Keila Vall De La Ville (Caracas, 1974). Autora venezolana radicada en Nueva York. Ha publicado la novela Los días animales (2016), premiada en la categoría Mejor Novela en los International Latino Book Awards 2018; los libros de cuentos Ana no duerme (2007) –que incluye el texto que les presento más adelante- finalista como Mejor Libro de Cuentos en el Concurso Nacional de Autores Inéditos Monte Ávila Editores; y Ana no duerme y otros cuentos (2016); el poemario Viaje legado (2016) y el texto crítico bilingue Antolín Sánchez, discurso en movimiento: del pixel, al cuadro, a la secuencia (2016). Antóloga de la compilación americana bilingüe Entre el aliento y el precipicio. Poéticas sobre la belleza (in press), y co-editora de la Antología 102 Poetas en Jamming (2014), así como de las plaquettes Mermeladas para llevar I, II, III (2011). Incluida en diversas antologías americanas y europeas. Textos suyos forman parte de antologías como De qué va el cuento: Antología del relato venezolano 2000-2012 (2013); Basta! 100 mujeres contra la violencia de género (2015) y Nuestros más cercanos parientes: Breve antología del cuento venezolano de los últimos 25 años (2016), entre otras. Fundadora del movimiento “Jamming Poético” (Caracas, Bogotá, Miami, New York, 2011 al presente). Antropóloga (UCV), Magister en Ciencia Política (USB), MFA en Escritura Creativa (NYU), y MA en Estudios Hispánicos (Columbia University). Columnista de The Flash en Viceversa Magazine (New York), y de Nota al margen en Papel Literario del diario El Nacional (Caracas).
Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de Keila Vall De La Ville.
MEMORIA PARA LOS NOMBRES
Una oración secreta ocupa mi pensamiento.
KAMA KAMANDA
DÓNDE ESTÁBAMOS, dónde me dirigí cuando luego de tu primera convulsión me pediste un momento de silencio y soledad, es tan importante como el inicio y el desarrollo de esta historia de la que soy también responsable; y entre los dos, la única sobreviviente. La cueva era tan oscura y había tal cantidad de pasadizos, que se hacía imposible conocer la totalidad de cámaras ocultas y bibliotecas que albergaba. Los portones se desplegaban a lo largo de pasillos de duración indefinida. Aunque el día y la noche eran siempre oscuros, el cambio casi orgánico en el paisaje, la perspectiva cambiante en cada recorrido, generaban una clara conciencia de temporalidad. Para sentir que el tiempo pasaba era necesario moverse. Luz, o lo que entendemos por luz, había sólo en el Gran Salón. Mejor dicho era fuego. Sólo allí.
Quién iba a decir, decías, que el lugar fuese tan oscuro a la mirada. En efecto. Quién podía pensar que fuera tan tenebroso y confuso. Quién podía creer que el nacimiento y el ultraje provinieran ambos del mismo hueco rancio. De esos pasillos sin ángulos rectos, de aquellas superficies lisas y brillantes. Estábamos tal vez dentro de algún cuerpo humano, llegué a temer.
Intento hacer memoria, pero no recuerdo ahora por dónde comenzaste, qué objeto o fenómeno cayó primero a consecuencia de tu antojo. No recuerdo por qué tomaste la decisión que lo desató todo. Sé que rasgaste una hoja de algún libro y eliminaste un nombre. Y que en seguida se inició el tsunami de letras, objetos y fenómenos que describo. Permanecen frescos en mi memoria tus ojos brillantes, especialmente hermosos y más claros esa mañana en que todo comenzó; tu rostro satisfecho y esa sonrisa infantil, casi traviesa.
Todos mis anteriores intentos por no comprometerme, no entregarme, no perder el derecho al ocio que proporciona no tener plan ni estrategia en la vida, quedaron sin vigencia de una vez y para siempre desde entonces. En efecto, era justamente la ausencia de plan o estrategia la responsable de mi compromiso con aquella misión descomunal: había sido sitiada por mi propia aversión al control que sobre las personas ejercen los calendarios y las responsabilidades. No había excusa para negarse, pocos podían ser tan libres como yo para asociarse a ti y convertirse en notarios de tu sueño terrible que lo abarcaba todo, destruyendo para crear el universo en un chasquido cada vez. Recuerdo que algún trazo de vanidad me condujo a imaginar que lo que estaba ocurriendo podía sobrevivir mi muerte, al menos.
