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jueves, 17 de enero de 2019

ARMANDO QUINTERO LAPLUME: Confesiones


Armando Quintero Laplume
Libros de Armando Quintero Laplume: Un lugar en el bosque y Have you seen the lion?
Armando Quintero Laplume y Adriana Rodríguez
Libros de Armando Quintero Laplume: No hace falta la voz y De tiempos inmemoriales
Armando Quintero Laplume


La vida no es otra cosa que un gran conjunto de historias: la de nuestro país y la de nuestra familia; la que nuestros padres imaginaron para nosotros cuando aún no nacíamos, las que nos contaban antes de dormir, las que nos suceden todos los días y las que escuchamos esperando en un café, sentados en un bus o haciendo la cola en un banco; las que nos confían nuestros amigos en calidad de secretos inconfesables; las que vemos en las películas o leemos en los libros; las que creamos, las que nos crean... Contamos –y nos cuentan– historias permanentemente, y hay quienes hacen de narrar algo más que una simple actividad cotidiana, convirtiéndola en su modo de vivir y de estar en el mundo.

Uno de esos personajes hechos de historias, cuya vida, además, parece un maravilloso cuento, es el invitado de esta entrevista: Armando Quintero Laplume. Uruguayo de nacimiento, venezolano de corazón, es docente de literatura, escritor, ilustrador y cuentacuentos; la palabra ha sido la gran protagonista de su vida, tanto en lo personal como en lo profesional, y haberlo conocido fue uno de los mejores regalos que recibí en el 2017.

Conversar con él, leer sus cuentos o ver sus presentaciones de narración oral es asistir a momentos llenos de una magia indescriptible, y descubrir a una persona que nos devuelve la fe en la imaginación y la fantasía, regalándonos un sinfín de sonrisas y de invaluables lecciones de vida. Es por ello que me complace enormemente presentarles el maravilloso diálogo que sostuvimos una tarde de diciembre, hace ya algo más de un año, en un lindo parque de Caracas.

Espero que disfruten esta entrevista tanto como yo, y agradezco a la vida el privilegio de poder conocer y compartir con personas como Armando Quintero Laplume, un abuelito literario a quien admiro y aprecio con todo el corazón.

Con ustedes, sin más preámbulo, las “Confesiones” de Armando Quintero Laplume.

Adriana Rodríguez: Cuénteme sobre su infancia. ¿Cómo recuerda esa etapa de su vida?

Armando Quintero Laplume: Nací en una ciudad que, desde su nombre, es para un cuento: se llama Treinta y Tres, como el número, pero se escribe en letras. Es la capital del Departamento de Treinta y Tres. El nombre proviene de una cruzada libertadora integrada por treinta y tres hombres que, supuestamente, le dio la independencia a mi país de origen, Uruguay. Un número importante en la masonería. No nos olvidemos que los libertadores de nuestra América, en su mayoría, fueron masones. El número, además, es la edad de vida de Cristo.

Cuando recuerdo mi infancia, evoco cuentos, poemas y una serie de imágenes que tengo guardadas en la memoria y que gracias a Jairo Aníbal Niño, me fueron recordadas con mucha precisión. Mi mamá disfrutaba leyendo y escuchando cuentos. Le gustaba cuando los peones y algunos campesinos de la zona, contaban sus “sucedidos”, nombre con el que ellos denominaban los cuentos que narraban. Vivíamos en una estancia, como se les llama a las haciendas en Uruguay. Ésta quedaba a 13 kilómetros de la ciudad de Treinta y Tres. Como a las seis de la tarde los campesinos se reunían, previo a la cena, para recordar las situaciones vividas en el día y a su vez, allí iban mezclando historias, muchas veces leyendas de la zona, o recordando situaciones vividas por otros campesinos. Entonces, mi madre ponía su vientre hacia ellos y yo dentro de él, pegaba mi oído hacia afuera y los escuchaba. Estando en el líquido amniótico, uno flota como si fuera un submarino, utiliza el cordón umbilical, como un periscopio, y los miraba contar. Por lo tanto, lo que recuerdo es escuchar cuentos y el que me leyeran cuentos desde el vientre de mi madre. También recuerdo libros, muchos libros. Cuando teníamos ocho años, salimos de la estancia y nos fuimos para la ciudad. Frente a la casa donde vivíamos había una pareja de ancianos, quienes se convirtieron en nuestros abuelos del corazón; los abuelos habían fallecido antes de nosotros nacer, y ellos suplieron esa parte. No fue que nos adoptaran como nietos, fue al revés, nosotros los adoptamos a ellos como abuelos porque los vimos tan solos que nos pareció importante hacer un trabajo conjunto y lo logramos. Con muchos beneficios para ambos.

