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lunes, 30 de julio de 2018

LA SIEMBRA HUMANA - Mireya Guevara

Mireya Guevara. Escritora venezolana. Aunque la información sobre su vida es escasa, se sabe que es originaria de Tumeremo, donde nació en 1923, y que estudió y se graduó de bachiller en Trinidad. Como parte de su carrera literaria, publicó los libros de cuentos Pálpito y otros cuentos (1950) y La siembra humana (1953) –volumen del que he tomado el cuento que aquí les presento-; y las novelas En la cuerda floja (1954) –ganadora de una mención en el Concurso Literario Arístides Rojas- y El becerro de oro (1957); y varios de sus poemas aparecieron en importantes revistas de su país natal.



LA SIEMBRA HUMANA


Carátula de La siembra humana (1953) de Mireya Guevara
¿Recuerdan a Evaristo? Lo vieron cargando tierra en las demoliciones; vendiendo mayos en Los Caobos; trabajando en los derrumbes de La Guaira. Evaristo ha vuelto a La Charneca. Vive otra vez casa de Paula. Vuelve a sentarse por las noches junto al barranco, a mirar la ciudad. Todo parece igual. Como si nada hubiese trastornado su mundo. Sin embargo, ha cambiado. Si algún día lo encuentran, miren con atención su rostro oscuro. Notarán, donde antes cabrilleaba la alegría, signos hermosos de serenidad.

Sube lentamente los peldaños de Marín. De cuando en cuando se vuelve, da unas chupadas al cigarrillo, contempla la ciudad que surge bajo sus ojos cada vez más precisa. Luego sigue su ascensión. Lentamente.

No lentitud de miembros cansados en el esfuerzo. Tampoco falta de prisa que denuncia espíritu indiferente. Hay en su andar despacioso, en su manera de detenerse en los recodos, algo particular, muy íntimo, como si buscase por esas gradas, a través de los recuerdos, el camino que conduce a la ancha esperanza.

Todos en el barrio lo conocen. Aunque pasan días y hasta semanas sin que se vea su figura zanquilarga subir las escaleras, puede decirse que es de nuevo su casa el cerro redondo, de tierra colorada, que sostiene sobre el lomo en portentoso equilibrio un montón de casuchas rellenas de carne humana. De todos colores, de todos matices.

Evaristo ama ese barrio. Lo amó siempre. Aun en el extraño paréntesis que turbó su vida. Si un momento, nublado su cerebro por el odio, abomina de las gentes que lo pueblan, pronto vuelve a confundirse con ellas como barro de su barro.

¿Cómo empezó la evolución? ¿Cuándo dejó el odio de engarfiar sus dedos? Sin duda, aquella noche. La inolvidable. La última que pasó Tyla en casa.

Hasta entonces recuerda sus días como pozo donde la injusticia revuelve con vara aguda el légamo del fondo.

Siempre fue intensamente fiel a los suyos. Al barrio de sórdidas casuchas. Que fuesen ellos los que revolvieran hasta provocar el torbellino que arrastró a Tyla, colmaba su amargura.

—Se los come la envidia —decía—. ¿Qué les he hecho? ¿Qué es lo que tienen contra mi mujer?

Tyla nunca comprendió bien lo que pasaba. Sonreía a todo. Extraña sonrisa, un poco ansiosa, buscando los ojos de Evaristo.

Pobre Tyla. No se parecía a las mujeres de su raza. Aspecto desvalido, aire de pájaro asustado. Guardaba todavía el temblor de la catástrofe donde todo lo suyo sucumbiera. Imposible decir a través de qué miserias llegó a Caracas. Cuando Evaristo la encontró había huido del hombre que la trajera con propósito rufianesco. Andaba por casas de vecindad. Con vaga idea de buscar trabajo en el servicio doméstico. Sin saber qué rumbo dar a sus pasos.

—¿Por qué lo seguiste si sabías quién era? —preguntó Evaristo.

—Sola no podía entrar a tu país. Allá habría estado lo mismo. Además de hambre, de frío, de miedo. Ah, Varisto, tú no sabes —y temblaba como si la sacudiesen allí, bajo el sol del trópico, todo el frío, el hambre, el miedo de Europa.

Evaristo la miró. Qué blanca era.

«Qué oscuro», pensó ella, entreabriendo los labios con rara sonrisa.

