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lunes, 27 de abril de 2020

LA COMIDA DE LA ABUELA – Armando José Sequera

Armando José Sequera (foto en blanco y negro)
La crónica que leerán a continuación pertenece a un escritor cuya obra supera los 70 libros publicados y varias decenas de reconocimientos: el venezolano Armando José Sequera. El libro en el que está incluida, todavía inédito, se titula Crónicas de la demencia cotidiana, y fue el ganador del Premio Nacional de Literatura Stefania Mosca, en su edición de 2019. Tuve la oportunidad de leerla –y a todo el libro- hace algunas semanas, gracias a la generosidad de Armando, quien me envió el libro vía correo electrónico, y hoy me complace enormemente publicarla porque es una muestra más de la maestría de un autor al que admiro y quiero muchísimo.

Crónica que se publica íntegramente, con la autorización de Armando José Sequera.





LA COMIDA DE LA ABUELA


Hace algunos años, en 2005, me hallaba en Maturín, la capital del estado Monagas, llevado allí por la editorial de la mayoría de mis libros, para hablar en seis colegios, precisamente sobre ellos.

Mi estancia en la ciudad debió ser de cuatro noches y tres días pero, por un error de la persona que gestionó el hotel, solo tuve habitación la noche de mi llegada y las dos siguientes. Por eso, luego de salir del último de los colegios visitados, al inicio de la tarde del tercer día, me encontré prácticamente en la calle.

En la recepción del hotel me esperaba mi maletín, en posición de firmes, ajeno a ese extraño destierro al que me veía sometido. Era viernes y mi vuelo de retorno a Caracas estaba previsto para el sábado a media mañana.

Muy avergonzada, la promotora de la editorial en dicho estado intentó en principio cambiar mi vuelo para esa tarde, pero ninguna de las dos líneas aéreas que viajaban a Maturín tenía cupo. Ni siquiera le ofrecieron la ilusión de la lista de espera.

Tampoco consiguió que me restituyeran a la habitación donde había dormido las últimas tres noches, dado que todo el hotel estaba reservado para atletas –y sus familiares–, que participarían en unos juegos no recuerdo si nacionales o regionales.

Al salir, pasamos por más de diez hoteles, antes de conseguir otra habitación. Todos estaban igualmente reservados para los deportistas. Al fin, hallamos uno en las afueras.

Esto solo resolvió el problema de manera parcial pues, como el restaurante del hotel estaba cerrado por reparaciones, tanto el almuerzo y la cena de ese día, así como el desayuno del siguiente, tendría que hacerlos fuera de allí.

En cuanto a los pagos, tanto de la habitación como de las comidas, los cubriría la promotora y luego se los restituiría la editorial. Lo problemático eran los traslados, debido a que, si bien ella ofreció llevarme a restaurantes en las tres ocasiones, yo sabía que tenía dos niñas, la más pequeña nacida apenas cinco o seis meses atrás y en ese momento afectada por un virus.

Le dije que no se preocupara por mí, que me las arreglaría, y que los traslados los haría en autobús, ya que conocía la ciudad. Esto era cierto porque, a comienzos de los años Setenta del siglo XX, tuve allí una novia a la que visitaba una o dos veces al mes.

Convinimos en que ella solo me buscaría al día siguiente, para llevarme al aeropuerto.

Por supuesto, Maturín había cambiado mucho en los últimos treinta años, pero no tanto como para perderme en sus calles. Poco después de que ella me dejara en el hotel, salí y tomé un autobús que iba en dirección al centro. Bajé cerca de la catedral.

Mientras caminaba, iba viendo dónde podría almorzar. Por ser vegetariano no debía meterme en cualquier lugar sino en uno donde pudiera encontrar qué comer. No soy vegano ni macrobiótico, por lo que consideraba que mis opciones de comer bien eran altas.

Tras caminar durante cerca de media hora, di en una esquina con el que me pareció el lugar perfecto: un comedero en una avenida ancha, con un letrero enorme auspiciado por la Pepsi Cola que decía:

LA COMIDA DE LA ABUELA
Coma como en su casa

Eran más de las tres y media de la tarde pero, como el local estaba abierto, entré.

Las cuatro mesas del lugar se hallaban vacías. Sin embargo, el suelo de cemento rojo estaba suficientemente gastado como para comprender que allí entraban muchas personas, lo cual era una excelente señal. Todo en el salón, aunque humilde, estaba muy limpio.

Me salió al paso una señora de unos sesenta y tantos años, con el cabello totalmente blanco y recogido en un moño.

Le expuse mi necesidad y al instante me dijo que no me preocupara, que ella sabía de vegetarianismo porque –cito–, mi hija pequeña también me salió anormal.