Hay otra cosa que recuerdo desde antes de nacer: resulta que en el vientre de mi mamá yo no venía solo, venía con la única hermana que tengo. Una vez, un niñito me preguntó: “¿Tú en qué lengua le contabas cuentos a tu hermana?”, porque dio por sentado que yo le transmitía lo que escuchaba, y yo le dije que no recordaba y él me respondió: “Tuvo que ser lengua de señas”... Y claro, es un niño bien informado, pensé, porque ahora los niños, con el desarrollo de las comunicaciones, están muy bien enterados... Bueno, el papá me develó el misterio porque se me acercó y me dijo: “Lo que pasa es que yo soy submarinista y lo he bajado conmigo al mar, y ya sumergidos, nos expresamos con señas”... Fue una situación muy bonita, providencial realmente.

Y lo otro que recuerdo es que también en la escuela nos contaban muchos cuentos y nos enseñaron a leer y a escribir con poemas de las generaciones del 98 y del 27 españolas. Cuando comenzamos a ir a la escuela, con autorización de la directora porque no teníamos la edad legal, en Uruguay tenías que tener siete años para ingresar a la escuela, nosotros cumplíamos años en el mes de noviembre pero las clases comenzaban en marzo, así que no podíamos iniciar sino hasta el otro año, pero mi padre logró que nos autorizaran y por eso hicimos un primer año que lo repetimos para obtener los papeles reglamentarios. Justo ese año se cumplían quince años del asesinato de Federico García Lorca y las maestras, que eran muy ingeniosas, no nos enseñaron a leer de la forma convencional, sino en los poemas de Federico García Lorca, Rafael Alberti, Miguel Hernández, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez e, incluso, Pablo Neruda; ellas nos hacían leer y escribir, con textos de esos poetas. Creo que no hubiera tenido tanto vínculo con la literatura si hubiera tenido otro tipo de maestros, más convencionales. Valga una situación graciosa a recordar. Las primeras lecciones de lectura de mi generación eran muy precisas: había un ojo bien grande y decía “ojo” debajo, había un ala de una paloma y el letrero enorme “ala”, y una tercera lección que decía “pala”, con una pala de hacer pozos. Entonces, imagínese, como decía Fola, uno de nuestros humoristas: “Se quejan que los uruguayos somos haraganes pero, ¿quién va a querer trabajar? si lo primero que nos enseñaron fue “ojo a la pala”,...

Recuerdo, además, que la primera vez que subí a un escenario fue para recitar “El lagarto está llorando, la lagarta está llorando” de Federico García Lorca. Subí a un escenario por primera vez para decir un poema. Siempre hubo vínculo fuerte con la literatura.

Cuando a los ocho años fuimos a la ciudad y nos encontramos a estos vecinos ancianos, descubrí la maravilla de una biblioteca en una casa, porque todas las paredes de la casa del abuelo, salvo un espacio donde había un gran reloj de pared, estaban cubiertas por bibliotecas desde el piso hasta el techo. Ahí siempre vi libros, cajones con muchísimos revistas y cómics. Él, que era jubilado, compraba muchos libros, la mayoría en ediciones económicas, pero que me permitieron leer a Víctor Hugo, Jack London, Julio Verne, por supuesto. Una variada gama de escritores muy interesantes, un mundo fascinante. No puedo olvidar una vez, estando en segundo año de la escuela, la maestra nos había recomendado una edición de El Quijote para niños, y el abuelo, que vio lo que yo estaba leyendo pero se hizo el que no sabía, me gritó desde la acera del frente: “¿usted qué está leyendo?”; “esto que me mandó a leer la maestra”, dije yo, y entonces oí: “¡Ja! En vez de tomarse el trabajo de seleccionar un buen pasaje de El Quijote, le manda una adaptación. Los adaptadores son traidores, como los traductores, porque eso no es el fulano escritor, es una versión de ese fulano escritor y la mayoría de las veces son muy malas”. Entonces nos hizo ir a su casa y me dijo: “¿ve esos dos libros grandes que están ahí?” Eran los dos tomos de una edición de El Quijote de mil novecientos treinta y algo, de la Real Academia Española, empastada en cuero repujado, con ilustraciones de Gustavo Doré. Aquello para mí fue otro mundo. Doré, un excelente grabador. Fue muy divertido encontrarse con él.

