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lunes, 6 de noviembre de 2017

LA DEMOCRACIA DE JERUSALÉN – Rubén Darío Jaimes

Rubén Darío Jaimes (Caracas, 1964) Es Licenciado en Educación, Mención: Castellano y Literatura de la Universidad de Los Andes (San Cristóbal, 1989), Magíster en Literatura Latinoamericana de la Universidad Simón Bolívar (Caracas, 1997) y Doctor en Filología Española de la Universidad de Oviedo (España, 2014). Se ha dedicado a la docencia, la gerencia universitaria, la investigación de la literatura caribeña y a la creación literaria. Es profesor titular jubilado del Departamento de Lengua y Literatura de la Universidad Simón Bolívar. Tiene publicados los siguientes libros de crítica literaria: El imaginario del muy diablejo (El perro y la rana, 2007) y La historia desde el capricho o los caprichos de la historia (Fondo Editorial del Ipas-me, 2011). Actualmente en imprenta El delicioso arte de trocar la historia, mientras que está inédito su trabajo La transfiguración de la memoria en la obra de Edgardo Rodríguez Juliá. En su libro de cuentos Por el aroma yo lo sé (Equinoccio, 2009) encontramos “La democracia de Jerusalén”, una narración lúdica donde coinciden diversos eventos que conmocionaron la sociedad venezolana entre los años 1989 y 1992.

Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de Rubén Darío Jaimes.



LA DEMOCRACIA DE JERUSALÉN


Carátula de Por el aroma yo lo sé (Equinoxio - 2009) de Rubén Darío Jaimes
I
“¡La religión es del Diablo!... ¡La religión es del Diablo!” –gritaba aquel esperpento que volaba como un huracán de profecías, perseguido por sus alucinaciones y por el hambre, como si quisiera engarzarlas en las costillas de aquellos cristianos que le abrían paso.

“¿Qué dice ese Jerusalén?” –con tono del 23 un motorizado le repite el saludo de todos los días, ahí mismito, en la esquina del Liceo “Fermín Toro”. “Una chicharrita, Jerusalén” –y El Profeta de La Cañada le respondía con un escupitajo que a poco esquivaba el liceísta, que con su gracia quería pegarse a todas las carajitas del Diversificado. “El coño de tu...” –se arrepentía y comenzaba otra vez conque– “¡La religión es del Diablo!” –con voz ronca y un tufo de aguardiente callejonero que nada le envidiaba a las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia.

Los muchachos se reían como todos los días, salvo cuando las sirenas, los peinillazos y el gas lacrimógeno ahogaban la protesta o interrumpían la catarsis. Las mismas consignas de hace seis, diez y veinte años atrás, cuando el “Ese hombre sí camina...”

“Las calles son del pueblo, no de los...” –y pum–. “Toma tu coñazo, pa’ que respetes. ¿Tu mamá no te enseñó a respetar? ¡Ah, nooo! ¿Tú eres alzao?” Y en aquella atmósfera digna de Cararabo, perdón, de Carabobo y de la Sierra Maestra, revuelta con otro tanto de mesianismo, inspirado por Jerusalén tal vez, la manifestación se disolvía como un recuerdo, como esa caricatura de Zapata en el periódico, desleída por la acción de los dioses del sol y de la lluvia, a quienes posiblemente ya no les quedaba estómago para reírse del espectáculo ciertamente mortal. “Yo no le pegué ese peñonazo, señor agente” –se apresuraba a explicar el negrito ante el inminente peinillazo del policía.

“¡Ahh! Conque, señor agente” –lo parodiaba con rostro inmisericorde. “¿No y que era tombo, lambeplatos y comejobo?” Y con lágrimas en los ojos desaparecía la consigna: “... jalabolas de los ricos”.