Se trataba de una tarea delicada y minuciosa la mía: una vez iniciado algún proyecto, anunciado algún cambio con sus adosadas muertes y nacimientos, debía atravesar los corredores oscuros como hígados, explorar por temas el mundo, llegar a la fuente del verbo y de la imagen, modificarla; luego hallar las bisagras conectivas con otros temas relacionados, visitar sus pasillos, encontrar sus orígenes, alterarlos, y repetir el proceso hasta cerrar un círculo perfecto. Al final, ubicar y recorrer el camino de regreso, el camino de regreso hasta ti, que estarías esperando suspendido en el tiempo.
Una vez dijiste que la palabra mar era demasiado corta. Que el mar era muy hermoso y extenso para llamarse así, demasiada vida, tantos colores y misterios: tres letras no bastaban. Primero pensaste necesario construir una palabra que contuviera todos los sonidos, pero pronto dijiste que eso no era posible. No era posible. Entonces decidimos trabajar tomando como punto de partida lo que el mar es, pusimos a prueba palabras, sentidos, sopesamos consecuencias y virtudes de cada bautizo aceptable; finalmente decidimos que el mar se llamaría universo. Pero el asunto no finalizaba allí, era necesario determinar qué ocurriría con la palabra universo y con el universo mismo. Y por otra parte, con las plantas, la fauna marina, ¿qué ocurriría?, ¿se llamarían estrellas todas las formas de vida existentes en los mares y océanos? No podía ser. El trabajo era pesado, agotador. Yo debía caminar los pasillos, encontrar todos los libros en los que mar, universo, pez, fugaz, marea, estrella, alga, planeta y cualquier otra palabra relacionada apareciese escrita; comenzando por enciclopedias y diccionarios, pero contemplando también cuentos y novelas, poemas y cuanto documento científico hubiese sido escrito y mencionara estas palabras.
Y es que aquel lugar común es verdadero: el mundo es un pañuelo. Al cambiar un sustantivo se generaba una grieta, una rotura sólo susceptible de reparación mediante nuevos bautizos y documentos que justificaran y conciliaran la topografía antigua con la recién creada. Todo cuanto era soplado por tu boca dependía de mi intuición para ubicar su lugar, reconocer los ángulos de encuentro y desencuentro; las fallas, que luego de mi minuciosa deducción debían quedar perfectamente cubiertas. El mundo tal como había existido hasta tu siguiente capricho debía ser rajado, confeccionado y luego pulido por fragmentos, con el objetivo de emparejar lo antiguo con sus nuevas versiones.
Las consecuencias de lo que apenas comenzaba superaban las de aquella enfermedad a consecuencia de la cual, según dicen, las personas se vieron en la necesidad de etiquetar los objetos para saber cómo nombrarlos, y que fue agravándose hasta que las etiquetas fueron etiquetadas, y las etiquetas de las etiquetas etiquetadas, en la preocupación por recordar no sólo cómo nombrar aquello que se contemplaba, aquello a lo cual deseaba hacerse referencia o incluso aquello que requería usarse con urgencia, sino también para perpetuar su función y en ciertos casos de afección grave, traer a la memoria la relación entre ambos asuntos —entre el nombre, la función del objeto— y el angustiado lector de las etiquetas, que, daba dolor, podía pasar horas antes de comprender qué hacía ante una ventana, una tina o un libro.
Cuentan que este último caso, el de los libros, era además humillante, pues el lector podía confundir las etiquetas con las páginas del libro y su historia o su discurso, terminando sin saber siquiera quién era quién, quién leía y quién había escrito, quién era real en el mundo de las tres dimensiones y quién una sombra plana; si las guerras, el amor, la nostalgia o los descubrimientos científicos que había en su mente tenían algo que ver con él, o incluso con el uso y sentido del objeto cuadrado o rectangular de peso y características variadas que sostenía entre las manos. En ciertos casos, cuentan las crónicas de los sobrevivientes, podía uno encontrarse a un caballero sentado en la acera llorando desconsoladamente sin saber bien dónde dirigirse, cuál era la frontera de sí mismo, qué era todo aquello que se movía a su alrededor con ritmos, colores, olores, tamaños y direcciones extrañas.
