Suscribete


Deseas recibir, cada semana, las notificaciones de las nuevas entradas, envíanos un mensaje desde nuestro formulario de contacto

lunes, 14 de diciembre de 2020

LAS NAVIDADES DE ALICIA – Eliana Soza Martínez

La Navidad suele ser una época que saca a relucir lo mejor del ser humano: la alegría, la fraternidad, la solidaridad, la unión familiar, el altruismo y la reconciliación hacen de diciembre un mes especial, y es por ello que la mayoría lo espera y lo vive con gran ilusión. Sin embargo, no siempre y no todos tienen la posibilidad de vivir a plenitud el esplendor de esta temporada, pues la violencia, el abuso y la maldad son parte de lo humano y no descansan en días de fiesta. Hoy les presento un cuento de la escritora boliviana Eliana Soza Martínez que pone en evidencia, justamente, esa otra cara de las fiestas navideñas. Está incluido en el libro Herejes: antología de horror navideño (2020).

Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de Eliana Soza.




LAS NAVIDADES DE ALICIA


Carátula del libro: Herejes: antología de horror navideño (varios autores - 2020)
Villa Armonía, 7 de enero de 2018

Cuando los dos policías abrieron las puertas del salón, a la fuerza, un espantoso hedor los golpeó en el rostro. Los cuerpos de más de veinte personas esparcidos por el suelo, unos encima de otros, al lado de incontables charcos de vómito, eran la razón del nauseabundo olor que se había concentrado en el ambiente cerrado, durante doce horas.

Salieron a tomar aire y volvieron ataviados con barbijos para proteger, en algo, sus olfatos. No era una escena que hubieran querido ver de nuevo por ellos mismos; sin embargo, era su trabajo investigar qué había causado semejante catástrofe en la Fiesta del Niño, en un pueblo pequeño pero tranquilo.

No se atrevían a tocar ni un solo cuerpo, apenas si tomaron fotografías y llamaron a refuerzos de la capital porque con la desaparición del jefe de policía, el capitán Quispe, y aquella escena salida del infierno, supieron que no tenían capacidad para manejar un caso de tal envergadura.

Las fiestas de Fin de Año habían pasado sin mayores sobresaltos. Los ciudadanos de Villa Armonía vivían de esa forma, sosegados, en un pueblo en el que no se escuchaba nada sobre delitos graves. Todos se conocían y, aunque debido a las vacaciones llegaba gente de ciudades grandes o volvían muchos de sus pobladores, que migraron a otros lugares, nunca habían visto un hecho de ese tipo.


Villa Armonía, 6 de enero de 2007

Alicia, de siete años, amaba la Navidad; no solo por los regalos que recibía, sino por las Fiestas del Niño organizadas por sus padres, el Día de Reyes. Invitaban a familias amigas, reunidas para adorar al niño Jesús bailando “chuntunquis” frente a un hermoso nacimiento y luego tomar chocolate con buñuelos.

Niños y niñas divirtiéndose, jugando, rezando y danzando. Esto duraba toda la tarde hasta el anochecer, cuando los mayores mandaban a los pequeños a sus casas y se quedaban solos a seguir festejando.

Los preparativos empezaban poco antes de recibir la Navidad: armar el nacimiento, llenar de adornos el arbolito, decorar la casa entera, escribir la carta al niño Jesús pidiendo deseos, comer la Picana que preparaba su mamá y al día siguiente decidir la lista de invitados, la comida y la bebida para el festejo, eran algunas de las tradiciones. En la fiesta, Alicia se encontraba con muchos de sus amigos de la escuela, primos y vecinos con los que jugaban hasta cansarse, aunque luego ellos se iban y era la única niña.

Varias veces se escapó para saber qué hacían. Vio a su madre tomar una tela grande y tapar el nacimiento, el centro de la decoración del salón y de la celebración. La música cambiaba y ya no bailaban “chuntunquis”, sino cumbia villera, folklórica e incluso reguetón. Era graciosísimo ver, algunas personas, bailar sin ritmo: parecían payasos. Su papá sacaba botellas de cerveza y todos brindaban y bebían hasta quedar como tontos, llorando, riendo, bailando a lo loco… Ella se escabullía en medio de los invitados, algunos le regalaban dinero y le contaban historias o chistes; a otros los hacía caer o les ponía sal en sus vasos, era un parque de diversiones para reír y disfrutar. No sabía que alguien la observaba atento durante sus travesuras. Luego, la pobre Alicia, cansada de tanto desbarajuste, se iba a dormir. 