Dos días más tarde anunciaba a Paula que se mudaba. Llevaba años viviendo en su casa. Ella decía que era un hijo más. Pero no podía llevar a Tyla. Dormían en su mismo cuarto los dos hijos de Paula.

Pidió a Quintín que le alquilara la casita del cují.

—Debe haberse sacado una muchacha —pensó Quintín.

—¡S'enlió Evaristo! —dijo Paula, regando la noticia por el vecindario.

Evaristo compró cosas. Acomodó el rancho. Un atardecer lo vieron subir, con Tyla del brazo, las calles de La Charneca.

—Asómese, comadre. Ahí viene subiendo Evaristo. Venga a ver lo que trae del brazo.

Las mujeres se asomaron. Los vieron subir. Los siguieron rato con la vista. Después se volvieron, todas a un tiempo, en brusco afán conversador. Los hombres clavaron en el cuerpo de Tyla miradas oblicuas y sonrieron.

Envolvía la tarde al cerro en tenue nube dorada. Polvillo fino, vibrante, rodeaba las cosas de mágica aureola. Desaparecía la sordidez de las casuchas. Las callejas se vestían por breves momentos de encanto luminoso, sutil.

Andaban en silencio. La cabeza de Evaristo zumbaba como colmena. Sabía la mirada del barrio fija en ellos. Tyla, en cambio, resplandecía. En su sonrisa, en la forma de apoyarse en el brazo del hombre, se leía seguridad feliz de haber hallado puerto tras largas tempestades.



Al principio fue sólo frialdad, más adivinada que sentida. Poco a poco se acentuó la tirantez hasta convertirse en franca malquerencia.

Los hombres, si Tyla andaba sola, le decían piropos de color encendido, acosándola a miradas. Tyla no entendía el piropo, no veía la mirada. Seguía su camino. Sonriente. Con aquel secreto gozo que traslucían sus ojos desde que Evaristo la llevara al barrio.

No comprendían tal impavidez. Les molestaba que nada hiciese enrojecer las mejillas de la «musiúa». Las mujeres murmuraban algo como:

—Está acostumbrada. Es su oficio —y la miraban de soslayo, con mal contenida envidia.

Ella había adquirido costumbre de bajar por las tardes hasta la calle de San Agustín, a esperar a Evaristo. Subían juntos, del brazo, como el primer día. Eso chocaba al vecindario más que cualquier otra cosa. Algo nuevo en el cerro. Inaudito. No podían verlo sin murmurar agriamente.

A él lo saludaban con sorna. Paula gritaba:

—Adiós, blanco.

—En cuanto les pase la sorpresa les pasará el susto —decía Evaristo riendo, sin dar importancia a la actitud. Explicaba a Tyla: —Son buenos. Ya los conocerás. La señora Paula ha sido una madre para mí. Lo que pasa es que están acostumbrados al negro rialengo, sin casa ni mujer.

Tyla sonreía su extraña sonrisa. Él lo olvidaba todo para hundirse fascinado en el mundo nuevo, de voluptuosidad desconocida, cuya puerta abriera la frágil mujer blanca.

Cuando volvió los ojos buscando a los amigos, no halló ni uno. En su lugar estaban los seres maliciosos que saludaban con torpe ironía.

Su primera impresión fue de asombro. La injusticia de aquel proceder lo hizo encerrarse en sí mismo, acumulando amargura. Desdeñaban su amistad. Muy bien. Prescindiría de todos. Viviría su vida con Tyla, aislado dentro de su mundo.

No era fácil. La vida en La Charneca transcurría, por decirlo así, en la calle. Tampoco se avenían a la soledad su genio alegre, su corazón abierto. Por la noche escuchaba desde su puerta el ruido de hombres que conversaban en el botiquín. A veces callaba el radio y se oía el rasgueo de la guitarra. Sus antiguos compañeros celebraban el sábado. Antes, él también iba al botiquín de Pedro. Los sábados, en noche clara, bebían ron. El bizco José agarraba la guitarra y todos pedían que cantara Evaristo. Las mujeres pasaban admirando su cuerpo oscuro, de ágil trazo, desnudo hasta la cintura. Cantaba mirándolas. Moviendo las maracas con pausado ritmo. Mirando las estrellas lucientes.

