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lunes, 23 de octubre de 2017

EL AMORTAJADOR — Humberto Mata

Humberto Mata (Tucupita, 1949 – Caracas, 2017). Fue un destacado crítico de arte y escritor venezolano. Como parte de sus actividades vinculadas con el ámbito artístico pueden señalarse su labor como Miembro fundador de la Galería de Arte Nacional, y que fue docente en el Instituto Universitario de Estudios Superiores de Artes Plásticas Armando Reverón. Durante su amplia y destacada trayectoria literaria perteneció a los grupos «En Haa» y «Falso Cuaderno», realizó numerosas colaboraciones literarias en periódicos y revistas venezolanos, como las revistas Venezuela Ahora e Imagen; dirigió, a partir del año 2004 y hasta su fallecimiento, la editorial Fundación Biblioteca Ayacucho, y publicó los libros Imágenes y conductos (cuentos, 1970); Distracciones. Antología del Relato Venezolano, 1960-1974 (1974); Pieles de leopardo (cuentos, 1978) –acreedor del Premio Conac de Narrativa-; Luces (cuentos, 1983); Toro-Toro (cuentos, 1991); Pie de página (novela, 1999); Boquerón y otros relatos (cuentos, 2002) –con el cual obtuvo, en 2003, el Premio Municipal de Literatura, mención Narrativa, y de donde he tomado el cuento que les presento más adelante-; Revelaciones a una dama que teje (cuentos, 2007) y La mujer emplumada (2016).



EL AMORTAJADOR


Carátula de Boquerón y otros relatos (Monte Ávila Editores - 2002) de Humberto Mata
En cualquier sitio se puede vivir. Muchos lo han hecho en pueblos, ciudades o campos, sin por ello dejar de hacer lo que les corresponde. ¿O mejor será decir que hacen esto y aquello -y no lo otro- precisamente por vivir en este lugar y no en aquél? Tal vez... Nadie puede saber.

Cerca de los límites de la ciudad, existe un edificio, pequeño, viejo y maltratado. Sus ventanas no parecieran requerir de la atención ciudadana, así como tampoco sus bloques en carne viva, en los que se vislumbra el engrudo añejo. Da la impresión de que, en él, todo está detenido; o de que permanece aislado, excluido del mundo, como si una ráfaga de destiempo lo hubiera abofeteado... No es verdad, sin embargo, que la desatención o la indiferencia sean el destino común de edificaciones como ésa. No. Por el contrario, en sitios así suele aflorar una suerte de vivencia, de memoria, que podría señalarse con la palabra humanidad y que ameritaría, cuando menos, cierta dosis de ensueño. Humanidad, se siente en esas paredes húmedas; en aquella entrada en penumbras, anuncio de visita a lugares aún más penumbrosos y dóciles para el secreto o las suposiciones. ¿Por qué, entonces, esa situación tan especial; ese privilegio (si es posible usar tal expresión) que excluye a este edificio del placer visual, del fluir del recuerdo y lo instaura en una neutralidad casi perfecta, si no en un rechazo? Eso pudiera suceder, no por la necesaria discreción que se debe a lo ajeno (ya que todo edificio, por pequeño y viejo que sea, también es en el fondo un sitio público) sino por otra, sin dudas necesaria, que es preciso observar cuando se transita cerca de lugares luctuosos. Opacos recuerdos. Nubes profilácticas de esos recuerdos. Inmensidad. Todo y olvido. En ese edificio, aún vive la vida; pero también vive —y a sus anchas— la muerte. No es tan difícil observarlo, de todas maneras. Un esfuerzo, un mínimo esfuerzo sería suficiente. Entonces, la mirada chocaría contra emblemas que no le harían dudar de que allí, en la planta baja del edificio, tiene su aposento una discreta funeraria. Si la mirada lograra internarse, descubriría un féretro sin lujos. Si fuera escrutadora, minuciosa, sabría que dentro de él se encuentra el cuerpo de un hombre, y que ese cuerpo no perteneció a cualquiera. El muerto, mirada, si todavía no has logrado verlo, ofrece las facciones de un hombre viejo, de alguien que hasta hace pocas horas, ganaba la vida arreglando cadáveres en la funeraria que ahora lo aloja. ¿Quién hizo con su cuerpo lo que él con tantos otros? ¿Cuál improvisado amortajador perfeccionó la última máscara? ¡Quién sabe!

