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lunes, 16 de diciembre de 2019

EL REY TONTO QUE NO ERA TAN TONTO – David Alizo

David Alizo (foto en blanco y negro)
David Alizo (estado Trujillo, 1941 – Caracas, 2008). Escritor venezolano. Entre su obra se pueden encontrar, entre otros, los libros de cuentos Quorum (1967), Griterío (1968) y El rumor de los espejos (1984); y las novelas Esta vida del Diablo (1973), La segunda memoria (1998), Safo de mil amores (2005) y Nunca más Lili Marleen (2008). Ganó el Concurso Anual de Cuentos de El Nacional (1970), por su texto Yo no sé cuántas cervezas en una noche. El texto que aquí se publica forma parte del volumen compilatorio Cuentos de Navidad II, publicado por Los Libros de El Nacional (2005).







EL REY TONTO QUE NO ERA TAN TONTO


Existió una vez, en un reino de ninguna parte, un rey muy tonto que se la pasaba triste y luego de permanecer un largo tiempo triste, con la cara desencajada entre las manos y la mirada en el suelo, abría los ojos, levantaba la cabeza, mostraba una expresión de júbilo y se ponía a reír a carcajadas, porque se le ocurría que era una tontería estar triste, entonces se reía un buen rato de sí mismo por ser tan soberanamente tonto.

Así se pasaba la vida este rey tonto, largos ratos al día triste y otros tantos riendo sin parar, como si alguien repentinamente le hiciera cosquillas en la barriga y como no podía aguantar la incontenible risa que le daba, rodaba por el suelo pataleando de tanto reír.

Un día el rey tonto, que se llamaba Franfucho, que era delgado y alto como una espiga, pero que, como una espiga con el viento, cada vez que se levantaba para dirigirse a algún lugar se inclinaba por el peso de la maciza corona de oro y del pesado manto rojo que caía de sus hombros, este rey tonto, digo, estaba triste, muy triste, sentado en su enorme silla real, con una profunda mueca de dolor en el rostro, el torso doblado, los brazos cruzados alrededor de la cintura, las rodillas juntas y la mirada atónita clavada en el brillante suelo ajedrezado del gran salón del trono del inmenso palacio real de altas torres y magníficas murallas, construido con bloques de piedra roja, situado en las afueras de un pueblo grande enclavado en el centro de un extenso y hermoso territorio, con ondulantes colinas, verdes praderas, montañas nevadas, ríos caudalosos y preciosos lagos, pero que, a pesar de todas estas bellezas y de las muchas riquezas minerales que poseía el reino, los vasallos del rey Franfucho eran muy, pero muy pobres y vivían profundamente desdichados.

Tenía ya bastante tiempo así, triste, el rey Franfucho, con la cabeza entre las manos, un mechón de pelo sobre la frente y una lágrima que no terminaba de caer del ojo derecho, cuando repentinamente pensó que era una inmensa tontería estar triste sin ni siquiera saber por qué estaba triste y comenzó a burlarse de sí mismo por estar decaído y melancólico, sin razón aparente alguna, y se dijo que era un redomado tonto, que era un necio sin remedio y una vez más estalló en risas a mandíbula abierta.

Este rey Franfucho estaba muy solo en la vida, como muchos en el mundo, a pesar de ser el soberano de todos, tal vez porque nadie se atrevía a contradecirle o porque no le querían, pero lo cierto es que estaba muy solo, y toda la gente de la corte le adulaba constantemente.

Por eso, cuando estaba rodeado por la reina y la gente de la corte, si estaba triste, con aire sombrío, todos callaban y trataban de imitar sus gestos de tristeza, pero si llegaba el momento de reír, todos al unísono se desternillaban de risa, igual que el rey Franfucho, quien indicaba con un movimiento enérgico de su mano derecha el momento de reír o de callar, lo que significaba un cambio rotundo en el comportamiento de todos los áulicos.