Me senté ante la mesa que se hallaba junto a la ventana mayor. Ésta daba a la avenida. Otra ventana, más pequeña, mostraba el comienzo de la calle lateral.

La mesa estaba cubierta por un mantel tradicional de rayas rojas y blancas entrecruzadas. Sobre éste se encontraban un servilletero pequeño de aluminio, un salero de vidrio con cubierta agujereada metálica, un dispensador de vinagre y aceite comestible, compuesto por una base y un mástil de aluminio, y dos pequeñas jarras de vidrio, a medio llenar.

Las paredes del comedero mostraban varios cuadros con imágenes playeras al óleo, en una de las cuales tres niños desnudos jugaban con las olas. Un plagio o un homenaje –vaya usted a saber–, de “Niños en la playa” de Joaquín Sorolla, pintado por éste en 1910.

Esperé más de veinte minutos. Veinticinco tal vez. Me distraje leyendo El Diario de Oriente de ese día, que la señora me entregó antes de internarse en la cocina.

Salió de ella para colocar un plato vacío con cubiertos delante de mí, estos últimos envueltos en una servilleta blanca. En otro viaje trajo un vaso de vidrio y una jarra de jugo de lechosa.

Luego se presentó con dos bandejas contentivas de puré de papas, tajadas de plátano frito, ensalada mixta (tomate, lechuga y pepino) con aguacate, caraotas, arroz blanco y media docena de rebanadas de queso blanco. Las cantidades me parecieron exageradas. No parecían para ser consumidas por una sola persona, sino por una familia recién rescatada tras perderse una semana en la selva.

Comí, comí y seguí comiendo por lo que para mí fue mucho tiempo. Tenía hambre y creí que mi voracidad lo demostraba.

Sin embargo, cuando depuse el cuchillo y el tenedor, cruzándolos sobre el plato, como en una rendición, la señora se transformó en la Abuela.

–¡Mi’jo, pero no ha comido nada!

–¡Claro que sí –respondí, señalando las bandejas–, mire todo…!

No seguí alegando pues las bandejas, aunque parecían minas a cielo abierto, aún conservaban el rango de pequeñas montañas.

–¡Ya vi! –apuntó la abuela–.¡Tiene que comer. De aquí no sale nadie si no se ha comido todo lo que yo, con tanto gusto, le preparo!

–Pero, ya estoy lleno.

–¿Cómo va a estar lleno, si apenas ha comido?

–¡Estoy que reviento! ¡Todo estaba muy sabroso!

–¡Estaba no, está! ¡Me hace el favor y se come todo! ¡Tiene que dejar el plato limpiecito, como acabadito de lavar!

Aunque sentía que mi estómago no daba más, tomé otra tajada de plátano y la mordisqueé lentamente, al tiempo que intentaba, sin éxito, producir una sonrisa.

–¿Le sirvo un poquito más de caraotas y arroz?

–Está bien –balbuceé.

Nuestros conceptos de poquito diferían bastante. Sirvió dos porciones de cada alimento, como si pensara alimentar a un par de huérfanos recién llegados a un hospicio.

–Eso es mucho –señalé.

–¿Qué va a ser mucho si Raimundo, mi nieto que apenas tiene dos años, se come eso y repite?

Rumié la comida con tanta lentitud que cada bocado llegaba a mis labios más frío. Lo que unos minutos atrás me había parecido delicioso, ahora me resultaba torturante.

–¡No ponga esa cara, que no se está tomando un veneno!

Traté de sonreír por segunda vez, pero los músculos que posibilitan ese gesto se acababan de declarar en huelga.

–¡Siga comiendo, no me haga ningún desprecio!

–¡No la estoy despreciando!

–¡Vamos, coma más y hable menos!

La abuela se había sentado a mi lado y me aupaba a comer, asiéndome por el antebrazo derecho e impulsándolo en dirección a mi boca, cada vez que alzaba el tenedor.

–Beba ahora un poquito de jugo para que baje lo que se ha comido –puntualizó, mientras me entregaba el vaso lleno por tercera vez.

Después de ingerir dos tragos, volví a cruzar los cubiertos sobre el plato y entonces ella tomó el tenedor y con él algo de arroz y otro poco de caraotas:

–A ver, mi niño, cómase este bocadito… Abra la boquita,, no sea malcriado… ¡Abra la boquita, le digo…!

La abrí.

No sé cuántos bocados tragué así, pero hubo un momento en que me sentí groggy, como si hubiese estado en un ring de boxeo y varios peleadores hubiesen practicado sus mejores golpes en mí.

La abuela, sin embargo, no cejaba en su deseo de alimentarme.