Abajo, en la planta del edificio, está la funeraria. Arriba, pocos viven; y entre ellos, llaman la atención los miembros de una familia (dos hermanas y una pareja) que ocupa uno de los apartamentos. Están tranquilos. Ya poco les molesta el olor a formol ni otro más desagradable que algunas veces parece subir por las angostas y oscuras escaleras.

¡Qué más da! En cualquier sitio se puede vivir, le digo. Si no fuera por lo que pasó... ¿Acaso podemos vivir donde queremos? ¿Acaso vivir en otro sitio hubiera cambiado algo? Yo sé que no, señor, seguro... Lo que pasó no vino de abajo sino de arriba...

Pero para que me entienda, tengo que comenzar antes, señor; tengo que empezar por cuando Maruja andaba en sus doce y mi pobre Angélica se postró. Ya entonces parecía muy vieja, ¿sabe?, Angélica. No por la edad diría, no por eso, sino porque los achaques le empezaron temprano, y cuando Lisbeth cumplía los once comenzó a postrarse, dolores por acá, dolores por allá, y apenas me di cuenta estaba en cama, sin poder hacer nada, como si fuera una nada estaba mi Angélica. Me hice cargo. Cuando Angélica se postró me hice cargo. Lisbeth de once y Maruja de doce. No me sentía desamparado, porque Maruja se hizo rápido una mujercita, a pesar de sus doce, y ayudaba con lo de la casa, limpiaba, ponía la mesa, regañaba a Lisbeth por las tareas, toda una mujercita como se dice, siempre pendiente de la madre, mi Angélica, la cambiaba, le daba la comida, todo hacía Maruja con sus doce. Yo no tenía muchas peticiones, con los cuartos arreglados me bastaba y ver a mis muchachas crecer lindas y fuertes era suficiente. Es verdad que lo de Angélica llegaba a molestarme, ella tan sana y ahora como un guiñapo, pero todo eso lo reducía Maruja, tan centro de la casa ella.

—Papá, ¿me atiendes un rato a mamá que tengo que hacer tal cosa?

—Sí, hija, no se preocupe, vaya tranquila que yo me encargo.

Así pasábamos los días, tranquilos pasábamos los días, Angélica, mis muchachas y yo, los cuatro muy tranquilos, Maruja y Lisbeth creciendo fuertes y lindas, yo que se lo digo...

Estaba en la puerta del edificio cuando el sustituto llegó, si acaso era el reemplazo del viejo amortajador. Era alto, delgado y lucía una chaqueta elegantísima.

Un maletín indicaba equipaje. Pasó a su lado. Tal vez ni la miró. Subió las escaleras y Maruja, inquieta, escuchó el sonido de una puerta que allá, arriba, fue abierta y cerrada rápidamente. En el último piso, pensó Maruja. Arriba de mi casa. Extraño, muy extraño que alguien así, con ese porte, venga a vivir en este edificio: y justo en el apartamento del viejo muerto. Era alguien de otra parte, de otro lado de la ciudad o de otra ciudad. Durante la noche, mientras atendía a la madre, Maruja escuchó con atención. Arriba, el desconocido rodaba algo, un mueble al parecer. Luego, oyó un sonido de agua. Se baña a esta hora. ¡Qué tipo tan extraño! No logró verlo la mañana siguiente, ni siquiera la otra. Pero corrió a la puerta de su casa cuando sintió que abrían la de arriba, el tercer día luego de la llegada del nuevo inquilino. Bajaba las escaleras. Maruja, con sigilo, entreabrió su puerta cuando él pasaba. Vio sus espaldas, sus manos vacías que se movían rítmicamente, sus pantalones, hasta que se perdió en la oscuridad de las escaleras. Maruja sintió un escozor, algo como una vibración dentro del cuerpo y pasó el resto del día alterada. ¿Quién era? ¿Qué estaba haciendo allí? ¿El nuevo encargado de preparar los muertos? ¡Increíble! ¿Con ese aspecto? Un día le voy a preguntar... Y, en efecto, una tarde Maruja subió las escaleras.

