ella?

Entonces me senté como un apache en el centro del círculo que Helga había trazado torpemente en el suelo.

-Me llamo Diego, vivo de mis padres. Ahora no estoy estudiando nada. ¿Y tú cómo te llamas?

-Helga. ¿Por qué me mentiste?

-Temí que me tomaras por un loco.

-Ven. Préstame el frasco. Tengo mil años sin hacer globitos.

Me acerqué y le entregué el frasco.

-¿No tiene alambrito?

Se lo di. Ella abrió el frasco. Había entusiasmo en toda su cara. Estoy seguro de que recordó una travesura de su infancia. La vi soplar un gran globo. Se reventó contra la pared y dejó una leve mancha. Otros pequeños permanecían suspendidos y volaban más lejos.

Estuvimos un rato así; yo mirándola soplar globos, ansiando sus piernas y preguntándome qué podía hacer una muchacha vestida de niña recordando su casa y sus flores. Me atreví a preguntarle dónde vivía.

-En un lugar lleno de ruidos y de gente.

-En el mundo -dije.

-No, en el mundo no. Hay lugares tranquilos. Las iglesias, los estadios, los teatros, cuando no hay gente. Los parques son tranquilos. El Parque del Este en la madrugada está solo.

Seguía soplando globos pero me di cuenta de que su mirada ya no los seguía.

-También colecciono mañanas bonitas -me dijo.

Puso el alambrito sobre el frasco, juntó las puntas del pañuelo y me lo extendió.

-Si quieres juegas con mis llaves.

Me paré para coger el pañuelo y me senté a su lado. Busqué entre las llaves la más vieja. Las llaves viejas me gustan. Casi todas eran llaves nuevas, llaves corrientes.

-¿Por qué tumbaron tu casa?

Ella no respondió. En ese momento buscaba hinchar un globo enorme. Pero le estalló. Creo que no le gustó la pregunta.

-Negocios de papá, quería tener más dinero.

Yo sentía que el entusiasmo que le produjo el frasco para hacer globitos desaparecía en cada soplo.

-¿Y tú qué haces, Helga? ¿Qué te gusta hacer?

-Me gusta pintar flores silvestres. También las frutas. Terminé una manzana enorme el otro día. En una tela de un metro por ochenta centímetros. Cuando pinto una manzana, intento que sea más real que en la realidad misma, y hasta que no me provoca morderla no dejo de pintarla. El fondo de ese cuadro lo pinté color esmeralda.

-¿Y qué haces con los cuadros?

-Se los regalo a la gente que yo quiero. Tal vez haga una exposición. No tengo prisa. En la última manzana que pinté me tardé más de un mes. Pero me provocó morderla. Estaba lista.

-Pero las flores no se comen, ¿no?

-Además de las flores silvestres también pinto rosas y cuando pinto una rosa amarilla enorme, como la manzana, si no me provoca respirarla, arrancarle un pétalo y pasarla por mi mejilla, no la dejo quieta.

Estuvimos un rato callados, fumamos. Supe de un fracaso amoroso y de un tal Ramón.

-Diego, de verdad que me iba volviendo loca. Cuando llegaron las tarjetas para mi matrimonio, me fijé en sus manos. Yo nunca me había fijado bien en sus manos. Me llené de pánico de imaginarme que me iba a casar con esas manos. De paso, a mamá y papá les dio por comprar las cosas que íbamos a tener en casa cuando nos casáramos. Eso me enfermó y tuve que hacerme la loca. Entonces me buscaron un médico y le expliqué que estaba muy mal de los nervios. Entonces, convencí a papá para que me mandaran a España. Me fui y que por dos semanas y me quedé seis meses. Allí conocí a un pintor encantador. Se la pasaba borracho. Él venía de sufrir el divorcio y yo venía del lío de la huida de Ramón. Nos curamos. ¿Y a ti qué te pasó?

