Ricardo Silva Romero (Bogotá, 1975), escritor colombiano de amplia trayectoria. Realizó estudios de Literatura en la Universidad Javeriana (1998) y un Master en Cine en la Universidad Autónoma de Barcelona, España (1999-2000). Durante su carrera literaria ha cultivado géneros como el teatro (con la obra Podéis ir en paz, 1998), la poesía –con el poemario Terranía (Planeta, 2004, Premio Nacional de Poesía)-, la biografía –con el libro Woody Allen: incómodo en el mundo (Panamericana, 2004)-, el cuento –con volúmenes como Sobre la tela de una araña (Arango, 1999) y Semejante a la vida (2011), de donde he tomado el cuento que aquí les presento-, así como la novela, con publicaciones entre las que destacan Relato de Navidad en La Gran Vía (2001), Tic (2003), Parece que va a llover (2005), Fin (2005), En orden de estatura (2007), Autogol (2009), el díptico Érase una vez en Colombia -conformado por El Espantapájaros (2012) y Comedia romántica (2012)-, Historia oficial del amor (2016) y Todo va a estar bien (2016) esta última dirigida al público infantil. Adicionalmente, ha sido columnista en medios como las revistas Semana y SoHO y el periódico El Tiempo, y ha colaborado con publicaciones tales como Arcadia, Gatopardo, El Malpensante, Credencial, Gente, El Espectador, Babelia, Número y Piedepágina.
Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de Ricardo Silva Romero
EL SEÑOR BLOCK
El señor Block ha descubierto que es un viejito de papel. Se ha dado cuenta de que vive en una repisa y le tiene miedo a las alturas. La espalda lo está matando, sus manos no tienen dedos, su cara parece la de una tortuga y las gafas se le caen todo el tiempo. Son las doce de la noche; la luna atraviesa la ventana; llueve y hace frío detrás de las montañas. El señor no se atreve a mirar hacia abajo, no, pero sabe que el niño, a unos metros de distancia, intenta quedarse dormido.
–Auxilio, socorro, ayúdame –le grita.
El señor Block no sabe en dónde aprendió esas palabras, pero Mateo, el niño, de inmediato las recuerda de alguna película. Sí, ahí está. Es un niño común y corriente. El pelo se le cae, como una cortina, sobre la frente. Se sienta en la cama debajo de las cobijas y mira a todas las esquinas de la habitación como si hubiera oído el zumbido de un temible zancudo y quisiera encontrarlo y aplastarlo con un cómic del pato Donald. Así fuera lo último que hiciera.
–¿Quién es?, ¿qué pasa? –pregunta Mateo–, ¿quién está ahí?
–Soy yo, estoy acá.
–¿El abuelo Block? –se dice el niño.
Se toma la cabeza y se para en la cama. Fija su mirada en la repisa. Le había pedido a Dios, todas las madrugadas, que el abuelo Block viviera, pero no esperaba oír tan pronto su voz. Ponía el despertador a las tres de la mañana, abría las cortinas de su cuarto, miraba a un árbol que llegaba hasta su ventana, se arrodillaba y juntaba las dos manos y le rogaba a Dios, en voz alta, que le diera un alma a alguno de sus muñecos de origami.
–¿Tengo que escoger a alguno? –preguntaba–. Entonces escojo al señor Block, al abuelo, porque es el señor de origami más sabio que ha existido en todo el mundo. Y puede ayudarme con las tareas y acompañarme al parque y decirme qué tengo que hacer cuando no sé qué tengo que hacer.
Mateo nunca había tenido un abuelo. Todos, los cuatro, habían muerto antes de que él naciera. Sus papás le hablaban de ellos y le mostraban fotos y él imaginaba cómo habría sido su vida con esos viejitos, pero no lograba oír sus voces ni sentir sus manos arrugadas. Además, sus papás ya casi no se hablaban entre ellos. La mamá lloraba en la cocina y el papá llegaba muy tarde en la noche y daba siempre la excusa equivocada.
Mateo no quería estar con nadie, pero tampoco se sentía bien solo. Es más, le tenía pánico al insomnio y a la soledad de su cuarto porque entonces tenía que pensar y confesarse la verdad: que su mundo perfecto, de soleados fines de semana y paseos por los centros comerciales, había terminado. Que era el único niño, en todo el mundo, que sobraba en las fiestas de cumpleaños. No, no quería quedarse solo porque no tenía nada que decirse.
