Arturo Ambrogi (San Salvador, 1874-1936). Fue un diplomático, periodista y escritor salvadoreño, conocido como uno de los fundadores de la literatura de su país natal y como uno de los principales autores del Modernismo Latinoamericano. Desarrolló su labor periodística en periódicos salvadoreños como El Fígaro, La Semana Literaria, Diario del Salvador, La Quincena y La Juventud Salvadoreña, así como en los chilenos La Ley, de Santiago, y El Heraldo, de Valparaíso, y en el argentino La Nación. Además, durante su amplia trayectoria ocupó puestos de suma importancia dentro de la vida cultural de su país, siendo director de la Biblioteca Nacional y miembro de la Academia Salvadoreña de la Lengua. Entre sus publicaciones destacan los libros Bibelots (1893), Cuentos y fantasías (1895), Manchas, máscaras y sensaciones (1901), Al agua fuerte (1901), Sensaciones crepusculares (1904), El libro del trópico (1907), Marginales de la vida (1912), El tiempo que pasa (1913), Sensaciones del Japón y de la China (1915), Crónicas marchitas (1916), El segundo libro del trópico (1916), El jetón (1936) y ediciones póstumas como Muestrario (1955) o Crónicas (1996) –volumen que incluye el texto que aquí les presento.
LOS RUIDOS DE SAN SALVADOR
ILos de antaño
Dichosos tiempos aquellos en que San Salvador era asiento apacible del reposo; en que nuestra vida, como en la copla de Jorge Manrique se deslizaba.
Tan callando
Como San Salvador se acostaba temprano, casi casi con las gallinas, estaba con los ojos abiertos antes del alba.
El primer ruido que sacudía la atmósfera matinal, era el del paso de los machos de los lecheros que llegaban de las finquitas y chacras de los alrededores trayendo la leche. Trotaban los machos, al estímulo de los aciales; y el golpear de sus cascos en el empedrado, resonaba con estrépito.
Momentos después, la esquila de la ermita de Santo Domingo principiaba a tañer, convocando a los fieles a la primera misa. ¡Dulce tañido que llegaba hasta nuestra cama a sacudirnos, y a darnos los buenos días!
Martes, jueves y sábado de cada semana, ocurría algo extraordinario.
Eran los días en que las diligencias de don Pedro Manzano, al sonido de los cascabeles de las colleras de sus mulas, el restallido de sus látigos y el grito gutural de sus aurigas, recorrían las calles capitalinas recogiendo los pasajeros para el puerto, para Santa Tecla, o Cojutepeque.
Ya en pie el pacífico ciudadano de la urbe en embrión, era el traqueteo de las carretas las que aturdían las calles. Las carretas que traían de los zacatales aledaños los manojos de para, de zacatón, o de leña para las cocinas.
Recuerdo perfectamente a don Rafael Izaguirre, bajito, timboncito, parado en la esquina de la Botica Nicbecker, comprando el zacate para su mula, o a don Jorge Lardé, en el zaguán del Hotel de Europa contando las rajas de leña que el carretero iba descargando y amontonando en la acera.
¡Las ocho!
Fuera de alguna carreta que se cruzara, de algún jinete que pasara trotando, del chirrido de la rueda de algún carretón de mano en que el sirviente de una casa llevara la basura de casa a botarla al Castillo, ningún ruido turbaba la tranquilidad de la ciudad.
Ya en la tarde, empalideciéndose el cielo, venía la hora de prender los faroles.
Pasaba el farolero, el negro Nico, con su escalerita al hombro y su encendedor de gas, cuyo escape resonaba como émbolos de tren. Iba prendiendo uno a uno los faroles, los escasos faroles de cristales empañados que alumbraban mezquinamente las calles desempedradas y llenas de hoyos.
La ciudad, así alumbrada, entraba en la tranquilidad nocturna.
Después de la comida, que era la más tardada, a las seis, por las calles solitarias comenzaban a discurrir unas cuantas medradas sombras. Sombras que al pasar bajo el reflejo rojizo de los faroles, se precisaban un tanto. Eran los que se dirigían a la retreta en el Parque Central, sumido en la penumbra de sus viejos naranjos llenos de golondrinas que defecaban tranquilamente sobre los paseantes, y de sus viejos mameyes cargados de parásitas. Era el Parque Central un delicioso bosquecillo, con su kiosko y sus glorietas, fresco y aromoso en medio de la aridez poblana de la capital.