Pero entonces comenzó, señor. De pronto, comenzó. Diría que a los pocos días después de que el viejo de la funeraria se murió. Porque si no le había dicho, usted disculpe, el viejo que preparaba los muertos se murió hace meses. Lo había visto en oportunidades, dos o tres veces lo había visto, muy viejo estaba me fijé, porque él vivía en el mismo edificio, en el apartamento de arriba, y como usted comprenderá, uno se topa a veces con gente de su edificio, aunque no le guste lo que ella haga uno se topa a veces, no se puede evitar, así que dos o tres veces, si mal no recuerdo... Pero no es eso lo que quería contar, señor, seguro que no, usted disculpe. Lo que sí quería decir es que aquello comenzó de pronto, casi a los pocos días después de que el viejo se murió comenzó Maruja con sus cosas. Que si esa puerta se cierra sola, que si trancaron el agua cuando me bañaba, que si algo me sopló anoche, que si eso me da miedo papá. Angélica nerviosa y Maruja con eso. Yo sabía, señor, sabía que Maruja estaba subiendo, porque uno se da cuenta, ¿verdad? Me parecía muy raro. Eso de que Maruja estuviera subiendo al apartamento del viejo muerto me parecía muy raro. Pero, ¿qué podía hacer...? Ya era una mujercita, y cuando las niñas se hacen mujercitas, con todas sus necesidades, yo que se lo digo, uno debe estar preparado para lo que sea.

"Papá, tengo que hacer tal cosa, una amiga me espera". Cosas así me decía Maruja. "Vuelvo en un minuto, papá". No me gustaba, para nada me gustaba. Y aquello de la puerta, del agua, del soplido, aquello era demasiado... Angélica decía que podía estar con mala gente.

"Maruja puede terminar muy mal", decía Angélica. Pero ella no escuchaba a nadie. Sólo permiso para acá, permiso para allá, y las puertas que se abren y cierran, y los pasos en las escaleras, y los gritos de Maruja, en la noche, porque algo la asustó, como si la casa se hubiera llenado de algo malo.

"Yo lo vi, papá, te juro que lo vi. Era como una sombra que se paró frente a la cama. Tapé mi cabeza con la cobija y un frío muy largo se me coló".

Así se pusieron las cosas. Lisbeth por su cuenta, porque Maruja ya no la atendía, ni atendía a la madre, ahí, sola y nerviosa en la cama mi pobre Angélica... Le dijo a Maruja que acá era distinto. Él conocía otros sitios, había trabajado en otras funerarias. Esas, son diferentes, muy distinguidas, tan escrupulosas que no dan cabida al dolor. La gente llega, se sienta, conversa con algún conocido, habla de cierto negocio, mira a sus alrededores y se marcha. Ni siquiera ha podido acercarse al féretro. Quizá ni siquiera conoce a los deudos. Pero ha cumplido y pasado un rato tranquilo, hasta agradable. Si tuvo ganas, fue al café para tomar un sabroso caldo. Nada más. Allá, es como estar en un espacio teatral, Maruja, pero lleno de mal gusto. Querubines, cuadros, madonas, personajes ataviados a la última moda y más pendientes de sus medias y collares que de otra cosa. Todo, Maruja, todo como en esos restaurantes de lujo, donde lo menos necesario es masticar los alimentos.

—Estuvo muy hermoso, muy organizado.

—A la hora en punto llegó el Padre.

—Un rezo corto pero lindo, con responso y todo.

—Muy corto, diría yo.

—Y ni nos dimos cuenta cuando lo sacaron.

—Todo normal, muy ordenado.

—Con una gran educación.

—¿Viste que estaba cerrada?

—Dicen que murió de algo malo y no quieren que se sepa.

—Parece que los doctores querían enterrarlo sin velorio.

—¡Imagínate...!

—Eso dicen, pero yo no sé nada.

—A mí me dijeron otra cosa.

—Parece que se suicidó.

—Estaba obstinado de la mujer y se metió un tiro en la boca.

—Yo supe otra historia, me dijeron que estaba con un muchacho cuando ella llegó.

—Sí, estaba con un muchacho, pero no en la casa, en un hotel y le vino una embolia.

—Tenía sangre en la boca y la nariz cuando lo encontraron.

—El muchacho escapó, él no tiene la culpa, imagínate el susto.

—Gracias a Dios, todo salió muy bien.

—Con una gran educación.

Acá es distinto. Acá se está más cerca del dolor y es posible escuchar un llanto estridente, sin recortes sociales. El artificio, menos elaborado, permite que la muerte sea mostrada como algo natural, aunque terrible, y no como un simple acto de reunión y exhibicionismo. Maruja le contó sobre la sombra. Le dijo que una puerta se había cerrado en sus narices, que el agua se fue mientras se bañaba, que sentía miedo durante la noche.

"Es la cercanía, Maruja, la cercanía de la muerte", dijo él mientras la cubría.