No soportaba a la gente. Sus compañeros de colegio, indestructibles y felices, le irritaban. Los amigos de su familia, siempre fuera de contexto, invadían su territorio. Su papá ya no era chistoso y su mamá estaba muy triste y muy cansada todo el tiempo. Solo María, la niña muda del curso, le parecía confiable. Tenía cara de ángel y no decía ni una palabra. Sonreía aunque no hubiera ninguna razón para sonreír. Y nunca había.
Cuando la clase de Historia se ponía insoportable y los sapos del curso levantaban la mano para impresionar a la profesora, Mateo arrancaba una hoja del cuaderno, hacía la tortuga de papel que había aprendido en la clase de trabajo manual, y se la mandaba, con una notita amarrada en una pata, a María.
–¿No te recuerda a la profesora? –decía la nota.
María se tapaba la boca como si el sonido de su risa pudiera escaparse y le decía “hola” a Mateo con una de sus manos. Eran las manos más chiquitas del salón, pero eran perfectas. Mateo habría dado lo que fuera por tomar una de esas manitas. Pero no, no se atrevía. La saludaba en el recreo, la ayudaba a levantarse del pasto y la acompañaba hasta el inmenso Mercedes Benz que venía a recogerla. Eso era todo.
Volvía caminando hasta su casa, buscaba a su mamá y, cuando el abrazo por fin terminaba, se iba a la sala del televisor a hacer las tareas. Veía Plaza Sésamo y las telenovelas de la tarde, y durante los comerciales se sentaba a leer el gigantesco libro de origami que su papá, en medio de las lágrimas y la culpa, le había dado de regalo. No había sido ni por pasar el año, ni por sacar buenas notas. No era su cumpleaños y faltaban varios meses para la Navidad. Había sido porque sí. O, bueno, porque ya casi no pasaba por la casa. Por culpa.
En cualquier caso, a Mateo le tenían sin cuidado los regalos y siempre le había fascinado hacer figuras de papel. Aún recordaba los sombreros y los aviones que su papá le hacía con el periódico del día anterior y veía las manos de su mamá, las manos suaves de su mamá, doblando los papelitos para anotar razones mientras se le quejaba a alguna amiga por teléfono.
Eso era lo único que lo hacía feliz: abrir el libro de origami y leer, una y otra vez, que doblar papeles era un arte, como escribir o tocar el piano de la sala. Sí, en eso se le iban las tardes. Leía que los japoneses se habían inventado el origami y que la palabra, “origami”, significaba “papel certificado” porque antes, en el Japón, solo se doblaban las hojas para acompañar un regalo o para sellar una ceremonia. Eso era: el origami era un diploma. Un premio al trabajo terminado.
Le gustaba pensar que mucha gente había hecho eso mismo que él estaba haciendo. Le fascinaba recordar que, en algún punto del pasado, a otros hombres, chiquitos y con los ojos casi cerrados, se les había ocurrido hacer arte con el papel. Tenían nombres muy raros, esos señores. Vivían detrás de las montañas. Estaban despiertos cuando el sol le daba la espalda a la ventana. Hablaban con sílabas, como si no hubieran pasado de primero de primaria.
Mateo doblaba y doblaba hojas en blanco todo el día. Era su primer vicio: necesitaba tener una página en las manos. Ya sabía hacer extraterrestres o inventarse un Volkswagen de un momento para otro. Podía crear una mosca, una familia feliz o un árbol con las ramas abiertas. Podía hacerlo todo y sus papás, cuando cambiaban de temas y olvidaban por un momento la misma pelea de siempre, estaban preocupados por ello.
Porque Mateo había perdido ocho de las diez materias del colegio. Los profesores siempre lo descubrían doblando papeles y enviándoselos, con forma de mariposa o enano deforme, a la niña muda del curso. Salía muy poco de la habitación. Rezaba hacia las 3:00 a.m., en voz alta, como si nadie se diera cuenta de nada, y le pedía a Dios que atendiera sus plegarias y le diera la vida a la familia que había inventado con un bloc de hojas amarillas y rayadas.
