Clemente Palma Ramírez (Lima, 1872-1946). Periodista, político y escritor peruano. Fue curador de la Biblioteca Nacional de Perú (1892-1901, 1905-1911), ocupó el cargo de cónsul de Perú en Barcelona, dirigió las revistas El Iris (1904), Prisma (1906-1908) y Variedades (1908-1931); fue diputado por la provincia de Lima (1919-1930) y miembro de la Academia Peruana de la Lengua. Entre sus publicaciones destacan Excursión literaria (artículos periodísticos, 1895); Cuentos malévolos (1904) –volumen al que pertenece el texto que encontrarán seguidamente-; Mors ex vita (novela corta, 1923); Historietas malignas (cuentos y novela corta, 1925); XYZ (novela, 1935); y Crónicas político-doméstico-taurinas (1938).
PARÁBOLA
Mi tío, el prior de los Camaldulenses, era hombre de muy buen humor, a pesar de vivir entregado a la lectura de viejas hagiografías, vetustos cronicones y apergaminados infolios, de los que sacaba datos para la historia de la Orden, que, desde hacía mucho tiempo, estaba escribiendo. Yo pasaba entonces por una dolorosa crisis moral, debida no sé si a la seriedad con que tomé ciertas lecturas filosóficas, o al pesar que me produjo la muerte de mi Susana, una novia un poco diabólica que tuve, y a la que, probablemente por eso, amé con pasión. Lo cierto es que tuve una racha de misticismo y acudí en confesión donde mi buen tío, quien, con gran afabilidad, descargó mi conciencia del peso de algunos miles de gordos pecados, cometidos durante muchos años de descreimiento e impiedades. No se contentó mi buen tío con este aseo de mi alma, sino que, comprendiendo que mi estado moral y nervioso me ponían en peligro de caer en uno de estos dos abismos: la locura o el suicidio, me llevó al convento a fin de que las lecturas piadosas, la meditación y la paz de la celda contribuyeran a devolverme la paz del espíritu. En un principio la tranquilidad conventual me permitió concentrarme, y fueron más agudos mis dolores y más mortificantes mis recuerdos y meditaciones. Pero, poco a poco, la paz exterior fue invadiendo mi alma. Mi virtuoso tío acudía en las noches a la biblioteca del convento, en donde yo me había instalado, y entre la lectura de dos enrevesados capítulos, disertaba conmigo sobre alguna cuestión architeológica; me refería anécdotas y curiosidades históricas o me hacía alguna relación, mística con sus puntas de picardía profana. A los dos meses mi espíritu estaba ya curado y me parecían cortas las noches para escuchar la alegre charla de mi tío y sus claras y profundas disertaciones. No olvidaré decir que cada velada terminaba con una buena jícara de chocolate, como saben tomarlos los priores, toda vez que León Pinelo, teólogo y bibliófilo insigne, ha probado que el chocolate no quebranta el ayuno prescrito por el ritual para la Consagración. Después, mi tío se iba a maitines.
Sin embargo de que no me quedaba de Susana sino un recuerdo melancólico de sus malignidades y de su amor extraño; sin embargo de que de mis negras meditaciones filosóficas sólo conservaba un dejo ligeramente amargo, tenía a veces mis recrudescencias por obra y gracia de la luna o de mi crónica dispepsia. Una noche me puse a porfiar a mi tío que Leibnitz había sido un solemne bellaco, al asegurar que este mundo era el mejor de los mundos posibles. En mi concepto, Dios era un tirano cruel, que se complacía en las angustias de los hombres, y cualquier pelagatos que hubiera asesorado a Dios, le habría hecho indicaciones acertadas para hacer un mundo mejor. Entonces mi tío, después de sermonearme de lo lindo, llamarme sandio y desahogarse contra el siglo, los filósofos y darle la gran tostada al archihereje Voltaire, me refirió la siguiente parábola:
Después de diez y nueve siglos de redención, tuvo el Salvador la peregrina ocurrencia de dar un paseo por la tierra, con el objeto de ver en qué estado se encontraba el mundo bajo el imperio de las caritativas doctrinas que él había predicado, y de las que la Iglesia había quedado depositaria. Como era natural, había traído Jesús plenos poderes de su Padre para hacer y deshacer, y hasta para repetir, si lo creía conveniente, la tragedia del Calvario. Jesús encontró esta tierra más pervertida y malvada que antes; sin gran trabajo habría encontrado muchos Judas que le vendieran y Pilatos que le condenaran de nuevo. Inmensa pena tuvo el buen Jesús al ver que su sacrificio había sido inútil. Pero comprendió que gran parte de la culpa de ese desastre moral y del fracaso de la buena nueva se debía, ya a la solapada intoxicación de las almas, realizada por unos malos hombres llamados filósofos, ya a la errónea manera como habían popularizado sus doctrinas de fe, de piedad y de consuelo algunos de los encargados de la propaganda evangélica. (Debo decirte que los Camaldulenses no estaban comprendidos entre éstos). En cierto modo, los hombres eran inculpables, y por eso el corazón de Jesús se llenó de amargo desconsuelo y tierna compasión; y ni un momento fulguraron sus ojos azules un destello de cólera o despecho. ¡Qué hacer! Nada; dejar que el mundo siguiera rodando y el demonio engulléndose las almas a más y mejor. No había remedio. Y dos lágrimas fueron a perderse entre los rizos de su barba castaña.