Ahí comenzó un proceso maravilloso al hablarnos de quién y cómo era el personaje, y a contarnos anécdotas sobre ese tal Alonso Quijano, después nos presentó a Sancho Panza. Lo primero que nos leyó fue el comienzo del capítulo VIII de la primera parte: la aventura de los molinos de viento. Es la aventura más breve y precisa. Cuando tú le entras por ahí al Quijote, puedes entrarle muy bien a todo el libro. Y siguió, día a día, presentándonos a Maritornes, la aventura de los leones, y varias historias más, y nos emocionó. Nos emocionó de tal manera que, cuando yo comencé a dar clases de literatura, recuerdo que me sabía completico, con sus puntos y sus comas, el primer capítulo de El Quijote, cosa que asombraba a los muchachos, a los que tenía que contarles cuentos porque tenían muchas horas de lectura por cada autor, porque en Uruguay estaba –y todavía sigue- muy separado el Castellano de la Literatura: Castellano es gramática y la Literatura es estilo y análisis de estilo. En ese sentido, uno terminaba conociendo mucho mejor a esos autores.

AR: Es evidente que la infancia fue el inicio de un vínculo con la literatura que todavía hoy permanece, y me pregunto, ¿qué le apasiona más, la escritura o la lectura?

AQL: Son mundos distintos. Uno lee, escribe y además dibuja porque son cosas que vinieron desde la infancia. En la esquina de donde estaba mi casa en la ciudad, frente a la casa de los abuelos, había un gran terreno baldío que, además, tenía en el centro una laguna pequeñísima. Ideal para que los alumnos y maestros de la escuela de arte se vinieran a dibujar y a pintar ahí. Supongo que, para que no los molestáramos -cuando los veíamos llegar, con mi hermana y algunos amigos nos íbamos para allí a verlos pintar y dibujar-, ellos nos daban cartones, cartulinas, lápices de colores, pinceles como para que pintáramos también. Era muy divertido porque sí terminábamos dibujando y pintando, esa pasión nunca la dejé. Mi hermana fue por años profesora de dibujo y de pintura. Y fui creciendo con esa sensación de la pintura, la imagen, la ilustración, vinculadas a lo literario, es como mi pan de cada día. Y, desde que me dediqué a contar cuentos tengo que leer mucho más. Incluso, ilustrar.

Cuando comenzó el boom de los cuentacuentos en Caracas, yo comencé a llevar a mis hijas a escuchar a los contadores de cuentos. En realidad era un pretexto, porque sí me encantaba que ellas los escucharan, y también yo quería escucharlos. Y un día a alguien se le ocurrió que ya que yo era tan constante en ir a escuchar los cuentos, que si no quería contar uno... Y no había terminado de preguntarme cuando yo ya estaba contando. Y ahí comenzó mi historia como cuentacuentos, que fue algo que vi como una posibilidad para salir de un trabajo que no me satisfacía mucho y hacer algo que sí me interesaba. Luego me llamaron del Colegio Hebreo y tuve cuarenta horas semanales entre las sedes de Los Chorros y San Bernardino, y ahí tenía que aprender doce cuentos cada semana. Por supuesto que debí organizar muy bien mi trabajo para poder cumplirlo, porque yo pasaba desde Prescolar hasta quinto año de Bachillerato, contando cuentos en cada aula y haciendo un trabajo de creación y de recreación de las historias, aparte de que hacíamos ilustraciones, trabajo manual, escritura creativa o reinvención de historias a partir del cuento que hubiésemos trabajado en el aula.

Fue muy divertido porque me llamaron, me hicieron experimentar todo eso con los muchachos de quinto año de Bachillerato –usábamos las tres horas de latín- a ver qué pasaba; y, claro, cuando entré al aula los chicos estaban con cara de cualquier cosa, porque les habían dicho que iba a llegar un cuentacuentos, y como se cree que los cuentos son para niños, aquello era como decirles que eran niños... Yo empecé a hablarles y les conté tres cuentos acordes a su edad. A partir de ahí conversamos mucho y hoy yo creo que si no se hubiesen terminado las horas y la directora no hubiese avisado que teníamos que irnos, todavía seguiría contándoles historias y, ambos, emocionados. Fue muy divertido porque esa experiencia me permitió afianzarme en esto de contar cuentos. Además, me permitió trabajar nuevamente con la literatura, como lo hacía en Uruguay, y me permitió sentir que era un canal de comunicación con el que ni siquiera había soñado. Descubrí una vía para realizarme como ser humano; y eso me recordaba a Lorca, porque Lorca decía que él escribía porque quería que lo quisieran, y yo creo que cuento cuentos porque me pasa lo mismo. En fin, eso es parte de un juego muy divertido que se fue dando sin pensar, pero que fue abriendo puertas y ventanas para mejorarme como ser humano y el modo en que me he relacionado con mi familia, con mi entorno... Por eso sigo contando.