Con el tiempo me fui desatendiendo de Maruja, es verdad, lo reconozco. Pero, ¿quién no iba a hacerlo? Con sus miedos y sus escapadas, ¿quién no...? Igual la quería, señor, claro que la quería, y mi Angélica no dejaba pasar un minuto sin preguntar por ella: "¿Dónde está Maruja?", preguntaba. "Ten mucho cuidado con ella, mira que puede estar en malas manos", decía. Pero entonces ya Maruja parecía cada vez más lejos, en la casa pero muy lejos, como si no fuera su casa, como si el piso de arriba fuera su casa, allí, en ese apartamento del viejo muerto, y yo no aguantaba tantas cosas, no podía aguantarlas, Angélica enferma y Maruja así. Y entonces me dediqué más a Lisbeth, que seguía creciendo, se acercaba a los doce y ahora parecía toda una mujercita, muy seria ahora, preocupada por todo Lisbeth, por la mamá, por mi comida, mientras Maruja se alejaba, y ya yo no quería pensar más en Maruja sino en Lisbeth, tan linda como estaba, tan centro de la casa. Pero Angélica igual de angustiada: que si a Maruja le puede pasar algo, que si yo quiero verla; y así todo el santo día preocupada por Maruja, como si Maruja no estuviera, lo que en el fondo no era verdad, porque ella seguía en la casa, casi nunca veía a la madre pero seguía en la casa, a cada momento subiendo las escaleras, subiendo las escaleras mientras Lisbeth se ocupaba de todo, de mi Angélica, de mí, de todo se ocupaba Lisbeth, tan mujercita, tan centro de la casa ella...

Una tarde, habló de su trabajo. Es el perfecto maquillaje y la gran falsedad, le dijo. Yo preparo el espectáculo; el espectáculo final, el último recuerdo. Antes, cubríamos el cuerpo para que nadie lo mirara; ahora, lo preparamos para su gran exhibición. Ninguna mancha. Nada que recuerde la muerte. Y si escapa un olor, hay que estar prestos a disimularlo. Que las sustancias requeridas se sobrepongan. Todo, con una gran educación.

¿Por qué lo haces? ¿Por qué aquí? -preguntó Maruja.

Porque alguien tiene que hacerlo. Además, yo soy perfecto en mi trabajo. Ninguna mancha. Ningún olor.

¿Por qué aquí? -insistió Maruja.

No obtuvo respuesta. Maruja quedó mirando el vacío, como si estuviera sola, aislada; porque ahora todo parecía vacío: el apartamento donde se encontraba, oscuro y solitario; el edificio donde siempre había vivido, una isla separada del tiempo. Y entonces recordó, nerviosa acaso con razón. Recordó que, en efecto, desde que él había llegado, ningún olor desagradable subía por las escaleras. Todo era limpio. Maravillosamente limpio. Me siento bien, pensó Maruja, pero tengo miedo. No sé. Su trabajo. Algo tan raro, tan desconocido.

Un día, señor, un día pasó lo que tenía que pasar, lo que estaba esperando que pasara. Y no me diga que no era para esperarlo, una muchacha que ya casi no vivía en la casa, que estaba todo el tiempo en el piso de arriba... Entonces, señor, un día Maruja ya no regresó, ni rastros de ella ni nada de nada, así, como si se la hubiera llevado el viento a mi Maruja, y Angélica tan angustiada que se despertó gritando, como una loca se despertó gritando una noche Angélica.

—¡Maruja! ¡Maruja! ¡Ese olor! ¡Ese olor! ¿No te das cuenta de ese olor? Es Maruja, mi pobre Maruja.

Sí, un olor subía por las escaleras, pero no era el olor de Maruja, no señor, era un olor a muerto podrido, por más formol que le pusieran era un olor a muerto podrido. Eso le dije a mi Angélica.

—No. Es Maruja. Es ella. Tienes que saberlo. Eres su padre... -y esto me lo dijo casi con resignación, diría yo, por el tono.

