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lunes, 17 de agosto de 2020

Yalú (cuento lacandón) – Virgilio Rodríguez Macal

Virgilio Rodríguez Macal (Ciudad de Guatemala, 1916-1964). Periodista, diplomático y escritor guatemalteco. Ejerció el periodismo desde muy joven, en medios como el periódico chileno El Mercurio, o el Diario de Centro América, el cual dirigió. Fue miembro de la Sociedad de Geografía e Historia de Guatemala (1951), a la cual ingresó con el trabajo titulado Ensayos de interpretación sobre el Popol Vuh y los orígenes de la civilización maya. Como diplomático, fue Agregado Cultural y de Prensa a la Embajada de Guatemala en Argentina, y Cónsul de Guatemala en Barcelona, España. Publicó los libros La mansión del pájaro serpiente (cuentos, 1939); Sangre y clorofila (cuentos, 1948); Carazamba (novela, 1950); Guayacán (novela, 1951); Jinayá (nnovela, 1951); Negrura (novela, 1958); El mundo del misterio verde -segundo libro de La mansión del pájaro serpiente- (cuentos, 1958); y Cuatro cuentos diferentes (2018) –al cual pertenece el cuento que leerán a continuación-. Su obra literaria fue distinguida con reconocimientos tales como el Primer Premio del Certamen Literario para escritores de América auspiciado por la casa neoyorquina Farrar & Reinhart (1942), por La mansión del pájaro serpiente; Primer Lugar en los Juegos Florales Centroamericanos de Quetzaltenango en dos ocasiones, por la novela Carazamba (1950) y por la novela Jinayá (1951); el Único Premio de Novela del Certamen Centroamericano de Ciencias, Letras y Bellas Artes 15 de septiembre (1953), por la novela Guayacán; Accésit al Premio Pedro Antonio de Alarcón (1957), por la novela Guayacán; el Premio Pedro Antonio de Alarcón (1958), por la novela Negrura; y doble Primer Lugar en el Certamen Nacional de Ciencias, Letras y Bellas Artes por El mundo del misterio verde (1958) y por Cuatro cuentos diferentes (1960).



Yalú
(cuento lacandón)


Carátula de: Cuatro cuentos diferentes (Editorial Piedra Santa, Guatemala - 2018), de Virgilio Rodríguez Macal
Viene norteando con fuerza por el horizonte vegetal de la selva, y las ráfagas violentas traen encapsulado al aguacero macizo que azota con grosero estruendo de ventolera y agua, las copas de los baríes, las ceibas, las caobas, los tamarindos gigantes y los canistés, que se agitan multiplicando el ruido con el resoplar del hojaral y el golpear de su ramaje que choca entre sí en pavoroso desorden.

Hay un lamparón negruzco mutilando el esplendor azul del cielo vespertino, por allí por donde viene "el norte" galopando sobre el cabezal hirsuto de la arboleda petenera, desmadejando la quietud reinante, en un vórtice de colmena vegetal alborotada. Es solo por allí, por donde avanza a saltos el ventarrón negruzco, donde la arboleda se ha soliviantado, abandonando la modorra del ocaso que se mece bajo el celaje inmóvil.

En las ramas de un barí, que se desperezan a la repentina clarinada del viento y el aguaje, unas sombras negras se mueven lentamente abandonando las más altas ramas y formando un compacto hacinamiento de pelambres negras y lustrosas en un espacio inferior del gigantesco árbol, allí donde las grandes ramas se bifurcan formando un horquetal boscoso. Son los grandes monos saraguates que con toda parsimonia, sin gritos ni aspavientos, han abandonado un placentero sitio por otro más seguro y a cubierto... "El norte" silba sobre los peludos lomos y el agua enhebra en las puntas de las crenchas lacias, cuentas de cristal que luego se derraman como goterones de lágrimas sobre la verdosidad opaca del hojaral, que se va desmayando al presentimiento de la noche. Los monos se juntan, se apretujan unos con otros, imitando a las hojas del barí y las ramas se remecen con violencia, pero ellos permanecen muy pegados a ellas, como algo congénito, a pesar de su contraste.

El galope del viento se va silbando en la lejana techumbre de la montaña y al pasar la última ráfaga enfurecida, deja suspendida en el silencio, sobre la misma punta del barí, una gran estrella brillante y recién lavada... Vuelve el silencio del naufragio del día, que se está hundiendo irremisiblemente en la negrura a través de cien tiras de celaje al rojo vivo.