Si estaba en estado triste, los compungidos cortesanos, cabizbajos, hacían perfecto silencio hasta que el soberano erguía la cabeza, abría los ojos y la boca e izaba la mano derecha con la palma hacia arriba, entonces, preparados, esperaban el primer estertor de risa del soberano para prorrumpir todos a reír de forma estrepitosa, porque el que más reía más era observado por el rey Franfucho. Era el momento en el cual el palacio se llenaba de risas, luces y música, pues también hay que decir que en los momentos de tristeza, los músicos dejaban de tocar y los lacayos y sirvientes corrían a menguar la iluminación y apenas dejaban algunos velones encendidos, y después, al retornar la risa, se aprestaban los mismos a iluminar otra vez el palacio, que se llenaba de risas y, por supuesto, de maravillosa música por un tiempo indeterminado.

La gente del pueblo oía y veía desde lejos los cambios sonoros y visuales que ocurrían en las entrañas del inaccesible palacio del rey Franfucho y nadie podía entender qué era lo que ocurría en la majestuosa residencia, tan callada y oscura en largos momentos y tan ruidosa e iluminada después, para volver al cabo de un tiempo a la misma lobreguez de antes, llena de un silencio hostil. Pero la verdad sea dicha y es que a nadie en el pueblo le interesaba mucho aquellas insólitas intermitencias de silencio y oscuridad y de risas y luces de noche. Nadie tenía tiempo ni deseos para conjeturar acerca de lo que en el misterioso palacio pasaba, porque todos en el pueblo y en el reino en general estaban ocupados en buscar la forma de alimentarse, de cosechar para darle comida a los hijos, de hacerse ropa para el frío y ladrillos y tejas para las casas que habitaban, sobre todo porque ya se acercaba el solsticio del veinticinco de diciembre, es decir la Navidad o la Natividad del Señor, cuando el naciente Sol inicia un nuevo viaje, y si no trabajaban duro no iban a tener comida ni ropa suficientes para pasar el frío y menos de nada para celebrar el nacimiento de Dios. Sin embargo, el pueblo vivía para vivir con alegría y se aprestaba con los pocos recursos con que contaba para festejar la noche del advenimiento del Supremo.

Entonces, un día de los tantos del Señor, de los inconcebibles de este reino, ocurrió algo inusual, porque el rey Franfucho, que ya tenía veinte años o más viviendo con estos disparates, menos de cuerdo que de loco, levantó lentamente la cabeza, como siempre lo hacía, y toda la corte que le rodeaba esperó inútilmente que izara la mano derecha, señal con la cual daba rienda suelta a la risa y al jolgorio.

Pero no fue así. Con gran expectativa los presentes siguieron, con gestos perplejos y no sin risa contenida, los movimientos del soberano. Franfucho había escuchado algo que nadie más había escuchado, como que alguien, de manera insólita, cantaba sin que él hubiera dado la orden de reír, tocar música, cantar y encender las luces, y esto le produjo repentinamente una horripilante mueca de fastidio en su rostro melancólico. Se frotó los párpados con los nudillos de las manos, como si despertara de un sueño en el que soñaba que alguien cantaba, se apartó el mechón de pelo de la frente, y miró a su alrededor para buscar quién era el que tenía semejante atrevimiento.

–¿Quién se atreve a entorpecer mi momento de tristeza? –gritó como un energúmeno el rey Franfucho.

En el pueblo, no muy lejos del palacio, en una calle sin nombre, había una casa donde vivía una buena anciana de pelo blanco con su nieta Isabella, una niña de doce años. Al lado de la casa había un corral donde guardaban una vaca negra y tres corderos cubiertos de preciosa lana dorada. Estos animales eran con lo único que contaban para vivir la abuela y su nieta. Todos los días, la abuela formaba gruesas madejas de lana con los vellones de las ovejas, mientras Isabella buscaba pasto y ordeñaba la vaca. Por las noches, sentada en una mecedora, al lado del hogar encendido, la abuela le contaba a Isabella, mientras devanaba las madejas de lana, algunos cuentos de antes, historias que parecían de mentira, cuando la gente del pueblo era feliz. La abuela sabía muchas historias porque era la persona más vieja de toda la comarca y también porque había aprendido a leer hacía mucho tiempo, cuando en el reino enseñaban a leer y había bibliotecas. Entonces había leído infinidad de libros. Además, tenía una memoria prodigiosa y contaba muy bien todos los cuentos. Por supuesto que todas las historias a las que hacía referencia habían ocurrido hacía mucho tiempo, cuando ni Isabella ni el mismo rey Franfucho habían nacido.

