Marlon Meza Teni (Ciudad de Guatemala, 1963). Poeta, narrador, fotógrafo, profesor y músico guatemalteco. Estudió en la Facultad de Arquitectura de la Universidad de San Carlos de Guatemala, obtuvo la medalla de oro en el Primer Concurso Nacional de Piano de Guatemala en la Universidad Francisco Marroquín, y posteriormente se graduó en la Escuela Normal Superior de Música de París. Su trayectoria musical se ha desplegado en importantes escenarios, como Eurodisneyland París, el Centre Departamental de las Artes de Versalles y el Theatre de la Cité Internationale Universitaire de París. En 2005 ganó la beca del Centre National du Livre de France, siendo considerado la revelación literaria del año. También fue galardonado, en 2013, con la Medalla del Senado de Francia de altas personalidades latinoamericanas. Ha sido finalista en el Premio Internacional de Cuentos Juan Rulfo, de Radio Francia, en dos ocasiones: primero con Los silencios de un cantar y después con Retrato de cuna en silla mecedora. Algunas de sus obras han sido traducidas al francés y al italiano. Entre sus publicaciones se encuentran los libros Secretos de Café con Fin (2001) -donde se incluye el cuento que encontrarán más adelante-, Noches de pan con luna/ Miettes de lune (2004) y El paladar del lobo (2012), y ha sido incluido en ediciones colectivas como la Antología Hispanoamericana de Poesía Palabra Virtual, Cuentos Migratorios, 14 escritores latinoamericanos en París, y Cuentos Guatemaltecos (2015)
Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de Marlon Meza Teni.
ANIMALES DOMÉSTICOS PARA LA SOLEDAD
La idea de resignarme a que la soledad puede ser el inicio de una etapa común de la vida en determinados momentos no me bastó cuando mis padres murieron. Al volver al hogar vacío, en donde lo único que quedaba eran lamentos de un huérfano inconforme, lo primero que se me ocurrió fue comprarme un perro pekinés. Al cabo de diez años y dos meses de soportar mi alcoholismo frente a la televisión, el desgraciado también partió. Chang lo había hecho un poco antes diciendo que yo era un bueno para nada, y aunque insistiera asegurándole que procrear cambiaría entre nosotros mi visión de la vida, lo mejor que podía hacer era encontrar un trabajo y abandonar el hogar paterno. Me besó como sólo las maoisto-americanas saben hacerlo y volvió vía air-lines a su San Francisco made in California.
Fue entonces cuando compré el pescadito rojo en un restaurante chino del parque Concordia. ¡Lindísimo! con todo y acuario.
Por alguna razón desmesurada se me ocurrió también comprar un gato, y lo digo a sabiendas de que soy alérgico a estos animales. Maldito felino, sólo se acercaba para sobijearse la cola rodeándome la pierna, después desaparecía por los vecindarios y podían pasar días antes de apercibirlo por algún tejado o en el patio de la casa de mis padres. El pescadito rojo en cambio seguía mirándome desde el acuario mientras nadaba acarreando su tripita mierdal.
Excepto las tardes refugiado en el follaje de un árbol, de mi infancia sólo conservo el recuerdo de una escolaridad mediocre que suscitaba a la misma época un móvil para que mis padres agregaran que yo no merecía un pescadito rojo de Shanghai a cambio del certificado siempre ramplón de fin de año, y que lejos de lograr motivos para renovar propósitos, me ocasionaba un desbarajuste de buena voluntad en los meses de descanso por el valle. El chino pasmoso, que poseía todos los rasgos y curvas de un Buda de porcelana seguía mientras tanto promocionando su restaurante con peces a cambio de noventas y cienes, y de niño nunca me asomé al restaurante del parque por estas razones. Mi pescadito rojo lo compré con trabajo y a puros quetzales igual que al gato infame que resultó re-hogareño en todas partes menos en mi casa. El olor con el que marcaba las bisagras de alguna puerta me advertía que andaba cerca. Era peor que un zorrillo de barranco. Le ponía comida en el plato sólo por compromiso, y él se la hartaba feliz y se volvía a ir.
