Rosa María Crespo Justiniani de Britton (Ciudad de Panamá, 1936-2019). Médica y escritora panameña. Ejerció la medicina como cirujana, obstetra y oncóloga. Fue Directora del Instituto Oncológico Nacional. También se desempeñó como Presidenta del Pen Club Internacional, capítulo de Panamá y de la Fundación Pro-Biblioteca Nacional. Publicó las novelas El ataúd de uso (1982), El señor de las lluvias y el viento (1984), No pertenezco a este siglo (1991), Todas íbamos a ser reinas (1997), Laberintos de orgullo (2002), Suspiros de fantasmas (2005) y Tocino del cielo (2016); los libros de cuentos ¿Quién inventó el mambo? (1986), La muerte tiene dos caras (1987) –en el que se publicó originalmente el texto que encontrarán más adelante-, Semana de la mujer y otras calamidades (1995), La nariz invisible y otros misterios (2001) e Historia de mujeres crueles (2010); las obras de teatro Esa esquina del paraíso (1986), Banquete de despedida / Miss Panamá Inc (1987) y Los loros no lloran (1994); y el ensayo La costilla de Adán (1985). Obtuvo, entre otros galardones, el Premio César Escritora del Año (Los Ángeles, California, Estados Unidos, 1985); el Primer lugar en la sección de cuento del Concurso Literario Fullbright (San José, Costa Rica, 1985); el Premio de Teatro en Quetzaltenango (Guatemala, 1995), con la obra Los Loros no Lloran; la distinción como Mujer del Año, Medalla de Oro Raquel de León (1987), otorgada por la Federación de Mujeres de Negocios de Panamá; el Premio Mujer Destacada del Año (2009), otorgado por la Asociación Panameña de Ejecutivos de Empresa-APEDE; y, en seis ocasiones, el Premio Ricardo Miró en los géneros novela, cuento y teatro. El cuento que aquí se publica fue incluido en el libro Cuentos panameños (2004).
LA MUERTE TIENE DOS CARAS
La muerte se le fue colando por el ojo izquierdo. La sintió llegar con su hálito un poco frío que se le pegó a la cara y alivió de sopetón la fiebre que encendía sus mejillas. Ella fue pasando suavemente por su frente y recordó, de repente, todas aquellas oraciones aprendidas en la escuela primaria, aquel año que ganó el concurso eucarístico por saberse de memoria las ciento treinta páginas del catecismo cristiano. Los ojos se le fueron hundiendo en la cabeza como hastiados y sus párpados se tornaron en espejos capaces de reflejar las imágenes por dentro y fuera de su mente. Blancas cortinas rodeaban la cama, aislándolo del resto de la humanidad que piadosamente trataba de ocultar la agonía: su agonía.
Quiso gritar que ya terminaba todo, pero Ella le acarició la garganta, ahogando los sonidos que se deslizaron débiles entre sus labios resecos. Se entretuvo repasando las imágenes que reflejaban los espejos y vio a sus hijos, que hacía tantos días que no venían a visitarlo, porque su larga enfermedad les había agotado la paciencia. No era justo morirse así, en pedazos. La piedad por mucho que se estire no da para tanto.
La menor de sus hijas, la del pelo bonito y pestañas sedosas, que había tenido después de viejo con esa mujer que le sacó fiesta en el trabajo, lo venía a visitar tarde, después que los otros se habían marchado, para evitar peleas y malas caras. Ella sí había llorado bastante; ahora, la presentía en la humedad de lágrimas que aún quedaba impregnada en las sabanas. Ya no iba a poder terminar la escuela, como él le había prometido y ella también se cansó como los otros que iban y venían con ese: ¿Hasta cuándo va a durar el viejo? Doctor, ¿no puede usted hacer algo ? Mire cómo sufre; tiene días que no prueba bocado, ¿no puede usted hacer algo? Y después de las quejas, la inyección que lo metía en ese limbo de los muertos en vida, con aquel dolor clavado en medio de la barriga, por mucha inyección que le pusieran... Los nietos tan juguetones, ¡que poco los conocía! Se los imaginó ya grandes en la Universidad, gente importante, su semilla. Hacía tiempo que todos lo habían dejado a un lado, pero él comprendía; con los estudios y tantas cosas interesantes por hacer, no alcanzaba el tiempo para un viejo enfermo.
