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lunes, 2 de octubre de 2017

EL PRIMER BESO – Clarice Lispector

Chaya Pinkhasovna Lispector –conocida en el mundo literario como Clarice Lispector- (Chechelnik, Ucrania, 1920 – Río de Janeiro, Brasil, 1977), Fue una escritora y pintora brasileña, considerada como una de las narradoras más importantes del siglo XX. Durante su carrera escribió en diversos periódicos y revistas, y consolidó una prolífica obra narrativa, publicada originalmente en portugués y traducida a varios idiomas, en la que destacan las novelas La pasión según G.H. (1969), Un aprendizaje o el libro de los placeres (1973), Agua viva (1973), La manzana en la oscuridad (1974), La hora de la estrella (1989), y Cerca del corazón salvaje (2002); los libros de cuentos Lazos de familia (1973), Felicidad clandestina (1988) –en el cual aparece el cuento aquí publicado- y Dónde estuviste de noche (2012); además de crónicas, poemas y volúmenes de literatura infantil. Obtuvo los premios Graça Aranha Prize, por la novela Cerca del corazón salvaje (1943), y el Premio Jabuti de Literatura (1961).



EL PRIMER BESO


Car{atula de Felicidad clandestina (Clarice Lispector - 2011)
Más que conversar, aquellos dos susurraban: hacía poco que el romance había empezado y andaban tontos, era el amor. Amor con lo que trae aparejado: celos.

—Está bien, te creo que soy tu primera novia, me pone contenta. Pero dime la verdad: ¿nunca antes habías besado a una mujer?

—Sí, ya había besado a una mujer.

—¿Quién era? —preguntó ella dolorida.

Toscamente él intentó contárselo, pero no sabía cómo.

El autobús de excursión subía lentamente por la sierra. Él, uno de los muchachos en medio de la muchachada bulliciosa, dejaba que la brisa fresca le diese en la cara y se le hundiera en el pelo con dedos largos, finos y sin peso como los de una madre. Qué bueno era quedarse a veces quieto, sin pensar casi, sólo sintiendo. Concentrarse en sentir era difícil en medio de la barahúnda de los compañeros.

Y hasta la sed había empezado: jugar con el grupo, hablar a voz en cuello, más fuerte que el ruido del motor, reír, gritar, pensar, sentir... ¡Caray! Cómo se secaba la garganta.

Y ni sombra de agua. La cuestión era juntar saliva, y eso fue lo que hizo. Después de juntarla en la boca ardiente la tragaba despacio, y luego una vez más, y otra. Era tibia, sin embargo, la saliva, y no quitaba la sed. Una sed enorme, más grande que él mismo, que ahora le invadía todo el cuerpo.

La brisa fina, antes tan buena, al sol del mediodía se había tornado ahora árida y caliente, y al entrarle por la nariz le secaba todavía más la poca saliva que había juntado pacientemente.

¿Y si tapase la nariz y respirase un poco menos de aquel viento del desierto? Probó un momento, pero se ahogaba en seguida. La cuestión era esperar, esperar. Tal vez minutos apenas, tal vez horas, mientras que la sed que él tenía era de años.

No sabía cómo ni por qué, pero ahora se sentía más cerca del agua, la presentía más próxima, y los ojos se le iban más allá de la ventana recorriendo la carretera, penetrando entre los arbustos, explorando, olfateando.

El instinto animal que lo habitaba no se había equivocado: tras una inesperada curva de la carretera, entre arbustos, estaba... la fuente de donde brotaba un hilillo del agua soñada.

El autobús se detuvo, todos tenían sed, pero él consiguió llegar primero a la fuente de piedra, antes que nadie.

Cerrando los ojos entreabrió los labios y ferozmente los acercó al orificio de donde chorreaba el agua. El primer sorbo fresco bajó, deslizándose por el pecho hasta el estómago.

Era la vida que volvía, y con ella se encharcó todo el interior arenoso hasta saciarse. Ahora podía abrir los ojos.

Los abrió, y muy cerca de su cara vio dos ojos de estatua que lo miraban fijamente, y vio que era la estatua de una mujer, y que era de la boca de la mujer de donde el agua salía. Se acordó de que al primer sorbo había sentido realmente un contacto gélido en los labios, más frío que el agua.

Y entonces supo que había acercado la boca a la boca de la mujer de la estatua de piedra. La vida había chorreado de aquella boca, de una boca hacia otra.

Intuitivamente, confuso en su inocencia, se sintió intrigado: pero si no es de la mujer de quien sale el líquido vivificante, el líquido germinador de la vida... Miró la estatua desnuda.

La había besado.

Lo invadió un temblor que desde fuera no se veía y que, empezando muy adentro, se apoderó de todo el cuerpo y convirtió el rostro en brasa viva.

Dio un paso hacia atrás o hacia delante, ya no sabía qué estaba haciendo. Perturbado, atónito, se dio cuenta de que una parte de su cuerpo, antes siempre serena, estaba ahora en una tensión agresiva, y eso no le había ocurrido nunca.

Dulcemente agresivo, se hallaba de pie, solo en medio de los demás con el corazón latiendo pausada, profundamente, sintiendo cómo se transformaba el mundo. La vida era totalmente nueva, era otra, descubierta en un sobresalto. Estaba perplejo, en un equilibrio frágil.

Hasta que, surgiendo de lo más hondo del ser, de una fuente oculta en él chorreó la verdad. Que en seguida lo llenó de miedo y también de un orgullo que no había sentido nunca. Se había...

Se había hecho hombre.

3 comentarios:

  1. Desde que conozco a Clarise Lispector he tenido la sensación de no estar leyendo un cuento sino viviendo la historia, a veces, como en este caso, en primera persona. Tal vez sea este el cuento de Lispector que más me ha gustado, de los que he leído hasta ahora. Gracias Adriana por regalarnos la posibilidad de leer y releerlo.

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  2. Gracias por tu comentario, Otto. Efectivamente, leer a Lispector es una experiencia que no suele poder compararse con nada. Es una gran narradora y este cuento breve lo demuestra sin lugar a dudas. ¡Hasta la próxima lectura!

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