Mi pescadito rojo era fantástico en cambio. Hasta su serpentina fecal padecía toda clase de elegancias; yo le hablaba de las mil y una noches y mi soledad se mantenía a la moda. ¿Qué solterón empedernido lleno de rutinas y encierro no se compra un pescadito rojo? Con él en todo caso podía, dentro de otras animosidades hasta injuriar al gato en voz alta. El me escuchaba y seguía nadando mientras yo lo imaginaba convertido en sirena.
*
El culpable de todo fue Ignacio. Mi amigo y empleado Nachito vino desde el Quiché una mañana para decirme que los terrenos, herencia de mis padres, no se podían vender sin un poder legal de mi parte. Insistía, también sin fe en sus necedades, en que no los vendiera porque la buena tierra es capital cuando ya no se tiene nada más. Sin cuidado le contesté que se encargara de todo aquello, pero argumentó de malhumor que el apoderado de Don Miguel, mi padre, era yo, y que el abogado necesitaba mi firma para concluir ese negocio. Los papeles debían estar listos el viernes, le dije para que se fuera, y concluí advirtiéndole que no contaba quedarme en su pueblo más del tiempo necesario. Nacho se dio la vuelta sin contestar ni realizar que la idea de viajar, a mí me causaba fastidio.
La noche anterior en menos de diez minutos y en un maletín de mano tenía ya todo preparado, pero me pasé la mañana siguiente trepando en los techos y las paredes vecinas mientras preguntaba por el gato. Nada. Ni señas. Ni aguas ni enaguas habría dicho el abuelo. Nadie lo había visto. Cansado regresé, abrí una ventana, y le puse suficiente comida para el fin de semana… ¿Cómo pude? ...ahora lo pienso.
No fue sino en la carretera que pasa por San Lucas que la idea me despertó... ¡El acuario!, había olvidado al acuario por estar buscando al gato, pero bueno, los cipresales y el bosque a la orilla de la carretera me refrescaban las ideas reclusas llenas de ciudad, de seguro el invierno de medio año y la humedad mantenía las montañas con ese color, y ya hacía ratos que yo no pasaba por esos lugares. Una tía de mi madre tenía una cabaña por allá y… Chimaltenango, la última vez había sido cuando…sí, el bachillerato, creo, pero… ¡Mierda ! la ventana abierta con los alimentos para el gato… La idea me lleno de angustia. Escalofríos. Entonces estuve a punto de bajar del bus y regresar. ¿Para qué? me dije en un instante de calma. El gato, al no sentir mi presencia, regresaría seguramente a vaciar la porción y enseguida seguiría sus andanzas por los techos del barrio. ¡Dios mío! ¿Cómo puedo ser tan distraído algunas veces?, en todo caso ya era demasiado tarde y lo más razonable era ir a firmar las escrituras y volver cuanto antes.
El asunto de las escrituras no me llevó más de quince minutos y el malintencionado de Ignacio las hubiera podido llevar a la capital cuando viajó para avisarme. De madrugada tomé el primer bus para la capital. Me sentía ansioso pensando en las proporciones que alcanza una pena sumada a la imaginación. Entretanto la velocidad de aquel armatoste imprudente, aparte de necesaria, por una vez no me parecía tan desagradable.
El olor a meados estaba en la ventana por donde seguramente habían pasado gato y sol de marzo. El traste había sido vaciado por el animal y secado por el calor. Caminé hasta el cuarto de mis padres en donde estaba el acuario y descubrí que el pez rojo, al que no dejara nada de comer, había devorado al gato. Sé que parece absurdo pero es cierto.