Jesús comenzó a ascender una montaña para lanzarse al cielo desde la cumbre, cuando encontró a un viejo ermitaño que recogía hierbas medicinales. El viejo, a pesar de sus setenta y ocho años, tenía muy buena vista, y se fijó en que las manos de ese joven estaban perforadas y en que algo como un nimbo de luz muy tenue circundaba su cabeza. Inmediatamente corrió, dejando su atado de hierbas sobre una roca, alcanzó al Salvador y se echó a sus pies derramando abundantes lágrimas.
—¡Ah, mi buen viejo, me has reconocido! —le dijo Jesús levantándole afablemente—. ¿Qué gracia quieres que te haga?
—Para mí ninguna, Señor, pero sí para la humanidad.
—Bien quisiera yo llevarme a la humanidad al cielo, pero no es posible, anciano… Están muy malogrados los hombres y me convertirían el cielo en un infierno.
—¡Oh, Señor! —siguió el anciano con candorosa ingenuidad—, la humanidad ha sufrido mucho por el pecado del primer hombre, que dio entrada al infortunio sobre la tierra. Si volvieras a ella tu mirada de perdón, volvería la felicidad a acariciar las almas; la fe y la ventura correrían como un río apacible por las conciencias, y se apaciguaría para siempre, al soplo de tu infinita misericordia, la tormenta espantosa en que tantos hijos tuyos sucumben y se hunden por una eternidad en los abismos del infierno.
—¡Pobre anciano! Eres el portador de las angustias humanas, de los arrepentimientos tardíos y de las plegarias de los desdichados… Pero ¿no sabes acaso que el mal y el dolor son floraciones inevitables del pecado?
—¡Oh, Señor!, pero tú podrías cegar una de las muchas fuentes del pecado.
Jesús no respondió. El viejo era testarudo y siguió exigiendo:
—Si suprimieras la enfermedad, Señor… la enfermedad engendra la desesperación, Señor, y ella es el asidero del demonio para conducir a las almas a su horrible imperio.
—Bien, compasivo anciano; voy a complacerte: desde hoy no habrá enfermedades. Dentro de algún tiempo nos veremos en este mismo lugar y me referirás cómo le va a la humanidad gozando de salud.
El cuerpo de Jesús se deshizo como un jirón de niebla súbitamente besado por un rayo de sol canicular, quedando en el espacio que ocupó su cuerpo un perfume superior al de todas las florestas. Desde ese día sanaron los enfermos de todos los hospitales, como por ensalmo; las heridas cerraron inmediatamente; los médicos y boticarios se dedicaron a otras profesiones, y las Facultades de Medicina de todos los países se clausuraron por inútiles. La enfermedad llegó a ser una tradición, y la terapéutica se convirtió en un estudio de mera erudición, como el viejo sánscrito. La gente se moría dulcemente al llegar a los noventa años. Pero el número de condenados no disminuyó.
Al cabo de algún tiempo volvieron a encontrarse Jesús y el ermitaño.
—¿Y bien, buen anciano? —interrogó el Salvador con sonrisa enigmática, que iluminó su rostro melancólico con fulgores de bondadosa picardía.
—¡Oh, Señor!, los hombres se condenan lo mismo que antes, pero yo sé por qué es: por la miseria, Señor; por la miseria se desesperan y condenan. Suprime la miseria, Jesús mío.
—Sea —contestó Jesús.
Inmediatamente se llenaron de oro las gavetas de los comerciantes quebrados, que estaban a punto de suicidarse. Los árboles hacían alarde de derrochar sus frutos, y los campos de trigo dieron abundantes cosechas. Todo el mundo tuvo con qué satisfacer ampliamente sus necesidades, y Roschildt, por un capricho de archimillonario, ofreció obsequiar con la mitad de su fortuna al que le llevara un mendigo. ¡Qué deliciosa abundancia la de la tierra! Y, sin embargo, en la teneduría del demonio la lista de ingresos permanecía inalterable.
