Carolina Melys (Santiago de Chile, 1980). Profesora de Lenguaje y narradora chilena. Se ha desempeñado como crítica e investigadora literaria. Es autora del libro de cuentos Incorruptos (Montacerdos, 2016), con el que obtuvo la Beca de Creación Literaria del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes. Ha publicado en diversas antologías, tales como: Junta de vecinas. Antología de narradoras chilenas contemporáneas (Editorial Algaida, 2011), Vivir allá. Antología de cuentos sobre la inmigración en Chile (Ventana Abierta editores, 2017) -al cual pertenece el texto que leerán a continuación- y El Legado del Monstruo. Relatos de terror (Editorial Zig-Zag, 2018).
Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de Carolina Melys.
LIBRETA DE REGISTRO
En la carretera, los postes pasaban tan rápido que no alcanzaba a contarlos. Pasaban tan rápido que formaban una sola línea. Un poste que se estiraba hasta alcanzar al siguiente, y ese al siguiente y así todo el camino. Cuando Luna miraba fijo por la ventana, sin pestañear, parecía que el paisaje hubiera sido pintado con una gran brocha, que mezclaba los colores y desfiguraba los cerros y árboles aledaños a la autopista.
Luna pegó la cara a la ventana, aplastando su nariz y dejando marcados los labios. Su respiración rápidamente empañó el vidrio. Con el dedo dibujó una cara feliz y esperó a que desapareciera. Así pasaba el tiempo arriba del auto.
Al volante, su madre, la miró de reojo y le ofreció unas uvas que compraron en la ruta.
—Nos queda el último galpón y nos vamos para la casa —le dijo tratando de entusiasmarla con la idea.
Al salir a la caletera, Luna abrió su mochila y hurgueteó sin dejar de mirar hacia afuera. Los ojos bien abiertos, pestañeando imperceptiblemente, empezó la cuenta en voz baja: uno, dos, tres… sacó su cuaderno y dijo a modo de resolución:
—¡Llevo doce! —mientras anotaba con números caligráficos—. Ayer conté quince, y antes de ayer solo nueve. Mi récord es de cincuenta y cinco en una semana.
—¿Qué haces, Luna?—le preguntó la madre, más concentrada en encontrar la dirección de la fábrica que en el juego de la niña.
—Son para mi colección, mamá —contestó, sin apartar la cara del vidrio—. Los colecciono en mi libreta.
Por la berma veía desplazarse hombres como siluetas, uno detrás de otro. Sólo hombres: todos negros, todos jóvenes.
Desde que se mudaron a la capital, Ana se vio obligada a llevarla con ella a los largos recorridos que hacía por las fábricas cercanas a la carretera cobrando para una empresa de plásticos. El aviso del diario decía que solo necesitaba saber manejar y tener la licencia al día. El objetivo de su trabajo era —y lo anotó en una hoja para no olvidarlo— repactar y comprometer el pago de la deuda. Su gestión se consideraría un éxito una vez recuperada la plata adeudada. Solo entonces recibiría su comisión. El sueldo base era el mínimo.
Ana aceptó sin pensarlo mucho, necesitaba trabajar y podría llevar a Luna con ella mientras se instalaban en la ciudad y encontrara un colegio. Entraba a tercero básico.
Luna ya estaba acostumbrada a ir de un lugar a otro. Esperar a su madre en el auto sin tocar perillas ni botones o bajarse a inspeccionar los lugares, cuidando de no alejarse mucho, husmeando entre los galpones y los trabajadores que la saludaban o le hacían muecas o simplemente la ignoraban, absortos en el trabajo. A veces, si tenía suerte, se encontraba con algún animalito y lo adoptaba por ese rato como su mascota. Alcanzaba a ponerle nombre, corretear un rato y luego de vuelta a la autopista.
Una vez quiso llevarse uno de los tantos quiltros que encontraba en las paradas que su madre hacía. De manchas irregulares negro y café, pelaje corto y ciego de un ojo, lo llamó Sánguche. Cerca de una hora estuvo Ana dentro de la oficina, tiempo suficiente para que Luna no quisiera separarse más del animal, imaginar esas largas jornadas en auto con su nuevo amigo o durmiendo a su lado en una camita que ella misma haría con su ropa.
Ni el discurso que había preparado ni las lágrimas que vinieron después convencieron a Ana de llevárselo. No estaban en condiciones de tener perro, no podrían hacerse cargo, aunque Luna juraba que sí, mientras sollozaba y acariciaba al animal. Uno de los trabajadores chifló y el animal corrió sin pensarlo, sin dar tiempo para una última caricia, nada. Luna contuvo la respiración, sorprendida, siguiendo con la mirada la carrera desesperada de ese quiltro que había sido de ella. Agachó la cabeza y se subió al auto sin decir nada.
Luna no habló en todo el camino de regreso a la ciudad. Ana manejaba y tarareaba las canciones de la radio, o le contaba algún recuerdo que se le venía a la cabeza en un monólogo que no esperaba respuesta alguna. Luna no escuchaba, o escuchaba y no le daba importancia. La cabeza apoyada en el vidrio, los ojos en la carretera, y de pronto un bulto en la orilla. Demasiado rápido para ver los detalles, pero tenía la certeza de que era un perro. Una bola de pelos pegoteados con la tierra y la sangre coagulada. Giró el cuello para seguirlo con la mirada. Un cuerpo desamparado al borde del camino rodeado de basura y escombros.