AR: ¿Cuántos años lleva contando?

AQL: En realidad ya cumplí más de cincuenta años en la Educación, en el área de Literatura, contando cuentos y trabajando en aulas. Acá en el país comencé en el 83 u 84. Pero ya contaba antes, vine en el 78 y, como no sabíamos qué iba a pasar, si nos íbamos a quedar o no, qué iba a suceder con nosotros y la situación de la dictadura en el Sur, como me sabía muchos cuentos chilenos, argentinos y uruguayos, entonces contaba cuentos para los hijos y nietos de los exiliados. Para mí no fue difícil porque siempre trabajé con literatura. Luego, cuando sentí que iba a dedicarme a esto como un trabajo y una profesión, y que podía hacer mucho con esa profesión, comencé a formarme: empecé a tomar talleres de voz, de expresión corporal (esos y algunos otros talleres los hice en el Celcit, con gente extraordinaria como Felicia Canetti, Verónica Oddó, Frank Caicedo, Giovanni Realli) y comencé a trabajar desde ahí, desde el aprender. Ya en otro momento había hecho esto de tomar talleres, en Uruguay tomé talleres todas mis vacaciones, con Omar Grasso –director del Teatro Circular de Montevideo y que fue discípulo directo de Jerzy Grotowski- porque era algo que necesitaba para poder dar mejor mis clases. Como en el teatro circular no hay libretista, a uno le toca aprender técnicas como las del narrador oral, aprender a estructurar y trabajar desde las ideas centrales de una historia, para mantener siempre constante el vínculo con la escena. Fue muy rico porque, en realidad, aprendí a contar cuentos a partir de ahí y luego a partir de seguir formándome, tomando clases ya más directamente sobre el tema, específicamente, con Daniel Matos y Francisco Garzón Céspedes, con quienes me formé en narración oral y cuentacuentos.

Contar cuentos me permitió seguir vinculado con la literatura y con la visualización de las imágenes. Inicialmente trabajé como ilustrador para El Diario de Caracas; fueron nueve meses trabajando, en los que entrábamos a las ocho de la mañana y, a veces, salíamos a las once de la noche porque había que hacer dos, tres, seis ilustraciones diarias. Allí aprendí a resolver rápidamente, lo que contribuyó a la hora de decidirme a contar, pues era tomar un texto y llevarlo a una imagen; y ya en la actividad del contar, es leer un texto para compartirlo con otros.

Cuando estudié Magisterio, tuve la suerte de tener muy buenos docentes que nos daban mucho material relacionado con la pedagogía, con cómo crear contacto y vínculo con niños y jóvenes, y sobre todo, con una visión muy general y al tiempo muy precisa sobre el arte. Tuve la suerte de tener como profesor a Tomás Cacheiro, un artista uruguayo, muy buen docente, que nos decía cosas muy interesantes. Yo recuerdo que comencé a dar clases en el 66, como asistente de una profesora titular, y en el 67 empecé oficialmente a dar clases, así que ya son más de cincuenta años.

Un buen día, ya dando clases, estábamos conversando con Cacheiro, con quien tenía muy buena amistad. De pronto empiezo a oír que él y Bolívar Viana, un hermano del corazón, comienzan a hablar de un tal José Arcadio Buendía, de Úrsula Iguarán, del Compadre Aguilera.... Les pregunto de qué hablaban. Cacheiro me pregunta: “¿No conoces “Cien años de soledad”? ¿No conoces a Gabriel García Márquez?” Al decirle que no, me toma del hombro y me dice: “¡Claro!, es verdad que tú eres profesor de literatura”. Fue más que claro. Ahí me hizo ver que, aunque yo daba muy buenas clases y me entendía bien con los muchachos, casi no leía nada que no fuera de los textos oficiales. No iba más allá de eso. Entonces empecé a leer más literatura e informarme de otras cosas, porque, entre otras razones, las necesitaba para ampliar los temas de mis propias clases.

Y hoy en día sigo formándome. Creo que tenemos que estar constantemente atentos a lo que está pasando, en revisión permanente. He hecho un diplomado de Literatura Infantil. Al trabajar con niños, pensé que debía tener una formación renovada. Cuando hice la carrera de Magisterio vi Literatura Infantil, de ello hace más de cincuenta años y era necesario renovar esos enfoques. Lo del diplomado fue muy interesante. Me llamaron de la UDO para dar clases de narración oral en Cumaná y, también, se abre una posibilidad en Caracas, frente a la iglesia Don Bosco, donde está la sede de la UDO. Terminé tomando el diplomado junto a mis alumnos. Luego hubo unos talleres de lectura y escritura en la Universidad Católica y uno de Periodismo. Siempre trato de renovar mi formación, de revitalizarla, porque si te dedicas a algo debes hacerlo a tiempo completo.