-Con Elena fuimos a una película. Llegamos tarde. La película no era muy buena pero la música era maravillosa. Era la última función y la última vez que la pasaban. El hecho de no poder escuchar nuevamente la música me deprimió y se lo comenté. «Te atormentas por nada», me dijo. Pero no sólo era la música, con todo en la vida sucedía lo mismo. Pensé que jamás volvería a escuchar esa música, como sucede cuando un ser amado se muere. Se nos va. Eso me distanció de Elena. Después en el encierro la veía muy poco. Finalmente, supe que estaba saliendo con Juan Luis. Un amigo común. Pero en realidad fue esa música lo que de alguna manera me rompió algo por dentro que me separó de ella.

Después estuvimos soplando globitos y jugando a conseguir el más grande o el más pequeño posible o el que más tiempo tardara en reventarse, y luego dejamos el frasco y nos quedamos callados y quietos. A pesar de encontrarnos muy distantes de una avenida muy transitada (tal vez por la hora, debían ser las seis aproximadamente), el rumor de los autos y las bocinas se 'metía dentro del cuarto. Escuchamos pasar un avión y poco tiempo después tres disparos. Desde donde nos encontrábamos, lográbamos ver el rincón de un jardín donde el follaje de un mango tapaba parte de la fachada de un edificio. Entre las hojas sabíamos que aún no era muy tarde; el cielo denunciaba la claridad de un pronto crepúsculo. Yo lo presentía de nubes delgadas, fresco y con estrellas prematuras y pulidas. Entonces sentí necesidad de tener su cuerpo abrazado al mío: su presencia emanaba una cálida temperatura, protegiéndome como un aliento nuevo y bueno para el cuerpo y no sé por qué imaginé dos manos cerrándose tímida y tiernamente al cubrir un animalito recién nacido. Pensé entonces en lo transitorio de la vida y sentí no miedo, pero sí un vacío parecido a la tristeza. Comprendí que habíamos conversado como pocas personas tenían la suerte de conseguirlo; nos habíamos confiado y vivíamos la alegría de la entrega. Pero a la vez, yo notaba que mi tranquilidad perdía equilibrio cada vez que sin querer me encontraba observando sus labios, los muslos que el vestido no alcanzaba a ocultar y unas ganas enormes de abrazarla y sentir todo su cuerpo se convirtieron bruscamente en un gesto; acerqué mi mano hacia el pañuelo y con el meñique toqué el dorso, apenas un nudillo del dorso de la mano que sostenía el frasco.

-¿Lo quieres? ¿Nos vamos?

Entonces le rogué que no se moviera por unos segundos. Que por todos los cielos me escuchara. No debía sentir temor, yo no haría nada. Pero le rogué que permaneciera un instante más conmigo. Notó que temblaba.

-Pareces un niño -me dijo-. No me voy a ir. No te preocupes. Ni estoy loca, ni pienso que puedes dañarme y sé perfectamente bien que me dijiste la verdad y que ahora tiemblas porque deseas algo más que hablarme. Es cierto, ¿no?

-Sí -dije-. ¿Siempre sabes lo que sienten por ti?

-No -respondió y me pareció disgustada-. Sólo cuando me dicen la verdad y cuando esa verdad me interesa. Yo también siento deseos de que me toques. Hazlo de una vez, por favor, y no te quedes como una momia eléctrica. Pero no te olvides de lo que voy a confesarte: jamás me he dado como hoy. Nunca. Y, aunque te parezca mentira, con Ramón no llegué a lo que ahora deseo llegar porque nunca me sentí completamente confiada a él. Si no lo crees puedes matarme, porque jamás me había confesado igual.

Entonces nos entregamos y fue maravilloso.

Yo me quedé adormilado y feliz. Luego ella se paró y me dijo que me dejaba. Le pregunté dónde podía encontrarla otra vez, que me diera su teléfono. Me dijo que en el Parque del Este, en la madrugada, podía encontrarla. También me recordó los teatros y los estadios vacíos. Y se fue. ¿Qué iba a hacer? Tenía mucha hambre y mucha sed. Sentía deseos de tomar cerveza, comer algo y me fui a casa. Poco después papá entró a mi cuarto.