Estaba mal, muy mal. Por eso emprendieron una cruzada para volverlo normal. Y, en medio de la operación de rescate, el cura del colegio le dijo que tuviera fe; la sicóloga sugirió que tomara un tranquilizante y volviera, la próxima vez, con sus papás; el profesor de Español, que no lo oía hablar nunca y le había dedicado todo el año al mito de Aquiles y la tortuga, propuso que lo metieran a un colegio para niños especiales. Su papá decidió esconderle los papeles y no volverle a comprar ningún cuaderno, pero como nunca estaba en la casa, y su mamá no estaba de acuerdo con la medida, le era imposible controlar nada.
Pero un día todo cambió. En plena clase de religión, Mateo arrancó la última hoja, se aisló de todo el mundo como si se hubiera puesto unos audífonos y recibiera a todo volumen la voz de su conciencia, y fabricó, como si fuera su último gesto en el mundo, al abuelito de los Block. Lo hizo con tanta tristeza que al final, cuando lo tuvo en sus manos, quiso ponerse a llorar.
La clase había terminado y todos los pupitres estaban vacíos. Las tizas blancas, los morrales abiertos y los libros de matemáticas estaban en el suelo. Las risas y las patadas al balón entraban por la ventanita rota del salón. Mateo puso al anciano de papel en la palma de la mano, miró su bastón y sus gafas, le dio un golpecito en la espalda y lo llamó “el señor Block”.
–Dios mío –dijo mientras alcanzaba a atrapar las gafas de papel–: que diga algo, que camine, que me cuente un chiste y me dé ataque de risa.
Guardó al señor Block en el bolsillo grande de la maleta, soportó el resto del día y, cuando estuvo dentro de su habitación, por la noche, puso al viejito de papel sobre la repisa en donde estaban las fotos de los viajes que había hecho con sus papás hacía muchos, muchos años. En todo el día, en toda la semana, no volvió a inventarse ningún ser de origami. Se sentía en paz.
El lunes, el martes y el miércoles su mamá pudo sufrir, sin interrupciones, por los desplantes de su papá. Los profesores, los sicólogos y los compañeros de curso se le acercaron un poco. La única que no parecía tranquila con la situación era María, la niña muda, porque no volvió a recibir ningún regalo de su parte. Le decía “hola” con las manos y se encogía de hombros como diciendo que no lograba entenderlo. Pero bueno: eso fue hoy, jueves, por la tarde. Ya es de noche. Es de noche y quizás mañana las cosas mejoren.
El señor Block sabe todo eso, entiende perfectamente el drama y, aunque no sabe cómo ni por qué, se sabe de memoria los ocho años de vida de Mateo. Lo que pasa es que ahora, en los límites de este precipicio, solo le preocupa la altura. Siente que se va a caer y lamenta que el niño, su niño, no le haya hecho unas buenas manos para aferrarse al borde de la repisa. Por eso grita. Porque no le queda alternativa.
–Auxilio, socorro, ayúdame –le repite a Mateo.
–¿Señor Block? –pregunta el niño cuando se enfrenta cara a cara con el viejito–, ¿eres Block?, ¿el señor Block?
–No tengo ni idea, ¿soy el señor Block?, ¿el señor Block es mi nombre?
–Eres el abuelo Block –le dice Mateo mientras lo ayuda a bajar a la cama–: estás vivo.
–Y me está matando la espalda –dice el viejito mientras se tapa los ojos con las manos sin dedos.
–No es ningún problema –dice el niño–: ya mismo te la doblo mejor.
–Qué alivio, siento que se me ha quitado un gran peso de encima.
–Perdóname, perdóname: si hubiera sabido que iba a dolerte no habría sido capaz de hacerlo.
–Tranquilo –dice el señor Block–, yo sé que hacer Sosaku origami no es nada fácil. Miguel de Unamuno, el rector de la Universidad de Salamanca, lo sabía de memoria. Hacía pajaritas de papel que aprendían a volar solas y se le escapaban por la ventana de la oficina.
–Sí, yo sé –dice Mateo–, yo también leí ese libro.
–Lo que quiero decirte es que inventar a los demás tiene sus riesgos –dice el señor Block–: si me haces la columna torcida tienes que enderezármela en algún momento.
–¿Por eso gritabas?
–Por eso no, porque le tengo mucho miedo a las alturas, ¿no sufres cuando miras hacia abajo?, ¿le tienes miedo a algo?
–No quiero salir de mi cuarto.
