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lunes, 1 de enero de 2018

EL PEZ DORMIDO – Héctor Mujica

Héctor Mujica (escritor venezolano)
Héctor Mujica (Carora, 1927 – Mérida, 2002). Periodista, político, docente, investigador, filósofo y escritor venezolano. Licenciado en Filosofía y Letras, mención Filosofía, egresado de la Universidad Central de Venezuela, obtuvo una beca del Centro Cultural Venezolano-Francés para estudiar en París, Francia, consiguiendo el Certificado de Estudios Superiores en Psicología y Psicopatología, realizado en la Universidad de París. También se graduó de periodista en la Universidad de Chile. Fue militante del partido Comunista de Venezuela, en el cual ocupó cargos de importancia y al que representó, como candidato, en la elección presidencial de 1978. Como periodista, fue columnista de diarios como El Nacional, Fantoches, Aquí está, El Popular, El Heraldo, El País, Últimas Noticias y Tribuna Popular; y en Chile colaboró en los diarios El Siglo —donde escribía la columna semanal “Los hombres y las cosas”, firmada bajo el seudónimo de “Joaquín Jiménez”, Las Noticias de Última Hora y en La Gaceta de Chile que, para la fecha, dirigía Pablo Neruda. Fue Miembro fundador del Centro Internacional de Estudios Superiores de Comunicación para América Latina y del Instituto Internacional de Prensa de Zúrich, en Suiza. Adicionalmente, fue docente y director de la Escuela de Periodismo de la UCV. Entre sus publicaciones pueden mencionarse los libros de cuentos El pez dormido (1947), Las tres ventanas (1953), La ballena roja (1961), Cuentos de lucha (1965), Los tres testimonios y otros cuentos (1967), Los cuadernos del anticipo (1973), Escrituras para un libro de buen amor (1976), Cuentos de todos los diablos (1981) y La noche de los ayamanes (1988). Su labor literaria fue reconocida con el Premio Conac de Narrativa en 1981. El cuento que aquí les presento pertenece al libro El pez dormido, y fue incluido en el volumen antológico titulado Cuentos, publicado por la editorial venezolana Monte Ávila Editores en 1997.



EL PEZ DORMIDO


ES REALMENTE difícil relatar con palabras la historia del pez dormido. Esto acaeció hace mucho tiempo en un lejano pueblo, infinitamente lejano del país de mi memoria. Supe de su existencia por un viejo patriarca hindú que, sentado frente a mi precario cuerpo, en un olvidado pueblo del Oriente, comenzó a relatármela de esta manera:

—«Tú sólo piensas en placeres viscerales», dijo la madre de los delfines al tiburón. Éste entornó los ojos, desperezóse, bostezó y dijo: las necesidades del espíritu están supeditadas al cuerpo, quiera que no el espíritu. Y yo, continuó el tiburón, pienso que los habitantes del mar no debemos olvidar que sin un organismo satisfecho, fisiológicamente satisfecho, jamás podremos alcanzar la plenitud espiritual... Podría contarles —prosiguió— muchas historias que confirman mi pensamiento, pero —y lanzó un largo bostezo— la fatiga, el sueño y el hambre me obnubilan...

—Yo, dijo el pez espada —era un pez muy presuntuoso que siempre hablaba en primera persona—, creo que el espíritu está total, entera y absolutamente separado de la materia... La última palabra la pronunció con énfasis. Siempre que hablaba lo hacía con un tono de superioridad, con un énfasis abrumador, con una verborrea apabullante.

Los ojos, fijos y redondos ojos, de un pulpo se quedaron en la retina de la madre de los delfines. Las algas desflecadas como banderas rotas en un combate saludaban al viento que surgía desde el fondo del mar. Las madreperlas ponían toda la atención a las palabras del pez espada. Los ojos del pulpo seguían enfocando a la madre de los delfines. Algunos peces luminosos —de esos que pueden verse en los acuarios— pasaban veloces sin hacer caso —aparentemente— de la conversación...

