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lunes, 5 de noviembre de 2018

DETALLES SOBRE MI PARTIDA – César Contreras

César Aramís Contreras Parra (Caracas, 1992). Psicólogo y escritor venezolano. Realizó estudios de Psicología en la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), casa de estudios en la que ejerció la docencia. Participó en varios talleres literarios, como el de José Tomás Angola Heredia (2013), Roberto Echeto (2014) y el dirigido a nuevos autores de la editorial Monte Ávila (2014). Ha publicado el libro de cuentos Formas de partir (2017) –al cual pertenece el texto que leerán seguidamente- y cuentos suyos han sido incluidos en varias antologías. Siendo una de las voces emergentes de la narrativa venezolana contemporánea, ha sido distinguido como Finalista del Concurso de Cuentos de la Sociedad de Autores y Compositores de Venezuela (Sacven) (2016), por su cuento La Virgencita de los Imposibles; el Premio de Cuento Notitarde (2017) por su libro Formas de partir; y Mención Especial en el II Concurso de Narrativa Salvador Garmendia (2017), por su cuento Piedras en El Calvario. Actualmente reside en la ciudad de Buenos Aires, Argentina.

Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de César Contreras



DETALLES SOBRE MI PARTIDA


Carátula de: Formas de Partir (NOTITARDE, Valencia - 2017), de César Contreras
Esa madrugada el teléfono sonó alrededor de las dos. Ambos, mi mamá y yo, estábamos despiertos, viendo una película; papá tenía años que ya no venía a la casa. Caminamos a la sala, con el aire de pertenecer a una procesión nefasta, y nos acercamos al aparato que no dejaba de chillar. Mamá levantó el auricular y presionó el botón de altavoz.

—¿Aló...?

—Aló, ¿Milena? —una voz femenina llenó la sala. Sonaba fañosa y húmeda. Quien hablaba, sin lugar a dudas, había estado llorando.

—Sí, soy yo. ¿Quién habla?

—Ay, Milena, la verdad lo siento mucho.

—¿Por qué? ¿Quién habla?

—Es Andrea, Milena. Mi sentido pésame.

—¿Sentido pésame?, ¿por qué?

—Por la muerte de tu hijo. Me acaban de llamar diciéndome que Jaime se murió, ¿no? —ahora la voz de Andrea sonaba a pura y genuina duda.

Mamá se giró a verme. Estaba pálida. La mandíbula se le había desencajado y dejaba ver la oscuridad de su boca. Sus ojos se movían con velocidad, tratando de aprehender cada hito de mi cuerpo, tratando de convencerla de la realidad del hijo que estaba viendo a su lado. Estiró su mano y me tocó la cara. Fue una caricia delicada y temerosa que intentaba constatar que, en efecto, lo que tenía junto a ella era un ser corpóreo y no un espectro.

—¿Milena? Ay... llamo más tarde, amiga. Disculpa —Andrea colgó, volviendo a dejarnos a solas.

—¿Qué fue eso? —pregunté.

—No sé —Mamá se sentó en el mueble y se llevó una mano al pecho. Le busqué un vaso de agua y se lo bebió de un solo trago. Respiró profundo y me hizo una señal para que me sentara junto a ella.— ¿Qué sabes tú de eso? —preguntó, señalando el teléfono.

—¿Qué se yo de qué?

—De esa llamada, pues.

—¿Qué puedo saber? Que esa amiga tuya Andrea siempre ha estado loca y lo acabo de comprobar.

Mamá me miraba con el pequeño duende de la desconfianza escapándosele por los ojos. Me tomó una mano con cierto titubeo y la acarició.

—Hijo. Si tienes algo que decirme, puedes hacerlo.

—¿Algo como qué?

—No sé...

Mientras transcurrió la mañana siguiente, las llamadas siguieron llegando. Familiares, amigos y conocidos telefoneaban a la casa para dar su sentido pésame. Mamá seguía poniendo las llamadas en altavoz y ambos las escuchábamos atentos, sin poder salir del desconcierto que suponía aquella situación. Al principio solo era Milena la que hablaba, pero ante la insistencia de los dolientes y su negativa a creer lo que mamá les decía, yo empecé a atender las llamadas. Mis interlocutores se mostraban sorprendidos al principio pero luego me comentaban lo contentos que estaban de poder darme un último adiós, lo felices que estaban de escuchar mi voz una vez más antes de partir. Me preguntaban cómo me sentía, cómo era traspasar ese umbral entre la vida y la muerte. Se mostraban curiosos con respecto al asunto del dolor, querían saber si había sentido algo en el momento en que mi alma había abandonado mi cuerpo. Yo les insistía en el hecho de que estaba vivo, hablando con ellos, que no me había ido a ningún sitio, que aún tenía tiempo para vivir, cosas por hacer. Ellos contestaban que no me negara, que no me resistiera, que mi tiempo aquí se había cumplido y que había vivido bien mis años; insistían en que me dejara ir, que siguiera la luz y los abandonara en paz.

Cada vez que una de esas llamadas terminaba, Milena me tomaba las manos y me miraba a los ojos, como intentando entender la naturaleza de mi existencia en ese momento. Intentaba llegar a mi alma, trataba de constatar que su hijo, su único hijo, estuviera en realidad vivo o muerto. A ese punto cualquiera de las dos opciones la complacía; vivir en la incertidumbre era mucho más molesto.