Fue el comienzo. La ola continuó ascendiendo. El saludo mecánico de Evaristo acabó por desaparecer. Un día, al pasar frente al botiquín, oyó a Julio, el del kiosco de fruta, que decía:

—Que se deje de brincos con su «musiúa». Todos sabemos de dónde la sacó.

Evaristo entró al bar. Dijo, sacudiendo las manos bajo la nariz de Julio:

—Si tanto te interesa mi mujer, ven a repetir eso aquí afuera.

Julio estaba muy borracho. Los otros intervinieron evitando el lance.

No podía prolongarse tal situación. Todos se daban cuenta, arrepintiéndose acaso de haber llegado tan lejos.

Evaristo se tornó huraño. Perdió el genio alegre, su precioso optimismo. Tyla lo miraba agrandando los ojos en muda pregunta. Sólo ella le volvía la calma. En sus brazos, ante la magia inagotable de sus transformaciones, era feliz. Hacía planes que ella escuchaba en silencio, gravemente. Mudarían de barrio. Tendrían hijos. Al final casarían. Pasarían juntos la vida, y cuando tuviera que morir, lo haría en brazos de ella.

Pero estaba enraizado al cerro de piedras rojas igual que un árbol. Se estremecía la ramazón al pensar en el posible desarraigo. Agudizaba su tristeza ahondando surcos en el rostro oscuro. Hasta su forma de andar había cambiado. Ahora, antes de llegar a La Charneca, tomaba tragos por botiquines de San Agustín. Subía con los hombros echados adelante, la cabeza inclinada. Si encontraba grupos de hombres en su camino, alzaba la frente con mirada de reto. Ellos desviaban los ojos, sintiéndose instintivamente culpables.

Paula fue la primera en manifestar de viva voz el sentimiento de todos.

—Guá, ¿qué es lo que está pasando con Evaristo, pues? —dijo en la batea, echando escupitajos de tabaco negro—. No es pa'tanto que quisiera darse algún aire de señorón.

—Él es quien lo ha tomado así, señora Paula.

—No es verdad. Hemos sido injustos. Toiticos. Yo, la primera.

Como no le respondieran, continuó:

—Ella es buena. Con todo y ser «musiúa». Mejor que muchas que conozco.

Fue tarde. No bastó su voz a disipar la nube. No se atrevió a acercarse. Evaristo pasaba por su puerta sin saludar, sin mirar la casa.



Tyla no bajó más a esperarlo. Su talle fino perdía esbeltez, ensanchándose día por día. Aguardaba arriba, al final de las gradas. Él llegaba con los hombros arqueados, con la mirada turbia; ella se prendía de su brazo y pasaban juntos por entre el silencioso vecindario. Ya no murmuraban. Ni siquiera el aspecto abombado de Tyla movía sus lenguas. Sólo las muchachas atizaban de tarde en tarde la brasa. Evaristo las oyó decir:

—¿Cómo serán los hijos del negro y la «musiúa»?

—Guá, ¿cómo quieres que sean? Rayaos como las cebras.

Rayados como cebras. Quedó mirando el cuerpo de Tyla. ¿Cómo sería el hijo que engendró en la mujer tan deseada, el ser que se formaba dentro del hermoso vientre? Lo ganó un sentimiento nuevo, desconocido, de honda ternura. Se miró las manos de ancha palma, grandes, morenas. Tendría su piel, los ojos de Tyla. O la piel de Tyla con sus ojos. Recordó la carita de la niña de Petra, donde el padre italiano pusiera ojos azules. ¿Cómo serían los de su hijo? Acarició los cabellos de Tyla con dedos trémulos, conmovido hasta las lágrimas.

Estaban sentados a la puerta del rancho. El aire había refrescado. Brillaba la luna enredando caireles en las ramas del cují. Abajo centelleaba la ciudad querida. Callaban. Rodando el pensamiento caminos paralelos. Absorta ella en inefable mundo interior. Más complejo el pensar de él, mezclaba a la nueva idea matices distintos. La luna, como siempre, despertaba su melancolía. Tomó la mano de Tyla, acarició su brazo. Sentía el pecho redondo de ternura. Como si guardase allí el hijo que gestaba la mujer. Llegó a su oído el punteo de la guitarra.

—Debe ser el bizco —pensó en voz alta.

Fumó en silencio.

De pronto se levantó.

—Alza, catira. Vamos a estirar las piernas.

El bizco tocaba con aire soñoliento. Algunos borrachos canturreaban su música. Otros conversaban junto al barranco. Al verlos llegar, bajaron la voz.