AR: Aunque ya nos ha dicho que su relación con la literatura se inició desde que estaba en el vientre materno, si hablamos de libros, ¿cuál fue ese primer libro que le enamoró?

AQL: Uno de los libros que me llamó la atención, junto con lecturas que venía haciendo: El Quijote. Me enamoró desde la voz de mi abuelo -que además después me di cuenta de que me lo leyó en castellano antiguo, del siglo XV, pues él no cambió el vocabulario, fue fiel a él, y sin embargo lo decía de tal manera que uno lo entendía perfecto-; pero no es el único. Quizá libros como Mujercitas, de Louisa May Alcott, o La cabaña del Tío Tom, o El jorobado de Notre Dame, me llamaron mucho la atención. Los leí en versiones adaptadas, al principio, por una editorial de Buenos Aires que incluía ilustraciones. Leí El llamado de la selva, de Jack London, Sandokán, de Emilio Salgari. Me fascinaron. Fueron libros que disfruté muchísimo con su lectura. Y, cada tanto, los releo.

Luego me fui metiendo en berenjenales más grandes y en situaciones algo más problemáticas: leí La peste, de Camus, a los doce años... No era fácil. También leí El túnel (ahí tenía 15 años)... Hay mucho texto que leí, que al principio no entendía, pero que me iba dejando un saborcito de que ahí había algo más..., y cuando los releí, tiempo después, confirmé que ese algo sí era muy especial.

También la literatura clásica me fascinaba, siempre me gustó. Leí todas las obras porque, por suerte, teníamos esas ediciones de Aguilar, que eran tan buenas (venían en papel de biblia que devoraba los ojos, pero igual eran maravillosas); y en mí también estaba la curiosidad por hacer esas lecturas. Recuerdo que mi papá siempre me decía que me iba a quedar ciego, que me iba a volver loco y todas las cosas por el estilo que se le decían a los niños, y a las diez de la noche me apagaba la luz para que no siguiera leyendo; hasta que en una de tantas le conté eso a mi abuelo del corazón y él, un día que cobró su jubilación, me llamó y me dio una linternita con pilas diciéndome que no le dijera nada a mi papá y que, cuando me apagara la luz, me cubriera con la manta y siguiera leyendo. Nunca supe si mi papá me descubrió, sí recuerdo que más de una vez me dormí leyendo y supongo que al despertarme para ir a la escuela deben haber visto la linterna, pero nunca me dijeron nada y lo seguí haciendo.

Era muy interesante porque yo sentía que había mucho mundo allí, y como en un pueblo uno no tiene mucho entretenimiento –sobre todo en aquella época- tenías tiempo para ello y lo aprovechabas. Siento que la lectura de cómics (Superman, Mandrake, El Príncipe Valiente, Tarzán, con las excelentes ilustraciones de aquella época) era algo que disfrutaba mucho. Incluso ya los había leído en los libros que tenía el abuelo, quien era fanático de Tarzán y tenía la serie completa. Como ya conocía esas historias, verlas con las ilustraciones era muy agradable.

Recuerdo –y no porque me lo hayan contado, sino porque los vi y viví en persona- que por mi pueblo pasaron León Felipe, Pablo Neruda, Andrés Eloy Blanco... Con los años descubrí que había visto y había coincidido varias veces con Felisberto Hernández, porque él iba mucho a la ciudad; en definitiva son experiencias que no puedo olvidar. Todos fueron factores que se fueron uniendo para que uno se formara, y lo hiciera bien.

AR: ¿Cómo empieza el tránsito de Armando Quintero Laplume por el camino de la escritura?

