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lunes, 25 de enero de 2021

OXÍMORON – Inés Fernández Moreno

Inés Fernández Moreno (Buenos Aires, 1947). Escritora argentina. Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires (UBA, 1975). Realizó estudios como becaria en España y Francia. Hasta 2002 trabajó como directora creativa en publicidad y marketing. Entre 2002 y 2005 residió en España y actualmente reside en Buenos Aires, es docente y dicta talleres literarios. Es autora de los libros de cuentos La vida en la cornisa (Emece, 1993), Un amor de agua (Alfaguara, 1997), Hombres como médanos (Alfaguara, 2003), Mármara (Alfaguara, 2009) y Malos sentimientos (Alfaguara, 2015) –volumen al que pertenece el texto que encontrarán más adelante-, y de las novelas La última vez que maté a mi madre (Editorial Perfil, 1999; Punto de Lectura, 2006), La profesora de español (Alfaguara, 2005), El cielo no existe (Alfaguara, 2013) y No te quiero más (Alfaguara, 2019). Su obra ha recibido numerosas distinciones en su país, como el Primer Premio Municipal en cuento y el Primer Premio Municipal en novela, y en el exterior, entre los que figuran los premios de cuento La Felguera (España, 1992), Max Aub (España, 2003) Hucha de Oro (España, 2007) y el prestigioso Premio Sor Juana Inés de la Cruz (México, 2014) por su novela El cielo no existe.

Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de Inés Fernández Moreno.




OXÍMORON

Carátula de: Malos sentimientos (Alfaguara, Argentina - 2015), de Inés Fernández Moreno

-Ese color no te queda bien -dijo Tina.

Adela asintió y empezó a sacarse el abrigo resignadamente.

-Sin embargo, es verde musgo -acotó la vendedora, recalcando las palabras con un entusiasmo respetuoso.

Tina y Adela se miraron, y después las dos miraron a la chica que retrocedió un poco intimidada. 

-Es el color que se lleva esta temporada -agregó ella, justificándose.

-¿Por qué no te probás el de cuadros grises y blancos? -sugirió Tina-. Los cuadros son atemporales –dijo haciendo un gesto ampuloso con la mano.

La empleada fue solícita a buscarlo.

Adela se lo probó y giró frente al espejo, con los brazos tiesos a los costados, como si fuera un muñeco.

-Es bastante lindo, pero acá en los hombros me hace un defecto ¿no?

Se conocían desde hacía tantos años que no hacía falta ninguna diplomacia entre ellas.

-Parece que no tuvieras cuello. Sigamos buscando, dijo Tina.

La empleada se quedó en silencio, con los brazos cargados de abrigos. 

Las dos amigas salieron de la tienda, acaloradas, y subieron por una escalera mecánica hacia el piso más alto.

-Qué castigo el shopping –resopló Adela- Pensar que traen a los chicos a pasear aquí.

-A los ancianos y a los bebés -agregó Tina.

Se detuvieron frente a una nueva vidriera donde se exhibían dos chaquetas y un abrigo sobre tres maniquíes.

-El de color tomate no está mal.

-Eso era la “litote” ¿te acordás? Decís lo contrario de lo que afirmás. “No es nada tonto ese chico…”

Tina se rió.

-¡Qué memoria la tuya! No sé qué haría sin vos.

-Sobre todo para acordarme de algo tan necesario como las figuras retóricas.

-¿No te parece que ya son viejos? -dijo Tina, señalando los maniquíes-. Digo, los abrigos, todavía no los vendieron y ya parecen viejos.

-Es por las telas. Son de mala calidad.

Adela se miró en un espejo lateral de la vidriera y se arregló el pelo.

-¿Tendremos todos ese aspecto gastado? ¿La piel igual que esas telitas rasposas?

-Claro -dijo Tina- somos todos calidad cartonera. 100% hechos en la Argentina. Mejor nos vamos de aquí.

Se quedaron un momento indecisas frente a la vidriera.

-Antes podemos hacer un último intento en Zara –propuso Adela- están en plena liquidación.

Fueron hasta el final del pasillo donde estaba la tienda. Era una de las sucursales más grandes de la ciudad y estaba lleno de mujeres que circulaban de perchero en perchero como poseídas. Algunas tironeaban de las mismas prendas sobre una mesa, como en una escena de película americana de los años cincuenta.