–¿Le tienes miedo a todo?
–Me imagino –dice Mateo y encoge los hombros–, últimamente no quiero hacer nada.
–¿Estás triste?
–No sé, no creo, es que no sé qué decirle a nadie.
–¿Y tus papás?
–Ellos solo saben cómo me llamo: mi papá ya no sabe si regañarme o pedirme perdón, y mi mamá no sabe si compadecerme o echarme la culpa de todo. Los dos me miran de vez en cuando.
–¿Se gritan?, ¿ya no se quieren?
–Se gritan y se pelean por algo que pasó una noche, pero no, no creo que sea problema tuyo.
–No, no es, nada es problema mío.
Mateo no sabe qué responderle. Se da cuenta de que ha sido injusto con el viejo Block y recuerda que, como siempre le ha dicho su papá, lo más importante en todo el mundo es respetar, oír con calma, no poner en tela de juicio a los mayores.
–Todos los papás de mi curso están separados –dice–: me imagino que no es tan grave.
–No, no es, nada es tan grave.
–Las personas se dejan de querer, ¿cierto?, se aburren de estar juntas.
–Son solo personas –dice el señor Block–: hacen lo que pueden para no enloquecerse y dejan hijos por todo el camino.
–Antes se abrazaban cuando veíamos televisión.
–Pero no soportaron la presión, no fueron capaces de quedarse encerrados, sucumbieron a las oficinas y a las cuentas por pagar y a las voces de los demás: es la misma historia de siempre.
–¿A ti te ha pasado?
–A mí me pasó: la señora Block, que en paz descanse, un día amaneció hablando en japonés, y yo, que a duras penas hablo un español de niño de ocho años, jamás volví a entenderla. Nunca se me ocurrió aprender japonés, ¿puedes creerlo? Ella se enamoró de un tal Joe Wu. Los encontré doblados dentro de un cuaderno. Fue horrible.
–Yo estoy enamorado de una niña muda –confiesa Mateo.
–¿Y sabes hablar con las manos?
–Le hago figuras con mis manos.
–Mírame con cuidado –dice el señor Block, decepcionado–: esto, así, significa “te quiero”. Si tuviera unas manos decentes, te quedaría mucho más claro, pero bueno, no le pidamos tanto a la vida.
–Quiero estar bien –declara el niño.
–Estás bien. Siempre estarás a salvo dentro de ti mismo. Olvida a los demás, no valen la pena. Se doblan y se desdoblan. Haz un muñeco de todas las personas que te han decepcionado en la vida y quémalos en el jardín de la casa. Después vuelve a dormir. Te sentirás mejor en la mañana.
Mateo respira profundo. Es, en realidad, un suspiro ante lo difíciles que parecen las cosas. No sabe qué decir, el pobre.
–Me imagino que tienes razón –declara.
–Yo tenía un hermano como tú –le dice Block–: se preocupaba por todo, sentía que todo era su culpa e iba por el mundo como si caminara sobre un vidrio a punto de romperse. Se exigía demasiado. Tenía problemas estomacales y dolores de espalda. Entró a estudiar al Seminario y no se sintió contento hasta que presentó un milagro como tesis.
Mateo se ríe a carcajadas. No sabía que sus pulmones estuvieran repletos de aire y que pudiera sentirse tan liviano. Por eso no para de reírse.
–Hasta que se desdobló un poco: hoy en día, ahora, debe estar en un fumadero de opio, bien cómodo, consumiéndose y mirando al infinito. Mi hermano: Charles Wellington Block III.
–¿Qué es opio?
–Creo que es como una anestesia –dice el señor Block–, pero la verdad es que si tú no lo sabes, menos lo voy a saber yo.
–Quiero que todo vuelva a ser como antes.
–Antes todo era peor –dice el abuelo de papel–: cada día que pase es una raya en la pared.
Mateo se seca las lágrimas del ataque de risa con una manga de la pijama. Le da la mano al señor Block.
–Me imagino que ya me siento mejor.
–Hay que encoger los hombros y tratar de evitar las comidas picantes –dice el viejito de origami–: y ahora hay que doblarlos a todos, quemarlos e irse a la cama a dormir.
–¿Y tú vas a estar conmigo?
–Aquí, en la mesa de noche.
–¿Y me vas a acompañar al parque?, ¿y vas a hacerme las tareas?