“¡Llegó la ballena!” –tal conjuro no lo soportaba la conciencia popular. Quizás un peinillazo. Quizás tragar un poco de humo, unas lágrimas, hasta cagarse en los pantalones, pues... ¿pero, agua? ¡No, señor, eso nunca!

En fracciones de segundo sólo resistía fieramente aquel apóstol de las reivindicaciones populares. En ese momento nadie se podría imaginar que tal espantapájaros jugaría un papel estelar en la gesta democrática de mi Venezuela. Ahora nada más veíamos a Jerusalén rodando por el suelo ante el formidable chorro de agua maldita. Sí, Jerusalén, el conspirador, que con su talle y donaire casi terminó pagando los platos rotos de “La Mano Pelúa”. Así de ingrata es la patria para con sus héroes.

Alrededor del pordiosero giraba el mundo al revés. En las jaulas los muchachos, todavía llorosos por los gases y la aplicación del siempre recordado y nunca bien ponderado “plan de machete”, se consolaban riéndose del infeliz; inocentes de que aquel mártir de los derechos ciudadanos era en verdad la salvación de la democracia. Entre botes y caídas sucumbía el clamor popular. Los tombos se carcajeaban como huestes infernales. “¡Dale un pataón por ese...!” Sí, señor, por ahí mismito.

Las sirenas eran ya una cabalgata lejana rumbo a Cotiza. Yo veía desde el balcón de mi casa cómo se desteñía la figura inerte y retorcida como un garabato de Jerusalén. “¡Qué bolas! ... Ahora sí” –le comentaba el portu a un viejo jubilado, que pronto sería un peligrosísimo conspirador contra el sistema, y todo por la avaricia de querer igualar su pensión al sueldo mínimo.

Había un espíritu en el ambiente de “lo dejaron tieso, pobre loco”. Los transeúntes, que no trashumantes, luchando con sus pasos, esquivaban el bulto que destilaba tinte y mugre de ciudad y hambre. “¡Ave María Purísima!” –se persignaba doña Encarnación, sacrificada legionaria de María y fiel devota del Dr. Caldera, a quien cada Primer Viernes le encomendaba un velón amarillo... o verde quizás. Pero, que no se sepa: a doña Encarnación le dijo un brujo de su plena confianza que más adelante tendría que cambiarlo por uno tricolor... “para darle más juerza”. Durante un segundo su entereza cristiana le exhortaba a socorrerlo, pero... “¡A la pinga! ¿Y si está muerto? ¡Qué va, mí!”.

Poco a poco se fue reuniendo un cortejo fúnebre muy dispar: un montón de periodiqueros (¡Ojo, no periqueros!) vestidos con esperanzas prestadas y roídas por la soledad; varias oficinistas cuchuchiantes, más preocupadas por resolverse levantándose al jefe que, por cierto, sufre de la próstata, que de leer aunque sea la Crónica Policial; algunos ancianos que en la placita se desesperaban ante la tardanza de La Pelona; y alguna que otra puta que se le arrimaba a las monjitas para meterle de frente al chisme y al escándalo, deporte más popular que el mismísimo “5 y 6”.