Un par de años salió a ver esta decadencia y divertirse con los borrachos, luego se aburrió y ya solo los escuchaba; le daba mucha rabia la forma de comportarse de los mayores en una fiesta dedicada al niño Dios.


Villa Armonía, 6 de enero de 2010

Cuando Alicia cumplió diez años, en la noche de la Fiesta del Niño, volvió a escuchar las carcajadas, llantos y gritos de los mayores. Quiso conciliar el sueño, no era fácil con el ruido. A veces dormitaba y en ese intervalo tenía horribles pesadillas: sentía su cuerpo paralizado. Solo podía mirar las sombras de su cuarto que se transformaban en seres sin forma, acechándola por las paredes y el techo. La voz no le salía ni siquiera para gritar.

Un golpe en su puerta la despertó, una voz de hombre hablando solo estaba al otro lado. Tuvo miedo porque no era su papá. Escuchó cómo se movía el picaporte y vio la luz del pasillo entrar cortando la oscuridad y cegando sus ojos. Luego todo fue veloz y confuso, el pánico la paralizó. Una mano, maloliente, sobre su boca no le dejaba decir nada y le quitaba el aire. Dedos enormes buscando bajo sus cobijas, encontrando su cuerpo con torpes movimientos que le hacían daño.

La voz irreconocible diciéndole:

—Quédate así, si estás quietita no te va a doler.

De pronto un desgarro, un dolor inexplicable en medio de sus piernas como si la hubiesen atravesado con un tronco. Las lágrimas corriendo por sus mejillas, ahogándose con su llanto. Escuchando el crujir de las maderas de su cama a un ritmo acompasado. Su cuerpo dejando de moverse, inmovilizada igual a su pesadilla; deseando que lo fuera, que mamá entrara a su cuarto y la despertara, la abrazara y le dijera:

—Fue un mal sueño mi niña; mañana comeremos buñuelos con chocolate.

En vez de eso, la horrible voz susurrándole:

—Si cuentas a alguien lo que pasó, no solo te voy a matar a vos, sino también a tus papás.

Sintió de nuevo esos labios gomosos, llenos de baba y alcohol dándole un beso; quiso vomitar, no pudo.

Al sentirse aliviada de no tener el peso asfixiante sobre su cuerpo, su entrepierna húmeda la incomodó, seguía el dolor y el ardor de una herida en carne viva. Pensó que, debido al miedo, se había orinado, por eso cambió las sábanas, como pudo, a media luz para evitar un disgusto a su madre. La noche fue alargando sus horas para llorar lo suficiente, lo necesario, hasta quedar dormida por el cansancio.

Sus padres nunca supieron lo que le pasó esa noche; durmieron hasta tarde como cada mañana después de un fiestón. Desde entonces, cuando organizaban una de estas recepciones en su casa y se emborrachaban lo suficiente para no enterarse de nada, el hombre volvía a subir al cuarto de Alicia.


Villa Armonía, 6 de enero de 2016

En mitad de la noche, como una pesadilla recurrente, Alicia volvió a sentir la presencia voluminosa y alcoholizada de aquel hombre. Ya sabía su identidad: era el capitán Rómulo Quispe, jefe de policía de Villa Armonía. Lo descubrió a sus trece años. En esa Fiesta del Niño, convenció a sus papás de dejar cerrada su puerta con llave, la excusa fue la necesidad de mayor intimidad. Creyó liberarse así de esa sombra que la atormentaba cada año. Cuando la mano giró el picaporte y no pudo abrir golpeó, no muy fuerte, pero con determinación.

—¿Quién es? —preguntó con voz tenue y temblorosa, Alicia.

—Abrí, tengo un arma y te puedo matar si no haces lo que te digo —amenazó Quispe.

Ella, al escuchar el sonido metálico golpeando la madera, tembló y abrió. No podía mirarlo a los ojos y se paralizaba a su lado. Él la tomó del mentón, mientras le apartaba un mechón de cabello con el cañón de su revólver, susurrándole al oído:

—Nunca más quiero encontrar esta puerta cerrada, si no, vos y tus papás van a probar las balas de mi arma. Vengo por tu culpa, porqué eres tan bonita.