Evaristo acortó el paso involuntariamente. Sentía las notas cosquilleándole dentro como mil hormigas. Lo acometía un deseo insensato de actuar, en alguna forma. Borrar de los rostros la expresión forzada. Deshacer a puñetazos el malentendido. Estaban Manuel, «Chiripa» Velásquez, Antonio. Los viejos camaradas. También estaba Julio. Al verlos se adelantó. Evaristo se detuvo palideciendo. Julio dijo, elevando la voz en tono insolente:

—Aquí el cantador, ¿por qué no nos canta algo? Pa'que l'oiga «su señora».

Evaristo soltó el brazo de Tyla. Todos se acercaron. Sólo el bizco continuó sentado, tocando la guitarra con el mismo aire ausente.

Julio estaba inmóvil, sosteniendo en los labios la sonrisa convertida en mueca. Evaristo lo miraba, inmóvil también. De repente se volvió a Tyla.

—Siéntate, catira. Vas a ver algo que no conoces.

Como ella vacilaba, sin comprender lo que quería, la empujó suavemente por el hombro:

—Siéntate, digo.

Se dirigió a los hombres con voz ronca:

—Voy a cantar. Con mucho gusto cantaré. Pero antes lo hará Julio. Pa'que l'oiga mi señora.

—Yo no canto pa'ninguna pu...

No terminó la frase. El puño de Evaristo se estrelló contra su boca. Cayó de espaldas. De sus labios, que no soltaron la sonrisa, brotaba un hilillo rojo. Cuando se enderezó, todos vieron en su mano la navaja abierta.

Lo demás fue rápido. Tyla con grito agudo, se lanzó entre ellos. Evaristo, de un empujón, la salvó del navajazo. El cuerpo pesado tropezó en las sillas, perdió equilibrio. Antes de que pudieran auxiliarla había rodado por la barranca.



Salió de la choza juntando con cuidado la puerta. Anduvo por el patio hasta el borde de la calle. Allí quedó inmóvil, mirando fijamente la ciudad. Dentro del cuarto moría ella. Se preguntó cuánto tiempo duraría aún. Le hubiera gustado sacarla fuera. Que muriera al menos respirando aire, mirando las luces que él le enseñó a amar. Pensar en ella como en algo que ha dejado de ser le produjo estremecimientos. Qué lejos parecía todo. Su aislamiento, la hostilidad de los vecinos. Ahora todos querían ayudarlo. Las mujeres velaban junto a la cama de Tyla. Paula afirmaba que jamás tuvieron nada contra ella. Tenía razón. Desde el principio supo que fue el haberla escogido él lo que provocó la reacción del barrio. Si hubiese llegado sola, o con otro hombre, habría sido distinto. Esto que parecía ilógico, era natural. Lo comprendía perfectamente. Nada les había hecho Tyla. Nada tenían contra ella. Esta certidumbre, el regreso de todos cuando ella moría, lejos de traerle paz lo colmaba de amargura. Nadie podría compensar su pérdida. No vendría otra igual. Su mundo giraba alrededor de ella y ella moría sin que él pudiera evitarlo. Clavó las uñas en la palma con más rabia que dolor. Volvió al rancho.

En la cama, arropada hasta el cuello, Tyla tiritaba.

—Acércate, Varisto. ¿Dónde has estado?

—¿Qué pasa catira?

—¿Sabes que este frío es muy grande? Ni allá. Donde la nieve lo cubre todo. Qué hambre da aquel frío, Varisto. Ahora sólo tengo sed. Mucha sed. Dame agua, Varisto.

La ayudó a beber. Sorbía con avidez, a grandes sorbos. Después quedó quieta, mirando entre las sombras las cañas del techo. Evaristo la miraba pensando si sufriría mucho cuando ella muriese. La mujer, como adivinando su pensamiento, preguntó:

—¿Tengo de morir, Varisto?

—¿Por qué te vas a morir? Una enfermedad le da a cualquiera.

Calló ella. Convencida en apariencia. Al cabo de minutos volvió a hablar. Él se dio cuenta de que había estado pensando todo el tiempo en lo mismo:

—No quiero morir, Varisto.

—Vuelta otra vez. ¿Quién te ha metido en la cabeza que te vas a morir? Peor que tú me he visto yo mil veces, y mira donde estoy.