Caminó, meneó la cabeza y dijo:

-Tienes que ver cómo haces. Tienes que cambiar de vida.

Y poco antes de salir, me dijo:

-Esta noche presentamos una obra de Kanderling. Quiero que nos acompañes.

-No quiero salir.

-Te hará bien, seguro que te gustará.

-¿Quién es ese Kanderling?

-No sé quién es. Sólo conozco la obra que presentamos hoy: «La dicha».

-¿Y cómo vas a montar su pieza desconociéndolo?

-Tampoco lo sé.

-Tendrás éxito -dije.

-Lo sé -me dijo sonreído-. Levántate y acompáñame.

Papá tuvo razón: el público no sólo demostró su entusiasmo aplaudiendo al final en repetidas ocasiones. Incluso me pareció que todo el mundo parecía conforme con el alto costo de la entrada y en varias oportunidades escuché que Kanderling era extraordinario, y que su director, Pablo, mi padre, lo había interpretado como nadie. Una muchacha con nariz colorada, que se la tapaba todo el tiempo con un pañuelo, preguntó quién era Kanderling. «Kanderling es Kanderling», le dijo un viejo que parecía su padre. «Es el colmo que no lo conozcas.» Yo me sonreí y sentí que copiaba la sonrisa de papá.

Papá y los actores me invitaron a un bar para celebrar el éxito de la presentación de la obra, pero yo preferí quedarme. Entonces caminé por el patio, entre las butacas, y finalmente la vi. A la muñeca. Estaba sentada en una silla. ¿Alguien la había olvidado? ¿Cómo podía ser tan parecida a Helga? La metí en mi maletín y la llevé conmigo. Sentía miedo y algo parecido a una angustiosa alegría. Llegué a casa, senté a la muñeca en un rincón del cuarto y fui a cenar, pero no pude comer. Mamá esperaba a mi padre, preguntaba por la obra, la reacción del público. Yo no dejaba de pensar en Helga. Me sentí algo triste cuando vi a mamá feliz. «Me pidió que te diera un beso», le mentí. Ella me besó. «Si cambiaras», me dijo. «Si volvieras a estudiar, si al menos salieras y vieras a tus amigos de antes.» La dejé en la cocina soñando con papá. Yo volví a mi cuarto. Eran las once de la noche. Faltaría poco.

Senté a la muñeca sobre la cama, a mi lado, y permanecí un tiempo entre rostros, montañas, ríos y ciudades extrañas: si hay algo que puede detener el tiempo es el silencio. Y si hay algo silencioso es una fotografía. «En el Parque del Este muy temprano no hay casi nadie, si quieres vas mañana temprano y tal vez me encuentres ahí», había dicho.

Debí dormir hasta las cuatro de la mañana, me despertó el motor de la camioneta del repartidor del diario. Salí de la casa sin hacer ruido. No sentía hambre y no sé por qué, pero me pareció ver contento en los ojos de la muñeca.

Sabemos que, de existir el deseo de despertar a un tiempo de la mañana, no es indispensable servirse del escándalo de un reloj despertador. Basta que el deseo sea sentido con ganas. Es difícil imaginar que lo sea cuando se trata de cumplir con una obligación. Casi todos los trabajos se hacen sin agrado. Casi todo el mundo trabaja para vivir. Sin amor por el trabajo que los obliga a un despertador. Si fuéramos felices dormiríamos tres o cuatro horas cuando mucho, porque buscaríamos restarle el mayor tiempo posible al día para entregárselo a la felicidad. Nunca he escuchado un disparate mayor: «Hay que trabajar para vivir».

«Colecciono mañanas bonitas», había dicho. Hace poco, mientras escribía, le oí decir: «Cuando contemplo demasiado tiempo el paisaje, los huertos, las colinas, me siento desnuda y no sé por qué con hambre y con un poco de sed». Entonces le pregunté si deseaba algo de beber. Me respondió que no. «Es otra sed», me dijo. Luego añadió que había dormido. Después sonreída acercó la cabeza, se inclinó y me besó los nudillos de mis manos. Yo le acaricié una rodilla, los muslos. Nos miramos.