AQL: Empezó por esas cosas que le pasan a todo muchacho: uno le escribía cartas a la muchachita que le llegaba al corazón, a la noviecita, cursilerías a montones, textos que hoy uno ve como desagradables y horribles, pero escribías. Yo nunca me sentí escritor, ni siquiera escribidor, siempre sentí que lo hacía como una manera de sacar afuera todo lo que llevaba dentro, por disfrutar y divertirme. Sí me limité en algunos momentos porque hubo situaciones extremas, sobre todo con la dictadura, y dejé de escribir por un tiempo porque el estilo siempre está ahí y si la gente analizaba un poco podía dar con quien había escrito el texto. Luego cuando llegué acá y empecé a contar cuentos me di cuenta de que había cosas que no funcionaban, que no eran contables para el público, porque yo en eso soy riguroso: si voy a contar para niños, es para niños; si contaré para jóvenes, es para jóvenes, si es para adultos, igual, y si es para todo público, necesito textos que funcionen para todo público; y a veces me encontraba con que no había cuentos que me agradaran, entonces mi reto estaba en revertirlos para destacar los valores y no los antivalores o sino mostrar los antivalores como lo que son, desde la crítica a ellos revitalizar los valores. Entonces opté por volver a escribir para tener cuentos. Nunca lo hice con la intención de dedicarme a escribir de lleno; lo voy haciendo, voy descubriendo cosas en el camino. Y claro, tomé cursos para ir escribiendo mejor, no porque quisiera ser escritor, sino porque necesitaba otro canal para decir cosas que no sabía cómo decir.

La escritura fue un trabajo, en una época, para enamorar, para encantar a las noviecitas; en otra época, para decir cosas políticamente incorrectas, para cuestionar esas cosas que sentía que no estaban bien; y luego, cuando empecé a contar cuentos, para inventar mis propias narraciones. Luego simplemente se fue dando, vino el libro Un lugar en el bosque y, con él, comprendí que ya ahí el trabajo se hacía mayor. Yo colaboraba y sigo colaborando con algunas revistas, con algunas publicaciones. La escritura me ha permitido expresarme desde otra propuesta.

AR: A la hora de elegir el tema de un cuento, ¿qué puede ser lo que lo inspire?

AQL: Yo trabajé durante algún tiempo con la agrupación Los cuentos de la Vaca Azul, buscando un domingo de cuentos de las culturas aborígenes, un domingo de cuentos de la literatura latinoamericana, otro de cuentos de la literatura europea, y así iba descubriendo temas. Luego con Narracuentos lo que hicimos fue seleccionar temas: abuelos y nietos, animales pequeños o grandes, juegos, el amor, el rechazo..., y buscábamos cuentos que tocaran esos temas. Si no encontraba un cuento que pudiera vincularse con los temas que necesitaba, lo fabricaba, y me veía obligado a elaborar un material. Es una búsqueda por decir con más precisión eso que quiero decir.

AR: Y a su juicio, ¿cuál ha sido el tema más difícil de escribir, o de contar?

AQL: Hay varios, pero con los padres sería, principalmente, el tema de la muerte, que no es un tema fácil y sin embargo hemos logrado trabajarlo; yo he disfrutado viendo a los niños enfocarse sobre esa situación y tomarla del modo más natural, porque en este momento hay autores de la literatura para niños, a nivel internacional, muy valiosos y con muy buenos textos. También los cuentos de tolerancia son importantes, pero son difíciles en el sentido de cómo no caer en lo convencional; yo trato, en lo posible, de no estereotipar, y me parece que las cosas no se resuelven por la dualidad, la vida es un poco más compleja que lo bueno y lo malo, lo negro y lo blanco, etc., es mucho más compleja. Por eso busco, y trato de que quienes se forman en mis talleres se sientan cuestionados y que cuestionen al contar.

Los niños pueden ser geniales. Hay una anécdota muy precisa que yo siempre cuento, y la comento con la gente porque me parece que vale la pena hacerles ver que los niños no son ingenuos, ni inocentes; no los idealizo porque a veces pueden salir con cosas que te dejan sorprendido. Una vez, estando en el Parque Caballito, llega una señora con sus dos hijas, una niñita como de tres años y otra de seis. Se me acercaron a saludar, porque les había gustado la presentación, y la niña más pequeña me mira y me dice: “¡pero tú eres viejo! Sí, eres viejo, ¿qué edad tienes?”, y yo veo que la hermanita y la mamá estaban como apenadas, “como sesenta y dele”, le respondí yo –no recuerdo bien, creo que en ese momento tenía 65 o 66, “¡Pero eres viejo! ¿Y no te has muerto todavía?”; ya te imaginarás la cara de la mamá y de la hermana de seis años, segurito a la pobre niña le iban a dar un buen regaño al llegar a casa; pero yo lo vi bien, fue espontánea y no me pareció que fuera criticable, así que viendo la situación le contesté: “no, no me he muerto, porque me mantienen vivo los cuentos y los poemas que me sé”, y como su pregunta fue respondida, la niña quedó satisfecha y se fue a jugar. Pasaron quince días, tuvimos otra presentación, y aparece la señora con sus hijas y me dice: “profe, no sabe la que me hizo”. “¿Qué pasó?”. “Es que ella –y señala a la niña pequeña- ahora no quiere irse a dormir si yo no le cuento un cuento”. “Eso me parece bien”, le digo, y ella me pregunta: “¿pero sabe para qué?”, y me dice: “Para írselos a contar a su abuelo”. De eso es de lo que me alimento, y como esa tengo muchas historias.

