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lunes, 19 de febrero de 2018

LA ABUELÍTA Y EL PUENTE DE ORO - Claribel Alegría

Clara Isabel –Claribel- Alegría Vides (Nicaragua, 1924-2018). Periodista, traductora, lingüista y escritora de origen nicaragüense, quien se consideraba salvadoreña debido a que residió en el país centroamericano desde recién nacida. A la edad de 18 años se mudó a los Estados Unidos, donde se doctoró en Filosofía y Letras. Fue discípula de Juan Ramón Jiménez, su mentor poético, gracias a quien publicó su primer libro de poemas. Entre sus publicaciones destacan los libros de poesía Anillo de silencio (1948), Acuario (1955), Huésped de mi tiempo (1961), Vía única (1965), Aprendizaje (1970) y Sobrevivo (1978) –ganador del Premio Casa de las Américas-; varias novelas cortas, como Álbum familiar (1982), Pueblo de Dios y de mandinga (1985), y Despierta mi bien, despierta (1986); libros de testimonio en colaboración con su marido, Darwin J. Flakoll, entre los que figuran No me agarran viva (1983), Para romper el silencio (1984) y Somoza: expediente cerrado (1993), así como la novela histórica Cenizas de Izalco (1966) –finalista del Premio Biblioteca Breve de Seix Barral en 1964-. El cuento que aquí se publica forma parte del libro Luisa en el país de las realidades (1987). Su obra fue traducida a diversos idiomas. A lo largo de su amplia y fructífera carrera literaria fue galardonada con distinciones como el Premio Internacional Neustadt de Literatura (2006), Comendador de la Orden de la Estrella de la Solidaridad Italiana (2010), la Orden al Mérito Docente y Cultural Gabriela Mistral (2010), y el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (2017).



LA ABUELITA Y EL PUENTE DE ORO


Carátula de Luisa en el país de la realidad (La Pereza Ediciones - 2013) de Claribel Alegría
Manuel tenía una cantidad infinita de anécdotas acerca de su abuela loca que tenía una choza y un terrenito a medio kilómetro del Puente de Oro.

—Era loca, pero muy emprendedora —sonrió—, estaba orgullosa de su gran puente colgado sobre el Lempa. "Mi puentecito", le decía.

Manuel era dirigente de una organización de campesinos salvadoreños que había venido a Europa a dar una serie de charlas.

—¿Qué tenía de loca? —preguntó Luisa.

—Bueno, desde que prendió la guerra, el ejército puso retenes a cada extremo del puente para protegerlo. A mi abuela se le ocurrió que iba a hacer fortuna sirviéndole de cocinera a la tropa. Cada mañana se levantaba a las cuatro, para cocinar frijoles, echar tortillas y hacer una olla de arroz. Ponía todo en su carretilla y se iba a servirles el desayuno a los soldados del lado más cercano. Después cruzaba el puente, casi dos kilómetros, ¿se imagina?, para darles el desayuno a los del otro lado. De allí se iba a su casa a prepararles el almuerzo y otra vez a empujar la carretilla.

—Muy enérgica, pero de loca nada —observó Luisa.

—La locura era que les cobraba tan barato por una comida tan rica y tan abundante, que no ganaba nada. Por si eso fuera poco, después de que los compas volaron "su puente" se le ocurrió teñirse el pelo de colorado.

—¿Cómo? —lo miró Luisa incrédula.

—Hubo un enfrentamiento bien tremendo antes de que los compas lo volaran. Tuvieron que aniquilar a los retenes de los dos lados para que el equipo de zapadores pudiera colocar los explosivos. En la refriega cayó un compa y le encontraron el plano de las trincheras defensivas, los nidos de ametralladoras y el número exacto de efectivos instalados a cada lado. Días después una señora del mercado le advirtió a mi abuela que la guardia buscaba a la cocinera de la tropa. Lo único que se le ocurrió a la bendita señora fue conseguir achiote y un lápiz de labios y regresar a su finquita. Una pareja de guardias se apareció al día siguiente preguntando por ella. Mi abuela sin inmutarse les dijo:

—Debe ser la vieja a la que le alquilé la finca hace una semana. La voladura del puente le destrozó los nervios y me dijo que se iba a San Vicente, donde estaba su hija.

—¿Y usted quién es? —le preguntaron los guardias.

—Soy la respetable dueña de una casa de placer en Suchitoto —les respondió—, pero con los subversivos hostigando el cuartel constantemente, se me acabó la clientela y tuve que jubilarme. Así es la guerra —suspiró.

Luisa y Manuel se echaron a reír y Manuel prosiguió:

—La historia no termina allí. Unas semanas después me encontraba en un campamento, a la orilla del río Lempa, cuando veo venir a mi abuelita pelirroja remando fuerte contra la corriente en una lanchita llena de canastas.

—Vendo jocotes, papaya, limones, naranja dulce, ¿quién me compra? —pregonaba.

—Hola, Mamá Tancho —la saludó el primer responsable. Como no sabía que era mi abuela, me dijo:

—Esa es la vieja que nos facilitó los planos para el ataque al Puente de Oro.

Le ayudamos a amarrar la lanchita debajo de un árbol y me abrazó quejándose.

—Ay, Memito —me dijo—, cada día esos babosos me hacen la vida más difícil. Desde que volaron el puente, todos los días tengo que venir remando hasta aquí.

El jefe guerrillero le preguntó riéndose:

—¿Y qué más nos traes, Mamá Tancho?

Ella quitó una capa de mangos de una de las canastas y siguió cantando con su voz de pregonera:

—Granadas de fragmentación, cartuchos para G-3, obuses de mortero 81. ¿Quién me compra?

4 comentarios:

  1. Estimada Adriana: Gracias por compartir. Un abrazo chapín, Chente.

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  2. Gracias a usted, don Vicente, por su lectura y comentarios. ¡Un abrazo gigante y hasta la próxima lectura!

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  3. Gracias por la novela muy bonita

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