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lunes, 6 de febrero de 2017

CLICHY: DÍAS DE VINO Y ROSAS - Santiago Gamboa

Santiago Gamboa (Bogotá, 1965) es escritor, filólogo, periodista y diplomático colombiano. Realizó estudios de literatura en la Universidad Javeriana de Bogotá, de filología hispánica en la Universidad Complutense de Madrid y de literatura cubana en La Sorbona, en París. Desarrolló su labor periodística en programas literarios y culturales del Servicio de América Latina de Radio Francia Internacional (RFI), y como corresponsal en París para el diario colombiano El Tiempo. En su carrera literaria ha cultivado el ensayo y, en mayor medida, la narrativa –como novelista y cuentista- y tiene en su haber numerosas publicaciones tales como las novelas Páginas de vuelta (1995), Perder es cuestión de método (1997), Vida feliz de un joven llamado Esteban (2000), Los impostores (2001), Hotel Pekin (2008), Plegarias nocturnas (2012) y Una casa en Bogotá (2014); y el libro de cuentos El cerco de Bogotá (donde aparece el cuento que leerán más adelante), cuya edición príncipe se publicó en 2004 y que fue editado en Venezuela por la Editorial Madera Fina (2015). Su obra ha sido traducida a diversos idiomas y ha recibido distintos reconocimientos, entre los que destacan haber sido Finalista del Premio Rómulo Gallegos (2007) con la novela El síndrome de Ulises, así como haber ganado el Premio La Otra Orilla en 2009 por su novela Necrópolis.

Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de la Editorial Madera Fina.



CLICHY: DÍAS DE VINO Y ROSAS


Carátula de El cerco de Bogotá (Santiago Gamboa - 2015)
No voy a contar, por pudor, cuánto tiempo llevaba sin frecuentar a una mujer. Sólo diré, a manera de abrebocas, que la aparición de Sabrina fue providencial para mi equilibrio psíquico y que, de algún modo, impidió que me decidiera a saltar a los rieles del tren rápido que une a Roissy con Châtelet (cuando viene el tren, se entiende). También contribuyó a evitar que muriera envenenado con esos vinos de tres francos que bebíamos cuando no había plata, es decir casi todos los días. Casi siempre.

Sabrina era pediatra en el centro de salud de Blanc-Mesnil, un barrio pobre al norte de París, y la había conocido por casualidad, durante un trabajo. Con esto quiero decir también que era una casualidad que tuviera un trabajo, pues a pesar de morderme los codos de frío, aguantar hambre y hacer interminables filas para leer las ofertas en los tablones de los centros sociales y de la Eglise Américaine, las oportunidades escaseaban. Era el inicio de los años noventa. París era una ciudad arrogante y voluptuosa, pero los que habíamos llegado por la puerta de servicio éramos pobres como ratas. No había nada, o casi nada, para nosotros. Nos alimentábamos de sueños. Todas nuestras frases empezaban así: “Cuando sea...” Juan José, un peruano, nos dijo una noche: “Cuando sea rico no volveré a hablarles”. Una semana después lo sorprendieron robando en un supermercado y fue arrestado. Había hecho todo bien, pero al llegar a la caja registradora la empleada lo miró y pegó un grito de horror, pues del pelo le escurrían gotas de sangre. Se había escondido dos bandejas de carne debajo de la capucha de su gabardina, pero había dejado pasar mucho tiempo y la sangre atravesó el plástico. A partir de ese día cambió su frase: “Cuando sea rico nadaré en sangre fresca”. Luego supe que lo habían recluido en un psiquiátrico y jamás lo volví a ver.

Otros decían: “Cuando sea actor”, “Cuando sea chef”. Yo decía: “Cuando sea escritor”. Lo decía y los demás me miraban con una expresión que oscilaba entre el desprecio y la burla, pues lo que sí era, por ahora, era ayudante de mecánico, y lo que a Sabrina le fallaba, el origen del trabajo, era el carburador de un Golf modelo 87, color piel de ratón, un color que, por esos días, tenía mucho que ver con mi vida. Y así fue que Elkin, el ex guerrillero, y yo, su ayudante, llegamos al apartamento de Sabrina en Clichy, esa periferia de clase media al norte de París, y nos dispusimos a trabajar. Como solía suceder, el Golf estaba parqueado sobre la calle, es decir que una vez más nos íbamos a morir de frío. Por eso lo primero que hicimos fue encender una lata con aceite quemado y colocarla en el andén. Allí, cada tanto, podríamos calentarnos las manos. Sabrina salió únicamente para saludar y darnos las llaves del carro, pero bastó ese instante para que yo quedara hechizado. Ni siquiera era muy bella, pero hablaba con simpatía y al darme la mano me miró a los ojos. Eso fue suficiente. No hay mucha gente que mire a los ojos cuando uno se presenta con un maletín de herramientas y tiene un pésimo acento francés. Ella lo hizo. Tras el arreglo de su carro salimos a probarlo y todo funcionó, pero al regresar al garaje alguien había robado la caja de herramientas. Y de remate comenzó a llover. Elkin y yo nos quedamos en silencio, mirándonos, sin entender. Con las herramientas se iba el trabajo. Entonces encendimos un par de cigarrillos y nos protegimos de la lluvia, mordisqueando la rabia, hasta que Sabrina propuso invitarnos a almorzar.