Bueno. El caso es que salí a la calle con mi muñeca y también me traje el frasco para hacer globos. No me gusta la palabra pompas. Me agrada más ver escrita la palabra globos. No usaré más la primera, es estúpida y además su sonoridad no expresa las transparencias, las luces y la fragilidad de la piel de un globo de jabón.

Dije que estaba en la calle. Era de madrugada y la ciudad estaba vacía y fresca. Me gustan las madrugadas. En las primeras horas, desaparecen los autos, hay poca gente. Los anuncios y el fresco la convierten en buena compañía.

Al llegar al parque, la madrugada era noche íntegra. No había luz. Me vi forzado a saltar la cerca. En esta ciudad los parques son contados. Y el más grande, el Parque del Este, está cercado. Es triste ver un parque cercado. Los árboles, las flores cercadas. Aquí no soportamos la belleza. La aislamos, buscamos exterminarla. Y es explicable: no puede haber belleza en una ciudad donde los autos impiden que la conozcamos a pie. Un amigo a quien tenía la ocasión de ver, porque su casa, antes, no se encontraba muy lejos de la mía, dijo una vez que la felicidad conducía a la locura. Me pregunto ahora si más bien no sucede lo contrario. Quiero decir, cierto tipo de locura. La locura de apostar al sueño, por ejemplo. Recordé a mi amigo porque hablaba de los autos y justamente fue por culpa de los benditos autos que dejé de verlo. Había que caminar entre cientos de ellos para llegar a su nuevo apartamento. Y, cuando lo visitaba, llegaba yo obstinado. ¿Por qué fastidiar la vida a un amigo contándole que estamos irritados? Sueño con el día de ver los autos destrozarse entre ellos mismos. Toda esa chatarra hirviendo bajo el sol, la gente huyendo hacia la sombra de los cuatro escasos árboles que encuentren, echándose a descansar. Tal vez después puedan verse, encontrarse otra vez como seres humanos.

Perdón si soy optimista; y si me da por pensar bondades, es difícil no ser bueno en la imaginación, cuando se viaja en un tren y frente a la ternura. (Helga, esta historia es para ti. Sueño con contártela frente a un río donde haya peces y naveguen botes y pueda palparse la piedra de un viejo y noble puente.)

Bueno. El caso es que salté la cerca de alambre y me dirigí donde creí que podía encontrar un banco. En efecto, estaba cerca. El banco era de madera; lo toqué, los listones bañados de rocío, fríos. Senté a la muñeca y vi las estrellas. Eran enormes, como lunas, la noche nos fundía a una total oscuridad.

Al iluminarse el cielo de la madrugada, saqué mi frasco y soplé unos globitos. Perseguían los brillos del amanecer y sentí que no era el sol, que eran todos los pájaros que despertaban gorjeando entre las ramas de los árboles, los que arrojaban resplandores al mundo. Y viendo los globitos suspendidos, esos cuerpos tan livianos y delicados, fulgores que explotaban por segundos antes de apagarse al chocar entre ellos mismos o reventarse silenciosos dejando tímidas huellas de humedad en la arena, esos pequeños globitos transparentes y encendidos por los dorados del sol, irradiando celestes y blancos brillantes, pensé entonces en Dios. ¡Ah! Esos globos eran los primeros astros del universo, de nuestros cielos. Sí, Dios era la ternura, era verdad.

Después me paré y caminé un poco, sentí la presencia de Helga detrás de los troncos, entre los ramajes, se me ocurría oculta, pero que en cualquier momento nos encontraríamos.