—Hijo, si me tienes que decir algo, dímelo —me repetía—. Siempre puedes hablar conmigo. Yo no te voy a retener aquí si este no es tu lugar.

Empezando la tarde, llegó la primera corona a la casa. Tocaron el timbre y un señor vestido con un overol beige le preguntó a mi mamá dónde podía dejar el arreglo. Las flores parecían ocupar toda la sala. Su olor se antojaba mucho más tangible que mi existencia; para ese momento, incluso yo había comenzado a sentirme como una presencia exánime. Detrás del señor de las flores entró doña Gisela, la presidenta de la junta de condominio del edificio, y se lanzó sobre mi mamá, llorando y abrazándola. Milena le palmeó la espalda, consolándola.

—¿Quieres verlo? —preguntó mamá.

—¿Está aquí? ¿No se lo han llevado?

—No, no. Míralo. Ahí está.

Mamá me señaló y doña Gisela casi se desmayó al verme de pie junto a la enorme corona que habían mandado a hacer en nombre todos los vecinos. Pasada la impresión inicial, se acercó a mí y con la punta del dedo índice me dio unos toquecitos en la cara y en el pecho.

—Ay, Milenita, pero si quedó igualito —exclamó, antes de acariciarme el cabello.

—Doña Gisela, estoy vivo —dije.

—Jaimito, Jaimito —se lamentó—. Tú ya no perteneces a este mundo. Yo sé que te preocupa abandonar a tu mamá a su suerte, pero puedes dejarla. Tranquilo.

—Doña Gisela, yo no me voy a ningún lado. Yo vivo aquí.

—Está bien, Jaimito —dijo, tomándome el rostro con ambas manos—. Está bien.

—Tú tienes razón. Ésta es tu casa y tú tienes derecho a quedarte aquí el tiempo que quieras. Pero recuerda que en algún momento debes partir. Pero sólo cuando estés listo. Tú siempre fuiste tan bueno, Jaimito, nunca te lo dije. A veces eras un poco odioso, pero nunca falta de respeto, como los otros muchachos del edificio. Un buen muchacho. No sé por qué te tenía que tocar a ti.

Durante el resto de la tarde siguieron llegando flores para honrarme. También siguieron acercándose vecinos para darle el pésame a mamá. Ella los recibía con café y galletas. Se sentaba a hablarles sobre lo repentina que había sido mi muerte y los difíciles días de duelo que se le avecinaban. Luego de charlar, siempre remataba diciendo "ahí está, si quiere verlo" y los vecinos, invariablemente, se me acercaban y comenzaban a revelarme sus verdaderos sentimientos. Así me enteré de que Alicia, la del piso 3, siempre estuvo enamorada de mí; que Alirio, el del piso 8, había sido el responsable de mi bicicleta dañada hacía doce años; que Tadeo, el del piso 6, había tenido un romance con mi mamá y no me habían querido decir nada para que la cosa no se pusiera tan complicada.

Todos iban y dejaban caer esas verdades sobre mis oídos, con la esperanza de que me las llevaría conmigo a la tumba que ellos mismos habían construido para mí.

Al final de la jornada me sentía agotado. El olor de las flores me tenía mareado y el timbre del teléfono me generaba dentera. Antes de irme a dormir, mamá me tomó de las manos y volvió a preguntarme si tenía algo para decirle. Esa noche fue conmigo hasta mi cama y, como cuando estaba niño, me arropó y me dio un beso en la frente. Apagó la luz y, después, cuando pensó que ya dormía, puso junto a la puerta de mi cuarto una vela blanca en un plato y un vaso de agua. Rezó un padrenuestro, un avemaría y se fue a dormir.

A la tarde siguiente, comenzó a llegar la familia. Después de darle el pésame a mamá y de que ella les contara las circunstancias detalladas de mi muerte, todos nos sentamos en la sala, tazas de café en mano, a comentar las ocurrencias de mi vida. Fue un minucioso recuento anecdótico de todas las veces que me hice pupú encima, que lloré pidiéndole a mi mamá que me rescatara de alguno de los monstruos y espantos que inventaban mis primos, de las veces que llevé el bolso vacío al colegio. También varios de la familia se me acercaron para hacerme sus respectivas confesiones; no solo sobre mí, sino sobre la vida en general. Me enteré de negocios sucios de mis tíos, de experimentos con drogas de mis primos, de la envidia que sentía mi abuelo porque yo podía morir mientras él tenía que seguir en este mundo que lo aburría tanto.

Al caer la noche, la familia convino que era hora de dejarme ir y empezaron a buscar dónde dormir. Ocuparon el cuarto de mamá, el cuarto de huéspedes y mi habitación. Todos tenían dónde descansar, menos yo. Me quedé sentado en el suelo de la sala, junto a las coronas y los ramos.

Por la mañana sacaron las flores y las dejaron en la acera, en el sitio donde se detenía el camión del aseo en las noches. Mamá me tomó las manos una vez más y me preguntó de nuevo si tenía algo para decirle. Cuando le contesté con una negativa, sonrió, me dio un beso en el cachete y cerró la puerta tras ella.

Siempre la recordaré vestida de negro, como estaba esa mañana.


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