–Eran otros tiempos –decía la abuela con su sabia sencillez–. Pero después que este rey Franfucho fue coronado, todo cambió para siempre.

La abuela quería decir que en tiempos del rey Francucho, incluso en los del rey Fransucho, abuelo y padre del rey Franfucho, todo iba mejor, que era un reino casi perfecto, y decía "casi perfecto", porque lo único verdaderamente perfecto es lo hecho por el Supremo Creador, es decir, la naturaleza misma. Todas las demás cosas del mundo, fábricas o artilugios del hombre, están llenas de imperfecciones.

Y justamente esto fue lo que perturbó la mente del desdichado rey Franfucho, quien apenas fue coronado como soberano del gran reino, descubrió que su reino no era tan perfecto como desde niño había oído decir a su padre, el rey Fransucho, a su madre Ingenucha, a los nobles de la corte, hombres y mujeres, y, por supuesto, a todos los sirvientes del palacio que afirmaban o negaban lo mismo que decía la corte en general, que era lo dicho por el rey en particular.

Después que la anciana le narraba a Isabella algunas historias del reino y también de otros mundos, antes de que la niña fuera a acostarse, le cantaba con tenue voz melancólica viejas canciones que ya todos los habitantes habían olvidado, antiguas canciones de hermosas letras y memorables melodías. Luego, Isabella subía a un pequeño granero en la parte superior de la casa, se acostaba sobre los tibios granos y, a través de un ventanuco, se dedicaba a mirar el maravilloso cielo estrellado, la infinidad de constelaciones bajo las cuales se encontraba ella en el reino de Franfucho, que no era más que un pequeño rincón insignificante en el mundo, el cual, al mismo tiempo, era una brizna de paja en el complejo universo creado por el Ser Supremo.

Como admiraba la estupenda memoria de la anciana y deseaba algún día poder contar aquellas mismas historias, al cabo de un rato Isabella se ponía a repasar los cuentos de la abuela.

Recordaba entonces la leyenda del Minotauro, un monstruo mitad hombre y mitad toro; el cuento de Icaro, el hombre volador; el cuento de la guerra por una bella mujer llamada Helena; los cuentos del viajero Ulises y de otro aventurero de nombre Simbad; la historia de los Siete Sabios de Grecia y la de la biblioteca de Alejandría; la historia del hombre que midió el tamaño de la tierra; la historia del hereje de Amarna; las historias de Krishna (de la ciudad de las cien puertas, doce palacios y diez pagodas), de Osiris (el resucitado de Egipto), de Buda (el hijo de un rey y una esposa virgen, que obró prodigios, aplastó la serpiente y predicó los misterios de la unidad divina), de Mitra (el que nació de una roca a orillas de un río y bajo el ramaje de un árbol sagrado) de Jesús de Galilea (que predicó en tierras del Sinaí, murió en la cruz y al tercer día resucitó) y del profeta Mahoma; el cuento de Don Quijote; la historia de un hombre que le cayó una manzana en la cabeza; el cuento de un caballero con una nariz muy grande; la historia de un pintor que inventaba máquinas increíbles; la leyenda del santo de Asís y el lobo que aterrorizaba a los habitantes de Gubbio; el cuento del pequeño imperio de Lilliput y el de Alicia y la Reina de Corazones; la historia de Cristóbal Colón y las tres carabelas; la leyenda de la serpiente emplumada; la leyenda del cacique que se vestía de oro; el cuento de Florentino y el diablo; el cuento del hombre que se quedó dormido y cuando despertó había pasado cien años; y así recordaba muchas otras historias y otros tantos cuentos más...

