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lunes, 21 de diciembre de 2020

LISTA DE REGALOS – Ricardo Silva Romero

Para muchos, la llegada de la Navidad es sinónimo de alegría, optimismo, proyecciones hacia el futuro, propósitos de enmienda y otros tantos sentimientos positivos; sin embargo, durante estas fechas también se hace presente una emoción que algunos ocultan y otros evaden: la nostalgia. Se añoran vivencias del pasado, familiares que ya no están, los paisajes que dejamos atrás, sabores, olores, sonidos; se extrañan tradiciones y costumbres, amistades y amores pero, tal vez, la peor de las nostalgias es la que sentimos por lo que podría haber sido, por lo que ya no podrá ser, por lo que no ha de volver, tal como lo ha expresado, magistralmente, el colombiano Ricardo Silva Romero en el cuento que leerán a continuación, el cual pertenece al libro Semejante a la vida (2011).

Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de Ricardo Silva Romero.




LISTA DE REGALOS

Yo hice todo lo que se debe hacer. Me levanté hoy, jueves 24 de diciembre, a las 7 en punto de la mañana. Escribí en un post-it amarillo mi lista de regalos de Navidad desde “Papá” hasta “Don Luis”: veintisiete nombres a tachar, veintisiete objetos a comprar. Pedí un taxi unos minutos antes de las 9. Y media hora más tarde estaba en el centro comercial en el que compramos los aretes que te gustan. Odié haber sido el último en llegar a la multitud. Odié, sin distinciones de sexos, razas o religiones, a toda la gente que me pasaba por encima. Odié la musiquita cascabelera que venía de los parlantes, la nieve falsa que caía desde el techo, el oso polar de aserrín, más bien sucio, al que subían a los niños. Odié a los niños. Odié todo.

Pero compré los regalos que tenía que comprar. A la portera de la oficina, a las cinco secretarias del primer piso y a las tres señoras de tesorería les compré un ponquecito de Navidad de aquellos. A la secretaria nueva, que es como un ángel de Dios, le conseguí la crema de manos que me dijiste que es tan buena. A Don Luis, el portero sin cejas, le llevé una de esas cafeteras eléctricas que nos parecieron baratas. A mi psiquiatra le conseguí una libreta de papel grueso de las que hay en la papelería sofisticada del primer piso. Creo que se me fue la mano en el regalo de Carrasco: poca gente se merece el disco con las ochenta baladas de los ochenta que tiene Glory of Love.

Otra vez me produjo escalofríos la tienda de sombreros de ganadero, porque ¿en qué tipo de país estaremos viviendo para que un local de esos prospere?, pero seguí mi camino como cualquier hombre honorable que tiene una misión: para salir de las mujeres de mi familia, desde mis primas hasta mi mamá, cargué a la tarjeta de crédito el saco de cuadritos de la vitrina que tiene ese maniquí con reumatismo, la cartera con el afiche de Charada, las botas altas que no se consiguen, el juego de mesa de adivinar nombres de películas, una cámara digital planísima que parece de espía, dos bufandas, dos libros que me dijeron que están buenos y cinco esferos bonitos de diferentes colores.

Tuve tres encuentros extraños en los pasillos del centro comercial. Los tres personajes me contaron alguna historia de Navidad, me hablaron mal del país como si fuera culpa mía y al final me preguntaron por ti.

Lorenzo Saavedra, mi compañero de colegio, me contó que el año pasado solo pudo estar media hora en la Navidad de su hijo. Y que este año pinta igual. Se está toda la tarde en el canal, porque “algún periodista tiene que quedarse por si el país por fin se cae de su peso”, pero pide permiso a las 7 de la noche, cruza Bogotá de lado a lado para abrazar a su niño en el apartamento de su ex esposa, lo ve abrir las montañas de regalos que le trae el Niño Dios, y unos minutos más tarde, cuando su hijo se queda dormido en sus brazos, emprende el viaje de vuelta. Le dice “¡Feliz Navidad!” a una familia que ya ni siquiera lo odia. Y sale a la calle a agarrar el bus de regreso.

Elena Robledo, mi ex novia abogada, me dijo que está desesperada con el bebé que tuvo porque le desbarata el árbol cada vez que puede. Ella lo regaña. Ella le dice que esas cosas no se hacen “porque son tradiciones familiares que hay que respetar”. Pero él, que tiene dos años, se muere de la risa. Y de paso le esconde las figuras del pesebre. Hoy, como el Niño Dios no aparece por ninguna parte, está pensando en castigarlo, pero no ha podido reunir las pruebas suficientes de que es él, su bebé, el culpable del robo. Sabe que el Derecho le ha deformado la cabeza. Pero se despidió de mí encogiéndose de hombros. Y preguntó “¿qué vamos a hacer con este país, ah?” mientras se iba. 

Y mi tío Sergio, que siempre me dice que tenemos que unir a la familia, y que nos va a tocar irnos a vivir a otra parte, me contó por enésima vez el cuento de la Navidad en el que me empeñé en seguir a mis papás por todas partes porque estaba sospechando que ellos compraban los regalos que traía el niño Dios. Me acostaron a las 3 de la tarde dizque a hacer una siesta. Pero yo salí detrás de ellos apenas noté que dejaban la casa. Pude seguirlos por la calle, a los siete años, “porque en ese entonces los hampones no habían invadido los barrios”. Los espié con unos binóculos mientras empacaban unos juguetes donde mi abuela. Y cuando regresé, antes de que me descubrieran, solo encontré encendido un bombillo de la casa: el de la habitación en la que el niño Dios había dejado mis regalos.

He oído esa historia tanto que ya no sé si la recuerdo. Me despedí de mi tío con la primera excusa que me vino a la cabeza. 

Salí del centro comercial apenas pude. Odié la fila para conseguir el taxi de vuelta. Odié a las señoras aplastadas por los paquetes. Pero no me importó nada más cuando logré salir de ahí.

Llegué a mi casa un poco después de las 5 de la tarde. ¿Y sabes qué pensé? Que a mí me sobra todo el mundo si estás tú. Que a mí me da lo mismo que sea Navidad o que sea el último día del país si tú no duermes al ladito. Que no tengo familia ni tengo nada si no te tengo a ti. Que yo tendría hijos solo si fueran hijos tuyos. Y que estos veintisiete regalos, que tienes ahora mismo en tus manos, en verdad son todos para ti. Me di cuenta de eso cuando me senté, en la mesa del comedor, a hacerles las tarjetas a los paquetes, porque, cada vez que iba a escribir para quién era, se me venía tu nombre a la cabeza. Y por eso, porque todo lo que existe es tuyo, te los dejo acá abajo para cuando por fin vuelvas de viaje. 

Yo no sé qué vas a hacer con dos bufandas, cinco esferos, nueve ponqués de Navidad endurecidos. Pero vive conmigo lo que nos quede de vida. Y evitemos juntos la suerte de los otros.

1 comentario:

  1. Qué emoción encontrar, por estos lados, un cuento del escritor que tanto admiro y que bien se siente saber que alguien más se ha dado cuenta de que todos los colombianos estamos hechos de alegría y tristeza en las mismas proporciones.

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