La tiró a la cama como una muñeca de trapo; supo en ese momento, que las amenazas, repetidas por Quispe desde hacía tres años, eran reales. Nada lo detendría, estaba acorralada y nadie la podía salvar. Si le hubieran dado a elegir, preferiría estar muerta a seguir con esa vida, pero amaba a sus padres y nunca se perdonaría ser la culpable de sus muertes. Las siguientes navidades dejó de escribir cartas al Niño Jesús y de jugar con sus amigos. Ni siquiera quería estrenar ropa nueva, se escondía detrás de su mamá hasta que ella la obligaba a quedarse en su cuarto.

Algunas veces, Alicia, pensaba contar todo a sus papás, no obstante, aunque ellos la creyeran, nadie más lo haría. Quispe era un personaje odiado, pero temido. Antes de ser jefe de policía ya era corrupto y cuando obtuvo el poder empeoró. Se aprovechaba recibiendo favores de comerciantes, empresarios y otras autoridades, prestaba dinero con intereses absurdos, dejaba libres a delincuentes que pagaban bien y era presunto culpable de un asesinato de un narcotraficante citadino, por ajuste de cuentas, mas no se había podido probar nada. Si ponía a su familia en contra de ese hombre deberían irse lejos y, eso, rompería el corazón de Javier, su padre, que amaba su pueblo natal.


Villa Armonía, 10 de marzo de 2017

Desde sus diez años, Alicia se había vuelto una niña tímida y callada, le costaba conversar con las personas y no tenía amigas. Solo una compañera de la escuela, retoño de una santera, que preparaba pócimas para dolores, hacer crecer el cabello, perder kilos, eliminar verrugas y todo lo que uno podía imaginar. 

—Eres hija de una bruja —le gritaban, mofándose, las demás niñas.

Ambas encontraron un refugio en la otra, Alicia no hablaba mucho y disfrutaba escuchar a la parlanchina de Ofelia. Ella le contaba, muy animada, los chismes de los vecinos de Villa Armonía que recurrían a María, su madre, por diversos problemas.

—Mi mamá es una verdadera “chamana”. Volvió loco y casi mata a un extranjero que quería aprovecharse de mi tía, cuando eran unas jovencitas, usando solo un hongo arrancado de las afueras del pueblo. En ese momento encontró su vocación de ayudar a las personas a través de las plantas —le contó orgullosa.

Alicia creía la mitad de las cosas que le contaba su amiga; se entretenía con sus interminables historias porque la hacían olvidar por unos minutos su dura vida. A pesar de ser habladora, Ofelia, tenía vergüenza de su procedencia, de la ropa que usaba y de sus problemas para aprender. Ella y su madre eran bien recibidas en casa de Alicia, mientras los grandes conversaban, las pequeñas jugaban y terminaban las tareas. Cuando fueron adolescentes se acompañaban y estudiaban juntas.

En cuanto la hija de la santera quiso dejar el colegio, harta de los insultos y menosprecios de las demás compañeras y sus malas notas, fue disuadida por su mejor amiga, quien le dijo que no podría vivir sin su amistad en ese lugar. Eso fue suficiente para sentirse importante.

Desde muy pequeña, la tristeza se había incrustado en los ojos de Alicia y los volvía más bellos aún; se la veía como si estuviera a punto de llorar, con una mirada brillante frente a cualquier luz. Su cuerpo adolescente iba en desarrollo, aunque era bastante delgada porque solo comía lo mínimo necesario; el cabello negro le caía hasta los hombros y su piel de color canela se perdía en la ropa holgada y oscura que usaba siempre.

Cuando iba al colegio y se cruzaba por casualidad con Quispe, éste le sonreía mostrando sus dientes amarillos; ella sentía náuseas, pero se aguantaba y bajaba la cabeza, no podía verle de frente. Hubiese querido gritar, saltar sobre él, arrancarle los ojos y escupirle en la cara, en cambio, por unos instantes se paralizaba, tal cual pasaba en su cuarto, luego apresuraba sus pasos. Al irse, sentía su mirada lasciva atravesando su cuerpo cual si fuesen dagas.

