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lunes, 19 de julio de 2021

FRAGMENTACIÓN – Manuel Fernando Velasco

Manuel Fernando Velasco (San Salvador, 1971). Docente y escritor salvadoreño. Licenciado en Literatura por la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), donde también estudió el Profesorado de Educación Media en la especialidad de Letras. Además, posee una Maestría en Educación Social y Animación Sociocultural por la Universidad Pablo de Olavide, de Sevilla, España. Fue docente de la UCA hasta el año 2010 y desde enero de 2011 hasta julio de 2014 se desempeñó como Director Nacional de Bibliotecas y Plan de Lectura. A partir de entonces, trabaja como consultor y facilitador en las áreas de educación, literatura, lenguaje, redacción, corrección de textos y formación de docentes en lectoescritura, en El Salvador y en la región de Centroamérica y el Caribe. Ha publicado artículos en diferentes revistas culturales y educativas, y en distintos medios de comunicación social de su país. Su bibliografía incluye los libros Técnicas de expresión oral y escrita (en coautoría, 2002); ¡Abra palabra! A propósito de la expresión (en coautoría, 2004); Itinerarios de vida. Palabras de un lector (2015) –volumen del que forma parte el texto que aquí comparto-; Más allá de las letras. Alfabetización inicial en Educación Básica (Ministerio de Educación de El Salvador, MINED, 2017); De cómo el espíritu de la Navidad se salvó del aburrimiento (Innovación Digital, 2018) y ¡Esa palabra no! (Talleres Gráficos UCA, 2021).

Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de Manuel Fernando Velasco.




FRAGMENTACIÓN

Carátula de: Itinerarios de vida. Palabras de un lector (Imprenta RICARTONE, El Salvador - 2015) de Manuel Fernando Velasco

…La verdad, ahora que lo pienso y hago lo posible por explicarlo, lo mío carece de inicio y tampoco tiene final. Incluso en lo que conté antes hace falta un origen. Porque podría decir que el día que recibí por primera vez aquella llamada era martes, hasta podría agregar que eran las 3:11 de la tarde, pero en realidad aquello no empieza allí. Tampoco acabará hoy. Lo siento dentro de mí.

…Ese martes me levanté tarde, como lo venía haciendo desde hacía diecinueve días, tiempo que llevaba desempleado. Había hecho cuentas: si vivía con la suficiente austeridad, la indemnización me alcanzaría para seis meses, quizá hasta más. Me había acostumbrado lo suficiente a mi vida de hombre soltero; subsistía sin mayores lujos, tampoco llegaba a pasar privaciones. Vivía el día a día sin más.

Me asombró lo rápido que me acostumbré a aquella rutina. Lo primero que hacía al despertarme era encender el televisor. No me interesaba algún programa en específico, tan solo me trasladaba de un canal a otro. Si algún hecho captaba mi atención, mi pulgar dejaba por un instante de presionar los botones del control remoto. Pero enseguida ya estaba en ello otra vez. Después de casi media hora, me dirigía a la cocina a prepararme el desayuno. Yogurt o cereal, tostadas con requesón y té de manzanilla o café descafeinado. No me gustaba levantarme a media comida, así que lo disponía todo sobre la mesa y una vez me aseguraba de que estaba ya todo preparado, me sentaba y empezaba a comer sin prisa alguna. Era mi primer momento de deleite del día. Solo, en aquella parte de la casa, saboreando lo que me gustaba, preparado a mi manera. Sin embargo, mi mayor placer era el silencio. Mi casa era la última del pasaje de una residencial ubicada en una zona bastante tranquila y la anterior a la mía estaba desocupada desde hacía dos meses. Tampoco había niños, y salvo las interrupciones de rigor del vendedor de agua, el silencio se imponía sordamente.

…Mis ocupaciones durante el resto del día variaban entre recorrer canales, leer un poco en la sala o escuchar algo de música. Aunque si he de ser sincero, mi principal actividad no dependía de mí, sino del teléfono: en buena medida me mantenía atento a que alguien llamara para dejarlo sonar una y otra vez. La complacencia que me ocasionaba el escuchar repetidamente el timbre sin verme en la obligación de contestar era mayúscula. Pero nada se comparaba con lo que seguía después: cuando dejaba de sonar, el timbre del teléfono parecía quedarse rebotando en las paredes y techo de la casa y, lentamente, el silencio iba tragándoselo, devorándoselo, como un cuerpo semisólido va sumergiéndose poco a poco en el agua hasta desaparecer por completo. Entonces el silencio imponía su orden y todas las cosas que podía contemplar reclinaban su rostro ante él y lo reconocían como amo y señor de la inerte soledad en la que me encontraba. El silencio lo engullía todo, lo ahogaba todo, y se posaba, impasible, en todo lo que me rodeaba. También dentro de mí.

…Siempre pensé que si alguien quería comunicarse urgentemente conmigo podía llamarme a mi celular. Aunque no muchas personas sabían mi número, eran las suficientes: mi madre, mis hermanos, dos amigos, algunos antiguos compañeros del trabajo, otros hombres y otras mujeres a las que conocí en algún momento de mi vida. Por eso dejaba sonar el teléfono una y otra vez y me fascinaba con el posterior silencio absorbiéndolo todo, sin prisa pero con decisión, esa sensación de ruido que flotaba como aliento al interior de mi casa hasta que se evaporaba por completo. Invariablemente el teléfono sonaba y nadie llamaba a mi celular. Con seguridad, un número equivocado o alguna llamada ofreciendo algún servicio.

