Elisa Lerner (Valencia, Venezuela, 1932) es abogada de profesión y escritora de vocación. Sus inicios en las letras tienen lugar en la revista Mi Film, donde escribió firmando con el seudónimo Elischka; formó parte del grupo Sardio y colaboró con publicaciones como las revistas Imagen y El sádico ilustrado. En su notable y amplia trayectoria en el ámbito literario ha incursionado en géneros como la novela, el cuento, la dramaturgia, el ensayo y la crónica, con publicaciones entre las que destacan En el vasto silencio de Manhattan (1961); Una sonrisa detrás de la metáfora (1969); Vida con mamá (1975); Yo amo a Columbo (1979); Crónicas ginecológicas (1984); En el entretanto (2000); De muerte lenta (2006) y el volumen compilatorio de sus crónicas Así que pasen cien años (Editorial Madera Fina, 2016) que incluye la crónica que leerán más adelante. Su obra ha sido distinguida con distintos premios y reconocimientos, tales como el Premio Ana Julia Rojas del Ateneo de Caracas (1964) por su pieza teatral En el vasto silencio de Manhattan; el Premio Municipal de Teatro del Distrito Federal y el Premio Juana Sujo (1975) por la pieza Vida con mamá; el Premio Nacional de Literatura (1999) y el Premio de Literatura Filcar, otorgado como parte del Festival Internacional del Libro del Caribe (2016).
Crónica que se publica íntegramente, con la autorización de la Editorial Madera Fina
ADIÓS, BOJOTE
Para los años de la Segunda Guerra Mundial, al señor Lerner, a la señora de Lerner y a sus dos pequeñas hijas, les tocó vivir en una simpática y vieja casa de la parroquia de San Juan.
Ruth, la mayorcita de las niñas, era el orgullo de la cuadra y, acaso, de media docena de cuadras más allá. Su rostro tenía la textura de una suave manzana importada. Pero nunca el más preciado fruto de California pudo estar en posesión de la picardía, de la risa que movía, tan inquietamente, la viva manzana de ese rostro. Mas era Ruth, sobre todo, adulada a causa de los variadísimos rizos de su cabellera: esa ondulante y muy rica filigrana de crespos y de tirabuzones que caían, tan regiamente, sobre su carita. Los primeros aduladores de la ensortijada cabellera eran los niños de la cuadra. Al no más ver a la afortunada dueña de los rizos en el portón de su casa por unos momentos, cortésmente, paraban un astuto correr de metras para homenajear a su ídolo, al tiempo que lanzaban gritos indios de: “¡Viva Shirley Temple!”
Nunca importó que las copiosas ondulaciones que se mecían sobre la cabeza de Ruth fueran negras, negrísimas y no rubias como las de Shirley Temple. Lo importante es que alguien que no era de Hollywood, alguien que era de San Juan, las tuviese. Así de solidarios fueron los caraqueños de hace tiempo.
Además de linda, era Ruth de despierto sentido organizativo. Mamá le decía a la muchacha que la ayudaba en la limpieza: “Edelmira, hazme el favor de bajarme los platos que están más arribita, hacia allá”, y la del admirado ensortijado inmediatamente apuntaba: “Europa”. “No, Edelmira –continuaba mamá–, las cucharas, chica, que están allí mismo en tus narices”. Entonces la bella niñita se metía: “América”. “No, Edelmira –señalaba mamá algo impaciente–, son las tazas que están mucho más allá, que permanecen escondidas al fondo”. Y Ruth, como siempre, rapidísima: “Es África u Oceanía”.
A mí, la hermana menor –a mí siempre me ha tocado lo menor–, nadie me dijo nunca, como a Ruth, Shirley Temple ni nada por el estilo. Por eso durante los años de infancia siempre soñé con poseer una muñecota Shirley Temple. Mi hermana, por el contrario, nunca tuvo necesidad de albergar tan inútiles deseos. ¿No fue la Shirley Temple del barrio? Pero mamá no andaba contenta: tenía una hija gordita y otra... flaquita. En esos tiempos de guerra en el mundo, los niños de América (según mamá) teníamos la obligación de ser robustos. Si en este lado de la Tierra estábamos a salvo, debíamos demostrar tan felicísima situación en forma muy real y efectiva: lo adiposo alguna vez tuvo excelsa calidad patriótica.