Por la manera como iba recordando cada una de las historias, con metódica eficacia y sin el menor titubeo, se podía inferir que Isabella poseía la misma fecunda memoria que su abuela. Luego de realizar la enumeración, repasando rápidamente cada cuento, comenzaba a cantar las antiguas canciones que le cantaba la anciana, lo cual hacía de pie, frente al ventanuco del estrecho granero, de manera que la gente del pueblo esperaba este momento para irse a dormir, arrullados por la voz de Isabella, que era melodiosa y aterciopelada. Sin habérselo propuesto, la pequeña Isabella había ido educando una voz muy limpia, abemolada, con un timbre irreprochable.

Frente al ventanuco, ante el cielo estrellado, cantaba una, dos, tres y hasta cuatro canciones todas las noches, y como dulces ondas sonoras, su canto se dilataba por todo el pueblo, sobre los techos de las casas, se introducía por las ventanas, giraba en torno de la cúpula del templo, bailaba alrededor de la alta estatua del anterior rey Francucho, se filtraba entre las ramas de los verdes pinos y levemente se apagaba en los firmes muros del palacio de Franfucho.

Esa noche en que el rey Franfucho estaba en su momento de aflicción, con la expresión taciturna y los brazos cruzados alrededor de la cintura, le llegó de pronto a sus oídos el delicado, sublime canto de Isabella y una horrible mueca cubrió su rostro. Después que gritó indignado quién se atrevía a entorpecer su estado de tristeza, se levantó del trono, acomodándose la corona que se le había ladeado, y miró a todos los presentes, visiblemente irritado. Todos se miraron entre sí, buscando a su vez entre ellos quién podía ser el causante de la ira de su majestad. Por lo visto, ningún miembro de la familia ni del séquito del rey Franfucho era culpable de tan enorme ofensa a la dignidad real y tampoco ninguno de los muchos habitantes del palacio. Entonces, ¿quién podía molestar el postrado sentimiento del rey Franfucho?

–¡Habrase visto semejante desfachatez! –gritó enfurecido el rey Franfucho, mientras sostenía con una mano la corona y caminaba desgarbilado de un lado para otro sobre el piso ajedrezado–. ¡El peor castigo será sólo el destierro!

Por fin, a alguien se le ocurrió mirar a través de una de las grandes ventanas abiertas del gran salón del trono y señaló con un dedo hacia el pueblo.

–¿Cómo? –preguntó el rey Franfucho-. ¡No puede ser posible!

Y con una mano en la corona y con la otra recogiendo el pesado manto que le llegaba hasta el suelo, corrió hasta la ventana y sacó la cabeza para oír mejor. Y efectivamente, de lejos le llegó el canto arrullador de Isabella. En ese momento cantaba una hermosa balada de los tiempos del rey Fransucho, en la cual se contaba la felicidad de aquella época pasada del reino, donde todo el mundo vivía alegre, estupendos caminos cruzaban todo el territorio, contaban con mucha comida, con escuelas, con hospitales, con manufacturas diversas, molinos harineros y toda clase de talleres y telares.

–Quiero saber quién es –gritó el rey Franfucho metiendo la cabeza, y ordenó-: ¡Inmediatamente!

Sin pérdida de tiempo enviaron a unos soldados para que recorrieran el pueblo y sin excusas de ninguna índole dieran esa misma noche con el culpable. El rey Franfucho y toda la corte en general esperaron ansiosos el regreso de los soldados, pero el tiempo pasó, Isabella dejó de cantar, la luna brillante se colocó en lo alto, el reloj dio las doce, la lechuza de la torre del templo emitió su graznido de medianoche y los hombres de la guardia que habían salido a buscar a Isabella no volvieron. Esa noche el rey Franfucho no pudo dormir y su tristeza se hizo más patente, se volvió un diluvio en pena, mientras los cortesanos lo observaban y bostezaban cansados. De manera que debieron esperar hasta la siguiente noche, cuando Isabella volvió a cantar y de nuevo enviaron una partida a buscar a la desconocida transgresora. Y así lo hicieron, una y otra vez, pero volvía a ocurrir lo mismo, porque los hombres no regresaban. Cada noche, para calmar los nervios del rey Franfucho que estaba en un estado lamentable, organizaban otra misión y nada. Nadie sabía qué pasaba, por qué los soldados no regresaban.