Los padres atribuían su melancolía a la pubertad, un trance duro de superar. Se alegraban de ver a Ofelia tan cerca, porque, a menudo, arrancaba una sonrisa a su hija. El otoño, con sus hojas cubriendo las calles de Villa Armonía, llegó con una noticia que nadie esperaba: su madre fue diagnosticada de un cáncer de útero, en estado muy avanzado; los doctores no podían hacer mucho por ella. Su padre, tan sensible, se concentraba en la esposa a punto de morir, dejando a un lado la preocupante depresión de Alicia. No sabía a ciencia cierta la naturaleza de la enfermedad de su mamá, apenas la veía extinguirse de apoco, igual a esas flores del campo que, a pesar de su belleza, pueden soportar tempestades. Sin embargo, al final, se marchitan.

Tenía tantas cosas en la cabeza aquellos días que no se percató del retraso, por un par de meses, de su propia regla. Cuando se desmayó en el colegio y su papá fue a recogerla para llevarla al hospital y le preguntaron allí cuándo había sido la última vez de su período, recién se dio cuenta lo que en realidad pasaba. Después de un análisis, Javier, fue informado del embarazo de su hija.

¿Cómo era posible? ¿Su niña tenía solo dieciséis años, nunca tuvo novio y ahora estaba embarazada? ¡Era una locura! En casa, si comentaban en broma sobre el amor, ella se enojaba mucho; como si hubiera quedado con una aversión infantil al otro sexo. No quería saber nada de chicos ni de enamorarse.

Al enterarse que esperaba un bebé, el mundo entero le cayó encima; hubiera deseado ser tragada por la tierra. ¿Cómo iba a explicar algo así a su familia? ¿Qué haría con un hijo del maldito hombre que hacía de su vida un infierno? Deseó morir, clavarse una tijera en la yugular para desangrarse deprisa, aunque se dio cuenta de algo: no sabía dónde estaba esa vena.

Javier pidió, al doctor, discreción sobre el diagnóstico de su hija adolescente, solicitó el alta y se la llevó. En la puerta del hospital se encontraron con Quispe, quien sarcástico preguntó:

—Buenas, Javier ¿Tu esposa empeoró?

—No, capitán, mi hija tuvo una descompensación. Ya está bien y nos vamos a casa —respondió avergonzado Javier.

—Pobre niña, ojalá se mejore pronto —dijo Quispe, guiñando el ojo a la joven.

Alicia podía ver cómo un pedazo de carne salía de la camisa del uniforme de policía, parecía que iba a reventar de tanta gordura y otra vez le volvieron las ganas de vomitar. Se imaginó tomando una roca del suelo y golpeando la cabeza de aquel hombre repugnante hasta dejar solo una masa amorfa llena de sangre, pero se sentía muy débil y triste. Además, su padre se escandalizaría.

Solos, en el auto, no hablaron nada durante el trayecto a casa; él no sabía cómo preguntarle y ella no hubiera sabido qué responder.

De algo estaban seguros: no era una noticia que podían dar a mamá en su estado. Así, en un pacto tácito, decidieron callar. La madre fue empeorando, los dolores eran insoportables y después de un mes murió.

En el velorio, Quispe, trató de llevarse a la joven a un cuarto, mientras le susurraba:

—Escuché que las embarazadas son más ricas. —Por suerte apareció Ofelia y con una excusa se la llevó, pensando: «¡Gordo asqueroso, cómo la va a tomar del brazo así!». Él, disimulando, les dijo—: Sí, sí, vayan a la cocina donde pertenecen, a lavar platos o traer comida.

Tras el entierro, Alicia y su padre, quedaron desconsolados y olvidaron por completo el embarazo debido a la profunda tristeza. Por suerte, los mareos y las náuseas de las primeras semanas pasaron desapercibidos, tal vez, porque estaba concentrada en acompañar a su mamá hasta el final. Sin embargo, fue imposible controlar el crecimiento de su vientre; la naturaleza es implacable. Igual que una fruta, el bebé crecía abundante. Así fue de nuevo consciente de su maldición. Un par de veces pensó en botarse por las escaleras o golpearse el abdomen hasta perder a la criatura, pero tenía miedo de causar más pesar a su papá.

Recordó varias historias de Ofelia: su madre había ayudado a muchas mujeres a deshacerse de los hijos en sus vientres, ya sea porque tenían muchos o no eran de su marido; incluso a solteronas para salvar su honra. El detalle era; ¿cómo iba a confesar a su amiga su desgracia? Tendría que contarle el secreto y no estaba dispuesta a hacerlo. Entonces decidió inventar un cuento sobre una prima de la ciudad.