—Yo conozco la vida, yo conozco a los hombres, puedo hablarles del espíritu humano, de sus flaquezas, mezquindades, tragedias y virtudes; puedo hablarles del espíritu marino, del que anda por los caminos de las aguas sonando incesantemente; del que como aire musical penetra en los caracoles; del espíritu que alienta nuestro universo; del espíritu Salvador de nuestros hijos; de aquel que hoy ahuyenta al enemigo y mañana nos conduce a él; del espíritu que hizo voraz y vigoroso al hermano tiburón; que hizo feliz al caracol en su coraza; que hizo hosco, malvado e hirsuto al pulpo y lo condenó a vivir en el fondo de los mares; que animó con su bondad a las focas habitadoras del norte glacial; que hizo sensual a la sirena e imperfecto al pez espada; que iluminó con sus colores a estos pequeños hermanos que corretean como niños... Así habló la ballena, que era respetada por todos los habitantes del mar. Era una hermosa y apacible ballena blanca que miraba sobre sus oyentes con unos lentes de carey.

El tiburón sonrió con malicia. El pez espada frunció el ceño y levantó su inmenso hocico. Algunos delfines se miraban extrañados. El pulpo se aferró con sus tentáculos a una dura roca. Los caracoles dejaron escapar un fino y leve sonido y las algas desflecadas ondeaban banderas verdes.

Era un tiempo, continuó mi venturoso narrador, en que los habitantes del mar tenían una disputa universal —del universo marino— sobre las cuestiones del espíritu y la materia. Nadie, ni aun los pequeños peces luminosos, dejó de intervenir. La sirena presidía las reuniones. Se publicó una amnistía firmada por las ballenas, las sirenas y los tiburones en la cual se hacía constar que se respetaría la vida de los pequeños peces. Éstos —confiados— asistieron sin temor. Las discusiones se llevaron a feliz término. Al final de la disputa se leyó la conclusión: los habitantes del mar no habían llegado a ningún acuerdo. El tiburón siguió pensando en la necesidad de satisfacer sus necesidades estomacales; el pez espada en las emanaciones del espíritu y en un ente superior, director y constructor del universo marino; el pulpo siguió absorto en sus pensamientos con la pupila fija en los ojos de la madre de los delfines; el caracol siguió sonando, de noche los vientos marinos se introducían en su cuerpo como una espiral silbante; los pequeños peces siguieron desconfiando de la bondad de sus hermanos, reticentes; lo que prueba —afirmó mi bondadoso narrador— que la naturaleza marina es tan estúpida como la humana. En vista de que yo hice un gesto tratando de refutar su concepto, el viejo levantó el índice y manifestó: cállese, amigo, es usted demasiado joven... Oiga la historia del pez dormido.

Sucedió que una noche mientras discutían, un lucio llamó la atención de los asistentes sobre la figura debilucha y pálida de un pez que se había dormido durante la discusión. La sirena tocó la campanilla de orden y el pececito, sorprendido, alzó los ojos y confundido se echó a correr —a nadar— por entre las aguas oscuras. La noche era negra, espesa, densa. Los caracoles dejaban escapar su música sonora y los peces de color servían de guías luminosos a los asambleístas que habían decidido salir en busca del pequeño pez. Éste iba adelante cortando con su cuerpo la masa de agua en que se movía y como creyera que sus hermanos pensaban castigarle por haberse dormido en la parte más interesante de la discusión, decía estas palabras:

—Perdonadme, hermanos. No soy culpable de mi desgracia. Mientras dormía he soñado que estaba en un país donde todos amábamos la vida, extraño al sufrimiento. ¡Perdonadme! En mi estupor vi un cortejo de gráciles sirenas que hablaban del mar con amor, con el mismo amor que los buenos hijos hablan de sus padres. Hablaban de las ostras y una abrió un pequeño cofre del que extrajo una preciosa perla que iluminó al mar durante toda la noche. En ese bello país —¡oh bello país de mi ensueño!— los peces grandes jugaban con "nosotros, y los más fuertes ayudaban a los débiles en sus faenas. Perdonadme hermanos, pero es preciso que huya, sé que me castigarán...