Lo que pasaba era muy sencillo: que los soldados llegaban hasta la casa donde vivían la anciana y la niña, se detenían bajo el ventanuco del granero, en un gran descampado frente a la vivienda, y se quedaban ahí, quietos, embelesados con el canto de Isabella.

Como por arte de magia olvidaban la misión que se les había encomendado y ya no querían regresar al palacio del rey Franfucho, donde se vivía sin satisfacción y de quien se murmuraban muchas cosas, especialmente que era un rey tonto, que estaba completamente loco, porque después de permanecer triste durante un tiempo, se reía de sí mismo por haber estado triste sin ninguna razón, como se ríe el espantapájaros de su graciosa ridiculez. Por lo tanto, acompañados por mucha gente del pueblo, los soldados prefirieron quedarse bajo el ventanuco del granero, oyendo las canciones de Isabella, y levantaron tiendas frente a la casa y allí cocinaban y dormían.

En el palacio, mientras tanto, la situación se había vuelto francamente insoportable. El rey Franfucho, con su aire fosco, los ojos más abiertos que nunca y fuertes ojeras, se mordía los dedos, no comía, su tez pálida se volvía amarilla y no podía oír el más mínimo ruido, porque saltaba de espanto, como un niño, sin poder evitarlo. Todos debían permanecer en absoluto silencio, en el absurdo mutismo, y así debían esperar la llegada de la noche, cuando ponían sus oídos atentos a la ventana, a ver si de nuevo se producía el canto, que nadie sabía de quién era.

Y la décima noche Isabella comenzó a cantar como de costumbre. El rey Franfucho levantó la cabeza con una expresión de espanto, los ojos enormemente abiertos, mientras los palatinos temblaban de miedo, porque no sabían qué iba a hacer ahora el enajenado señor. El rey Franfucho se levantó del trono y comenzó a caminar con la característica fatuidad de los locos, llamando a gritos a su gente de la casa real. Llamó primero al mayordomo mayor o senescal, al canciller, al guarda mayor del cuerpo real, al contralor, al fiscal real, al general de palacio, al maestre de hostal, al aposentador mayor de palacio, al chambelán, al primer caballerizo del rey, al palafrenero mayor, al guardadamas, al ujier de armas, al alférez mayor del pendón de la divisa, al guardajoyas y al ballestero mayor. Una vez que todos éstos estuvieron parados a su alrededor, con la respiración retenida, temblando como pichones empapados, el rey Franfucho, como un energúmeno, comenzó a llamar al menino, al bracero, al sobrellave, al camarero, al repostero, al joyelero, al despensero, al trinchante, al coquinario, al limosnero, al regalero, al escudero de a pie, al capellán de honor, al protomédico y a la azafata.

Todos acudieron presurosos al llamado del rey Franfucho y en silencio esperaron las reales órdenes, pensando que el rey se molestaba demasiado por un simple canto que apenas traspasaba los muros del palacio. Pero no era el simple canto, no, lo que molestaba tanto al rey Franfucho. Eran también las letras de las canciones, en las cuales se contaban cosas que no eran de su agrado, porque en su reino ya no existía la felicidad, el esplendor y la hermosura de antes. Además, esa especial noche, después que terminó de cantar Isabella, casi todo el pueblo y los soldados reunidos en el descampado comenzaron a cantar a coro las mismas canciones que les enseñaba la niña, y ya esto fue la gota que derramó el vaso.

Con la expresión vaga y la respiración agitada, fueron siglos los segundos que así transcurrieron antes que el rey hablara:

–¡Mayordomo! –gritó el rey Franfucho, con la expresión de un animal acorralado, y el primero de palacio dio un paso adelante-. ¡Mis reales armas!