El silencio fue cuajando en un círculo profiláctico alrededor del “occiso”, como pudiera ser reseñado en una página de sucesos. Estaban allí como para espantar a los zamuros, para evitar que despellejaran las entrañas de Jerusalén y se desparramara ese virus letal, del cual fue víctima, sin duda, El Paladín de la Constitución. Hasta Gonzalito, que nadie sabía a ciencia cierta si era el loco o el marico de los bloques de El Silencio, estaba boquiabierto, a punto de escurrírseles las babas de asombro hasta la sotana del padre Heriberto. “Se lo pegaron, mi amor” –pensaba alelado. Y justo ahí, de un solo brinco, quedó erguido; sus ojos eran fieles testimonios de que algún espíritu burlón, de los tantos que se han cobijado en estos territorios, se había posesionado de la “materia” del indoblegable Jerusalén. De una vez, con mayor fuerza que un exorcismo del propio Juan XXIII, el cortejo se disolvió como cuando un muerto se para de su féretro. Hasta Semary, la haitiana, aventó bien lejos el parapeto donde vendía manzanas y ciruelas importadas. Ni el mismísimo Melquíades había regresado tantas veces del otro cachete.
II
El día se consumía con el tedio propio del estacionamiento de Miraflores. Los mismos personajes de siempre, los mismos “boteros mofletudos” que frecuentan el palacio. Un contrato aquí, un chisme allá, un rumor incrustado entre los ventanales y el saludo de rigor. “En tiempos de mi general eso no pasaba” –nos restregaba Servelión, un bedel que aún se resiste a jubilarse. “¡Qué fue, viejo! Esos tiempos pasaron. La palabra mágica es de-mo-cra-cia”– casi le deletreaba, aunque por dentro recordaba el comentario de mi teniente: “La cosa está fea, atentos a cualquier movimiento extraño”.

Rara vez salía el Presidente por la Puerta 5. Generalmente sólo transitaban por ahí los camiones de suministros, pero casi nunca el Primer Mandatario. Únicamente cuando tenía una “movida”. “En eso mi general era más cuidadoso”. Por boca de los guardaespaldas nos enteramos que con la “Partida Secreta” se financiaban tremendas bacanales. “De la Partida Secreta, caballero. Puras tiernas. ¡Buenísimas!”

Salieron los motorizados de vanguardia con el itinerario recién entregado por el Jefe de la Casa Militar. La vida del Presidente no tiene precio. La limosina ocupaba un lugar más en la caravana presidencial, nunca se sabe dónde va sentado ni en cuál vehículo. “Van a subir la gasolina”. Afuera, la gente caminaba apresurada, como si también presintiera algo, un susto en la barriga, un pálpito... ¡qué sé yo! “Sin novedad, mi teniente”. Esa misma mañana habían reforzado la vigilancia. “¡Qué general ni qué ocho cuartos!” Sin embargo, el puño en el fusil y el sudor chorreando por la espalda era señal del agite.

El último intento de magnicidio consistió en un cabillazo que le propinó un loco a Luis Herrera en la frente, cuando éste salía del Museo de Sofía en Parque Central; amén de que en otra ocasión aquél ya se había robado el centimetraje de prensa por su figura desnuda, que correteaba delante de la Guardia de Honor a todo lo largo del Paseo Los Próceres durante la parada militar del 5 de Julio de aquel año. “Que se dé otra pasadita” –mascullaba desde las tribunas un viejo mascalaguas que decía él que era uno de los fundadores de la democracia. Pero ése no era el caso de Jerusalén, siempre lo habían controlado los vigías cuando el Presidente salía por aquella Puerta 5.

Nunca nadie se enteró de que hace unos meses Jerusalén fue apresado en las inmediaciones del Teatro Teresa Carreño, agazapado como un duende que, en lugar de esconder una botija llena de oro, cargaba un tobo repleto de mierda, listo para abonar el camino democrático de la Cuba de Fidel. “¡Qué papelón, mi teniente! Si la guardia no lo pesca cerca de la pasarela que viene del Hilton... nos jodemos”. Fidel permanecía inocente del auge democrático que iba a recibir, y seguía contestando las preguntas de la periodista que se guindó del pasamano cual acróbata.

Aquí en el palacio nunca se ha dudado de la voluntad democrática de Jerusalén y, sobre todo, se cree que él es el precursor de eso que llaman la sociedad civil.