Ofelia no la creyó, pero aun así le entregó instrucciones precisas y una mezcla de hierbas. Alicia las siguió al pie de la letra, mas nada pasó.

—La mezcla que me diste no sirvió. Mi prima sigue embarazada.

—Entonces, ese bebé no está destinado a morir así. Otro debe ser el futuro que le espera —respondió Ofelia enfadada.

—Estás hablando como la bruja de tu mamá.

Ofelia abrazó a su amiga porque en el fondo imaginaba la verdad; se quedaron así por un largo tiempo. Tras unas semanas de luto, Alicia y Javier se sentaron a hablar sobre el tema. Ya no era fácil disimular el embarazo y había temas pendientes como el colegio y las habladurías en el pueblo. El padre se planteó abandonar Villa Armonía, sin embargo, ahora que su mujer se encontraba enterrada allá le parecía imposible.

Pasó por su mente contarle todo a su papá, no obstante ¿qué conseguiría? que lo metiesen preso por intento de asesinato al jefe de policía o, peor aún, éste lo matase como a un perro. Entonces le mintió:

—Fue con un chico de la ciudad, se quedó apenas dos días y nunca más volvió, solo sé que se llama Juan. —Él le creyó.

Alicia pudo llorar, por su madre, por ella, por el bebé creciendo en su vientre, aunque, principalmente, por el maldito hombre que había arruinado su vida y la de toda su familia.


Villa Armonía, 15 de junio de 2017

Dejar el colegio y ser el centro de las habladurías, de todas las mojigatas del pueblo, fue la siguiente tortura de Alicia al entrar el invierno. Quispe, incluido, hablaba mal de ella; a sus espaldas la llamaba zorra, prostituta… ¿Cómo era posible que a su edad quedara embarazada sin saber de quién?

El único apoyo, de la joven, eran Ofelia y su madre, quienes la consolaban contándole los secretos más vergonzosos de muchas de las mujeres, que se creían unas santas. De alguna manera estos chismes la hacían reír y alejaban de su mente el destino incierto.

Los rumores y los prejuicios de los vecinos de Villa Armonía irritaban a Javier, más porque su hija se negaba a contarle detalles del padre de su bebé. Hubiera querido hacer algo, ir a reclamar al muchacho, tal vez obligarlo a cumplir con Alicia; de alguna manera garantizar el futuro de la madre y su hijo. Esa preocupación y la depresión por la muerte de su mujer lo llevaron a enfermar gravemente hasta que, una tarde con nieve, sentado en su sillón favorito, su corazón dejó de latir.

El cielo gris y el frío reinante acompañaban el luto de Alicia. Se había quedado completamente sola. Esta vez, en el entierro, Quispe, volvió a hablarle y la ordenó verlo en su auto a las afueras del pueblo. Ahí la manoseó y besó a sus anchas, pues ella se inmovilizaba a su lado. Cuando quiso obligarla a darle sexo oral, casi le vomita encima, salió corriendo a hacerlo afuera y sollozando mintió:

—Es por el embarazo.

Él no la creyó y la dejó a su suerte, en medio de la nada. Caminó varios kilómetros hasta Villa Armonía, por lo menos, se libró del olor a comida grasosa y axilas del policía. Se fue a casa de Ofelia. Allí, María le dio algo de comer y unos mates que la hicieron sentir bien y le quitaron el mal sabor de boca.

Solo faltaban unos meses para dar a luz y, con la muerte de su padre, quedó a cargo de la tía Julia, una pariente lejana, vieja y llena de prejuicios; condenaba su estado y lo que representaba la joven. Al ser igual de religiosa que los padres de Alicia, tuvo la maravillosa idea de continuar con la celebración de la Fiesta del Niño. Le dijo:

—Ese sería el deseo de tus papás, por eso nos toca a nosotras cumplirlo. Te vas olvidando de tu embarazo y te pones a trabajar, al final de cuentas, esperar un hijo no significa estar enferma.

Aunque no le gustaba la propuesta de su tía y le parecía una falta de respeto a la muerte de sus papás, podía ser una buena oportunidad para cumplir un deseo que rondaba su cabeza desde sus quince años.