Mamá no fue solitaria defensora de las grasas humanas. El país atravesaba un período de vacas flacas y cierta gordura fue una de las pocas y excepcionales maneras que en Venezuela se tuvieron a mano, para ostentar alguna prosperidad. De modo que en esos melancólicos tiempos del posgomecismo, a una persona algo pasada de kilos se la veía con el respeto (con la ilusión) que hoy se tiene para el compatriota, propietario de un millonario apartamento en Santa Rosa de Lima o en La Lagunita.
Sin embargo, en la actualidad, pienso que si mamá tanto sufrió porque en los primeros años de la infancia no fui rolliza como mi hermana lo fue, porque, en el fondo, ella desde muy joven siempre ha tenido agudo espíritu de justicia social. Desde sus muy iniciales días tuvo algo de socialista. Ruth, siendo la hija mayor, era, para ella, algo así como la clase alta. Yo, la menor, fui la clase baja. Bueno: mamá, acaso, quiso ser el mejor de los gobernantes. Deseó que su clase baja luciera tan próspera y bien nutrida como su clase alta.
Hubo un momento en que las cosas parecieron mejorar para mí: no porque a mis huesecitos de niña los empezase a cubrir la jugosa crema de cierto grosor. Fue cuando a las dos hermanitas nos fue permitido recorrer, a solas, algunas pocas cuadras de San Juan. Es posible que no fueran tiempos de pleno empleo. En casi todos los zaguanes de las casas, a cualquier hora del día a partir de Quebrado y algo más allá de Angelitos a Jesús, estuvieron parados unos compatriotas flaquitos que, al ver llegar a Ruth junto conmigo, comenzaban a decir muertos de risa: “Adiós, bojote, ¿no te da pena? Te coges toda la comida y no dejas nada para tu hermanita”.
¡Adiós, bojote!
El primer bojote casi siempre se dejaba oír como la voz delicada y susurrante de un solo de concierto. Pero a medida que, de un zaguán a otro, iba creciendo la música de los guasones, el adiós, bojote llegaba a convertirse en el canto insistente de una melodiosa pero muy burlona ópera popular.
Tan singular ópera callejera, oída por primera vez, me provocó risas. En cambio, la adulada Ruth, con lágrimas que casi le cubrían los rizos, llegó a la casa diciendo a mamá: “Me han dicho bojote. Me han dicho que me robo y me como la comida de mi hermanita”. “Eso es envidia. Pura envidia. Ya esos flaquitos de Quebrado y de Angelitos quisieran ser tan lindos y bien alimentados como tú, mi niña” –replicó mamá.
A nuestro paso, por algún tiempo, los zumbones sanjuaneros continuaron diciéndole a Ruth: “Adiós, bojote”, pero a ella ya no volvieron las lágrimas. Altiva, sin amilanarse, siguió viéndoles desde su gorda belleza infantil. Aunque, acaso, a esa redonda y linda niña que fue mi hermana, nunca le molestó el divertido saludo de bojote, sino que se la culpase de un delito no cometido: apropiarse de la comida de su hermanita, ella que era toda generosidad y esplendor para con la más pequeña de la familia. Porque Ruth, a los pocos días, había llegado a amar la dicharachera ternura, las voces francas surgidas desde los zaguanes de Quebrado y de Angelitos.
Y estoy segura de que, hoy, en el gordezuelo cuerpo de una chiquilla, mi hermana oye la maliciosa pero tan bella ópera sanjuanera que hacía decir a sus improvisados pero muy inspirados cantantes: “¡Adiós, bojote!”
Mi sincero y total agradecimiento a Luis Yslas Prado y a todo el equipo de la Editorial Madera fina por haber autorizado la publicación de esta crónica de la gran Elisa Lerner en el blog. ¡Que la disfruten!
ResponderEliminarPocas han sido las crónicas, que he tenido ocasión de leer, en las que la voz infantil del narrador tiene una presencia tan clara. Me encanta esta crónica, tiene, por un lado, la candidez de la niña del pasado que cuenta la historia y, por el otro, la nostalgia de la mujer adulta que la rememora, ambas miradas atravesadas por un delicado uso del humor.
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