Una ola rumorosa llegó a oídos del pequeño pez. La ola le decía: ven hermano que no te castigaremos. Ven con nosotros y cuéntanos con calma y con reposo tu sueño. Ven. No te haremos daño. Mañana hará luna y pasearemos en tu compañía...

El pez se detuvo. El rumor de la ola —las voces de sus hermanos— le sedujo. En poco tiempo le dieron alcance. Una bella sirena posó los labios en su pequeña frente mientras lloraba. Y el llanto comenzó a brotar de sus ojos. Era feliz, como en su sueño.

A la noche siguiente, una luminosa noche de luna, el pez dormido fue a referir su historia. Pero ya nadie pensaba como la noche anterior. La ballena consideró durante sus reflexiones en el día que la indisciplina del pececito había que castigarse para evitar el relajo de la disciplina y del orden marinos. El tiburón, encendido de ira, manifestó: no podemos permitir que se violen nuestros reglamentos, nuestras leyes, nuestros códigos, nuestros estatutos; recordad el caso de mi hijo menor, quien fue destripado por haberse fugado con una sirena adolescente; recordad la historia del hermano lucio —aquí presente— a quien cortamos una aleta en castigo de su desobediencia.

Todos, todos los peces aquella noche protestaron por la conducta del pequeño pez durante la reunión. Hasta las sirenas, incluso la sirena que le había besado —aún sentía sus caricias— pedía castigo para su culpa...

El pequeño pez dijo, llorando: «Hermanos, ayer soñé con la felicidad, hoy siento la desgracia. Ayer ustedes alentaron mi fe en nuestro común y luminoso destino, hoy han tronchado mis sueños. Por lo visto está prohibido soñar...». Una lágrima gruesa salió de uno de sus ojos y atravesó el fondo del mar. «Lo que no comprendo —prosiguió— es vuestra disputa acerca de la importancia del espíritu. Habláis de ella y pretendéis castigar mi 'culpa'. Mi culpa, mi pecado de soñar. De todos modos, ¡castigadme! No perdáis el tiempo. Ni un instante».

La luna se hizo más blanca. Diríase que un polvo blanquecino se esparcía por las aguas. La asamblea deliberó y decidió ajusticiar al pequeño pez. El tiburón cumplió la sentencia, como verdugo del mar. Traspasó el cuerpecito con sus inmensos dientes afilados y luego echó el cadáver al fondo del mar. Entonces de ese minúsculo cuerpo herido brotó un torrente de sangre que bañó a los lucios, tiburones, ballenas, caracoles, sirenas, peces espada, que bañó a todos los habitantes del mar. De su pequeño cuerpo salían cordones de sangre que se arrollaban en los cuerpos de sus hermanos. El tiburón sintió ahogarse. La ballena se asfixiaba. El caracol dejó de sonar. Las sirenas enceguecieron y el mar se volvió rojo como si un denso fuego se expandiera por todas partes. La noche misma se volvió roja.

—Desde entonces, me aseguró el viejo, dice la leyenda que cuando los crepúsculos parecen tocar el mar es porque los peces lloran la tragedia del pez dormido.

6 comentarios:

  1. qué cuento tan poètico y hermoso!

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  2. En verano, 'echado' en una hamaca, me fascina ver la puesta de el sol. En lontananza, tintes naranjas, lilas y rojos tiñen el cielo crepuscular. En adelante, esta visión embriagadora la asociaré con el llanto de los peces por la injusta ejecución del pez que se atrevió a soñar en un universo amoroso.

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  3. Más interesante la verdad detrás del cuento que el cuento mismo.

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  4. Cuánta enseñanza detrás de este hermoso relato!

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