Alguien nos comentó en el casino que la locura del pordiosero viene de los tiempos de la dictadura. Cuentan que en aquella época estaba tan enamorado de una tal Doña Bárbara, la prostituta estrella del Bar Las Piedras, frente a la Plaza Miranda, que estuvo cual Barquero, oprimido entre las pasiones etílicas y la portentosa cadera de la morenaza, hasta que un día un Santos Luzardo cualquiera, esta vez analfabeta funcional, por decir lo menos, cambió los rumbos de la narración y levantó vuelo con los reales y la llanera. De ahí su odio jurado a la dictadura y sus delirios de preservar las libertades públicas.
III
El asedio de Miraflores comenzó cerca de medianoche. Nos deslizábamos por la avenida Urdaneta con la precisión de un reloj. Las fuerzas leales al gobierno aún no nos detectaban. Las tanquetas venían ya por la autopista Francisco Fajardo y por la avenida Andrés Bello. Casi podíamos escuchar el ruido de nuestras sombras al friccionar sobre los recodos de luz que quedaban al descubierto. El especialista en radiocomunicaciones hacía esfuerzos sobrehumanos para mermar el ruido de los equipos.

Cada uno de nosotros estaba convencido de la magnitud e importancia del golpe. Ya los de la televisión habían tomado la televisora del Estado y la repetidora. Desde ayer, porque ya es más de medianoche, habíamos tomado el aeropuerto de La Carlota. El Museo Militar ya era nuestro, y ese señor jamás se imaginaría que desde allí, entre vetustos paredones y reliquias, vendría el ataque final.

A Gustavo se le quemó la chaqueta de cuero negra, la camisa y la corbata con el ácido de la batería, cuando trataba de arreglar la camioneta con que iban a tomar Venezolana de Televisión. “No puedes salir en harapos por televisión. ¿No ves que todo el país estará pendiente de sus futuros dirigentes? Anda y te buscas otra ropa”. Al rato llegó Gustavo, llevaba puesta la franela rosada de su hermano Adrián. ¡Que pesaba veinte kilos menos y era más bajito! En fin, lo que importaba era el mensaje.

Estaba encerrado dentro del palacio cuando comenzó el asunto. Un soldado de la Casa Militar, flechado por el mismo Cupido, se dedicaba a verse con su novia en las noches de guardia, justo en la “Reja Este” de la Casa Militar; y fue él quien descubrió la intentona o asonada, como les suene mejor.

Pero la respuesta no fue inmediata. Yo creo que todavía no lo podían creer. Estaban esperando a Godot. Comenzaron los fogonazos y las detonaciones desde las ventanas y desde las rejas. Ya no importaba, al fin y al cabo estaban rodeados cual troyanos, pero en esta oportunidad desamparados por sus dioses. Bueno,v por lo menos así lo creía hasta entonces.

Este país es una vaina. Los tanques estaban demorando demasiado, hace falta repotenciarlos. Las comunicaciones se cayeron y, sin embargo, Sergio Novelli ya estaba merodeando con sus cámaras por ahí. “¿Pero, vale, tú no ves que el país necesita estar informado?”. “¿Y tú no ves que vamos a tumbar esta vaina?” “Bueno, déjalo que filme. Necesitamos un testigo para la historia”. “Como ordene, mi capitán”. “Por aquí no puede salir” –dijo el camarógrafo.

La detonación casi le vuela la cabeza con todo y casco, la repentina revelación le hizo temblar hasta los recuerdos. “Chacón, las puertas de abajo no están cubiertas”. Tantos estudios de “Logística y Estrategia” en el Norte quedaban muy mal parados con ese descuido.

Como pudimos, esquivamos el tiroteo y nos precipitamos como una avalancha por “La Bajada de los Perros”. Todo estaba en orden. Los soldados se replegaron hacia el estacionamiento, y lo único que subía por la calle era un Chevy Nova azul celeste, y ya picado en los parafangos; ni señal del carro presidencial.

