Enrique Bernardo Núñez (Valencia, Venezuela, 1895 - Caracas, 1964). Diplomático, periodista y narrador venezolano. Fue Cronista de Caracas hasta su muerte. Se desempeñó como periodista en diarios como El Imparcial, El Universal, El Heraldo y El Nuevo Diario y revistas como Élite y Billiken. También laboró como diplomático, ocupando los cargos de primer secretario de Venezuela (en La Habana, Bogotá y Panamá), y de cónsul de Venezuela en Baltimore. Entre sus publicaciones destacan las novelas Después de Ayacucho (1920), Cubagua (1931) y La Galera de Tiberio (1938); así como el libro de cuentos Don Pablos en América (1932), el cual reúne su narrativa breve y del que he extraído el texto que aquí disfrutarán.
EL REY BAYAMO
(Relato de mediodía)
En el rostro de ébano el gorro flexible y puntiagudo era un penacho flamígero cuya visión persistía largo tiempo. Montaba Bayamo un hermoso caballo moro con arneses de plata lo mismo que la empuñadura del sable.
-¡Ahí va el rey! -afirmaban las negras al verle desde los patios mitad huertas, mitad jardines que daban sombra a las casas. Los amos reían a carcajadas de aquella pretendida soberanía que tanto orgullo despertaba en sus esclavos, pero ninguno osaba ir al encuentro del caudillo y echárselo en cara.
¡Es un rey como cualquier otro! -argüían indignadas. Los blancos las seguían codiciosos y cuando desfilaban por el poblado, y bajo las higueras y emparrados eran sus bocas como granadas abiertas.
Bayamo aseguraba que había nacido rey.
Dos gobernadores se habían visto obligados a pactar con él treguas y otros negocios. Entraba libremente a la ciudad escoltado por su guardia negra. Aquel caballo era trofeo de guerra y Bayamo lo amaba casi tanto como a sus mujeres. Varias expediciones habían retrocedido ante su denuedo, astucia y osadía. Otras quedaron exterminadas. La guerra duraba hacía varios años. Diariamente algún esclavo se fugaba al campamento de los rebeldes, y en las ciudades pensaban con razón que llegaría el momento de hallarse sin tener quien les laborase el oro y las tierras. Los negros eran sobradamente desvergonzados y malvados en su pretensión de vivir libres, cuando ellos los habían comprado a buen precio, con su dinero.
El fuerte de Bayamo estaba en una alta loma rodeada de fosos, sierras, bosques, pantanos y ciénagas. A la espalda de la loma estaban sus estancias con tierras bien labradas, abundantes en frutos y pastos. Dos caminos muy angostos y recogidos conducían del fuerte a los cortijos, y en lugares inaccesibles guardaban sus hijos y mujeres. Aros de carey, aros de plata, aros de oro. Eran indias robadas en los asaltos y negras que habían corrido a compartir su suerte. Tenían armas, bestias y oro quitado a los blancos en guerra abierta y tenaz.
Sin embargo, la última tregua estaba rota. Partidas bien armadas comenzaban a penetrar en los bosques desconocidos. Bayamo adiestraba a los suyos en largas marchas, carreras y saltos. Su gorro alto y rojo se hundía en la mancha negra y verde de los valles y atajos y parecía una tea con cuya proximidad las selvas iban a consumirse abrasadas. Los escuadrones evolucionaban ligeros, por una táctica especial que consistía en dispersarse para fatigar al enemigo, llamando su atención a todas partes, y después caer juntos sobre los que llegaban a encontrarse aislados en los vaivenes de la lucha. Atacaban en medio de la lluvia, pues entonces los arcabuces no hacían fuego, armados de lanzas y arrojando su flechería. Los blancos salían a su encuentro con espadas y rodelas gritando: ¡Santiago! Pero los negros saltaban veloces, imitando aquel grito talismánico, con rostro de burlas, y eran sombras escurridizas en medio de los bosques. Llegaron a las puertas mismas de la ciudad, a la hora del mediodía, cuando los amos se hallaban recogidos a la sombra de sus huertos y corredores. Sonaron las campanas, y el terror y el alboroto se esparcieron dentro de los muros, pues ya creían la ciudad en poder de los negros. Muchos se fugaron aquel día. En medio del combate podían oír los gritos jubilosos y las amenazas de los libertados.