Terminada la retreta con las últimas campanadas de las ocho en la torre de Santo Domingo y Catedral (hoy el Rosario) los asistentes desfilaban, como habían venido, en silencio, y se recluían en sus casas.
La ciudad entonces, entraba en la noche cerrada. Los faroles, consumido el gas que les alimentaba, se habían ido apagando uno a uno. Reinaba la obscuridad en las calles. Sólo el brochazo rojo de las lámparas de los serenos rasgaba las tinieblas.
Dormía la ciudad su sueño pesado y tranquilo.
Y como no existía reloj público alguno, era la voz desabrida de los serenos la que anunciaba la hora y el estado del tiempo.
—¡Alabado!
¡La una ha dado, y nublado!
IILos de hogaño
Rememoraba días ha, y en este mismo sitio, la vida patriarcal, la sosegada vida, que llevábamos antes en este San Salvador, hoy convertido en una insufrible Estruendópolis.
Y más de uno de mis amigos, tanto o menos sesentón, como yo, me decía, después de haber leído mi crónica:
—Viejo: ¡qué tiempos aquellos!
Y yo, tomándome la voz, murmuré:
—Viejo: ¡qué tiempos aquellos!
Tiempos éstos, efectivamente, tan "sosegados", tan "apacibles" que más da ganas de "hacer su tanate y tomar el portante" que empeñarse en vivirlos, digo... en soportarlos.
Así, ¡tal vez!, en la paz del Cementerio podamos disfrutar de ese inalterado reposo que nos niega la vida moderna que se gasta el San Salvador de ahora.
Se acuesta uno temprano, renegando. Se acuesta con el desalado bocineo de los autos. Pasa el día entero con la misma musiquita aturdiéndole los oídos, quitándole la atención para realizar cualquier acto que la requiera. Y con el odioso ruido se acuesta y con el mismo odioso ruido se levanta.
Y si sólo fueran los autos, las camionetas, los camiones, las motocicletas, toda la confabulación del estruendo mecánico, la que llenara de ruido el corazón de la ciudad.
A esas "silentes" manifestaciones, se amalgaman, ¡y de qué manera!, los pregones de toda clase.
Grita, primero, la quezadillera. Es el suyo un grito gutural, que suena como una clarinada:
—La quéezaaiilláaa.
Antes que el grito rasgara el ambiente matinal, ya el olorcito penetrante de la hornada, asalta el olfato.
Ese pregón alterna con el de una mujeruca que lleva un cántaro de lata en la cabeza, y deteniendo el paso ante los zaguanes abiertos ya, ahueca la voz y grita:
—¡La lechéee!
Momentitos después, es un clamoreo el que resuena. Voces de cipotes que corren, blandiendo una hoja impresa:
—¡Diario Nuevo, de hoy!
—¡Diario Nuevo! —añadiéndole una letanía que nadie alcanza a descifrar.
Es el diario matutino que lleva, todavía oloroso a tinta de imprenta, el reciente radio, la nota de actualidad, al citadino que se acuesta tarde y se levanta temprano. Es algo, con el café, imprescindible.
Conforme el tiempo transcurre, surge un grito nuevo.
Grita el sorbetero ambulante.
Grita el del carretoncito de los frescos.
Grita, y suena su triángulo de hierro, el del tubo de los barquillos.
Grita el que expende dulces en su batea.
Grita el que vende leche helada por vasos.
Rayando el mediodía, los voceadores pregonan:
—¡"La Prensa"!
(que se está poniendo muy seria, muy sesuda. ¡Como que ya está entrando avieja!...)
Suenan los pitos de las fábricas. Suenan las campanas de las iglesias. Se lamenta, largo, largo, una falaz sirena. Las oficinas vomitan turbas de empleados. Las calles se llenan del murmullo de una muchedumbre suelta, que camina presurosa, camino de sus casas.
Mediodía. La modorra paraliza, momentáneamente, la vida de la ciudad. Se amortiguan los ruidos. Pero de tal manera han impregnado éstos el ambiente y han aturdido los oídos de la gente, que se les sigue escuchando por largo espacio en el silencio de esta Estruendópolis criolla.
Gracias
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