Los niños, evidentemente, son un público difícil. El adulto, por convención, acepta, no le gusta la cosa pero se queda y aplaude; si al niño no le gusta algo, se levanta y se va, o se pone a jugar, o se distrae en cualquier otra cosa. Con ellos es necesario ser precisos en cada situación. Hay muchas maneras de jugar y muchas maneras de atrapar la atención, sin gritos y sin regaños. En ese sentido, me quedo con las ideas de Gianni Rodari, porque me parece mágico todo lo que hace con sus libros y las propuestas de sus cuentos. Con los niños he aprendido que nadie te rechaza cuando le hablas al corazón, nadie se aleja si tú eres sincero y estás convencido de lo que estás haciendo. Una de mis abuelitas, mi abuelita vasca, decía muy claro que las cosas se hacen desde el corazón, si no, no se hacen. Yo nunca le voy a mentir a un niño, nunca le voy a engañar, menos aún voy a gritarle o golpearlo. Sí, hay que ser firme cuando hace falta, y el niño lo sabe; a uno el papá lo miraba y eso bastaba para que uno se quedara quieto, y siempre era por algo. La única vez que recuerdo que me pegaron, me lo merecía porque, para un padre no ha de ser fácil que su hijo se le vaya cinco kilómetros a escuchar cuentos. Pero, volviendo al tema de no mentir a los niños, yo cuando cuento creo en cada detalle de las historias que estoy contando, y eso hace que los niños también las crean. Y siempre digo que si a la hora de contar hay una sola cosa en la que no creas, mejor no cuentes.

AR: Cuénteme si tiene un ritual de escritura.

AQL: Creo que todos tenemos rituales a la hora de hacer cualquier cosa. A mí me molestan los espacios ruidosos, no puedo ni leer ni escribir en un espacio muy ruidoso; no me distraigo cuando estoy conversando y hay ruido alrededor, pero a la hora de escribir sí trato de estar lo más tranquilo y sereno, y trato de ceñirme a un esquema previo, como lo hago a la hora de contar cuentos. Me planteo cómo iniciar el texto y a qué final quiero llegar, y la secuencia de pasos que va a haber entre ese inicio y ese final. Eso siempre trato de cumplirlo. Además, voy tomando anotaciones y, a veces, hago pequeños cuadritos, que pego por aquí y por allá, con frases que luego me sirven para hacer la historia. Un vasito de agua me viene bien, y si siento que no encuentro una frase o algo no funciona, puedo tomarme un descanso.

Cuando ya desarrollé el esquema, lo dejo un tiempo, que respire, y luego vuelvo y reviso. Después que ya lo tengo más fabricado, se lo doy a mi hija para que lo corrija. Yo no corrijo mis escritos. Los de otros sí, pero los míos no, porque cuando uno conoce el texto no se da cuenta de los errores, me ha pasado.

AR: ¿Cómo fue la experiencia del primer libro?

AQL: Bueno, fue muy sabroso porque me llamaron para decirme que había un dinero y que si lo quería. A mí me pareció divertido, y como ya tenía algunos textos, decidí aceptarlo. En ese libro está también la música y la letra de la canción de Simón Díaz, La vaca azul, porque fueron confluyendo ciertas cosas. Nosotros estuvimos en el programa Contesta con Tío Simón, de Simón Díaz, los últimos nueve meses del mismo, en el canal 8, justo venía el sexto aniversario de nuestra agrupación Los cuentos de la Vaca Azul y estábamos trabajando en el Teresa Carreño, y fue para ese momento cuando Simón nos dio la sorpresa de entregarnos esa canción como regalo. Fue una sorpresa muy grata.

Además, fue muy divertido cómo nos conocimos personalmente con Simón. Habíamos ido a un encuentro de cultura popular en Mérida, y en nuestra presentación estuvieron Fredy Reina, el cuatrista, con su esposa, y quedaron fascinados. Simón no pudo estar porque tenía un compromiso, por lo tanto no nos vio. Fredy Reina y su esposa le contaron lo que había pasado. La presentación quedó muy buena, y se ve que lo que les sorprendió fue la manera como nosotros contábamos. Después de eso, Fredy nos insistió en que fuéramos al canal 8 al programa de Simón, porque Simón nos estaba invitando. Y un día iba caminando al mercado cuando siento que me gritan: “¡no has pasado por mi programa!”. Y a partir de ahí empezamos a grabar y eso nos dio un entrenamiento muy interesante, porque a veces nos tocaba reducir los cuentos para que cupieran en un negro, y nos tocaba grabarlos varias veces. Fue bien bonito ese trabajo.