–Y voy a decirte qué tienes que decirle a María, palabra por palabra, dedo por dedo. Soy tu abuelo.
Mateo le quita las gafas al señor, le recibe el bastón y lo arropa con una media limpia. Le arranca una hoja al atlas del colegio, hace una versión de papel de sus papás, el cura, la sicóloga y el profesor de Español que lo tortura con el cuento de Aquiles y la tortuga, y los quema, sin compasión, en el jardín de la casa. Vuelve a la cama como si lo persiguiera un monstruo. Tirita durante un par de minutos. Al principio, los ronquidos del señor Block no lo dejan dormir. Pero pronto se acostumbra al ruido.
El sol aparece poco a poco, como si fuera la otra cara de la moneda. Mateo se levanta, se arregla, les da un beso a sus papás. Piensa que, pobres, no saben lo que hacen. Y, cuando sale de la casa, corre hasta la siguiente esquina, se sienta en el pasto de un andén, junto a las oxidadas canecas de basura, y le abre el morral al señor Block para que pueda tomar aire.
–¿Para dónde vamos? –dice el viejito acomodándose las gafas y poniéndose el bastón debajo de un brazo.
–Para el colegio –dice Mateo–, no voy a dejar de ir al colegio, ¿no?
–¿Cómo se dice “te quiero mucho” en el lenguaje de los mudos?
–¿Así? –pregunta Mateo–, ¿con los dedos así?
–Así, así está perfecto.
Caminan lo más rápido que pueden. Mateo siente que es otro día, que el colegio y sus papás han cambiado por completo. El señor se siente bien a pesar del viento. Ya no le duelen los hombros ni la cintura. Si no le hubieran dicho que está viejo, pensaría que le queda toda una vida por delante. Que faltan muchos años para llegar al basurero.
–¿Qué tal que no sea capaz de decirle nada?
–Eso me pasó a mí alguna vez –dice el viejito–, y no, al final no es tan grave. Piensa así, piensa que nada va a cambiar el curso del mundo y verás que te quitas un peso de encima.
–¿Estabas enamorado?
–La señora Block aún no existía. Yo estaba tranquilo, esperando a unos primos de celofán, cuando ella apareció. Era la más linda de la historia, la única que podía ser para mí. Y no, no le dije nada. Moví el bastón y ya. Ella me sonrió y me dio un beso, y yo me quedé ahí, de cartulina.
–¿Y te arrepientes?
–Sí, sí, a veces –dice el señor Block–, no hay que tenerle miedo a nadie: al final, todos son decepcionantes.
Mateo mira al abuelo con una sonrisa.
–Gracias, El señor, gracias de verdad.
–Para eso estoy aquí –dice el viejito–, para traducirte las cosas.
Llegan al colegio. Son las 8:00 AM. El sol roza la cara de Mateo como una afectuosa palmadita del cielo. Nada podría ser mejor. Se sienta en su pupitre. Saluda a sus compañeros de curso, que no lo reconocen con esos ojos abiertos y esa falta de angustia, y deja que la primera clase avance. Se siente mal porque ahora se da cuenta de que todos sus profesores tratan de mantener la compostura pero no pueden esconder el rencor que los alimenta. Sí, ahí están. Se doblan sobre sí mismos.
¿Y sus compañeros? Los pliegan en tres partes y abren la boca porque la alternativa es amanecer torcidos de la fiebre y quedarse en la casa a ver televisión. ¿Y la secretaria de la rectoría?, ¿no abre sus brazos y sus piernas como un avioncito de papel?, ¿no dicen que besarla y toquetearla es una tradición entre los alumnos del último año?, ¿no es eso lo mismo que dice su mamá de la prima de su papá?, ¿sería con ella el problema de esa noche?
La clase termina. Mateo coge un cuaderno por si acaso, se echa al señor Block en el bolsillo y busca a María en los campos del colegio. La ve allá, en la distancia, dando la vuelta a la esquina de los laboratorios, frota sus manos y emprende el viaje hacia ella. Si tuviera dieciocho años, lo encarcelarían. Cuando la ve, da uno, dos pasos, y le pone una mano en el hombro. Ella se voltea y se señala los ojos. Está llorando.
–Te quiero mucho –dice Mateo con las manos.