Qué era eso —¡el mundo! le hubiésemos dicho—, que lo rodeaba como a un recién nacido que no se reconoce aún los dedos de los pies. Numerosos hogares, oficinas y proyectos fueron abandonados de un momento a otro por no comportar relación con lo que las personas afectadas construían y reconocían como su historia reciente, como memoria presente. Y para los efectos debe decirse, persona afectada resultaban también los familiares, amigos, socios, vecinos del desmemoriado, abandonados por irreconocibles y progresivamente por invisibles.
No. Esto era distinto. Sin lugar a dudas menos poético que aquella práctica antigua que aconsejaba rotular los recuerdos para organizarlos cuidadosamente en las esquinas y otros espacios libres de las casas, de manera de no tropezar con ellos. En efecto, nuestro estremecimiento no perseguía a los recuerdos. Al menos no intencionalmente. El carácter más bien íntimo de las memorias las mantuvo a salvo por algún tiempo más, aunque quedaba claro que en algún momento también ellas terminarían arrolladas, sin siquiera etiquetas que las salvaran del precipicio al que caían lenta pero indefectiblemente el presente, sus artefactos, sus afectos, sus ruinas y sus sombras. Mientras abajo soplabas palabras y sentidos a fuego vivo, arriba todo era plegado y desplegado, sacudido y vuelto a armar; y la gente se iba desorientando ante esos espacios vacíos, trasmutados ante sus ojos sin explicación aparente.
Cada día yo tenía más trabajo, atendiendo a esos pliegues y contradicciones de la realidad pasada y prometida. Del plano horizontal hacia abajo los únicos imprescindibles parecíamos ser tú y yo, perdidos en el laberinto oscuro, sabiéndonos uno y el mismo. Una tarde, dedicada a transformar las palabras grito, sonido y soplo en la palabra nacimiento, extrañas punzadas comenzaron a transitar mi cuerpo. De la cabeza a la mano izquierda, al estómago, a las rodillas. Sería el cansancio, pensé primero. No transcurrió mucho tiempo, una vez habitados los espacios visibles e invisibles de mi anatomía, los dolores se convirtieron en dagas punzantes que me dejaban paralizada. Todo arriba continuaba indiferente su curso, maltrecho, pero sin memorias del cambio, sin extrañezas luego de cada operación. En cambio abajo mi salud empeoraba con cada recorrido, con cada muerte y cada nacimiento. Alguna palabra, algún sentido habríamos cambiado que impactó mi existencia y comenzó a borrarla. Progresivamente los pasillos comenzaron a desdibujarse y junto con ellos las cámaras y sus bibliotecas, los portones, las líneas curvas y oscuras. Todo abajo comenzaba a decaer, no sabría decir si a pulverizarse o derretirse, esfumarse o escurrirse. No comprendía si se trataba de una sensación generada por mi progresiva pérdida de facultades para identificar los lugares de tu visión, o si era la muerte, ese vaho que enrarecía los bolsillos de cada túnel. Comencé a sentir la amenaza del extravío.
Pronto entendí que quedaba poco tiempo antes de perderme y perder el mundo en un cataclismo, en un amasijo de palabras y sentidos, en una confusión o un hastío de sonidos que lo destrozaría todo. Tu existencia comenzaría a palidecer, pues con el deterioro de mi cuerpo y de mi ejercicio vendría el de tus predios, el del fuego y el del sueño que soñabas. Sólo quedaría un pequeñísimo punto negro. Con la certeza de la salvación en la palabra no pronunciada, me propuse silenciarte, borrarte. Iniciaría una última travesía hacia los lugares que fueran precisos, cumpliría con el protocolo, minuciosa como siempre. Buscaría además de tu nombre todos los nombres que te han dado desde los comienzos; en cada pasillo, en cada poema, texto antiguo, documento. La luz comenzaría a temblar, los pasillos se borrarían. A partir de entonces yo continuaría vagando sin plan ni estrategia. Arriba los proyectos y en definitiva el mundo continuarían medio cojos, igual que siempre. Así como se ven hoy. Quedarían huérfanos las mujeres y los hombres, esperando sin saberlo por el nuevo mundo inventado.
buen léxico e interés en la forma de narrar, considero, sin embargo, que es una falsa vebtaja que el autor no comparta su saber con el lector. Lo bueno es que ambos avancen con los mismos conocimientos de los hecho, lugars y circunstancias; aunque el todo sea fantasía sin aparente orden
ResponderEliminar. Tal vez, una reubicacion de los párrafos, mejore ese aspectoque considero de fundamental importancia, ya que un texto (cualquiera sea) pertenece tanto al autor como al lector