Ella tras corto silencio:

—Eres bueno.

Y apretándole la mano con angustia:

—¿Qué dijo el doctor? ¿Puede pasarme para el hospital?

—Dijo que tal vez para mañana te conseguía puesto.

Cerró los ojos con movimiento de entrega. Él la miraba sintiendo ya la desolación de su muerte. Comenzó a mover las manos sobre la cobija. Agarrando y soltando la ropa. Con movimiento ansioso del enfermo que pretende asirse al borde de la vida. Pasaba frío, subía la fiebre. Al fin empezó el delirio. Confuso. Con su pobre español mezclado a la extraña lengua del suelo natal.

Manuel al despedirse palmeó el hombro de Evaristo:

—No te preocupes, vale. Si no vienen a buscarla mañana, la bajamos nosotros mismos. Yo me encargo de que la acepten.

Evaristo no respondió. Tyla pedía con insistencia que la llevaran al hospital. Oyéndola sentía que el frío que la mataba, helaba también su propio corazón. Presentía que ya nada era capaz de salvarla. Hubiera preferido que muriese allí, en el rancho, junto a él.

Estaba solo con ella y bendecía el momento de soledad. Los vecinos entraban a toda hora, multiplicando atenciones. No agradecía tal generosidad. Los consideraba culpables de la desgracia. De no ser tan grande su abatimiento los habría echado a todos. Fuera de su casa. Para cuidar solo a su enferma.

Tyla dormía. Se diría que no quedaba gota de sangre dentro de sus venas. Cerró los párpados intentando ver a la otra Tyla. La que todo lo alumbraba con su clara mirada, con su rara sonrisa. La que guardaba en el frágil cuerpo tesoros de sensualidad. Abrió de nuevo los ojos. Esa se había marchado para siempre. Sólo quedaba la pálida criatura que se moría de frío. ¿Por cuánto tiempo? ¿Por cuánto? Sintió deseos de echarse allí, de morir con ella, confundido en su mismo sudor frío.

Tyla dormitaba en sueño angustioso. De vez en cuando decía palabras sin sentido, alguna frase en lengua gutural. O susurraba el nombre de él pronunciado de extraña manera:

—Varistuschka, Varistuschka.

De súbito se incorporó mirando en torno. La luz del bombillo no llegaba a los rincones. No vio a Evaristo sumergido en sombras.

—Se han marchado —dijo—. Todo debe ser blanco. Sabe Varisto qué blanca está la nieve.

Él sintió un nudo doloroso apretarle la garganta. Se levantó con esfuerzo, ahogando sollozos:

—¿Qué tienes, catira?

—Ah, Varisto. Andabas por nieve.

Él le acarició los cabellos. Al verlo de cerca volvió en sí.

—Soñaba con la nieve. ¿Por qué tanto frío?

—El tiempo. Está muy malo.

—¿Por qué se han ido?

—¿Quiénes?

—Todos, señora Paula.

—¿Te gustan ellos?

—Sí.

—Ahorita vienen.

Volvió a incorporarse. Bruscamente. Con ramalazo de locura.

—Mi hijo, Varisto. Mi hijo. No pueden botarlo. Es venezuelano.

—Cálmate, catira. No saltes.

Se dejó caer, agobiada.

—Sí. Ya lo sé. Lo perdí.

Él la veía apretando los puños. Ella dijo, con suave voz dolorida:

—Habría nacido aquí. Sería como tú. Venezuelano.

Evaristo salió al patio sujetando las lágrimas. Al regresar la halló de nuevo en su sopor.

Se fue al rincón. No tardaría en llegar Paula. Acaso Rosa también. Los vecinos. ¿Dónde oyó decir que Rosa había tenido que dar su muchachita, la mayor? Las criaturas tenían aire de perritos hambrientos. El año pasado murió uno. Un angelito. ¿Sufriría Rosa? Pedro la abandonó dejándole otro hijo. ¿Cómo se sentiría un hijo? Ya Tyla no lo tendría. «Rayaos como las cebras». Una mujercita jipata que le dejó un hijo. No pareció sentirla mucho. Nadie sabía lo que pasaba dentro de otro. Isabel. Tyla. «Varistuschka», «Varistuschka». No oiría más su nombre dicho así. Tyla se moría.