Por los detalles que encontré; después de comer, el gato buscó que beber, y se preparaba quizás para salir por la ventana cuando descubrió el acuario apoyado al fondo de la repisa. Agua y más alimento intuyó. Saltó sobre la cómoda y restregó la cola alrededor del vidrio antes del primer y único intento. Después, probablemente hundió una pata en el agua y fue entonces que el pez hambriento lo atrapó. Con el asalto sorpresivo y el recipiente incómodo, éste tuvo forzosamente que ahogar al felino en menos de un minuto para devorarlo sin prisa. El acuario había quedado en un estado lamentable, ¡aberrante! El agua era sanguínea. En ella flotaban, los pedazos de un esqueleto irreconocible y un cuero que pudo ser piel y a través del cual mi piraña asiática se divertía nadando. Pobre gato, pensé por primera vez. Maldito chino cara de Mao que nunca me dio un pescadito gratis a causa de mis notas y que ahora me había vendido un carnívoro impaciente. Apresuré el paso y vacié el acuario en un desagüe de la calle tomando la precaución de no acercarme demasiado al pez engordado que me seguía viendo con aparente ingenuidad. Que se las arregle con las ratas de la reposadera si no se las harta también, pensé.
Vaya pescadito rojo de Shanghai el que regalaba el chino de Cantón a los niños estudiosos, y que encima tuve que pagar con dinero y un gato sin saber la felonía de su mirada ingenua y sus serpentinas fétidas. Del funesto animal ahora deduzco que quizá se la pasaba en los techos vecinos por miedo. Para evitar pesadillas un día le fui a preguntar al chino del restaurante qué tipo de pez rojo era aquél.
-Mismo de menú que te gusta, me contestó.
- …
Cada vez estoy más preocupado por las sorpresas cotidianas de la naturaleza. Los terrenos del Quiché por fin los terminó vendiendo Ignacio a contra voluntad y para su desgracia, entretanto yo aún sigo buscando un pekinesito menos complicado al que le guste ver telenovelas a las ocho mientras le rasco una pata. Algunas veces dudo y en mis lógicas inexplicables me pregunto: ¿Cómo decir a los niños de mi país que si tienen buenas notas no las divulguen ?, y si las divulgan por la curiosidad de obtener un pez rojo gratis, que al menos no compren un gato; los pobres son tontos, sedientos, golosos, y vencidos por semejantes atributos, mezclados a la falsa convicción de las siete vidas y otros tantos defectos felinos, caen en trampas de pirañas hambrientas, que de mares lejanos vienen con la cabeza llena de historias acerca de gatos melindrosos a quienes por naturaleza y solidaridad con el amo terminan odiando.
Quiero expresar mi más sincero y especial agradecimiento al destacado músico y escritor guatemalteco Marlon Meza Teni por su generosidad al dejarme compartir este excelente cuento con los lectores del blog. ¡Que lo disfruten!
ResponderEliminarMil gracias por el espacio en este bello blog Adriana.
Eliminarqué buen cuento!!!!
ResponderEliminarMuchas gracias Krina Ber.
EliminarGracias por compartirlo un cuento original y diferente
ResponderEliminarGracias por el comentario Mirna.
Eliminarme gusta el final, da que pensar entre líneas. cuantos gatos y peces rojos no hay por allí?
ResponderEliminarGracias a Krina, Mirna y Andrea, por los comentarios. Efectivamente, leer este cuento es genial, y me encanta que les haya gustado! Gracias por su lectura.
ResponderEliminarGracias de nuevo a los lectores de este Blog. y al profesionalismo y entusiasmo de Adriana. Saludos desde París.
EliminarCuento muy bueno!! Chino muy malo!! Gracias.
ResponderEliminarAtrapante comienzo; descriptivo desarrollo y sorpresivo final. Cóctel ideal para un cuento. Gracias por compartirlo.
ResponderEliminarGracias, patricia y Alberto, por sus comentarios. Coincido plenamente con ustedes en que el cuento es excelente, y me alegra que lo hayan disfrutado. ¡Hasta la próxima lectura!
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