Nunca supe qué diablos vio ella en mí, pero tres semanas después yo estaba en ese mismo lugar, recostado en su sofá, en calzoncillos y con el control del televisor en la mano.

La primera noche, por cierto, sentí que estaba en una película. Me invitó a sentarme, en el sofá, luego abrió el bar y me preguntó: “¿Qué quieres tomar?” No supe qué responder y cuando ella propuso un whisky dije que sí, avergonzado. Hacía tiempo que no probaba el whisky. No lo podía creer. La veía acercarse a mí, con el vaso en la mano, y se me aguaban los ojos de emoción. Yo era un mecánico de calle y ella una próspera médica. Como dice Juan Luis Guerra en su canción: “Ella summa cum laude, yo suma dificultad”. Pero así fue. Nos enamoramos y, a pesar de que mantuve mi cuartucho de nueve metros cuadrados sin ducha y sin ventana en los altos de una casa elegante de la rue Dulud, en Neully-sur-Seine, prácticamente me transferí a vivir con ella.

Cuando le conté que quería ser escritor me dijo que había llegado al lugar correcto.

–¿Sabes quién vivió aquí, en Clichy?

Yo no lo sabía.

–Henry Miller –dijo–, en la avenue Anatole France. Cuando pasemos te muestro la casa.

Me quedé sorprendido, pero la verdad es que París está lleno de casas de escritores. La de Miller, en el número cuatro de la avenida Anatole France, era en realidad un apartamento en un edificio bastante sórdido, húmedo y oscuro. El tipo de lugar que uno imagina lleno de ratas. Al día siguiente, al volver de su consultorio, Sabrina me trajo dos regalos: una biografía de Henry Miller y una edición francesa de Días tranquilos en Clichy, y entonces, a falta de entusiasmo e inspiración y sin duda también de ganas de hacer algo más comprometedor, decidí intentar un reportaje sobre la vida de Henry Miller en Clichy. Un reportaje que, con suerte, podría vender a algún periódico o revista de Colombia. O tal vez, con más realismo, un reportaje que podría lograr hacerme publicar gratis en el mismo periódico de siempre en Colombia –que de vez en cuando publicaba cosas mías, sin pagarlas–, aunque esto tampoco fuera seguro, pues los artículos literarios que enviaba cada vez gustaban menos. En la redacción cultural, y en casi todo el periódico, se decía que yo era un recomendado –a mí, que me moría de hambre en París, esto me halagaba y jamás lo desmentí–, y por eso, según ellos, como no me importaba caerle bien al público, sólo escribía sobre cosas sórdidas, como uno que hice sobre el suicidio de Malcolm Lowry en el que proponía la hipótesis de que él se había tomado las pastillas mortales sólo para evitar ser enterrado en un camposanto católico, u otro sobre el padecimiento atroz de celos de Federico Nietzsche con respecto a Lou Andreas Salomé, esa mujer que, además de ser una gran feminista y buena escritora, logró llevarse al catre con éxito a varios genios de la poesía, la filosofía y la narrativa de su época, toda una hazaña. Como si un escritor francés de los años sesenta, por poner un ejemplo, alguien como Alain Robbe-Grillet, hubiera sido el amante simultáneo de, no sé, Marguerite Yourcenar y de Marguerite Duras y de Simone de Beauvoir, aunque el ejemplo no funcione por ser todas lesbianas, pero en fin, no sé si se entiende la idea.

La época de Clichy, para Miller, fue intensísima. En esos años escribió Trópico de Cáncer, y, sobre todo, fue amigo y amante de la extraña Anaïs Nin. Anaïs vivía en Louveciennes, barrio rico en la periferia de París, con su marido, el escocés Hugh Guiler, quien a pesar de haber hecho estudios de literatura inglesa y de tener –o haber tenido– aspiraciones poéticas, acabó siendo banquero. Como era apenas lógico, sobre él recayó la responsabilidad económica. De su bolsillo salía la plata con la que Anaïs agasajaba a Henry y a June, la esposa de Miller, quien vino a Clichy unos meses antes del divorcio definitivo. Todo aquello sucedió entre 1932 y 1935. Yo había leído los Trópicos de Miller, pero no conocía los detalles de esta sabrosa historia. Una pasión que, según ambos, fue sobre todo literaria e intelectual, pero que por algunos meses fue extremadamente sexual. Todo en Miller, escribió Anaïs, “era sexual”. Su escritura, sus ideas, su vida.