María le sonríe con tristeza y le responde algo que el señor Block no le enseñó anoche. Él le dice a la niña que no, que no le entiende, y ella le pide un esfero para anotarle lo que está pensando. Mateo saca su pluma de tinta verde y se la entrega. Ella trata de entender el esfero que tiene en su poder.
–Mis papás van a separarse –anota en la mano de Mateo–: me lo dijeron esta mañana.
Los dos niños se miran sin saber qué cosa decirse. Parece que se han encontrado. La campana suena porque es hora de entrar a clase. María le da un beso a Mateo y sale a correr. Y él, que ahora solo piensa en cómo conseguir que la niña no llore, mira hacia todos los lados y, después de pensarlo una y otra vez, se pierde detrás de los laboratorios. Cuando está convencido de que nadie lo mira, saca al señor Block de su bolsillo.
–Quédate quieto –le dice y arranca una hoja del cuaderno que trae debajo de un brazo–, necesito que no te muevas por un rato.
–¿Vas a arreglarme los ojos?
–Voy a hacerle un señor Block a María.
–Pero no puedes –exclama el viejito.
–¿Por qué? –dice Mateo mientras se dedica a hacer al nuevo abuelito de papel –, ella necesita tus consejos y yo no quiero perderte.
–Pero no puede ser, no puede haber otro como yo en el mundo, ¿cierto que no puede haber nadie como yo?
–Me imagino que no hay nada por hacer –dicen los hombros de Mateo–: ella lo necesita.
–Pero al menos tienes que ponerle otro nombre.
–No, no hay otro nombre –dice el niño molesto–: es otro Block, yo puedo hacer dos, tres, cien, todos los Block que quiera, y nadie me puede decir nada, y de verdad te agradecería que te quedaras callado mientras te copio. Si te mueves, no puedo hacer nada.
El abuelo Block se queda mudo desde ese momento. Ve cómo, doblez por doblez, aparece un viejito como él. Se imagina que, ahora que Mateo le habla a las personas, y teniendo en cuenta que los papás de todo el mundo están a punto de separarse, lo más probable es que pronto, muy pronto, el planeta tierra esté poblado por ancianos de papel. Se imagina los titulares, los libros, la película.
Mateo no le habla más. Lo mete en el bolsillo y, cuando termina al nuevo señor Block, se va al salón a esperar a que salga María. El niño tirita y se toca la frente para ver si tiene fiebre. Suda. Sabe que ella saldrá, le dará las gracias y mirará al señor de papel toda la noche. Borra con babas las palabras “me lo dijeron esta mañana” y supone que sus papás descubrirán la frase “mis papás van a separarse” escrita con una pluma de tinta verde en la palma de su mano.
Entonces llorarán y le dirán que aquello no es verdad, que hoy, esta tarde, ya han conciliado sus diferencias. Que todo va a ser como antes.
Lo que Mateo no imagina es que el viejito, trastornado por la posibilidad de enfrentarse a más y más gemelos, suelta el bastón y las gafas y, con sus manos sin dedos, se convierte a sí mismo en una tortuga. No, no es un trabajo fácil. Duele. Requiere talento y espíritu. Tiene que inclinarse y achicarse la cabeza y convertir sus brazos largos en piernas gordas y arrugadas. Es difícil, sí, pero la metamorfosis se lleva a cabo, poco a poco, mientras la clase termina.
Y ahí va la tortuga Block. Acaba de salirse del bolsillo. Otros tienen su nombre, otros podrán tenerlo en sus repisas, pero nadie, nadie en el mundo, tiene su forma. Está destrozado. Se siente solo y traicionado. Sabe, por la fábula, que jamás podrán alcanzarlo. Pero tiene fe en la lentitud de las tortugas.
Mi agradecimiento total al excelente escritor colombiano Ricardo Silva Romero, por regalarme el inmenso privilegio de poder compartir este cuento tan especial con todos los lectores del blog. ¡Que lo disfruten!
ResponderEliminarUn cuento con la nostalgia característica de Silva Romero. Me encanta su prosa sencilla, pero màgica.
ResponderEliminar¡Gracias, Tatiana, por tu lectura y tu comentario! Efectivamente, la prosa de Silva Romero es muy especial, con la sencillez y la magia que mencionas, y con una belleza capaz de conmover y deslumbrar a cualquier lector. ¡Espero nos sigas acompañando!
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