Villa Armonía, 25 de octubre de 2017

Llegó el día del parto. La vieja tía nunca le había hablado de cómo sería, qué cuidados debería tener, o el tipo de ropa necesaria para ella o el bebé.

La abandonó en el hospital desorientada y aterrada. La enfermera, Carmela Flores, y el obstetra del pueblo, Jaime Durán, la trataron mal, juzgándola por el temprano embarazo. Sufrió no solo por los dolores, sino por la crueldad de los servidores públicos que la atendieron: 

—Debes aguantar el dolor, respira y puja. ¿Acaso no pensaste en esto cuando abriste tus piernas y te embarazaste? —Le dijo Flores.

Los retortijones del parto la hicieron desmayar. Cuando volvió en sí, Ofelia y María le habían llevado algo de ropa para el bebé; a ella, unos mates y caldo caliente. No quería ver a su hijo, pero una vez más, la enfermera la obligó a darle leche materna. El recién nacido buscaba comida con desesperación, al encontrar el pezón de su madre no paró de succionar. Alicia se dio cuenta que el niño tenía un rostro diferente al de los demás bebés.

Al verlo de cerca, María se santiguó, aun así no quiso decir nada a la joven madre. Unas horas después, el doctor entró para informarle: su hijo sufría una enfermedad genética, Síndrome de Down. Ella preguntó ilusionada:

—¿Se morirá pronto, doctor?

—No seas tonta muchacha, es un padecimiento que, en algunos casos, le quita la inteligencia promedio. Tal vez le costará hablar, aprender a leer y escribir, aun así, si lo cuidas bien y le tienes paciencia será saludable y vivirá muchos años.

En el fondo, Alicia, quería que el bebé muriera; por el diagnóstico del doctor, eso no pasaría. Como no sabía la forma correcta de alimentarlo, éste le hizo heridas en los pezones. De regreso a su casa el sufrimiento se prolongó porque la tía Julia, también, la obligaba a darle leche materna, a pesar de sentir agujas perforando la delicada piel de su pecho. Este dolor se equiparaba al desconsuelo de su corazón. 


Villa Armonía, 1 de diciembre de 2017

Comenzaba diciembre y el calor, también los preparativos para la Fiesta del Niño. Aunque sería el seis de enero, la tía Julia y Alicia necesitaban más tiempo para definir qué se serviría en la comida, las bebidas y la lista de invitados, porque era la primera vez que la organizaban.

Desde su notorio embarazo, la muchacha fue el foco de las malas lenguas. Ahora que había nacido su hijo, además diferente, dos de las mujeres del grupo de oración de su tía, arpías de corazón, intrigaban todavía más en su propia casa:

—¿Vieron la cara de ese bebé?, no es normal.

—Seguro que es castigo de Dios por sus pecados —comentó la más vieja.

—Tendrá que padecer criándolo y sufriendo su enfermedad. —Aumentó la primera, con saña.

—Se lo merece por libertina —concluyó la segunda.

Las escuchó y se fue llorando a su cuarto; se daba cuenta que no podría amar al pequeño, no por su padecimiento, sino porque siempre vería a Quispe en sus ojos. Ni un solo día se imaginó viéndolo crecer, llevándole a la escuela, enseñándole a caminar o preparándole la comida. Alimentarlo era un infierno, no lograba aceptar su presencia; cargarlo le resultaba molesto, por eso el bebé se quedaba berreando en la cama durante mucho tiempo. Algunas noches se imaginaba tomando una almohada y ahogando al niño hasta que el silencio inundase su habitación. Ofelia la visitaba a menudo y la ayudaba a cuidarlo; se iba encariñando con el pequeño.

Sería esta cercanía, su apoyo en los nueve meses y en el parto, además del cariño demostrado por sus amigas, que Alicia decidió contarles su secreto almorzando en casa de María. Las caras de las dos mujeres, al escuchar la historia, se tornaron de preocupadas a espantadas, como si viesen una película de terror. No podían imaginar tanto sufrimiento en una joven de su edad. Les pidió ayuda para cumplir el plan que rondaba su cabeza desde el embarazo; sin pensarlo dos veces, Ofelia y su madre aceptaron.


Villa Armonía, 20 de diciembre de 2017

Ella, Ofelia y María, después de pensar en miles de opciones, decidieron usar un hongo alucinógeno, que conocía la santera, en contra de Quispe. La poción preparada procuraría un fin delirante y doloroso al inescrupuloso policía.