Caían sobre las recuas que iban de una parte a otra, de Nombre de Dios a Panamá, y se apoderaban de las mulas, machetes y cuchillos. Desdeñaban los terciopelos, damascos y sedas por inútiles, y después de dispersarlos, dejaban seguir a los arrieros. Se les ocurrió a veces, en el ardor de la victoria, matar a éstos y extender sus cuerpos en el camino. Los capitanes lo impedían. Bayamo daba órdenes de ser clementes y castigaba severamente a los autores de cualquier exceso. Lo que más indignaba a los blancos era verlos tan impávidos en recibir las acometidas. Esto les parecía el colmo de la insolencia. Emboscados en los arcabucos, temblando de cólera, los sentían acercarse veloces y astutos y con el mismo ímpetu se les salían de las manos. Los blancos no osaban aventurarse en las selvas fragosas, oscuras. Creían ver negros rebeldes en todas partes. En los bosques parecía arder un inmenso carbunclo y el menor ruido, un movimiento de hojas, les sobresaltaba.
De la loma descendían las partidas en direcciones diversas. Cierta noche un grupo de los más valerosos se deslizaba silencioso hacia Nombre de Dios. La luna alumbraba un cielo de pesadilla y a esa luz turbia vieron seis negros balanceándose en sus horcas. Los guardas al sentirlos dieron la señal de alarma. Corrieron las vecinas en tumulto y se trabó un largo combate. Vencidos por el número los negros se retiraron dejando prisioneros y muertos. Embriagados de furor caminaron toda la noche por los bosques inmóviles, humedecidos de aquella luz pálida. Al amanecer se hallaron en un campamento donde se veían lanzas, espadas y arcabuces. Los españoles apenas tuvieron tiempo de tomar las armas al despertar y verlos esparcidos por su real. Los negros heridos, maltrechos, comenzaron a retirarse desangrándose por el camino. De pronto los españoles se vieron cercados. Los esclavos habían tomado todas las salidas. Así estuvieron inmóviles durante una semana sin soltar las armas. Se alimentaban de plátanos verdes y cogollos de palma. Una densa bruma envolvía los bosques, las colinas, el valle ondulante. Caía la lluvia eternamente. Ya pensaban en morir allí extenuados y miserables cuando otra partida de blancos vino en su auxilio. Cayeron sobre los negros, por la espalda.
Un esclavo fugado en esos días refirió a Bayamo el suplicio de los prisioneros en Nombre de Dios. Nada valieron las reclamaciones de los amos. El teniente del rey ordenó fuesen ajusticiados para escarmiento. Los pusieron en unas colleras de hierro atadas del rollo erigido en la plaza a una ventana próxima, con sendas cañas en las manos. Soltaron entonces unos mastines que comenzaron a despedazarlos, y como enloquecidos de rabia y de dolor trataban de defenderse con las cañas, se avivaba el furor de los perros. Aún vivos, desollados, los negros fueron arrastrados a las horcas. Tomarían venganza después de muertos, anunciaban. Traerían de Guinea muchedumbre de enemigos para destruir a los blancos y pasarlos a cuchillo. Y era de ver la aflicción de los amos. Más bien podían venderlos muy lejos y recobrar su valor pagado en buen oro.