Anaïs salía de su villa de Louveciennes para dirigirse a Clichy, al cochambroso apartamento que Henry compartía con su amigo Alfred Perlès, a quien llamaba Fred, y allí, tras preparar repollo a la mantequilla, la más exquisita comida de los pobres, se dedicaban a intercambiar escritos, que podían ser páginas sueltas de Trópico de Cáncer, del diario de Anaïs o de su novela La casa del incesto, que sería publicada en 1936. Claro, esas tardes tenían también su rato íntimo. Anaïs, a juzgar por las fotos, tenía cuerpo de adolescente y mirada de niña. Una especie de Lolita. Miller, en cambio, era un viejo erotómano –tenía 45 años–, morboso y con muchas historias a las espaldas. Acostumbrado a prostitutas y alcohólicas, tener en su cama a Anaïs, tan refinada, elegante y sensible, debía ser una especie de milagro.

Podía comprender lo que Henry sentía. Lo comprendía cada vez que Sabrina entraba en la casa –en su propia casa– y me saludaba con un beso, preguntándome por la jornada. Lo comprendía porque luego se iba a la cocina a vaciar las bolsas de comestibles traídos del supermercado, llenas de regalos para mí. Decía que yo debía escribir y leer y preguntaba cuándo terminaría la ansiada novela. Yo, culpable, le respondía siempre: “El próximo verano”. Nunca le dije que las notas que tomaba, de vez en cuando, eran para un reportaje sobre la vida de Henry Miller en Clichy, pues a ella, como a la mayoría de la gente, el periodismo le parecía poca cosa, sobre todo comparado con lo de ser escritor, que, claro, suena muy bien pero es mucho más difícil.

Faltaban más de seis meses para el verano, y si algo había seguro en esa época de grandes zozobras era que jamás acabaría esa novela en tan poco tiempo, sobre todo porque, en lugar de escribir, pasaba las tardes leyendo a Miller, leyendo los diarios de Anaïs e imaginando su historia. Su bella historia que es triste y dura, pero que acaba bien, a pesar de que el amor, el amor físico, duró tan poco. Acaba bien porque, al fin y al cabo, los dos lograron lo que querían. Miller se convirtió en un escritor célebre, y también Anaïs, aunque en su caso lo que le dio celebridad no fueron sus novelas sino sus diarios, esa gigantesca obra que fue escribiendo a lo largo de su vida, desde muy joven. Dejaron libros bellísimos y dejaron, además, su historia. ¿Qué más se puede pedir? La posteridad, sumamente agradecida, los premió del mejor modo: recordándolos.

Anaïs amaba a su marido con el alma, pero a pesar de esto, el pobre Hugh no la satisfacía. “Hay dos modos de conquistarme”, escribió Anaïs, “con besos y con fantasía. Pero existe una jerarquía, pues los besos, solos, no bastan”. A los veinticinco años había tenido un amante platónico: el escritor norteamericano John Erskine. Para ella, Erskine era válido sexual e intelectualmente, pero estaba casado, tenía dos hijos y, al parecer, una amante. Esa frustración hizo nacer en Anaïs el enorme deseo sexual insatisfecho que, de algún modo, intentó sublimar en sus libros. Pero la literatura no es tan flexible y así el devorante deseo sexual, unido a su lealtad hacia Hugh, la hicieron pensar en el suicidio. Fue entonces que apareció Miller. Lo escribió en su diario, el 1 de diciembre de 1931: “Conocí a Henry Miller, un hombre que me gustó... Un hombre atractivo, no autoritario aunque fuerte; alguien humano, con una conciencia sensible de las cosas. Un hombre cuya vida produce ebriedad... Es como yo”.

Miller estaba casado con June Edith Smith, que en sus libros se llama Mara o Mona, también una extraña relación. Mientras él escribía ella trabajaba. Henry siempre sospechó que June se acostaba por dinero, lo que le producía unos celos enloquecedores. Cuando June vino a París, Anaïs Nin se quedó deslumbrada. “Es la mujer más bella que he visto en mi vida”, escribió. Fue sin duda la visita de June lo que hizo que en mayo de 1932, por primera vez, Anaïs fuera a la casa de Henry dispuesta a acostarse con él. Tenía veintinueve años.