Se levantó. Anduvo por el cuarto retorciéndose las manos. No oiría más su nombre dicho así. Eso parecía atormentarlo más que la misma idea de la muerte de Tyla. Se acercó a la cama. Ella se movió balbuciendo palabras. Evaristo volvió a sentarse.

Pronto llegaría Paula. Que no trajera hielo. Tyla estaba helada. Ya no tenía sangre. Julio sonreía. Manaba sangre de los labios. Sangre roja. Sangre. ¿Quién dijo que los tísicos no se volvían malos? De pronto cayó en cuenta de que no sentía odio. Lo abandonaba su rencor.

Se estremeció. Volvió los ojos hacia Tyla. Lívida. Casi azul. ¿Iría a traicionarla antes de que muriese? Julio la había matado, Julio, sí, Julio. La había matado. Inútil. No podía odiarlo. Fluía de él cierta rara emoción que desbordaba sobre todo cuanto su pensamiento abarcaba. Sobre la vieja Paula. Sobre Julio. No podía odiar. ¿Sería cobarde? Sintió latir en sus venas el pulso de todo el barrio, de toda la ciudad. De todos los que sufrían dolores parecidos.

Paula entró silenciosa. Lo saludó en voz baja. Se acercó a la cama de Tyla. Comenzó a moverse por el cuarto disponiendo cosas con manos expertas. Evaristo seguía su movimiento. «¿Dónde están?», «Señora Paula», «Venezuelano», « Ve-ne-zue-la-no».

Paula andaba por el cuarto y él la seguía con los viejos ojos cariñosos. No eran culpables. Fue él quien siguió un camino errado. Tal vez por su culpa moría Tyla.

Tyla abrió los ojos. Sonrió a Paula:

—Ah, señora Paula, viniste.

Evaristo se alzó. La contempló con ternura indecible, con ardiente emoción. Si pudiera empezar, ahora sabía la verdadera forma. Había que sembrar. Sembrar mucho. Y esperar confiado la cosecha humana.

Al día siguiente se llevaron a Tyla. Evaristo visitó durante cinco días el hospital. Entraba azorado, confundiendo puertas. Sentado junto a ella la miraba. Hablaba apenas. Le acariciaba la mano, tímidamente. Cohibido por las enfermeras, por el médico, por las otras enfermas.

—¿Te sientes mejor? —preguntaba.

—Sí, pronto estaré bien.

Marchaba desolado. Más que por el fin que sentía próximo, por la sonrisa en la boca de ella. El regreso lo hacía despacio. Cavilando recuerdos. Rumiando pensamientos.

Una tarde subió como en días anteriores las calles del barrio. Los pies quizá más pesados, más inclinados los hombros hacia la tierra parda.

Llegó a la choza. Antes de entrar, miró a la ciudad. Las luces comenzaban a encenderse entre los últimos resplandores del sol. Como otra tarde, vagaba por el cerro un polvillo fino, dorado, que todo lo envolvía. Quiso, al igual que otras veces, adivinar las luces que se iban encendiendo.

—Puente Hierro. San Agustín.

No siguió. Se volvió con ademán cansado y entró al rancho.

Días después desaparecía de La Charneca, del cerro, de la ciudad. Nadie lo vio en mucho tiempo.

El que hoy vuelve, no es el mismo Evaristo. Es, sin duda, el sembrador. Si lo encuentran, miren con atención su rostro oscuro. Notarán, donde antes cabrilleaba la alegría, signos hermosos de serenidad.

3 comentarios:

  1. Hermoso y estremecedor,el tem o r a lo desconocido produce rabia y envidia, manifestando falta de comprensión...El Amor como bálsamo sanador aflora lo más hermosa de la conciencia, el perdón.

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  2. Estimada Adriana. Gracias por compartir y darnos a conocer tantas letras e imaginación creadora de autores latinoamericanos. Con especial aprecio para tu persona y tu querido esposo. Chente.

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  3. Gracias infinitas, Regina y don Chente, por sus comentarios. Este es un cuento para reflexionar, sobre todo porque fue escrito en una época muy distinta a la nuestra, y su vigencia es abrumadora... La migración, las muestras de aceptación o rechazo de los ciudadanos nacionales a los migrantes, las relaciones biculturales, son realidades que se presentan en muchas partes del mundo, y en este cuento ello está planteado con singular belleza y no poco desgarramiento. ¡Gracias por sus lecturas y hasta el próximo post!

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