Al mismo tiempo llegó a conocimiento de Bayamo que una fuerte expedición dirigida por un general siempre afortunado y de gran experiencia marchaba contra él. Su actividad entonces fue prodigiosa. Él mismo derribaba enormes troncos para levantar reductos; hacía cavar en el camino hoyos profundos disimulados con hierbas; estudiaba el terreno; cubría los atajos de estacadas. Noche y día se trabajaba en el campamento. Distribuyó Bayamo entre los suyos un arsenal de pequeñas lanzas, cuchillos y flechería y a toda hora deslizaba en los oídos de su gente una palabra maravillosa. Se las hacía repetir y anunciar por los lugares que le estaban sujetos. Al oírla los ojos de los negros brillaban como si viesen oro reluciente. Sus corazones se inflamaban. Libertad.
Cierta madrugada al volver de su inspección, Bayamo se quedó dormido a la entrada del palenque, sobre unas ruanas. Estaba en una sala de ricos mosaicos en medio de la cual surgía una fuente. Y el agua caía con rumor encantado en el estanque cubierto de astromelias.
Él estaba sentado cerca de los bordes y una mujer blanca danzaba desnuda, y danzaba para él. Mujeres blancas apenas había conocido una, su primera dueña, a quien recordaba con gratitud. Ella había sido su iniciadora durante las siestas largas de un campamento en el laboreo de minas. Y Bayamo despertó con una floja molicie en el cuerpo.
Reavivó su brío cuando vio abajo, frente a su loma, una especie de masa acerada de la cual se escapaba cierta vibración sorda, terrible. Los blancos habían llegado. Una idea surgió vivaz, iluminadora, en la mente de Bayamo. En un momento concibió todo su plan. La presa era segura. Se verían bloqueados. Languidecerían en largos días sin poder emplear las armas. Ellos, en cambio, tenían comunicación con sus estancias, salidas secretas. Podrían resistir mucho tiempo. Si intentaban acometer la loma sería fácil destruirlos desde arriba con enormes piedras ya dispuestas en montones y los verían precipitarse en los abismos circundantes. Si se dejaban atraer a las serranías perecerían extraviados y cuando ya comenzaran a debilitarse empezarían a exterminarlos. Tomaría vivo al general y para humillación del enemigo y conseguir un buen rescate. Pero con gran sorpresa vieron que un negro salía del campamento y comenzaba a trepar la cuesta. Reconocieron a uno de los suyos prisionero en el frustrado ataque a Nombre de Dios. Introducido a presencia de Bayamo, declaró que el general Pedro de Orsúa venía a tratar de paz y le rogaba fuese a su tienda, en la que estaría él, Orsúa, muy honrado.
En vano los principales negros trataron de disuadir a Bayamo, aconsejándole se cuidase bien de la perfidia de los blancos, la cual pintaban con los más vivos colores. Lo prudente era acabar con ellos de una vez ya que habían tenido la temeridad de acercarse. Recordaron el suplicio de los suyos en Nombre de Dios, los ultrajes infinitos de ellos recibidos y la ocasión única que se ofrecía para castigarlos definitivamente.
Bayamo sentíase impulsado por un secreto instinto. Al oír en boca del parlamentario la palabra convenio tomó su determinación. Le gustaba demostrar sus cualidades de negociador hábil tanto como las de soldado. Un rey debía ser a la vez lo uno y lo otro. Contaba con su influencia personal de la cual había sacado anteriormente tan importantes ventajas y de antemano gozaba en la gloria de un éxito que iba a concluir la guerra sin derramar sangre. Además, pensaba, el intento de tratar implicaba ya un reconocimiento.
Vestido de una túnica blanca y corta, la mano en la empuñadura del sable, cubierto del turbante rojo y seguido de una fuerte escolta, Bayamo penetró en el campamento de los blancos, y vio que un joven de gentil presencia, ceñida la espada, se adelantaba sonriendo a recibirle y le besaba las manos.
