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lunes, 8 de octubre de 2018

LA PELOTA ES CALIENTE – Milagros Socorro

Milagros Socorro Morales (Maracaibo, 1960). Periodista, docente y escritora venezolana. Creció en Machiques, pueblo de la Sierra de Perijá, en la frontera entre Colombia y Venezuela, y estudió Comunicación Social en la Universidad del Zulia, donde ejerció la docencia. Fue fundadora de la revista Babilonia (de la Universidad del Zulia), y ha desarrollado su labor periodística como columnista y cronista de medios venezolanos tales como El Universal, El Nacional, Código Venezuela, y las revistas Clímax, Excesos y Bigott. A lo largo de su actividad literaria, ha cultivado géneros como la narrativa, la crónica y el ensayo, y ha publicado, entre otros, los libros Una atmósfera de viaje (cuentos, 1989); Alfonso ‘Chico’ Carrasquel. Con la V en el pecho (no ficción, 1994); Actos de salvajismo (cuentos, 1999); Criaturas verbales (crónicas, 2000) –volumen al que pertenece la presente crónica-; Horripilón tiene miedo (cuentos infantiles, 2007); Vacas en las nubes (cuentos infantiles, 2007); El abrazo del tamarindo (novela, 2008); y Cuentos guajiros (2011). Ha sido galardonada con el Primer Premio de Crónica Urbana del Diario de Caracas (1994), por el texto La Venus del Cafetal; el Premio de Narrativa de la Bienal José Antonio Ramos Sucre (1996), por Actos de salvajismo; el Premio Nacional de Periodismo (1999) y el Premio Oxfam Novib/PEN por su labor en defensa de la libertad de expresión, frente a la amenaza y hostigamiento (2018).

Crónica que se publica íntegramente, con la autorización de Milagros Socorro



LA PELOTA ES CALIENTE


Carátula de: Criaturas verbales (Ediciones Angria, 2000), de Milagros Socorro
En estos días Vitico Davalillo me usó como emisaria para reprender a ciertos jóvenes peloteros que, según él ha podido observar, se distraen de sus diligencias en el terreno por andar cayendo en la provocación de las gradas. Tal como señaló el veterano cabimense en la entrevista que sostuvimos para la edición aniversaria de El Nacional, los jugadores venezolanos descuidan sus deberes en la arena para prodigar sus atenciones entre algunas niñas que acuden a los estadios a ejercer el antiguo juego de la seducción con la impunidad que les permite el hecho de estar separadas de los hombres por una reja infranqueable. Así, al decir de Vitico, estas mujeres se instalan en el borde de las gradas y se dan a cruzar y descruzar las bronceadas piernas ante la mirada babeante de los peloteros. "En los Estados Unidos", acota Davalillo, "las gringas van al estadio con minifaldas y no pasa nada. Aquí, si una muchacha se sienta y enseña un pelito, tú ves a esos peloteros dando vueltas desde el club house hasta el bull pen".

Muy severo se yergue el maestro frente a las nuevas generaciones. Si los gringos no se inmutan ante la visión fugaz de un pelito -de ese pelito que asoma en la prestidigitación pernil- el problema -por lo demás, muy grave- es de ellos, no de las gringas ni mucho menos de los venezolanos que sí se alebrestan ante esa epifanía rizada que se avizora en un instante. Porque el pelito es lo de menos; cuántos pelitos no hondean por los aires en una concentración masiva como las que convoca la pelota. Lo que acelera el tierno corazón beisbolero es la carga de picardía que se concentra en esa mínima guedeja expuesta al sol y a la mirada de Apolo. Un pelito tan astutamente asomado a la intemperie tiene su mérito y, sobre todo, su destinatario; y éste no puede quedarse así, como si nada, impertérrito, como si un pelito no hubiera entrado en su vida para halarlo con la fuerza de una yunta de bueyes. Que tampoco el hombre es ciego ni dermatólogo, como para permanecer indiferente a tan urgente mandato de complicidad.

Vitico, sin embargo, hace de santo pero concede que él mismo era blanco del asedio de las fanáticas: "Y me mandaban papelitos: te espero afuera, te espero en tal lado..." Claro que según su relato, ningún asedio lograba sustraerlo de su concentración: "Ya había visto el caso de otros peloteros que cada vez que los invitaban, ¡vamos!, y a la mañana siguiente no rendían en el terreno". Lo interesante de todo esto no estriba en dilucidar si Vitico era finalmente imantado por el pelito de marras (concedamos que no) o si los atletas deben observar un período de celibato antes de la puja; lo esencial aquí es el hecho de que exista esta atmósfera de erotismo y apelación carnal en torno a los héroes del deporte nacional.