-Las mujeres enloquecen con los saldos, qué asco -dijo Tina.

Adela sacó varios abrigos de sus percheros y, para no hacer la cola de los probadores, se instaló frente a una columna con un espejo. Dejó en el suelo su cartera y su abrigo viejo, y se los probó uno tras otro a una velocidad asombrosa.

-El blanco es como un sueño imposible. Sólo sirve si tenés varios más.

-¿Y este cuadrillé? un poco payasesco ¿no?

-Queda el último con el canesú, divertido para una chica de veinte, pero nosotras ya…

-Lo que te dije -afirmó Tina-. Tenemos que apuntar más alto.

-Más alto ¿A cuántos metros?

Tina hizo visera sobre los ojos con una mano y miró al horizonte con aire de prócer.

Ya habían ido a dos shoppings, recorrido unas ocho tiendas, se habían probado más de veinte abrigos. Sobre todo Adela que era la que necesitaba uno.

-Nos merecemos un descanso ¿no?

Salieron del shopping, cruzaron la calle y se sentaron en un café con amplios ventanales hacia afuera.

El cielo se había encapotado y se había levantado un viento frío que arremolinaba las hojas en la vereda.

-Te acordás cuando nos conocimos -dijo Adela, afirmando más que preguntando.

Tina bostezó.

-Eso es lo que se llama una pregunta retórica.

Se habían hecho amigas, precisamente, a causa de sus abrigos.

Tina llevaba un montgomery azul,  y Adela uno rojo.

Era el primer día de clases del primer año del secundario. Eran todos nuevos y desconocidos. Y todos estaban compungidos: dejaban atrás la felicidad del verano para meterse en los pasillos sombríos del nacional.

-Lo que más recuerdo del primer día de clases es la cara de rata asustada de Rudnik.

-Y yo de González, la única a la que se veía radiante, ansiosa por empezar a destacarse, la muy forra.

-Bueno, ahora es la obstetra jefa de la Maternidad Sardá. Trae niños al mundo. Bebés para llevar a pasear a los shoppings.

-Esa idea de llegar a ser… -empezó a decir Tina- pero se calló.

Las dos se quedaron en silencio revolviendo el café.

-Lo del montgomery fue fulminante, dijo Adela.

Entre ellas –les pareció entonces-  había ocurrido una especie de milagro. Entonces se sentaron juntas y se pusieron a hablar de sus familias y de la ropa. Primero con timidez y después, con el paso de los días, se lo confesaron todo. 

Tina era la menor de tres hermanas así que siempre le tocaba la ropa usada de las dos más grandes. Era la primera vez que le compraban un abrigo sólo para ella. El montgomery había sido un reconocimiento por haber entrado al nacional.

Adela, en cambio, era hija única, pero la madre era calamitosa, dependía siempre del novio de turno. La ocurrencia de ir a ese nacional, por ejemplo, había sido idea de uno de ellos, a su madre le daba igual un instituto que otro. Por las dudas, entre novio y novio, le compraba la ropa dos talles más grandes para que le durara. Bien mirado, el montgomery le sobraba por todas partes. Ella se lo arremangaba para disimular.

El año anterior al del montgomery rojo, Tina había heredado la chaqueta de mohair de su hermana. Cuando era nueva se la envidiaba. Era suave, como una mascota cariñosa, pero con el uso se fue gastando. Cuando al fin la heredó, los pelos estaban tiesos y se había descolorido. Además, las mangas le quedaban cortas.

-La escuela quedaba sólo a cuatro cuadras de casa -recordó Tina-. Mi madre me miraba desde el balcón, hasta que llegaba a la esquina. En cuanto doblaba y quedaba fuera de su vista, yo me sacaba la chaquetita rabona y la metía dentro de la mochila. Caminaba hasta el colegio con un frío de pelarse.

Adela había vivido dos años en Italia, a donde habían emigrado arrastradas por otro novio de la madre. 

-El tano Santilli fue el más miserable de todos. Me hizo ir al colegio todo el invierno con la chaqueta del uniforme. Un invierno europeo sin abrigo. ¿Te imaginás?

-Hablando de Santilli ¿Qué habrá sido de la vida de Santillán? Era simpático.

-Ese sí que no pasaba frío. Era el único del colegio que tenía esos guantes extraordinarios, forrados de piel de oveja.