Mientras los suyos y los blancos fraternizaban, el rey y el general sentados frente a frente departieron en términos amigos. La luz caía con lentitud en la espesa arquitectura de bosques y el lucero de la tarde brillaba puro con vivo resplandor de plata. Semejantes a esa luz las palabras del general ejercían un secreto encanto. Orsúa lo trataba de excelencia. Había ido en son de paz a celebrar un tratado para que las dos repúblicas pudiesen vivir en adelante sin menoscabo una de otra y practicar el comercio, base de la prosperidad de todos. Así se lo encarecían el gobernador don Álvaro de Sosa y los más ricos mercaderes de Panamá. Bayamo se manifestó conforme. En un momento se dio cuenta de que los blancos estaban abastecidos con abundancia. Devolvió al general sus frases de amistad y exigió para sus soldados prerrogativas y dádivas. Accedió Orsúa manifestando visible satisfacción y con el más gracioso ademán le obsequió un capote de paño verde guarnecido de oro. Por último, el general propuso un convite en señal de amistad y alianza.
Bayamo no durmió aquella noche. Sentíase vencido, humillado e incapaz de liberarse de la fascinación de Orsúa. Aquel beso en sus manos y los alegres gestos del general le daban la impresión de un ultraje. Probablemente se burlaban de él. Miradas irónicas le seguían mientras se alejaba.
Muy temprano ordenó a sus soldados construyesen bohíos para alojamiento de los blancos, y éstos quedaron tan bien instalados que se dieron a descansar de la penosa marcha en la cual habían gastado veinticinco días. En tanto se acercaba la fecha del convite iban juntos de montería, celebraban juegos, saltaban la barra y se embriagaban. De tarde Bayamo descendía del palenque a comer con el general y por más que hizo nunca pudo sorprender el menor detalle capaz de llevar a su ánimo la desconfianza. Los suyos sí continuaban recelando de tanta intimidad. Algunos comenzaban a tomar sus medidas para huir, llegado el caso, y apenas reconocían en su jefe al esforzado caudillo de otro tiempo. Si la rebelión no cundió entonces en el campo de los negros fue por la presencia de los blancos. Creían que Bayamo meditaba el modo de acabar con Orsúa. Era lo más prudente. Pero Bayamo no dio aquella orden.
Las mesas estaban dispuestas bajo un ancho cobertizo. Altas luminarias ardían en candelabros de plata labrada en medio de copiosos manjares y picheles de bronce llenos de vino traídos desde Panamá por el maese de campo Francisco Gutiérrez. En los alrededores habían encendido hogueras para mayor aire de fiesta y en previsión de las fieras y sierpes numerosas en el paraje. Los bohíos estaban alumbrados con tizones, y a esa luz, que tan pronto proyectaba sombras como claridades púrpuras, pasaban los soldados con sus armaduras. Todo lo prevenían en el mayor silencio.
Bayamo con sus esforzados capitanes fue puntual a la cita. Llevaba el capote de paño verde, presente de Orsúa, y ya no tenía el gorro color de sangre, parecido a un penacho flamígero.
El general reía alegremente como siempre. Nunca había estado más alegre. Al dirigirse a Bayamo empleaba la más noble cortesía. En cambio, el rey apenas habló en el banquete, ni probó el vino.
Todos notaban su semblante adusto. Unos soldados escanciaban vino en torno a la mesa. Los esclavos se veían unos a otros, en silencio, y Orsúa se disculpaba de que sus medios no le permitiesen ofrecer nada mejor a tales huéspedes. Algunos comenzaban a sentir vértigos. El vino tenía un sabor amargo. Al fin Orsúa se levantó manifestando el deseo de ofrecerles algún recuerdo de esa memorable noche. En aquel momento una ráfaga apagó varias bujías. Un silbido casi furtivo recorrió el campo e hizo ladrar unos perros. Uno a uno pasaban a la recámara donde les entregaban camisas, bonetes, ruanas, y al despedirles, por muestra de mayor amistad, les ofrecían una taza de vino que bebían ávidamente. Y de pronto un grito terrible hizo saltar a Bayamo y a los tres o cuatro que con él quedaban. Y aquel grito era repetido por mil ecos furiosos que llevaban su agonía a través de la noche.