El espejo reflejó la mosca, su amiga de muchos días, que majestuosamente se paseaba como un astronauta por las montañas lunares de las sábanas, deteniéndose aquí o allí, para detectar un nuevo olor, o saborear minúsculos fragmentos de su humanidad, derramados sobre la cama, porque ya sus sentidos funcionaban por cuenta propia, sin hacerle el menor caso a la vergüenza. Treinta y seis pares de ojos lo contemplaron curiosos por unos segundos, para proseguir indiferente en la búsqueda cuidadosa por todos los resquicios, de vez en cuando frotándose satisfecha las patas delanteras.
El fruto blanco colgado del árbol de metal, descargaba gota a gota a través de tubos transparentes el líquido que lo mantenía con vida. Al meterse por sus venas, tensas sobre la piel amarillenta, le ardía como un latigazo obstinado en mantenerlo despierto. Ella jugueteó con la aguja y de un solo soplo detuvo el líquido rojo que circulaba por su cuerpo, convirtiendo la rápida carrera en un lento oscilar de pequeñas olas que morían al llegar a su pecho.
El monstruo que atormentaba sus entrañas comenzó a hundirse en un magma incoloro; recogió sus tentáculos de animal mitológico y Ella, con sus manos frías, apagó el fuego que lo devoraba y se sintió aliviado por primera vez en mucho tiempo. Los sentidos perdieron el resabio y su cuerpo, ligero como una nube, lo iba llevando hasta la entrada del corredor que lo recibía con fragancia de misterio y aquel viso de eternidad que lo llenó de un júbilo desconocido. Al final del túnel, los espejos se agobiaron inundados de luz.
Y fue entonces cuando los sintió, palpando su pecho frío, pidiendo a gritos ayuda y casi en el umbral de la perfección se detuvo indeciso, a tiempo para sentir el choque de la corriente eléctrica que recorría su cuerpo, devolviendo al líquido rojo el ímpetu de su fuerza, y el débil aletear se convirtió en latido. Quiso gritarles que pararan, que la corriente estaba alertando al monstruo, pero Ella, enojada, se detuvo en su garganta y con un mohín de malhumor se fue, saliendo por el oído derecho, no sin antes despertar en su lengua aquella sed amarga que tanto lo atormentaba. Abrió los ojos para encontrarse rodeado por la muralla blanca sembrada de rostros ansiosos, gente que no conocía y árboles de metal cargados con sus frutos blancos rellenos del líquido vital que fustigaba sus sentidos y devolvía la forma al monstruo que anidaba en su barriga. Y llegaron los hijos a la visita, con aquellos ojos de ¿hasta cuándo, Dios mío, hasta cuándo? y se resignó a esperar que ocurriera el milagro nuevamente.
Que descripción tan precisa y atinada de la agonía, del ocaso, de la partida. Excelente. Me gustó. Gracias Adriana por la pertinente selección de obras de autores en nuestro amado continente
ResponderEliminarGracias por compartir este cuento. Es un recurso valioso para empatizar con la persona sufriente, cómo así también para conocer posibles emociones de su familia. Una invitación para reflexionar e informarnos acerca de las medidas anticipadas que podemos tomar desde salud, para no tener una agonía larga si ya estamos preparados para partir.
ResponderEliminarGracias por sumar está lectura.
¡Hola, Magaly y Teresita, gracias por sus lecturas y por sus comentarios! Sin duda, el retrato que la autora hace de la agonía en este cuento es muy certero y sirve para poner sobre la mesa cómo es nuestra relación con la enfermedad y con la muerte, que suele ser un asunto al que, muchas veces, no queremos o no podemos ver de frente. ¡Saludos y cariños a ambas!
ResponderEliminarQuien es elle
ResponderEliminarCual fue su interpretación del cuento?
ResponderEliminarQue mensaje nos deja la escritura con este cuento
ResponderEliminarCual es los motivos presentes en el escrito del cuento
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