A partir de ese momento, Anaïs empezó a mantener a Henry Miller. Él escribía de vez en cuando algún artículo para el Chicago Tribune o el New York Herald, pero la paga era ínfima y, además, cuando le llegaba, la gastaba en una sola noche, bebiendo y acostándose con alguna de las mujeres que pululaban por el boulevard que va de la Place de Clichy a Aubervilliers. Era el París de las putas. Por cierto que cuando yo llegué a París aún había putas en la rue Saint Denis –la imagen de la calle de Irma la Dulce, con Shirley McLaine, ya casi no existe; sólo quedan, de recuerdo, algunos almacenes de productos pornográficos–, lo mismo que en las calles aledañas al Arco del Triunfo, sobre todo la Avenue Kléber y la que va hacia la Porte Dauphine. Pero el sexo, en esos años, era muy caro. No estaba al alcance de nuestros miserables bolsillos, pues a diferencia de Miller –ya lo dije–, a mí no me pagaban los artículos. Además se necesitaba un carro y nadie tenía. Los burdeles eran aún más costosos e imposibles. Sabrina tenía el Golf que yo podía usar, pero nunca me pasó por la mente prestarlo a los amigos y mucho menos ir yo, pues con ella estaba más que satisfecho. Al cabo de un tiempo era yo quien le contaba detalles de la vida de Miller y Anaïs, y a ella le gustaba haberme descubierto ese mundo. Ellos nos unían. Un día fuimos a Louveciennes y buscamos la casa de Anaïs, en el 2 bis de la rue Montbuisson. Nos tomamos fotos en el portón y cerca de las rejas, e imaginamos, observando el interior de la casa por las ventanas, todo lo que allí se vivió. Por esos días, una de mis principales ideas literarias –pensaba usarla en mi reportaje– era que en las casas siempre quedaba un rastro de lo que en ellas se vivió, y entonces había que ser especialmente sensible para atrapar esas sensaciones. No era una idea muy original, lo admito, pero al menos me empujaba a la acción, y allá estábamos, aspirando muy fuerte el aire, observando cada detalle con arrobo, mirándonos, Sabrina y yo, como si estuviéramos siendo poseídos por el pasado, en fin, muy felices, y sobre todo yo, que encontraba en estos juegos un modo de devolver algo de su generosidad conmigo.

A los seis meses acabé de leer todas las novelas de Miller y los diarios de Anaïs Nin, y entonces retomé en secreto mis proyectos literarios, ya que el reportaje estaba casi concluido (digo “en secreto”, pues Sabrina creía que yo trabajaba a diario en ellos, lo que no era cierto). Habría dado la vida por tener el talento de Miller, o al menos su terquedad. La vida era lo único que yo podía dar, pues la pobreza era la misma. Ni siquiera tenía nada concluido para darle a leer a Sabrina, para que se convenciera de que nuestra historia podía terminar en algo bello. En un libro, por ejemplo. Ese libro con el que ella soñaba. Pero no. El silencio era cada vez más espeso y difícil. Algo estaba cambiando o algo se anunciaba. Un día, la portera del edificio le dijo que colocara cortinas en el dormitorio ya que los vecinos del frente se reunían en la buhardilla para espiarnos mientras hacíamos el amor, y que la voz había corrido por toda la calle. Sabrina no puso cortinas sino que dejó de estar conmigo, se fue ausentando hasta que decidí irme a mi buhardilla a esperar, a ver cómo el final venía a instalarse entre nosotros. De algún modo el episodio de los vecinos le abrió los ojos. Dijo que de tanto leer a Miller me había vuelto un extraño y que ahora sólo pensaba en el sexo. “Deberías, al menos, intentar escribir como él”. Esta frase era su pistola escondida. Sabía que el día que la usara me destruiría. Y así fue. No volví a verla. Jamás volví a Clichy en los años que siguieron. Ni siquiera acabé el reportaje.

Pero ahora, cuando paso por París –al fin logré ser un periodista pagado–, esa zona me llena de nostalgia. Pienso en Sabrina, en Henry Miller y en Anaïs. Pienso en mis tardes de lectura y en las veces que imaginé a Anaïs subiendo la escalera del cochambroso edificio de la avenue Anatole France para que Miller, por primera vez, la desnudara, y al hacerlo veo a Sabrina, y a Miller sobre ella, y entonces me alejo. Sabrina está casada y tiene un hijo. Tal vez un día la busque para preguntarle qué fue lo que vio esa tarde de lluvia en que alguien tuvo la ocurrencia de robar nuestra caja de herramientas.

3 comentarios:

  1. Infinitas gracias al equipo de la Editorial Madera fina, y muy especialmente a mi querido amigo Luis Yslas, por permitirme compartir este texto con los lectores del blog. ¡Que lo disfruten!

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  2. Dos historias entretejidas con gran imaginación; muy agradable lectura. Gracias al autor y a Adriana.

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  3. Gracias a ti, Juan Federico, por leer y comentar. ¡Un abrazo!

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