Caminé un rato y en otro banco me fumé un cigarro. Era hermoso ver los reflejos de la madrugada en el agua del lago. Las nubes se apretujaban con blandura. Se desgajaban y el sol lo aprovechaba, abriéndose paso entre las nubes, para encender el mundo. Cuando regresé al banco sentí una opresión de vacío en el estómago, la muñeca no estaba. Respiré mal, sentí miedo. Miré hacia todas partes, troté. Corrí por diferentes caminos hasta detenerme: un zapatico de la muñeca estaba a más de un metro de un banco. Lo recogí. Luego, distinguí a lo lejos, en un camino de arena, una cinta, la cinta que tenía alrededor de la cintura. En la misma dirección me pareció ver lo que podía ser un calcetín. Me sudaban las manos. El calcetín, la cinta, el zapatico, fui encontrando lo que faltaba para completar el vestido. Faltaba un zapato. En eso me tropecé con un cuidador. El hombre se me quedó mirando. Yo respiraba mal. Tenía la lengua seca, la saliva espesa y amarga. El hombre barría unos envoltorios de comida.

-Señor -le dije.

El hombre dejó de barrer. Yo esperé a respirar mejor y seguí.

-¿Usted no la vio pasar?

-¿A quién?

-Una muñeca -dije.

-¿Una qué?

Comprendí:

-No ha visto pasar a nadie, ¿verdad?

-No -dijo-. Aquí en este parque a esta hora no hay nadie.

-Perdone -dije-, olvídelo.

No podía perder más tiempo. Podían llegar los obreros, las máquinas. Por fortuna, no había nadie, ningún camión, ningún obrero en la calle. Respiré profundo. Disminuí la marcha, luego pasé al trote y finalmente a un paso normal. Las piernas endurecidas me pesaban y me temblaban al caminar. Cuando estuve enfrente, me pareció que la construcción, con las vigas desnudas y muros incompletos, respiraba tan aceleradamente como yo.

Subí al primer piso. Descansé unos segundos y seguí al segundo. Entonces me dirigí a la habitación y entré: se encontraba vacía. No había nadie y sin embargo sentía que algo vivo palpitaba adentro.

Me dejé caer en el suelo boca arriba sudando chorros y un vértigo me impedía levantar la vista sin sentir que el mundo entero reventaba sacudiéndose de tantas vueltas que daba. Al sentir el corazón más tranquilo, que recuperaba las fuerzas y podía ver sin temor a que el vértigo me echara al suelo, bajé tembloroso a la calle. Para colmo sufrí nuevamente el temor, la angustia que me acompañó en el parque al encontrar el banco sin la muñeca. En un escalón de la entrada principal que conducía a la acera, vi un zapatico. Entonces el cansancio de toda la humanidad se me vino encima y me senté. No entendía nada. ¿No era la misma habitación? ¿Las prendas de la muñeca no correspondían a las de Helga? Las había reunido y las tenía pieza por pieza entre mis manos. No. No había duda. El entusiasmo de la impresión de haber sentido a alguien, a un ser dentro del cuarto vacío y el zapatico me levantaron del suelo con una rabiosa esperanza. Pero esta vez no subí al segundo piso angustiado por el deseo de encontrarla enseguida tomando cualquier dirección. Lo hice fijándome muy bien en las señales que me guiaron a descubrirla sin permitir que la ansiedad de perderla me desviara del recorrido que su voz trazó para conocerla. Una botella de coca-cola, las marcas en un muro de concreto y diferentes indicios me ayudaban a repetir los primeros pasos. Antes de subir al segundo piso me permití un descanso. Busqué un tiempo para el corazón; los pulsos me asustaron al colmo de producirme un momentáneo agotamiento y una ligera pérdida de aire. Debía calmarme. Soporté un minuto de espera y finalmente vencí los escalones que faltaban y me detuve a un lado de la entrada de la habitación. No me atreví a entrar. Y no soportaba un segundo más afuera. Las paredes heladas, el olor a cemento, no me impedían experimentar la impresión de un olor, de una dolorosa respiración cercana. Me apoyé en el muro, me sequé un sudor frío y entré: temblé, me arrodillé y le abracé las piernas. Era Helga y al verme sonrió: estaba desnuda.

-Hola -dijo.

-Amor -dije.

1 comentario:

  1. Estimada Adriana: Gracias por compartir textos tan buenos. Saludos a tu amado esposo. Con especial aprecio, Chente.

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