José María Sánchez Borbón (Isla Solarte, Bocas del Toro, 1918 - ciudad de Panamá, 1973). Abogado, empresario y escritor panameño. Fue Embajador de su país en Colombia y Argentina. Su producción está integrada por los libros Tres cuentos (1946); Sumió-Ara (1948) y el volumen póstumo Cuentos de Bocas del Toro (1994). Sus cuentos fueron traducidos al alemán, francés, inglés y ruso. El texto que encontrarán a continuación forma parte del libro Cuentos Panameños (2004), publicado por Editorial Popular.
NADA
Cuando se asomó a la puerta, la lluvia tendía una cortina espesa sobre el fondo borroso de la loma. Los árboles comenzaban a oscurecer.
Llena de angustia, trató de penetrar la tristeza del paisaje. Cerca, el río brincaba, encabritándose en el recodo. Nada. Sólo, a veces, la sombra fugitiva de un tronco sobre las aguas turbulentas.
De regreso, a la luz del fogón el cuerpo dibujó una figura grotesca. Caminaba con lentitud, meciéndose como hamaca. Se acomodó en la cama haciendo un gesto infantil de miedo.
La voz de la india le hizo volverse, sobresaltada:
—¡Tonta! No tengas miedo. Yo'a tenío muchos.
Afuera, el rumor de la creciente se metía por todos los rincones de la noche. Los árboles de las orillas se empinaban a la defensiva, templando los cables nudosos de las raíces.
* * *
Con el alba, el marido había salido en busca de la comadrona. La dejó con la certidumbre de que el alumbramiento vendría en cualquier momento. Después, llovió torrencialmente y tuvo el primer dolor. Casi cae de rodillas. Un poco asombrada se agarró el vientre, pugnando por ahogar el grito que le hervía desde muy adentro. Aquello pasó pronto. Salió al patio. Al otro lado del río una india lavaba bajo el aguacero. Llamó. La mujer no oía, ensordecida por el ruido parejo de la lluvia. Llamó desesperadamente hasta enronquecer. Fue en vano. Desalentada, regresó al rancho y se acostó con las ropas mojadas y los pies llenos de lodo. Casi todo el día hiló con prisa una plegaria. Tenía los labios hinchados a fuerza de refrenar la mordida de las entrañas. Atardeciendo hizo tregua el aguacero. Volvió a salir. Aún estaba la india lavando. Llamó. La mujer levantó la cabeza. Cruzó el río y subió al rancho. Juntas continuaron repasando la madeja interminable de la oración. No; ella no tenía miedo. Al contrario; se sentía feliz. Solamente quería que el marido estuviera presente a la llegada del hijo.
De pronto escuchó con atención hacia el bajo. El acento bronco del río subía, incontenible, la loma, arrastrándose pesadamente en dirección al rancho. La hendidura de la puerta adelgazó ese sonido amenazador, ese soplo siniestro semejante a una brisa húmeda que, barriendo el piso, subía hasta el jorón y la pared recalentada de cañajira. El fogón, inquieto, estrujaba sombras en la pared.
Un crujido de árbol cambió la queja del río. Se sintió un griterío de piedras que ruedan. Las piedras, locas, salpicaron choques. Los choques saltaron al cuarto, se hundieron en los oídos. ¿Era ella una piedra rodando sobre abismos roncos, o era ella el centro de un choque de peñas y alaridos? Así rodando, rodando, se descuajaron las caderas. El cuerpo se transformó en un solo inmenso nervio retorcido. Se hizo más tirante y le llegó, pobrecita, una oleada de sonidos como campanadas. Luego, del sonido quedó solamente el dolor. Del dolor, una carne prieta y rojiza de cholo recién nacido. Lejos, a una distancia inasible, se desvaneció la caravana de piedras que ruedan. Las carnes, cansadas, se apaciguaron. Sobre el techo mordía con rabia el aguacero.
* * *
En la madrugada la puerta se abrió. El hombre, agarrotado por el frío y la fatiga, se acercó a la cama. Habló, y el tono de su voz traslucía pesar, remordimiento: María, pobrecita. ¡El río ta crecío!
Ella volvió la cabeza y sonrió al ver el gesto de su cara. Fue que se quedó mirando el pequeño bulto que yacía a su lado. Mirándole los ojos, le dijo:
—No fue na'a. Naa'ita.
El viento, madrugador y huraño, rascaba la nuca áspera del cañablancal.
Extraordinario golpe de poesía. Gracias.
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