AR: Una palabra que le guste mucho.

AQL: Una palabra que me gusta mucho es amor. Me parece una palabra muy concreta. Además, creo que las cosas se hacen por amor, estoy convencido de eso.

AR: Una palabra que le desagrade.

AQL: Hay cosas que me desagradan, más que palabras. A veces, una palabra que puede ser desagradable llega a tener justificación. A mí me desagrada cuando alguien te dice algo y en realidad está diciendo otra cosa. Me desagradan el insulto, las palabras agresivas, las malas actitudes, la violencia. La palabra que más me desagrada, realmente, es la mentada de madre.

AR: ¿Hay alguna frase, que pueda recordar, que considere su máxima o lema?

AQL: Hay varias, pero una que me sacude particularmente son unas coplas de Jorge Manrique: “Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte / contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando...”. Ese poema me sacude, no tanto por el tema de la muerte, sino por el tratamiento que le da Manrique al tema de la muerte: de una religiosidad y de una alabanza a la vida que es impresionantes. Es como en El Quijote, es una obra con la que Cervantes hace un reconocimiento de su vida y del cómo vivir la vida; y tiene una frase que también me sacude. Es el capítulo final de toda la obra, cuando El Quijote se despierta y dice: “Albricias porque yo ya no soy Don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de «El Bueno»”. Es decir, reconoce quién es, porque ha descubierto, cristianamente, lo que es.

Yo no creo que la gente tenga que sufrir para aprender a vivir, pero sí creo que el sufrir te enseña a vivir, y eso está en esas dos frases, por eso me sacuden.

AR: ¿Hay algún sueño literario que todavía no se haya cumplido?

AQL: Me gustaría concretar una obra consistente para mis nietos, porque hay cuentos que he venido elaborando para ellos y estoy pensando hacer un trabajo con ese material. También tengo relecturas pendientes, y la elaboración de un material que de vez en cuando retomo, pero que no está completo todavía.

AR: Recomiéndenos cinco libros que considera que todos deberíamos leer.

AQL: El Quijote; por lo menos los Salmos –aunque habría que releer la Biblia desde el Génesis hasta el Apocalipsis-; Cien años de soledad; La historia interminable y Cuando el mundo era joven todavía, una maravilla de cuentos de Jürg Schubiger.

AR: ¿Cuál de sus libros no debe faltar en nuestra biblioteca?

AQL: No sé qué decirte, los hijos de uno son los hijos de uno. Cada libro es distinto. Quizá el que más me gusta como conjunto es Un lugar en el bosque.

AR: ¿En qué otra época de la historia de la humanidad le habría gustado vivir?

AQL: En el siglo XV, en el Siglo de Oro español. Me gustaría haber conocido a Cervantes, a Quevedo, a Velásquez... Siempre me pareció una época fascinante. Desde la adolescencia empecé a enamorarme de ese mundo y siempre lo he sentido muy mío. Del Siglo de Oro me gustan varios de sus autores: Lope de Vega, Calderón, Quevedo, por supuesto, Cervantes, no sólo el más conocido...

AR: Si pudiera ser un personaje de cuento, ¿cuál sería?

AQL: Esa pregunta no es fácil. Para nada. Suelo enamorarme de muchos personajes de cuentos. Pensándolo, creo que me gustaría ser el poeta de un cuento que reelaboré y se llama La niña y el poeta. Me gustaría mucho ver a esa niña que se convierte en una hoja de papel, sobre la cual se puede escribir... Hay personajes de cuento que son fascinantes. El unicornio azul me parece un personaje muy interesante... Esos son personajes de mis cuentos... Pero si busco un personaje de otro autor, me gustaría transformarme en el caballo que era bien bonito, de Aquiles Nazoa.

AR: Mencione al menos tres de sus cuentos (de otros autores) favoritos.

AQL: El ahogado más hermoso del mundo, de Gabriel García Márquez; La niña y la muerte, de Jürg Schubiger y La otra Señorita de Oscar Guaramato.

2 comentarios:

  1. En esta hermosa entrevista descubrí que Armando Quintero y yo tenemos en común tener a La otra señorita de Oscar Guaramato como uno de nuestros cuentos favoritos.

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