En otras ocasiones, el teléfono parece cobrar vida propia y timbra furiosamente hasta nueve veces antes de darse por vencido y dejarse desplomar como un toro herido en medio de la nada. Casi enseguida, suena mi celular y leo el nombre ‘Mamá’ en la pantalla. Siempre me ha molestado la música que viene con estos teléfonos, así que nada logra interrumpir la victoria del silencio sobre los timbrazos que se repiten con regularidad y que ya para entonces han transitado hacia la clandestinidad. La pantalla sin embargo se ilumina otra vez y la mayor parte del tiempo decido ignorar a mi madre. No porque no la quiera. Me agota. Hablar con mi madre me debilita… Una sombra –no mi sombra– se sitúa a mi izquierda y se adhiere a mi corazón como la mala hierba que crece en los húmedos muros de alguna ciudad perdida… Otras tantas veces, el teléfono llama y llama como pidiéndome que me acerque y lo tome entre mis manos, pero termina por aburrirse y acepta con resignación mi indiferencia. Siento de nuevo el placer del silencio durante el tiempo necesario como para leer en la pantalla de mi celular el nombre de algún amigo o conocido. Pero era yo quien decidía con quién hablar. Era mi poder.

…Sé bien que eran las 3 de la tarde con 11 minutos porque el teléfono sonó en el preciso instante en que miré el reloj despertador que mantenía sobre la mesa de noche de mi cuarto. Diez timbrazos consecutivos la primera ocasión y doce más al segundo intento. Me pareció que aquello seguiría una vez más, pero súbitamente el teléfono enmudeció. Me sentí intranquilo. Había algo extraño en el modo en que había resonado el aparato, algo desacostumbrado, excepcional, que sin embargo me era imposible determinar con palabras. Un par de minutos después, el zumbido de mi celular sobre la mesa del comedor llamó mi atención. Supe entonces con total certeza que la persona que había llamado antes intentaba una vez más comunicarse conmigo. Sin prisas, casi esperanzado en que la vibración se detuviera antes de llegar hasta allí, me aproximé y leí en la pantalla ‘número privado’. Aquello me desconcertó. Desconocía que eso podía hacerse. Hasta entonces, siempre había recibido llamadas de mis contactos, y si se trataba de algún número no asignado, los ocho dígitos aparecían ordenadamente ante mis ojos. Ahora no. Me sentí ofendido. ‘Privado’ me pareció una mala palabra, un intruso en el terreno de una propiedad –la mía– reservada únicamente para nombres y números. ‘Llamada perdida’. No, no iba a contestarle a un ‘número privado’. Si no mostraba sus cartas, no estaba dispuesto a jugar… Pero ya la ansiedad se me había enquistado en cada segmento de piel, por dentro.

…Los dos días que transcurrieron antes de recibir de nuevo aquella llamada los soporté en el límite de la desesperación. Sabía que debía responder, aunque eso significara ceder en mi poder. Era algo muy fuerte, que solo ahora puedo nombrar como destino: en algunas páginas de algún libro que se encontraba en algún lugar se hallaba enlazado mi nombre a aquella llamada. Simplemente era así. Al igual que la primera vez, el teléfono sonó largamente en dos ocasiones. Luego, la llamada al celular. Las letras en la pantalla: ‘Número privado’. Mi enojo al leer aquello que me obligaba a responder aunque no lo deseara. La conversación, por supuesto, la recuerdo bien.

–¿Diga? –Aunque lo intenté, la exasperación en mi voz se transmitió nítida.

–Hola, Marco. Soy yo.

Era una mujer. Guardé el mayor silencio posible y revolví recuerdos para establecer alguna relación y formarme algún rostro. No me fue posible. Me molestaba la sensación certera de reconocer algo familiar en su voz que no terminaba de descifrar. Para peor había dicho ‘Marco’, sin ‘s’. Varios de mis conocidos cometían la ligereza de llamarme ‘Marcos’. No solo me había cansado de hacerles ver el error, sino que había terminado por darme igual. Pero ella sabía mi nombre.

–¿Quién habla? –No se me había ocurrido algo mejor que decir. La cólera que me invadía por dentro no hacía más que aumentar. Podía sentir cómo se movía en mi interior.

–¿No lo sabes? Yo a ti te conozco bien. ¿Es posible que no me reconozcas? –Había hecho esa pregunta con un lejano tono de reproche, nada exagerado, pero mi ira se había puesto en pie y empezaba a lanzar zarpazos.

–No tengo tiempo para tonterías –le grité casi–, si no va a decirme su nombre, no vuelva a llamar más –lamenté de inmediato esas palabras, pero no había vuelta atrás–; sé que esta es la segunda vez que lo hace, así que por última vez le pregunto quién habla.

–Descubre mi nombre –dijo, y colgó.

Me sentí indignado y empecé a insultar a esa mujer con una saña hasta entonces desconocida para mí. Mis manos se sacudían y mi alma era un perro que no dejaba de ladrar, furibundo. Todo empeoró aún más cuando descubrí lágrimas en mi rostro. No tenía por qué llorar, no había motivo alguno. No debía de llorar de esa manera lamentable. No. Sin embargo lo hacía, todo mi cuerpo temblaba, incontrolable, y el llanto ahora eran gemidos que fragmentaban el silencio de mi casa y lo lanzaban hacia fuera, donde no podía alcanzarlo… No sé cuánto tiempo pasó. Pero al final me invadió un profundo sentimiento de desolación… Algo en mí se había quebrado para siempre…

…Algo me dice que la mujer no volverá a llamar hasta que descubra su nombre. Pero por más que lo intento no consigo desentrañar qué hay más allá de su voz. Mi imagen se ha multiplicado y cambia. No puedo verme en un solo espejo. Mi madre me llama pero continúo ignorándola. Su sombra ha crecido.

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