-Nosotras éramos distintas -dijo Adela, y pegó un golpecito rabioso a la mesa con los nudillos.

-Todos competían por el mejor promedio. Nosotras para ver quién tenía la historia más triste.

El café se había ido llenando de gente. Mujeres que entraban con bolsas enormes de compras. O con chicos de la mano. Hombres que arrastraban sus note-books o sus portafolios.

-Bueno ¿vamos? Hay que seguir con la cruzada del abrigo.

Adela empezó a llamar al mozo con gestos inútiles. Después de unos minutos, Tina se impacientó.

-Vámonos -dijo-, que se joda.

Las dos amigas se levantaron y salieron a la calle.

Pese al viento y la amenaza de lluvia, decidieron seguir caminando.

Recorrieron dos o tres cuadras en silencio y, cuando cruzaron la avenida, la vieron.

-Mirá a la rubia de pelo corto -dijo Adela codeando a Tina-. ¡Ese es el abrigo que quiero!

La mujer caminaba unos pocos metros delante de ellas, tendría unos cuarenta años y estaba demasiado arreglada.

-Y no sólo el abrigo -agregó Tina-, fijate el bolso y el paraguas.

-El paraguas a quién le importa. Pero el abrigo es soberbio. ¡Qué corte y qué tela! Eso debe ser lana de verdad, no esa porquería de mezclas con acrílico… ¡Y tiene capucha!

Apuraron el paso para poder observarla mejor.

-No debe ser de acá. Lo debe haber comprado afuera.

-¿Le preguntamos?

-Tal vez ella tampoco sea de acá, podría ser una turista europea.

La mujer rubia se detuvo frente a una marroquinería. Ellas también.

-Debe tener cincuenta -dijo Adela cuando reanudaron la marcha.

-Ah los milagros de la cirugía -dijo Tina-.

-Pensar que yo conservé, supe conservar, esta nariz -dijo Adela, y se la acarició con orgullo.

Dejaron de buscar abrigos en las vidrieras y se plegaron al ritmo de la mujer rubia, a sus elecciones y sus titubeos.

Se detuvo frente a una casa de antigüedades y entró a preguntar algo.

Tina y Adela se quedaron afuera, espiándola, especulando sobre ella.

-Gringos hijos de puta. Se llevan cosas de aquí por monedas, objetos de arte sobre todo.

-Parece que pregunta por aquella vitrina, la colonial. Es un armatoste, así que debe vivir acá.

-Fichá los detalles. Uno: el bolso. Es de esos llenos de compartimientos, como una caja fuerte. Dos: el mango del paraguas ¿no es como un cetro?

Vieron a través de la vidriera cómo la mujer hablaba con un empleado y después cómo guardaba una tarjeta en un bolsillo. 

La rubia elegante salió del local, se puso la capucha del tapado y siguió su camino calle arriba. Ellas fueron detrás. 

-Tal vez sea solo un gato fino -dijo Tina.

-No sea prejuiciosa, puede ser la mujer de un empresario, una esposa legítima, de legítimo cuero argentino.

Se rieron.

La mujer entró en una cortada que se abría a la derecha de la avenida, y ellas, después de un gesto mudo de consulta, decidieron seguirla hasta el final de su recorrido. 

A mitad de cuadra la mujer del tapado magnífico se detuvo, abrió el bolso y empezó a buscar algo.

-Dale, preguntémosle, insistió Adela.

Se acercaron a la desconocida.

-Perdoname, la encaró Adela, tuteándola desde el principio.

La mujer, sorprendida, giró hacia ellas.

-Queríamos hacerte una pregunta…

La rubia sonrió. Así, vista de cerca y sonriendo, tenía algo gentil. Los dientes, un poco desparejos, rompían la regularidad de una cara artificial.

-Es sobre el abrigo.

-Ah el abrigo, dijo, y se miró un poco avergonzada, como si ella no fuera responsable de lo que llevaba puesto.

-Es que estoy buscando justo justo algo así…

-La verdad, no lo compré acá. Lo compré en Miami, en una casa que vende ropa importada. Así que tampoco debe ser americano…

-Le decía yo a Tina -dijo Adela-. Ese abrigo no es de aquí. Qué ojo tengo ¿no?