En el fondo de la selva, sobre el suelo que alcanzó a enchagüitarse con el breve, pero violento chubasco, hay una pequeña figura blanquecina que al lado de un árbol, atisba inmóvil a los monos. En la penumbra, que ya anuda sombras en las rinconadas del monte, apenas es perceptible, a no ser por el blanco camisón que le cubre el cuerpo hasta un poco arriba de las rodillas. El brillo de sus ojos es intenso y emana de la opacidad de su rostro, enmarcado en una lacia cabellera que le cae hasta los hombros. Se apoya en una cerbatana más larga que su propia estatura que, por cierto, no es mucha. Tratábase de Yalú, el muchachito huérfano de la aldea lacandona de la margen del Yochoá cristalino, que se va retozando alegremente por las húmedas montañas del Gran Chakán, hasta verterse en la opulencia bravía del Usumacinta.

La túnica de algodón de Yalú estaba empapada y por su pelo liso también resbalaba el agua del chubasco, igual que en la pelambre de los grandes monos allá en lo alto.

Yalú tenía diez años y, conforme a los cánones de su difícil existencia, era ya todo un hombre, a pesar de que su espíritu no fuera sino el de un niño; y por cierto, que el de un niño muy triste y muy soñador. Desde hacía tres años era huérfano y solo en la estrechez de aquel su inmenso mundo verde, tan hermoso y tan terrible, pero donde él no era sino un pequeñísimo ser más que deambulaba entre los millones y millones que habitan aquel laberinto tan pronto iluminado por una luz verde, cual reflejo tornasol del plumaje de las auroritas, como por parches rutilantes de oro que caen derretidos desde las hojas cuando el sol las tuesta al mediodía; o tenebroso, tétrico y sombrío en las noches sin luna o bajo el latigazo del temporal... Yalú estaba solo en la estrechez de su inmenso mundo, donde él ocupaba tan solo un pedacito de espacio, y eran sus sueños y recuerdos, los únicos que hacíanle constante compañía, produciéndole una especie de dolor dulzón en sus entrañas, como si su corazón hubiera sido herido por un dardo impregnado de miel silvestre. Y era que Yalú jamás pudo olvidar a sus padres, que habían muerto ahogados cuando su pequeño cayuco trabucó en la turbonada de un raudal del Usumacinta en pleno invierno. La pequeña tribu lacandona había recorrido durante varios días las márgenes del río con la esperanza de hallar, siquiera, los cadáveres de los padres de Yalú. Pero todo fue en vano. El gran río cerró para siempre su lápida azul y borró de la vida la alegría de Yalú, que fue desde entonces, el pequeño huérfano de la aldea.

Como en la pequeña tribu todos eran parientes, Yalú vivía en cualquier parte. Unos días dormía en el "otooch" de una familia, otros en el de la otra, trabajando con unos y otros para hacerse útil.

Todos lo compadecían, aunque en la rara forma que las razas desdichadas tienen para aquilatar el sufrimiento, demasiado corriente y demasiado constante como para causar extrañeza. Solo Lembá, el jefe y brujo del clan, conocía algo de los recónditos espacios que había en el alma de Yalú para la ensoñación. Con él conversaba el hombrecito huérfano, haciendo mil preguntas sobre cosas ocultas, sobre las cosas de la vida y de la muerte que se mantenían siempre tras la muralla sin ecos del misterio.

El jefe-brujo le explicaba a su manera muchas de esas cosas y, sobre todo, quería hacerle comprender a Yalú dónde estaban a la sazón sus padres, pues era esta la eterna obsesión del huerfanito...

¿Dónde estaba el ágil guerrero, el más diestro cazador de Quitán, el jabalí, que había sido su padre?... ¿Dónde la dulce y hacendosa madre, que le refería cosas de los animales, las estrellas y los peces, y que aromó su infancia con incienso de barro y maíz tierno?...

—Tus padres están todavía en este lado del Misterio -le decía el jefe-brujo solemnemente después de echar "pom" en la vasija sagrada- Ellos están ahora en los cuerpos negros de la gente de los árboles, los grandes monos que hacen temblar la tierra con sus roncas voces, a ciertos intervalos. Fíjate bien, pequeño Yalú, que los grandes monos rugen cada cierto tiempo, guardando silencio después. Fíjate que son quietos, parsimoniosos, a diferencia de los micos bullangueros y estúpidos. Los grandes monos rugen solo para que los dioses del agua, del cielo y de la tierra, sepan que están allí, que continúan cumpliendo su mandato. Todos los grandes monos son gente de nosotros que ha muerto de violencia o de accidentes antes de la llegada de su hora mortal natural, y allí tienen que pasar el resto de su existencia sobre la tierra, hasta morir de ancianos o de enfermedad. Por ello, el hombre natural de estas tierras, el hombre de barro, los respeta y los venera; los deja en paz para que mueran de viejos y puedan sus espíritus abandonar el cuerpo de pelambre negra y ascender a las regiones donde moran Corazón del Cielo y Maestro Gigante Relámpago, Huella de Relámpago, Esplendor de Relámpago... Si se les mata, vuelven a nacer convertidos en monos, hasta esperar que otra nueva vida acabe de manera natural.