Si soy sincero, aquello era un olor a puro muerto. Pero, ¿quién puede conocer el olor de una hija mejor que la madre? Nadie, y usted lo sabe. Así que bajé, y no encontré nada. No había ningún muerto en la funeraria. También subí, y tampoco encontré nada. El apartamento estaba vacío, sin una señal de nada. Lo que no era para sorprenderse, porque, que yo supiera, nadie había vivido allí desde hacía meses, usted sabe, cuando se murió el viejo. Aunque Maruja subiera todo el tiempo, allí, desde hacía meses nadie vivía. Y el otro día pregunté abajo, en la funeraria, casi porque estaba nervioso o sin saber por qué, por una corazonada, por esperar algo, cualquier cosa, señor, usted sabe, la ida de Maruja, los gritos de mi Angélica por el olor; el otro día pregunté por el nuevo, por el encargado de arreglar los muertos, aunque yo sabía que el apartamento de arriba estaba vacío pregunté por el nuevo. Me respondieron que nada. "Desde hace meses, cuando el viejo se murió, nadie trabaja con los muertos". Así me dijeron. Me dijeron que era muy difícil, con todo tan caro, encontrar uno que se ocupara; que esa era una funeraria humilde, una funeraria casi olvidada, en aquel edificio tan apartado, tan pequeño y tan viejo.

No pude decirle la verdad. Vi a mi pobre Angélica y no pude decirle la verdad. Mejor le dije que no había pasado nada, porque si a ver vamos, todavía no sé si ha pasado algo.

—No pasa nada, Angélica, son suposiciones tuyas -le dije-. De pronto Maruja regresa, ya vas a ver, quédate tranquila -pero ella, muy terca, no se dejó convencer.

—Es Maruja, te digo. Ése es su olor. Huele a ella. ¿No te das cuenta...? Y mi pobre Angélica, señor, mi pobre Angélica se puso a llorar. Claro, ya no podía hacer más nada. Ni soñar con convencer a Angélica de que estaba equivocada. Ni soñarlo. Porque a ella nadie la iba a convencer, por muy postrada que estuviera... Y entonces, señor, ocurrió lo que no me esperaba, ocurrió lo que nunca esperaba. Ocurrió que la otra noche Lisbeth tuvo como pesadillas, sombras al pie de la cama, cosas de esas; y aunque todavía no sé si ella está subiendo las escaleras, le aseguro que no, creí conveniente venir donde usted para contarle todo esto, no vaya a ser que mi Lisbeth, ahora mi Lisbeth, tan mujercita ella, con sus doce que ya los cumplió, tan centro de la casa, no vaya a ser, digo, o que mi Angélica se despierte una noche gritando por el olor a Lisbeth o a lo que sea... Porque si yo sé algo, señor, si acaso sé algo, lo que pasó con mi Maruja, sea lo que sea, no vino de abajo sino de arriba, por muy vacío que esté ese apartamento. Y también usted debe tomar en cuenta, pienso, que ya mi Lisbeth está en los doce, como le dije, en la misma edad que tenía Maruja cuando comenzó con sus cosas... ¿Verdad...?

Estaba en la puerta del edificio cuando el sustituto llegó, si acaso era otro. Alto y delgado, el inquilino mostraba una chaqueta elegantísima. Pasó a su lado. Tal vez la miró. Subió las escaleras y Lisbeth, inquieta, escuchó el sonido de una puerta que allá, arriba, fue abierta y cerrada con violencia.

7 comentarios:

  1. Te lo digo, ahora que no estás. Los cuentos largos, aburren, con todo respeto al finado y a la literatura. Patricia Medina.

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  2. Tiene buen ritmo,interesante, pero es repetitivo y excesivamente largo.

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  3. Gracias por sus comentarios, Patricia y Jorge. Es maravilloso que este espacio nos sirva para compartir literatura, y lo que esta nos produce. Espero que próximos cuentos y crónicas satisfagan más su gusto, que al fin y al cabo es lo único que, en el goce de la experiencia estética, prevalece. Saludos! Adriana

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  4. me gustó. final inesperado.
    Lo de lo largo es relativo; hay cuentos de una línea y otros de 20 páginas. Lo que define que guste son las preferencias del lector.
    Este cuento me gustó mucho. Lenguaje propio de los venezolanos cuando echamos un cuento. Nuestro vocabulario y modismos son una marca que nos hacen inconfundibles.

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    1. Me encantó, ni largo ni corto; todo es según del color con que se mira. Gracias por compartir.

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  5. Gracias por sus comentarios, Andrea y Mario. Es un hecho que el disfrute de la literatura es sumamente subjetivo, y hay autores y textos para todos los lectores. La idea es ir identificando eso que nos gusta, sin que ello nos haga menospreciar lo que no nos agrada tanto... Me alegra que hayan disfrutado el cuento. ¡Por aquí seguiremos compartiendo lecturas!

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  6. No fue precisamente lo que esperaba...Me gustan más los cuentos que en el primer párrafo ya tienen una acción, más que una reflexión. La idea es atrapar al lector

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