El mayordomo había sido en otros tiempos un hombre admirado por su equilibrio y sano juicio, pero desde que estaba al servicio del rey Franfucho, contagiado con sus cambios cíclicos, loqueaba igual que él y era errático en su discernimiento. El mayordomo se apresuró a colocarle al rey Franfucho una pesada armadura alrededor de su pecho.

–¡General! –gritó ahora el rey Franfucho.

El general dio un paso adelante y le hizo un saludo militar.

–¡El plan de defensa! –ordenó el rey Franfucho, que estaba blanco como una vela, con una mueca burlona de lúcida locura.

El general salió a toda prisa para disponer el plan de defensa que el rey Franfucho y el mismo habían ideado en caso de un hipotético levantamiento popular. Antes que todo, debían detener a la niña, porque a todas estas, ya se sabía que de Isabella era la voz primera que había encendido la mecha, la Voz de la Conciencia, como la llamaban a ella entre la gente del pueblo. Segundo, debían dispersar a los seguidores, que ya eran muchísimos los que se atrevían a importunar al atormentado rey Franfucho, ahora cantando día y noche las canciones que le eran hostiles por su contenido inspirador y, por lo tanto, peligroso.

De nada sirvió que sacaran a las calles del pueblo amedrentadores pelotones de soldados, porque en vez de reprimir a los habitantes que ponían toda el alma cuando cantaban, un vertiginoso entusiasmo los embargaba, abandonaban las armas y se unían a todos, por lo que el pueblo cantaba con más fervor que nunca. Así, pues, jornada tras jornada, muchos oficiales y soldados cedieron ante las maravillosas avanzadas de voces cantoras y se unieron a los coros incesantes que pululaban ya por todas partes.

Llegó un momento en que el rey Franfucho no dejó salir a nadie más del palacio, por temor a quedarse completamente solo, aunque muchos cortesanos, aprovechando los momentos de confusión, habían abandonado el salón del trono y aguardaban una oportunidad para huir sin ser vistos. Por lo tanto, ya quedaban pocos súbditos en palacio y el rey Franfucho estaba cometiendo más disparates que nunca, lanzando miradas hostiles a diestra y siniestra, porque no dejaba de pensar en los posibles traidores que le rodeaban.

Mientras tanto, el pueblo cantarín seguía cantando y había rodeado los grandes muros del palacio sin dejar de cantar. Y todos, sin excepción, cantaban día y noche las canciones de la época feliz, cuando todos los habitantes del reino eran felices, cuando no había lugar para la tristeza, cuando todos los niños acudían a las escuelas, los jóvenes a las universidades, los hombres y las mujeres a sus trabajos, los artistas se dedicaban por entero a sus artes, los viejos se instalaban en sus cómodas poltronas a leer y a descansar y el rey y los ministros trabajaban para que en el reino no faltara absolutamente nada. Al frente de la muchedumbre estaba Isabella, cuya voz se oía diáfanamente por encima del coro multitudinario.

Entonces ocurrió que el tonto rey Franfucho, que en momentos de lucidez se reía de sí mismo por ser tan soberanamente tonto, tuvo la insólita ocurrencia de sacar la cabeza para oír mejor lo que decían las canciones, y fue como si de pronto hubiera recibido un baño de cordura, memoria y modestia, porque sin querer comenzó a cantar también, lo que inmediatamente hicieron todos los miembros de la familia real y del séquito que quedaban en el gran salón del trono. Lleno de contento, ordenó iluminar el palacio y abrir sus puertas, y, siempre cantando, llamó a Isabella para que cantara con él las canciones que había olvidado.

Fue así como finalmente entendió el rey Franfucho, que era tonto pero no tan tonto, las sugerencias que le hacía el pueblo a través de las canciones, y siguiendo los fáciles consejos, comenzó a gobernar con alegría, ordenando aperturas de escuelas y decretando leyes que redundaran en beneficio de todos los súbditos del reino, quienes pudieron, esa Navidad, celebrar con gran esparcimiento y optimismo la noche del advenimiento del Supremo.

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