—¿Y mis padres, sabio Lembá, están ahora en el cuerpo de los grandes monos?

—¡Sí! Allí están tus padres. Cerca de ti están, porque los espíritus de la gente encarnan entre los monos que se mantienen cerca de nuestras aldeas. Así, la manada de la gente de los árboles que mora cerca de la nuestra, está compuesta solo de los nuestros que han muerto en accidente. ¡Sí, allí están tus padres, en verdad...!

Desde entonces, Yalú pasaba todas sus horas disponibles al pie de los árboles donde moraban los pequeños hombres peludos. Yalú contemplábalos con veneración y su espíritu sencillo había hecho encarnar a sus padres en dos hermosos ejemplares, una hembra y un macho que él tenía perfectamente conocidos y señalados entre la treintena de monos que siempre estaban cerca de la aldea y que ensordecían los ámbitos con sus roncos bramidos a intervalos uniformes.

El mayor gozo que podría caber en su vida habría sido que los monos lo admitieran en su compañía, que lo aceptasen como amigo. Yalú había hecho mil tentativas. Colocaba a su vista las más tiernas mazorcas, cuando el pelillo era un pequeño rizo color de miel, y allí las dejaba. Oculto en la maleza, veía que los monos descendían y recogían las mazorcas para comerlas después en sus aéreos refugios. Pero cuando él se acercaba, ellos se alejaban indefectiblemente, muy despacio, sin mostrar ni amistad ni temor. Otras veces, Yalú veíalos tranquilos, tomando el sol mañanero en las más altas ramas, y entonces se quitaba el camisón blanco y con su cuerpecillo desnudo y liso, comenzaba a trepar sigilosamente por el difícil camino del árbol. Deseaba llegar hasta ellos y tenderse en una rama en su compañía, pero infaliblemente lo descubría algún miembro de la manada y con sonidos roncos y guturales daba la voz de alarma y todos se movían sin prisa al seguro de otro árbol vecino.

Entonces, Yalú descendía y se quedaba en la obscuridad de la tierra con su espíritu llorando a través de sus ojos soñadores y oblicuos.

Un día en el que el sol estaba brillando en un cielo purísimo y en que las hojas de los árboles despedían destellos de jade pulido, los monos levantaron ronco clamor en la cumbre de un tamarindo. Como cosa extraña, rugían desacompasadamente y se movían en las ramas a gran velocidad, sin su habitual parsimonia. Miraban a lo alto con caras estúpidas de miedo, y luego se tapaban los negros rostros con las manos, como para ahuyentar la visión de algo terrible. Los pequeñuelos se habían colgado al cuello de las madres y gemían lastimosamente.

Yalú contemplaba la escena desde el suelo y se rascaba la pelambre indócil en un gesto de incomprensión absoluta. Y de pronto, a través de un claro en el follaje, vio sobre el cielo, inmóvil en el espacio cual si estuviera allí clavado como las estrellas, un pájaro gigante. ¡Jamás en su vida había visto Yalú otro tan grande! Las alas abiertas estaban tan extendidas que podía apreciarse su gran envergadura. Yalú no la había visto nunca, pero supo al instante que era Qot. Se trataba de Qot, la enorme águila arpía, que es poco común, pero la más grande, más formidable y feroz de cuantas águilas surcan las cuatro esquinas del espacio.

Mucho le había hablado su padre de esta poderosa ave a quien se le atribuían dones sobrenaturales y que debía ser la encarnación de algún genio maléfico del monte.

Yalú la contemplaba temblando; y tan imperceptible y rápidamente había descendido, que estaba suspendida a escasos metros de la copa del tamarindo, en donde los monos seguían inmóviles de terror y rugiendo pavorosamente. Yalú veíale el copete sobre la gran cabeza, que giraba inquieta escudriñando por los claros del árbol, el poderoso y entreabierto pico amarillento, las listas grises de su larga cola y el pecho blanquecino ligeramente moteado. Veía desde abajo las patas de la fiera, tan gruesas como sus propios brazos y las terribles garras encrespadas, listas...

Y de pronto, el águila cerró las alas y se vino a pique, se hundió con la rapidez de una piedra disparada con honda y produjo en la ramazón un crujido de angustia... Los monos se desbandaron gritando y saltando a uno y otro lado, pero Yalú pudo ver que el águila afloraba de entre el mar de verdor con una cosa negra que se debatía entre sus garras. Yalú estaba tan horrorizado como la gente negra de los árboles, y vio que aquello que se debatía entre las garras y ascendía hacia el corazón del cielo era un gran mono macho, que había sido la víctima del ataque fulminante del águila. Se fue, se fue perdiendo en el espacio el montón de plumas grises con una cosa negra que ya pendía inerte, y la selva seguía empavorecida con la angustiosa gritería de los monos.