-¿Me permitís que toque la tela? Porque además del corte, la tela es bárbara, y el color…

-Sí -dijo la mujer, y tendió el brazo hacia ella para hacérselo tocar-, es muy souple.

Adela lo acarició con lentitud.

-Qué suavidad –dijo-, y fijate el color Tina, es gris, pero luminoso ¿no te parece?

-Hm -dijo Tina, y a su vez empezó a acariciar la manga.

-Bueno -dijo la rubia bajando el brazo, y empezó a hacer un movimiento de retirada.

-Disculpá -dijo Tina- no queremos ser indiscretas, pero… ¿Te costó muy caro?

La rubia elegante se puso seria.

-No me acuerdo, lo compré hace dos años…creo que unos doscientos dólares.

-Acá te piden una fortuna por cualquier porquería -dijo Tina.

-Bueno chicas -dijo la rubia-, acomodándose la capucha, tengo que irme, ¡ojalá encuentren lo que buscan!

-Esperá un minuto, esperá -dijo Adela, y miró alternativamente a la rubia y a Tina-. No sé si será pedir demasiado, pero a veces hay que animarse a…

-¿A qué? -preguntó la rubia con curiosidad.

-A cosas que no parecen muy normales –intervino Tina.

La rubia levantó las cejas y apretó su cartera instintivamente.

-No es nada del otro mundo –dijo Adela- es solo si…¿me lo podría probar? Sólo para ver. Porque yo creo que es el abrigo de mi vida y resulta que tal vez no lo sea ¿me entendés?

-Ah, eso es un razonamiento inteligente, acotó Tina.

Había empezado a caer una llovizna helada y la rubia, para ganar tiempo, abrió el paraguas.

-Discúlpenme -dijo nerviosa, se me está haciendo tarde.

-Es un minuto -dijo Adela, y le guiñó el ojo a Tina.

-Dale, qué te cuesta -repitió Adela, y se le colgó de un brazo.

La rubia sacudió el brazo para desprenderse pero Tina se le colgó del otro.

-¿Pero qué les pasa a ustedes? -dijo la rubia-, ¿¡están locas!?

-No, te estamos pidiendo un favor solamente. ¿Vos no tenés hijos?

-¿Y eso qué tiene que ver? -dijo la rubia, con voz muy aguda.

-¿Te gustaría que tus hijos pasaran frío? ¿Que no tuvieran abrigo?

-No tengo hijos, dijo la rubia, y después intentó abrirse paso con el paraguas, pero Adela se lo sacó de un manotazo.

-¡Suéltenme! -gritó la rubia.

La lluvia se había hecho más densa y en la cortada no había nadie a la vista.

-Es una prueba nada más, maricona -dijo Adela, y empezó a tironear de una manga.

La rubia empezó a chillar.

-Que llueva que llueva, la vieja está en la cueva -canturreó Tina.

Empezaron a sacudir a la rubia que iba de un lado al otro de su abrigo tironeada por las mangas

-Ufa, cuánta resistencia, por un abrigo de mierda -dijo Adela.

La rubia patinó en la vereda y se cayó contra el cordón.

-Por fin se quedó quieta -dijo Tina.

-Cómo es la gente ¿no? -dijo Adela-. Alguien tiene un buen abrigo y se cree dueño del mundo.

-¿Esa no era una hipérbole? -recordó Tina.

Terminaron de sacarle el abrigo a la rubia. La mujer ya no se resistía y de un costado de la frente le salía un hilito rojo de sangre.

-Cuidado, no lo manches.

Adela sacudió el abrigo en el que se habían pegado algunas hojas secas de otoño. Después se lo puso y giró como una modelo.

-Te queda perfecto -afirmó Tina-. ¡Espectacular!

Se alejaron de la cortada hacia la avenida.

-Tina -dijo Adela volviéndose hacia el callejón- creés que ella…

-Te apuesto que es italiano. Mirá la etiqueta, ¿qué dice?

Adela se sacó la mitad del abrigo y se contorsionó para leer la etiqueta que estaba a la altura del cuello.

-Made in France, dice.

-No hay vuelta que darle, los franceses siempre son los exquisitos más asquerosos del mundo.

-Eso me parece que es un oxímoron -afirmó Adela.

1 comentario:

  1. Inés, tus cuentos son sorprendentes...y adorables! Soy una de tus fieles lectoras.

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