—Merece morir como un gusano —dijeron en coro madre e hija.

Alicia confabulaba, en silencio, una venganza más ambiciosa.


Villa Armonía, 5 de enero de 2018

Alicia se ofreció a ayudar a María en la preparación del hongo. La santera no estuvo de acuerdo por la mística necesaria. Se tenía que recoger la materia prima en el campo, usando una piedra plana del mismo lugar, cortando con ella los hongos a ser usados y teniendo cuidado de no arrancar las raíces para que así volvieran a crecer.

La decidida muchacha siguió los pasos de María sin ser vista, para luego convencerla de estar presente en la elaboración. Prepararon solo una porción. En la fiesta, el violador, se emborracharía y después de unas cervezas de más ni se daría cuenta de lo que estaba tomando. Alicia tenía las manos sudorosas, los nervios la invadían, esta vez no teñidos de miedo, sino deseando la llegada del momento anhelado.


Villa Armonía, 6 de enero de 2018

Llegó el día, una mañana limpia llena de sol. Se despertó y dejó al niño durmiendo. Fue al campo y, tal como había visto hacer a la santera, recogió los hongos matutinos. Cortó una gran cantidad, pensando que la próxima vez que María volviera al lugar, quedaría impresionada por la devastación. Preparó el fuego medio, las ollas de barro, el movimiento permanente, la búsqueda del color y espesor exactos, pero aumentó cincuenta veces la dosis.

Después de amamantar al niño y dejarlo al cuidado de Ofelia, se encargó de recordar los deberes a la señora Felipa que iba a preparar el chocolate; a su hija Lupe, los buñuelos. La cena estaba a cargo de doña Pancha, llevaría la Picana a eso de las diez cuando no hubiese ningún pequeño ni nadie sin invitación.

Por la tarde, la orgullosa tía Julia hacía pasar a los convidados, como si fuese su propia casa. La mujer había tenido el detalle de incluir, al lado del nacimiento, la foto de los padres de Alicia. Al aproximarse, los invitados, se persignaban ante ambas imágenes.

El festejo transcurrió, como cada año, con la alegría de los niños bailando “chuntunquis” en adoración al niño Jesús. Después, comiendo buñuelos con chocolate y bailoteando con los mayores. Luego, casi al ocaso, los pequeños regresando a sus casas para quedarse solo los adultos. La mayoría de las personas invitadas habían hecho escarnio de la vida de Alicia. Cuando definieron la lista, ella lo quiso así.

En cambio, Ofelia y María, no estaban convidadas; dejaron el brebaje en la casa, recogieron dos platos de Picana y se fueron a cuidar al bebé de su amiga.

Tal como hacía su madre, cubrió con una tela gruesa el nacimiento y se llevó la foto de sus padres a su cuarto. El capitán Quispe llegó poco antes de las diez. Julia lo recibió muy amable, él le dio un beso en la mano y le agradeció por la invitación. Tras pensarlo mucho, vio en la vieja tía la oportunidad de disfrutar de aquella casa, del dinero y de paso estar cerca de Alicia. Desde el entierro de Javier no se había dirigido a ella. Esa noche, cuando la mayoría de las personas estuvieran ebrias, incluido él, tendría el valor de hablarle, exigirle que le mostrase a su hijo y, por supuesto, continuar con su macabra tradición de buscar el cuerpo de la muchacha, a modo de regalo navideño.

La cena se desarrolló sin contratiempos, Alicia ni se sentó en la mesa para que la velada fuera perfecta. Tras la comilona, la anfitriona, Julia, invitó a las cervezas y los asistentes empezaron a bailar. Quispe se desvivió en halagos y no apartó la mirada de la tía. Pasadas dos horas estaban en un estado lamentable; unos llorando amargamente, otros carcajeando y algunos más peleando.

La joven, que era la única sobria, pasó con una jarra invitando a una bebida especial; nadie la rechazó. Cuando terminó de hacerlo, un tambaleante Quispe, escapando de los brazos de su nueva conquista, la cogió del brazo y la subió a su cuarto. Ella, asió con firmeza el jarrón de la poción para no derramar ni una sola gota y así poder servirle otro vaso en la habitación.

Ya dentro, Quispe le exigió:

—Quiero ver a mi hijo —tratando de hablar normal, pero afectado por un hipo que no le dejaba.