Y Yalú salió corriendo y llorando hacia la aldea, con el corazón tan encogido como si lo tuviera en sus garras el águila arpía.

Esa noche no pudo conciliar el sueño en su duro camastro de hojas y cueros secos. Pensaba en sus padres, cuyos espíritus se hallaban recubiertos por el cuerpo de los monos que él tanto conocía... ¿Y si bajaba el águila y les daba muerte y los devoraba?... Tendrían que nacer de nuevo y esperar, esperar...

Al día siguiente partió decidido.

Buscó a los monos y los halló esta vez sobre un canisté. No estaban como siempre y se movían temerosos en sus oscilantes caminos. A la misma hora del día anterior comenzaron a gritar estruendosamente. Yalú sabía lo que iba a sobrevenir, pues aquellos pobres seres no atinaban a desbandarse y huir antes del ataque del águila, que ya había aparecido inmóvil, inmóvil como una estrella de plumas clavada en el firmamento...

Yalú se sacó el camisón y quedó desnudo. Se ciñó el cinturón de cuero de venado donde pendía el largo cuchillo de filoso pedernal y con la aljaba de dardos pendiente en el hombro y la cerbatana en una mano, comenzó a subir por el canisté lo más aprisa que podía.

Como extraño caso, los monos lo veían acercarse y nada hacían. Ni se movían de donde estaban encogidos, tiritando de miedo y lloriqueando. Ya estaba cerca de ellos, ya se deslizaba por una rama donde su piel lampiña rozó la pelambre de una mona que trataba de ocultar a su cría. Por un momento, el corazón de Yalú latió con infinito gozo. Por fin lograba estar con la gente de los árboles, a pesar que no fuera aquel un momento muy propicio para estar contento...

Yalú siguió trepando, trepando. Había ya dejado abajo a los monos y a través de las ramas vio que la gran águila estaba en suspenso sobre la misma copa de canisté, a pocos metros de su propia cabeza.

La figurilla de barro cocido del hombrecito huérfano se deslizaba dificultosamente por una delgada rama, que se combaba con su peso. Sobre él escuchó un estruendo de alas poderosas y Yalú se volvió a tiempo de ver el pecho moteado del ave y sus pavorosas garras encrespadas. Se volvió lo mejor que pudo en su incómoda posición y sacando un dardo de la aljaba, lo colocó en la cerbatana y apuntó hacia arriba...

El águila arpía, la reina de las águilas, vio bajo ella a un mono lampiño, con pelambre tan solo en la cabeza... Este estúpido mono se acercaba en vez de huir. Sus ojos redondos, de pupila ovalada, refulgieron con el placer de la caza y cerró las alas para caer sobre su presa como un bólido...

Yalú vio agigantarse la silueta del águila a tiempo que lanzaba el dardo con toda la fuerza de sus pulmones... Al instante, el águila cerró sus garras sobre los hombros de Yalú y lo levantó hacia lo alto con dificultad... El hombre-niño lanzó un quejido cuando aquellos puñales córneos se clavaron en su carne, y sintió cómo dejaba abajo el árbol para subir, subir... Frente a sus ojos angustiados tenía el plumaje del águila y fue simultáneo el movimiento de su brazo al hundir hasta la empuñadura el cuchillo de pedernal en el pecho del ave, con el pico de la fiera hundiéndose en el cráneo del niño.

Hubo un espasmo de alas sobre las crenchas de la selva y el cuerpo del águila y del mono lampiño descendieron vertiginosamente desde lo alto, abriendo una amplia brecha vegetal con el ramaje hasta el suelo de la selva, que recibió el impacto con un temblor convulso de hojarascas...

Lembá, el jefe-brujo de los lacandones, recogió el cadáver de Yalú, el niño huérfano, que fue enterrado al pie de un tamarindo que daba sombra al pequeño "otooch" donde había vivido con sus padres.

Cuando la luna llena bajó a lustrar de plata la copa del canisté, el jefe-brujo que contemplaba tristemente a la manada de monos, pudo ver en silueta que una hembra llevaba en su regazo a un monito recién nacido...

Lembá se alejó despacio del paraje hacia el lugar donde hacía sus oraciones. Llevaba en su corazón una plegaria a los Grandes y Pequeños Dioses del Agua, del Cielo y de la Tierra para encomendarles la vida del monito nuevo en quien, estaba seguro, había encarnado el pequeño y valiente Yalú, que estaba aún en este lado del mundo del misterio en compañía de sus padres.

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