–¡Abra la boquita, mi niño, que aquí viene el avioncito…! ¡Brrrrrruuuuuummmmmm! ¡Así me gusta! ¡Ahora el trencito...!

Recuerdo haber adelantado mis brazos hacia la abuela, pero ella me los bajó de un manotón y tomó nuevas porciones, ya no de arroz y caraotas, sino de puré de papas, lechugas y tomates. Mientras yo masticaba, ella permanecía con el tenedor levantado a la altura de mis labios.

–¡Yo no sé cómo mi niño ha llegado a la edad que tiene, si no le gusta comer! ¡Vamos, abra otra vez la boquita…!

Ahora, cada vez que llevaba el tenedor a mi rostro, golpeaba suavemente mis labios en dos ocasiones, al tiempo que decía:

–¡Tun, tun! ¡Abran la puerta, que es gente de paz!

–¡Tun, tun! ¡Abran que llegó la comida!

–Tun tun! ¡Hora de comer! ¡Vengan todos los dienticos a comer!

En cierto momento, indiqué que ya la comida estaba fría:

–¡Si quiere, se le caliento otra vez, pero después se la come todita!

Dije que sí, tramando dejar el pago sobre la mesa e irme, de ser posible a la carrera, pero la Abuela también pensó en eso.

–¡Venga conmigo a la cocina! ¡De aquí no se me va hasta que haya dejado los platos como si los hubiera lamido un perro!

Me estaba incorporando, con mi sistema digestivo próximo al vómito volcánico, cuando al lugar entró una mujer de unos treinta años.

–¿Qué haces, mamá?

–¡Es que el señor es de mal comer! ¡Mira todo lo que le preparé y lo poquito que ha comido!

–¡Usted es vegetariano? –me preguntó.

Moví la cabeza afirmativamente.

Supe que ésta era la hija anormal como yo. Gracias a su divina intervención, creo que estoy vivo.

–¿Y lo está obligando a comerse todo?

Otra afirmación de cabeza.

–¡Mamá, no puedes hacer eso a cada rato! ¡Si la gente quiere dejar comida, que la deje!

Luego, dirigiéndose a mí:

–Yo vivo diciéndole que sirva raciones más pequeñas, pero nunca me hace caso: ella piensa que todo el mundo es como mi abuelo, que en paz descanse, que no comía en platos sino en bandejas, y aún así quedaba con hambre!

Mientras escuchaba hablar a su hija, la abuela tomó las dos bandejas, molesta, y se adentró con ellas en la cocina.

Mi salvadora ofreció llevarme en su carro al hotel, cuando vio que yo no estaba en condiciones ni siquiera de salir a la calle a esperar un taxi. Al subir a su auto, me vi en el espejo tras el protector de sol del puesto del pasajero. Estaba al borde del nock-out. Dos o tres granos más de arroz, otro bocado de puré de papas o una última hoja de lechuga me habrían conducido a un shock anafiláctico.

La mujer a la que debía mi vida se desbordó en disculpas por el comportamiento de su madre. Cuando le señalé que me había ido sin pagar, me dijo que no me preocupara, que ya lo había pagado entreteniendo a su mamá.

–La pobre se sentía tan sola, después que murió papá, que entre mi hermana y yo le montamos ese negocio. La casa es de mi cuñado, que nos la alquila por casi nada, un precio simbólico. Como se habrá dado cuenta, mamá cocina muy rico y el comedor se llena al mediodía. Después de las dos, mamá no tiene nada qué hacer, pero se queda por si llega alguien hambriento, así como hoy llegó usted.

Esto último formó en mi mente la imagen de una araña que, al fondo de su tela, aguarda sus presas, pero no para comerlas sino para alimentarlas.

Cuando estuvimos a poco más de cien metros de donde me llevaba, me dejó, alegando que era una mujer decente y no podía permitirse que la vieran llegar a un hotel conmigo.

Nos despedimos con un abrazo como de viejos amigos y, mientras el carro se alejaba, la vi mirarme por el espejo a su izquierda, como quien lamenta dejar en el pasado a alguien que hubiera querido para su futuro.

Esa noche, por supuesto, no cené, y al día siguiente, en el aeropuerto, apenas bebí un vaso de jugo de naranja como desayuno.

Ahora, mientras escribía, se hizo la hora de almorzar y no he podido hacerlo.

3 comentarios:

  1. Las crónicas de Armando son lo máximo!

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  2. Excelente. Admiración para A. J. Sequera. Mucho humor, muy natural y nada rebuscado y aunque suena a broma, es totalmente creíble. Ja ja.

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  3. Más que humor...Esta crónica rebosa de ternura. Mágnífica.

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