—No está aquí, una amiga lo está cuidando. Otro coctel le hará pasar su hipo —dijo Alicia, algo nerviosa y sirviendo el vaso lleno.

—Dicen que salió enfermo —continuó Quispe, tomando el líquido espeso de un solo trago.

—Tiene Síndrome de Down, no es una enfermedad —aclaró ella, algo avergonzada, sin poder mirarlo a los ojos.

—Debiste deshacerte de él antes que naciera.

—Lo intenté, no se pudo.

—Estoy pensando un plan para poder estar juntos y de paso me vuelva rico, será después de esta noche. Para que pueda cumplirse, nadie puede saber que ese niño es mío —dijo esbozando una sonrisa maquiavélica.

—Por eso no se preocupe, después de hoy nadie lo sabrá.

—No te entiendo, mejor de una vez desvístete —ordenó.

—Antes quería pedirle un favor, algo que quise saber desde mis trece años.

—Dime, muchacha, hoy me siento generoso.

—Quiero que me enseñe cómo funciona su arma.

—¡Estás loca!, es muy peligroso que una mocosa como vos sepa algo así —dijo Quispe molesto.

—Ni la tengo que tocar, solo quiero saber cómo funciona —respondió tranquilizándole.

—Bueno pues, como dije, hoy me siento generoso. Será tu regalo de Navidad.

Quispe, apuntando el cañón al suelo, le mostró con exactitud la manera correcta de tomar el mango con firmeza sin tocar el gatillo y cargar las balas. Le dijo que la suya era más peligrosa al no tener seguro. Nunca la apuntaba directo a alguien sin necesidad. Le contó cómo, un par de veces, la usó sin disparar y también de sus visitas al campo para practicar tiro con perros callejeros, a los que soltaba y, mientras corrían, les disparaba.

—¿Te gusta? —preguntó riéndose, encañonando a la temblorosa Alicia y acariciando su cuello con el frío metal.

La explicación del aborrecido criminal, sirvió para que fuera haciendo efecto el hongo; se desplomó como un saco de papas.

Al darse cuenta que asomaban los primeros síntomas, salió corriendo hacia el salón principal. Él la siguió dando tumbos, dejándose el revólver en la habitación. Cuando aparecieron, de nuevo en la fiesta, encontraron a los invitados bailando desaforados. Al ver esto, Quispe, también se puso a bailar en forma exagerada, pudiendo ella escapar de sus garras. Las viejas arpías corrían a medio desnudarse persiguiendo a los hombres que bailaban poseídos, con los ojos en blanco. Algunos empezaban a gritar de pavor; entre ellos la tía Julia, que delirando, decía ser perseguida por los ángeles diabólicos de sus hijos abortados.

El doctor Durán y la enfermera Flores querían salir a la calle desnudos. No pudieron porque, como era costumbre, se había echado llave a las puertas para que nadie se fuera de la fiesta y no había quién las encontrara. En un punto, absolutamente todos, empezaron a vomitar creando grandes charcos de vómito donde resbalaban y se revolcaban hasta perder la conciencia.

Quispe, creyendo estar poseído por el mismo diablo, empezó a golpear al que encontraba a su paso, imaginando ver fieras a punto de devorarlo; un grupo de hombres reaccionó y se abalanzaron contra él. Tras ser apaleado, sintió su cuerpo arder en fuego, viendo llamas salir de su piel, y se puso a proferir aullidos, buscando su arma para darse un tiro. No la encontró. Vomitó igual que los demás, mas no le evitó la agonía; solo la avivó. Alicia se acercó a él, lo miró a los ojos, como nunca pudo hacerlo antes y le susurró al oído:

—Maldito, ahora te toca a ti vivir en el infierno. —Trató de sujetarla por el brazo, pero le faltó el aire y murió de la forma más dolorosa, viéndola subir las escaleras, segura de sí misma y con una sonrisa.

Ella había regresado a la habitación a escribir una carta para Ofelia y María, a quienes agradecía toda su ayuda y cariño. Les pedía expresamente cuidar del niño, callar lo sucedido esa noche y festejar de forma diferente la Navidad con él. Después escribió otra dirigida a la policía donde explicaba lo que hizo y sus razones.

Tomó el revólver de Quispe y se disparó en la cabeza.

No hay comentarios:

Publicar un comentario