Al año siguiente se repitió la entrevista.
—Señor, es el odio de unos hombres a otros lo que les hace infelices y les arrastra al pecado y del pecado a la condenación. Si los hombres se vincularan por una confraternidad dulce y tranquila, si se sintieran instintivamente impulsados al mutuo amor, se habría salvado la humanidad. ¡Oh, Señor, apaga con tu divino aliento la tea roja del odio, extingue la sangrienta llamarada de la guerra, y verás cómo el ángel de la felicidad cierra las puertas del infierno!
—Anciano, lo que me pides es más difícil… En fin, sea.
Desde ese día no hubo celos, porque los hombres se amaban y respetaban tanto, que no deseaban la mujer del prójimo y evitaban toda convergencia de amor. La pólvora adquirió la buena propiedad de no arder, y, por consiguiente, perdieron su objeto las fundiciones de cañones y las fábricas de armas de fuego. Las espadas y los puñales se volvieron quebradizos y se rompían al menor golpe; de modo, pues, que no habiendo ya el medio de hacer eficaz y activo un odio, éste tuvo que desaparecer, como desaparecería el sentido de la vista si desapareciera la luz. Era de verse cómo todos los hombres se hablaban y se acariciaban con sincera cordialidad. Todos los asuntos se arreglaban tan satisfactoriamente, que, cuando más, había que recurrir a los amigables componedores. Los abogados, jueces y escribanos tuvieron que dedicarse a dormir, para ocuparse en algo.
Durante varios años no volvió a aparecerse Jesús al buen ermitaño, ¿qué más podía desear éste para la humanidad? Era seguro que el demonio estaría mesándose los chamuscados cabellos y dando cornadas de impaciencia contra la puerta del infierno, puesto que era probable que nadie se condenaría. ¿Quién iba a pecar en condenarse gozando de perfecta salud, sintiendo, como inefable caricia del alma, esa fraternidad universal, y, para colmo de dichas, de despreocupación del porvenir? Había pan, amor y salud para todos, y era indudable que en esta apacible y tranquila condición la vida sería una bendición de Dios…
Pues, no, señor; a los tres años de esta vida los hombres se condenaban tanto como antes. Como nada se puede tener oculto, llegaron los hombres a saber que debían ese delicioso estado de fácil bienaventuranza a nuestro buen ermitaño, y un día enviaron delegados al anciano con una plegaria tan extraña que éste se horrorizó. Cuando estuvo solo el ermitaño se puso a llorar de vergüenza y conmiseración hacia esa humanidad tan ingrata como ingobernable, tan insaciable como loca. Esperaba con tristeza y desconsuelo el día de la entrevista con el Señor. ¡Cuál no sería su asombro al entrar un día en su gruta y ver resplandeciente el cuerpo de un tosco crucificado que había en el fondo de su alcoba de piedra! La faz del Cristo tenía una expresión de cariñosa ironía. El ermitaño cayó en tierra acongojado por la humillación y el dolor.
—¡Señor, Señor —murmuró—; muérame yo de vergüenza si volviera a interesarme por una humanidad tan ingrata e inicua; no hay salvación para los hombres: el vicio está muy arraigado en sus almas!
—¿Qué pasa, buen anciano? ¿No están contentos con la paz, la salud y la holgura?… No te desconsueles, que les concederé la nueva gracia que me pidas. Habla.
La vergüenza y sufrimiento del ermitaño crecieron.
—¡Oh, Señor!…
—Habla.
—Señor, los mortales de la tierra están desesperados con su felicidad y quieren que te dirija en su nombre esta plegaria: Señor, vuélvenos a nuestra primitiva condición de víctimas del mal y del dolor, porque ella es infinitamente preferible a esta bienaventuranza fácil, que extingue el deseo y que no es obra del esfuerzo.
—Tienen mucha razón los hombres —respondió Jesús.
Esto era tan incomprensible para el ermitaño, que si lo hubiera escuchado de otros labios que no fueran los divinos, habría pensado que oía la más espantosa herejía. No se atrevió a interrogar, pero en sus labios palpitaba la pregunta.
—¿Por qué? —prosiguió el Salvador, sonriéndose—, porque suprimiendo la enfermedad, la miseria y la lucha hemos creado, buen anciano, la inercia y el hastío; es decir, el mayor pecado y la mayor condenación.
Y nuevamente los tres suprimidos flagelos cayeron sobre la Tierra.
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