-¡Traición! ¡Traición! Y Bayamo vio cómo uno de los suyos caía atravesado por una daga. Él estaba rodeado de hombres armados hasta los dientes. Entonces Orsúa, con la misma sonrisa y cortesía, le descargó su diestra en la espalda. Los soldados trepaban corriendo la cuesta por donde subían los negros trabajosamente, tambaleándose, y al pasar les hundían la espada hasta la cruz.
Los cuerpos rebotaban y se desprendían cerro abajo. Otros yacían en tierra, en medio de atroces dolores, o trataban de subir a gatas, gimiendo horriblemente.
A éstos remataban a cuchilladas, y eran sus cuerpos como cueros vacíos. Proferían palabras ininteligibles, feroces, y quedaban con los ojos muy abiertos. Y la congoja de tales gritos sólo hallaba su imagen en las hogueras que ardían abajo, ante el campamento de Orsúa. Los que habían permanecido en el palenque al sentir el tumulto, cogieron las armas defendiéndose en la fuga. Los ríos estaban crecidos, y ellos, asidos de la mano, arrostraban las furiosas corrientes y ganaban las selvas.
La misma noche Orsúa subió al palenque acompañado de Bayamo a quien hacía presente las inconstancias de la fortuna. Impasible, con los pies y las manos esposadas, Bayamo contemplaba el estrago de su campamento. Allí reposaron unos días, al cabo de los cuales, Bayamo vio otra vez al general que se inclinaba para proponerle nueva negociación, siempre con grandes cautelas. Le pedía diese orden a los fugitivos de juntarse para regresar con él a Nombre de Dios. Le cederían una zona donde podrían vivir libremente, a condición de que todo negro, en caso de fuga, sería entregado a sus amos en el espacio de tres días. Bayamo consultó a los demás prisioneros, pero ellos le contestaban airados:
-¡Ahora es tiempo de morir! ¡Tú nos has vendido!
Sin embargo Bayamo envió mensajeros por los montes ordenando a sus vasallos se juntasen a él, y así, muchos ya extenuados o menos prevenidos obedecieron. Otros no quisieron oír más razones y prefirieron las selvas. Entonces Orsúa hizo quitar los hierros a Bayamo, y con los prisioneros y el botín emprendieron el regreso.
El general marchaba delante llevando a Bayamo por trofeo principal de su victoria. Ni en sus guerras contra los indios musos, ni al fundar la ciudad de Tudela de Navarra, ni en sus contiendas en el nuevo reino, mostró más orgullo. Iban detrás las mujeres, los niños, los cautivos rodeados de arcabuceros, las mulas con las mercaderías, armas y víveres de los rebeldes. Las campanas echadas a vuelo cubrían las aclamaciones al general Pedro de Orsúa. Esa noche, y las siguientes, las casas se iluminaron, y los vecinos ricos, el gobernador que se hallaba entonces en Nombre de Dios, recompensaron a Orsúa con grandes dádivas en dinero por haberles quitado aquel terrible miedo de encima. Todos sin embargo querían ver al rey cautivo quien los miraba como león preso entre zorras. Los negros fueron llevados a diversos puntos para ser vendidos muy lejos, donde nunca más se viesen, y Orsúa, que se dirigía al Perú, determinó llevarse a Bayamo para ofrecerlo como un presente al virrey.