Pasaron las semanas, y las comisiones se hacían esquivas. Antes de bajarse del auto, giró el espejo retrovisor hasta verse reflejada. Se pintó los labios, se echó rubor en las mejillas y encrespó sus pestañas con rímel. —Ahora sí —pensó, más como un gesto de autoafirmación que de certeza. Necesitaba la comisión.
Se bajó del auto sin reparar en Luna. Se miró por última vez en el reflejo de la ventana y entró al depósito de turno. No era grande, pero la deuda sí. Cuando empezó tenía doce trabajadores, hoy eran cerca de treinta. La mayoría inmigrantes que buscaban en las fábricas aledañas a la carretera alguna forma de subsistencia.
Luna se bajó del auto con su libreta y caminó hacia uno de los galpones en busca de algo qué anotar. Apuraba el paso, mientras imaginaba a algún supuesto ladrón de cuadernos. O tal vez a alguna otra niña que, acompañando a su madre de fábrica en fábrica, coleccionara tesoros, como ella.
Se escondió detrás de unas cajas. A lo lejos, un hombre subía y bajaba una plancha metálica. Más allá, otro cosía largos paños de tela. A Luna no le llamaba la atención, si bien no sabía qué es lo que realmente hacían en esa fábrica, conocía cada parte del proceso.
La libreta se asomaba levemente por el bolsillo. Para pasar el tiempo, la tomó y sentada en el suelo revisó que no faltaran hojas, leyó nombres y números pausadamente, como queriendo confirmar que sus anotaciones no hubieran sido borradas por nadie o que alguien le hubiera sacado alguna hoja. Concentrada en esta actividad, no se percató de la presencia de uno de los trabajadores del galpón que la observaba fijamente.
—¿Tú, qué hace? —le preguntó provocando que Luna dejara caer su libreta al suelo. Se levantó mientras el hombre de tez negra, de ojos grandes y brillantes se acercaba lentamente como cuidando de no espantar a un animalito frágil.
—¿Tú, qué hace aquí? —volvió a preguntar en un español exageradamente modulado, dejando demasiado espacio entre palabra y palabra.
Luna se quedó quieta y no respondió.
—¿Cuántos años tienes? —insistió el hombre, intentando sacarle palabras.
Luna levantó las manos, y con los dedos indicó su edad.
—¿Y tu mamá dónde está? —continuó, viendo que lograba resultados.
Cómoda con la posibilidad de no hablar, indicó las oficinas que apenas se veían desde el galpón.
El hombre negro miró alrededor. Asegurándose de que nadie lo estaba viendo, levantó su polera y a la altura del pecho llevaba amarrado una especie de bolsillo, donde solo cabían algunos papeles y billetes.
Luna, que al principio lo miraba con distancia, al ver que sacaba esos papeles escondidos pensó que él también tenía su propia colección. Sonrió sin despegar los ojos de las manos del hombre, quien iba buscando uno a uno como quien cuenta cartas de un mazo. Se detuvo en una foto de bordes irregulares y se la acercó a Luna. La imagen era de una niña de piel muy oscura y pelo desbordante de rulos, amarrado en dos moños. Sonreía exageradamente, orgullosa de mostrar sus dientes.
—Leyna —dijo el hombre.
Luna repitió el nombre en su cabeza y le devolvió la sonrisa tímidamente.
Los tacos de Ana resonaron sobre el cemento e hizo eco dentro del galpón. Esa era la señal de que debía correr al auto y así lo hizo. No se despidió ni miró hacia atrás. Se subió al auto que ya la esperaba con el motor encendido. Ana aceleró, sin esperar a que Luna se abrochara el cinturón. Respiraba agitadamente y mientras se alejaban de la fábrica, golpeaba el manubrio con ambas manos.
Entró en la carretera despotricando, en un soliloquio que era más un desahogo que legítimas explicaciones. No gritaba, pero hablaba aceleradamente, ininteligible a ratos. Luna revisaba sus bolsillos y el asiento del auto. Estaba tan alterada como su madre, aunque no hubiera escuchado ni una palabra de lo que decía. Su libreta no estaba. Su libreta se había quedado en el galpón y sabía que ya no iban a volver.
Luna le pidió con urgencia un papel a su madre. Lo sacó de entre los muchos papeles que llevaban en el asiento de atrás. Apoyó la hoja en el vidrio de la ventana y empezó a escribir como en una carrera desenfrenada contra el olvido. Cuando ya no recordó más, anotó el registro de la semana, leyendo en voz baja cada sílaba escrita:
—Cincuenta y dos más Leyna.
Dejó el lápiz a un lado, dobló el papel en cuatro, se subió la camiseta, y lo guardó sujetándolo con la pretina del pantalón. Luego, se dejó caer sobre el respaldo y cruzó los brazos, como queriendo asegurarse de que el papel no se movería de ahí.
bello, este cuento. Tiene realismo y misterio, y mucha tristeza
ResponderEliminarTriste como casi todas las lecturas sureñas. La tristeza impregnada en los huesos
ResponderEliminarEstimada Adriana: Gracias por compartir. Sigamos soñando con las letras. Saludos a tu amado esposo, Chente.
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