Yo lo paré en la esquina del “Fermín Toro”. Lo rodeamos sin que ningún fusil le apuntara. No se veía nada, únicamente la cara de Servelión, el bedel del estacionamiento, que ya se iba para su casa. Pero... ¿por qué sudaba tanto el viejo?, ¿por qué levantaba los brazos si no le apuntábamos?... El rostro pálido demostraba una severa conmoción. ¿Llevaba algún herido? De repente cesó el tiroteo, la tanqueta se había atascado en el portón de la Casa Militar. Todo el mundo se había refugiado en su casa, a excepción de un muchacho que observaba los hechos desde un balcón, frente al liceo. Sólo el silencio nos unía a Servelión y a mí. Esos ojos vidriosos... Posiblemente alguien acurrucado dentro del vehículo se había chorreado ya en los pantalones. Iba a dar la orden para requisar el carro cuando un sobresalto nos distrajo. Un andrajoso venía corriendo desde la esquina de Muñoz. “¡La religión es del Diablo!”. Los fusiles le apuntaron al unísono y una mirada extraviada nos rogaba que no lo matáramos. El Chevy Nova se fue en retroceso rumbo a Monte Piedad y de allí quizás a Venevisión, donde el fugitivo se dirigiría a la nación.
IV
De la esquina de Padre Sierra lo corrieron a la fuerza, querían enroscarle sus palabras en el cuello, porque él decía la verdad. En el Capitolio había tremendo jaleo y una voz más era extremadamente peligrosa. Que si querían matar al Presidente, que si “muerte a los golpistas”, que si la Causa Risa, que si al viejo casi le da un patatús y... “¡Mira, quien ve al negrito como habla!”.

Al fin y al cabo nadie se enteró de que el sistema democrático había sido salvado por un pordiosero, que de paso era esquizofrénico. Y no es para menos, sólo a él, con un pito de fiscal en la boca y el recuerdo de lo que alguna vez fue una cachucha Jordan, se le ocurría dirigir el tráfico de la avenida Baralt, gritar que él había salvado la democracia. ¿Quién, él? ¡Pero si el Comandante tenía a todo el mundo encantado con aquel derroche de virilidad castrense!

Aunque parezca insólito, por unos instantes la avenida Baralt quedó vacía, con un loco andrajoso en medio de la isla. Únicamente yo fui testigo de su discurso, muchísimo mejor que los del hemiciclo capitalino. En sus delirios dionisíacos, Jerusalén prometía un gobierno decente, proponía un movimiento de “Luces contra el hampa”, uno llamado “Queremos elegir”, y otro para “Los niños de la calle”. En fin, para él fue una jornada victoriosa.

La ciudad vuelve a su agite. “Bochinche, bochinche, esta gente sólo es capaz de bochinche”. Jerusalén se disuelve nuevamente entre la muchedumbre asustadiza, acosado por sus alucinantes profecías. Sólo a él, a un loco, se le ocurrían tamañas aberraciones. Y yo fui testigo de su anónima gloria.

6 comentarios:

  1. Excelente post Adriana lo disfrute muchísimo y mis felicitaciones por este blog que cada semana nos trae una nueva aventura. ¡que sigan los éxitos! Saludos

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  2. Mis felicitaciones para Adriana y para Rubén Darío. Ya conocía este cuento, pero lo he vuelto a leer con muchísimo (re)gusto.

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  3. Infinitas gracias al profe Rubén Darío Jaimes por el privilegio de poder incluirlo como autor publicado en el blog, con este gran cuento. Gracias también al profe Barrera y a Jhonder por sus comentarios y sus lecturas. ¡Saludos!

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  4. No parece nada extraño. Hay tantos episodios similares a la realidad que vivimos: ninguna sorpresa.
    La literatura también registra nuestro día a día...

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  5. Yenny Ortega Noriega22 de noviembre de 2017, 19:03

    Enhorabuena, profesor Rubén, aunque prefiero otros temas, me alegra que esté usted escribiendo cuentos. Este cuento me recordó a Garmendia con su Guachirongo, es una semblanza de la ciudad de los desposeídos...

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  6. Me traslado a la epoca de conspiraciones sin dictadura.

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