* * *
Don Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete y virrey del Perú, era hombre de ingenio, manirroto, amigo de fiestas y aventuras galantes. Para distraer su ocio y en el deseo de dar brillo a su corte, discurría sin cesar motivos donde ostentar su espíritu desenfadado. Así no dejó de recibir alegremente a Bayamo. Lo hizo alojar en su palacio y ordenó le diesen tratamiento de rey. Bayamo era servido espléndidamente. La ceremonia de su presentación requirió los más arduos preparativos. Maestresalas, escuderos, joyeros, sastres, zapateros, mayordomos, maestros de ceremonia trabajaron durante quince días. El virrey llevaba la dirección del asunto y se informaba a menudo de Bayamo. Este recibía los cumplimientos como hombre a quien eran debidos. Mostraba ser muy discreto, nunca pedía nada y al mismo tiempo su docilidad en prestarse a las exigencias de tantos personajes era muy digna de alabarse.
Bayamo hizo su entrada en medio de una multitud brillante, bien distinta de la que sus ojos de vencido habían contemplado en Nombre de Dios. Un ujier le anunció en la puerta y un paje dio su nombre al virrey sonriente, rodeado de hermosas damas. Los espejos multiplicaban la figura de Bayamo en las ricas estancias doradas. Llevaba plumas celestes, granates y áureas sujetas por una delgadísima hoja de oro, un manto blanco, sandalias de piel de tigre lo mismo que el cinturón, y alfanje sobredorado. Una gruesa cadena de oro doblada en forma de anillo pendía de su oreja izquierda y en el pecho ostentaba un collar también de oro con leones, arcos y haces de flechas. Las damas le hicieron la reverencia, le siguieron por galerías y jardines donde se oían violas y flautas. Su perfil de ébano sobresalía en medio de la ola de encajes y blondas con descuidada melancolía.
-¡Admirable! ¡Un príncipe etíope!
Sus proezas, el palenque y el caballo moro quitado a los blancos, sus mujeres, los menores detalles de su vida, corrían de boca en boca, y él sentía su capa constelada de miradas curiosas, lánguidas. Por la imaginación femenina pasaba un tropel de negros guerreros que se bebían el viento en las tierras ardorosas, allá en África. Reposaban en medio de ruinas o bajo algún aduar tomado al asalto. Arrebataban las mujeres que llevaban a la grupa. Los velos, los mantos, los caballos, las armas formaban una sola masa oscura, brillante y el alma de aquel tropel se alargaba en forma de nube inmensa. A veces miles de hombres se batían por un rapto. Sus cráneos blanqueados al sol formaban pirámides en el desierto y los amantes vencidos bebían vino emponzoñado en copas de oro, a la vista del enemigo. Sin duda el virrey era hombre de ingenio amable. Por los jardines y galerías, por las cámaras cubiertas de espejos, de tapicerías flamencas, trofeos y escudos de armas sobre las cuales vertían su luz los candelabros de plata y lámparas venecianas, pasaba un murmullo lisonjero. Unos pajes ofrecieron a Bayamo dos llaves doradas sobre un almohadón escarlata, mientras otros le escanciaban vino. Pero Bayamo no bebía.
El rey negro se puso de moda. Se ostentaron peinados, aretes, vestidos Bayamo. Salieron a relucir mesas, escabeles, vargueños, cofres de ébano. Un pintor hizo su retrato para ser enviado a España. La condesa de Bello Monte, en quien la murmuración señalaba los amores del virrey lució los colores rojo y blanco adoptados por Bayamo, y el marqués de Cañete, feliz de satisfacer un capricho de la bella condesa, se lo envió un día con dos maravillosas esmeraldas. La condesa se hallaba entonces en una de sus quintas, en el campo.