Los peloteros constituyen una raza singular dentro del universo deportivo: con la excepción de los atletas de invierno, pocos van tan cubiertos como ellos. Los beisbolistas no van por ahí exhibiendo los muslos como los futbolistas o los tenistas; el hercúleo pecho, como los nadadores; los bíceps lujosos de los boxeadores; o toda la geografía muscular como los gimnastas o los atletas de pista y campo. Por el contrario, ellos van bien tapados, cosa que los favorece puesto que muy escasos son los peloteros que pueden ufanarse de un empaque como el de Greg Lugannis, por ejemplo. Enfrentémoslo: la mayoría de los peloteros son unos gordos. Unos tipos con barriga y amplias nalgas... pero las niñas -algunas niñas- van a los estadios a entregarles la promesa de una tierra prometida donde arde una zarza sin consumirse. ¿Por qué será? Pues porque estos hombres encarnan el objeto del deseo, así como son, panzudos y muchas veces desangelados.

Este hecho, creo yo que inapelable, tiene que darnos una pista acerca de lo que las venezolanas consideramos deseable. Me refiero a que en torno a la figura del pelotero se recorta un aspecto tan esencial de la nacionalidad como lo es objeto del deseo colectivo: el fruto apetecido es, de alguna manera, espejo del sujeto que anhela, y por ese camino podemos llegar a un retrato más cabal de la nación que muchos tratados estadísticos. Es casi natural que las mujeres de todas las edades y condiciones elaboren fantasías en cuyo centro se ubique, vestido de Armani o totalmente en cueros, un astro del fútbol. El traje mejor cortado y la absoluta ausencia de atavío le sientan de maravilla a estos dioses; son hombres para lucirlos en los salones y contemplarlos llorando de emoción en las alcobas. Pero a los peloteros, quítales el uniforme y qué queda. A ver, qué queda. Un marido. Pues eso: un marido en el décimo aniversario de bodas.

De manera que lo que las damas van a desear en los estadios no es más que un marido absorto. Una criatura que despierta una ternura similar a la que sentimos cuando observamos de lejos al esposo, esperándonos de pie junto al carro, pongamos, abstraído en sus pensamientos. Un pelotero fuera del terreno es un señor como cualquier otro, más próximo a un gaitero que a un galán de telenovela. Es un modelo ideal para un aviso de guayaberas. Piensen en Galarraga fuera del escenario donde se mueve como un gato: es una especie de marido de mi prima, el vecino de silla en la reunión de Padres y Representantes. De ideal sexual, muy poco. Y sin embargo, las hordas van a los estadios a relamerse de morbo al paso de Galarraga. ¿O no?

Hay, por otra parte, algo de empiyamado en la traza del pelotero. Cuando se le mira desde el sillerío lo que se ve es una imagen superpuesta a la del marido en la mañana del domingo cuando deambula en piyamas, del cuarto a la cocina, con una taza de café y el periódico bajo el brazo. Pero hay algo en su manera de estar, allí parado esperando que pase algo, un no sé qué de solicitación sexual. Debe ser el culazo. La mayoría de los peloteros porta un trasero generoso que a las mujeres encanta, con lo cual viene a demostrarse el hecho de que el fantasma de la culofilia que habita el inventario sexual masculino, discurre también por el femenino. El día que los venezolanos acepten esta gran verdad, la cama nacional se verá enriquecida por renovados escarceos de retaguardia (esta vez en carne de macho). Y va a ser muy saludable, eso seguro.

Vitico se pregunta: "El pelotero, qué tiene que estar mirando pa'rriba, chico". E inmediatamente después remata: "Tendría que estar mirando al enemigo: cómo hay que jugarle a éste, cuál es la estrategia para derrotar al contrario. Y siempre agresivo pero no en el sentido de buscar pleito sino en el de tirarse en un sly limpio, en una base limpia... jugar la pelota como tiene que ser, limpia, para que te respeten".

No puede ser que a un hombre de tan dilatada experiencia en ese mundo, como lo es Vitico, se le vaya una bola tan obvia: el enemigo está en el terreno pero también en la periferia. Es la mirada deseante de esa mujer que entreabre las piernas para provocarlo mientras lo morbosea como a un objeto familiar y a la vez vedado. Lo que sentiría si al pasar frente a la puerta medio abierta del baño viera al cuñado, más barrigudo por el reciente sancocho y las muchas cervezas, meando con la cara para la pared.

3 comentarios:

  1. Estimada Adriana: Gracias por compartir. Me encanto el uso del lenguaje generoso, imaginativo y pintoresco que utilizó la autora. Una abrazote, Chente.

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  2. ¡Gracias, don Chente, por su amable comentario! Me alegra que haya disfrutado de esta crónica, que es una joya entre las muchas que integran el libro. ¡Saludos y cariños!

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  3. Durante el tiempo de mi residencia en Venezuela nunca asistí a un juego de base ball, mas sí puedo decir con total propiedad que Milagros Socorro ha plasmado en esta excelente y pintoresca crónica el ánimo venezolano, en cuanto a sensualidad y desparpajo se refiere. Gracias por la oportunidad semanal de una buena lectura, Adriana.

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