A los dos días de hallarse en su nueva morada, un criado rubicundo y gordísimo con librea verde lo introdujo en una vasta sala de altas celosías. A medida que avanzaba Bayamo creía reconocer aquel sitio. Era el mismo visto en sueños la noche antes de avistarse con Orsúa. Las paredes eran de azulejos como el estanque abierto a nivel del piso. Y al fondo, en un lecho de vicuñas se incorporaba una mujer. Exhalaba el mismo aliento de ciertas flores de las selvas que abren en la media noche. Reconoció con la boca aquel cuerpo cuya vida parecía concentrarse en el estremecimiento gemelo de sus senos. Vivieron días de locura, sumergidos en un mar de delicias. Un día ella hizo esparcir rosas en la fuente y emergía desnuda en el agua con la gracia de un albor. A veces rehuía sus caricias hasta enfurecer. Él la oprimía entre sus músculos de acero, la suspendía en alto hasta arrojarla sobre el lecho, violándola. Pero Bayamo sentíase envilecido. Mientras reposaba en almohadones de seda, recordaba su palenque, palacio y reducto a un tiempo. Veía los bosques y las labranzas oreadas por el viento del mar. Abajo resplandecían las ciénagas. Él era el caudillo de sus hermanos, y allá en la ciudad su nombre hacía temblar los corazones de miedo y de ira. Una frase le penetraba continuamente con el dolor de una puñalada: "tú nos has vendido". Si lo viesen ahora, ya no les cabría duda. Sus manos se crispaban en los almohadones. Sin duda era preferible morir. Sus miradas brillantes de rencor, lujuria y celos acariciaban los contornos del cuerpo insaciable, entre las rubias vicuñas. Ella seguía sus movimientos con los párpados entornados. Sus ojos eran como dos medias lunas en una noche de enero. Entonces le llamaba y él se arrojaba ciego en sus brazos.
Una tarde, mientras así reposaban, oyeron pasos precipitados. Bayamo apenas tuvo tiempo de ocultarse bajo las sedosas pieles, al tiempo que el virrey entraba.
-¿Y Bayamo? -preguntó con indiferencia. Me han dicho que pasas días enteros con él.
La condesa de Bello Monte se había levantado a prisa y esparcía toda su gracia húmeda de voluptuosidad.
-¿Es la primera palabra para Bayamo?
Entonces el virrey se dio cuenta de que un velo cubría apenas el espléndido busto.
-¡Ah, perdón, señora! -y aquella visión le produjo tal encanto que a los labios se le vinieron los versos del poeta guerrero y cortesano:
Nadie puede ser dichoso,
señora, ni desdichado,
sino que os haya mirado
-¡Lisonjero! -dijo ella riendo, dándole con el abanico y tomando su brazo. Pues Bayamo me tiene hastiada. Le hice venir varias tardes para divertirme, pero sólo sirve para soldado en sus guerras de negros.
-Lo enviaré a España, querida.
Y el marqués como hombre galante cumplió su promesa.
-Bayamo -decía- es como el ajenuz.
Gracias a las disposiciones del marqués de Cañete, Bayamo fue a vivir a Sevilla, sostenido por el real tesoro. Pero una noche, día de la Circuncisión del Señor tuvo otro sueño que le llenó de alegría por parecerle que también habría de cumplirse. Vio a Orsúa ultimado a cuchilladas por sus mismos tenientes, en las selvas, mientras efectuaba su jornada del Dorado. Lo vio tendido en el suelo, muy pálido, mientras seis negros cavaban a prisa una fosa. Y las manos de los negros y sus labios eran como llamas en la oscuridad de la tierra. La noche antes, por todo el campo habían escuchado una voz siniestra: -"¡Pedro de Orsúa, gobernador de Omegua y del Dorado, Dios te perdone!".
Con todo Bayamo languideció de tristeza. Las acusaciones de sus tenientes le perseguían a través del tiempo y en los últimos meses no se le oyó pronunciar palabra.
El albergue donde vivió en Sevilla llevó por muchos años en su muestra el nombre del rey Bayamo.
Panamá, agosto de 1929.
Gracias por compartir. Es un interesante cuento, me agradó. Cordialmente, Chente.
ResponderEliminarEs una historia llena de misterio y encanto; lo mágico maravilloso. gracias
ResponderEliminarOriginal manera de contar nuestra historia
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