Antonia Palacios Caspers (Caracas, 1904-2001). Escritora venezolana. Fue secretaria de la Agrupación Cultural Femenina y presidió el Primer Congreso Venezolano de Mujeres (1940). Dirigió el taller Calicanto, en el cual instruyó a muchos jóvenes interesados en la escritura, y en el que fundó la publicación Hojas de Calicanto, en la que se difundían los trabajos de los talleristas. Colaboró con medios impresos de su natal Venezuela, tales como la revista Élite y los diarios Ahora y El Nacional. Creó una destacada y sólida obra literaria, con libros como París y tres recuerdos (ensayos, 1944); Ana Isabel, una niña decente (novela, 1949); Viaje al frailejón (crónica de viaje, 1955); Crónica de las horas (relatos, 1964) –al cual pertenece el texto que leerán a continuación-; Los Insulares (relatos, 1972); Textos del desalojo (poesía, 1973); El largo día ya seguro (relatos, 1975); Hondo temblor de lo secreto (1980); Una plaza ocupando un espacio desconcertante (relatos, 1981); Multiplicada sombra (poesía, 1983); La piedra y el espejo (relatos, 1985); Ese oscuro animal de sueño (1988); Ficciones y aflicciones (Compilación, 1989)(*); y Largo viento de memorias (1989). Obtuvo el Segundo Lugar del Concurso de Cuentos del diario El Nacional (1955), por el cuento Pasos de la lluvia; y fue la primera mujer en ganar el Premio Nacional de Literatura (1976).
Y LA CASA REGRESABA POR FRAGMENTOS
—Aquí podríamos colocar la mesa para evitar que la luz nos llegue de frente.
Aquello había sido dicho el primer día, el primer día que penetraron en la casa, el primer día que la habían recorrido toda, la casa vacía. Un día cualquiera, quizás, para los que transitaban la calle, para los que entraban y salían por las puertas de las otras casas. O tal vez un día especial en lo aciago o en lo excepcionalmente dichoso para uno solo entre tantos. El primer día que había penetrado en la casa. La casa vista desde lejos, y pasar frente a ella, y pensar en lo que guardaba consigo, en lo que podría ofrecer en la participación de su interior custodiado por los muros. Verla desde fuera y esperar que en alguna forma se iniciara lo inesperado.
—Aquí podríamos colocar la mesa para evitar que la luz nos llegue de frente...
Y la luz entraba sesgada, deslizándose débilmente hacia los corredores donde la noche se aclaraba en las exhalaciones. Todo estaba en permanencia. Las cosas, invariables, exactas a ellas mismas, semejantes al aire, al espacio inmutable. Y recorrían la casa —inmensa en el vacío— buscando en ella sus preferencias para protegerse en ellas, para defenderse de los cambios que podrían sobrevenir sorpresivamente. Nada parecía hallarse implícito en aquel primer día que recorrían la casa. Todo, por el contrario, parecía entregarse en lo que había sido dado como si la plenitud, antes de cumplirse, estuviese ya consumada. Y recorrían la casa en una suerte de posesión irradiada, la casa que se agrandaba en el suspenso de la espera. Una espera fija, sin digresiones, tan fija como la casa misma en medio del movimiento de las calles, de las luces y de los ruidos de la ciudad.
—Y aquí la cama, y junto a la cama colocaremos la mesa y el velador...
Y las palabras resonaban en su empuje inicial antes de ser alteradas por el tiempo, fieles a la representación de un instante, buscando su propia ubicación, desplazándose en el ámbito de la casa vacía como se desplazan los muebles de los rincones, del centro mismo de las habitaciones donde permanecen por un tiempo indeterminado a la espera del apoyo de los muros. Y comenzaban a recordar, incorporando el olvido a la memoria, intentando someterse con fidelidad al recuerdo. En el recuerdo se establecían de pronto los vacíos, bastaba una densidad cualquiera para que la sombra todo lo invadiese mientras la luz permanecía en el aire por un tiempo efímero en un afán de eternidad. Y comenzaban a recordar, a buscar en el impulso de ir hacia el pasado, y el peso del olvido gravitaba en rededor. Todo se hallaba confundido, nada demasiado próximo ni demasiado lejano, confundido solamente, afirmándose en la confusión y olvidado, acogido en la vasta quietud del olvido. Y recorrían la casa integrando su estructura al acontecimiento de recorrerla, imaginando cada cosa libre de ser, de moverse y de estar en reposo. Los objetos, los posibles objetos, replegados sobre ellos mismos, en su órbita cerrada donde el acontecer no penetraba, y rompiendo la resistencia que opone la materia iban de un lado a otro, abriendo las puertas, las ventanas...
—Y aquí el tocador, y el gran espejo...
Y parecían mirarse, reflejados en multiplicidad, sin relación directa con los gestos. Los nombres parecían significativos, adjudicados a un solo ser, y eran dos, muy juntos, dos seres reflejados en el gran espejo, muy juntos. Y podrían también distanciarse, irse, el uno, el otro, a los extremos, sin posibilidad de interrogarse, dejando todo sin respuesta, como si algo entre los dos hubiese sido dicho, algo que dejaba caer su sombra en la distancia. Y de nuevo se aproximaban, se buscaban en la perennidad del tiempo, en la duración misma de la vida. Solos, y el tiempo a sus espaldas, solos en la inminente soledad de la casa vacía. Y recorrían la casa dispersando la soledad, dejándola en libertad de expandirse en cada uno, de ser en cada uno desmesurada, y el confuso presentimiento de cómo habría de crecer en su desierto ilímite. Y olvidaban, lentamente, con mayor lentitud que la memoria, y en el olvido despertaban las cosas ya vividas, y señalaban con el gesto —el gesto que todo lo abarca— el sitio inmenso, inabordable, que les arrebataba la posesión de las cosas. Todo lo que colmaba la casa comenzaba a moverse abandonando los lugares ya escogidos, y se llenaban de polvo los espacios vacíos. Desde afuera, quizás, podía verse mejor todo lo que había invadido ese interior tan custodiado, que se creía bien al resguardo y de donde algo había partido. Y el regreso comenzaba lentamente a establecerse. Un regreso sin historia, sin lazos con el pasado, donde algo indecible, indefinido, persistía imponiendo una voluntad. La debilidad estaba en lo que ellos callaban, los días pasaban a través de los silencios. Y la casa regresaba por fragmentos: esta ventana, aquel muro, como si su conocimiento total desvirtuase lo acontecido. Y buscaban en las fechas, en los nombres, en los días, y elegían al azar un nombre, una fecha, un día que expresara la distancia. Y enumeraban los días partiendo desde aquel que predominaba sobre todos, aquel primer día que permanecía en el centro de todos los tiempos, orientándose desde allí, en todas las direcciones, hacia todos los sitios, los más lejanos, los más olvidados —acaso los más frecuentes— y sobre los cuales caía el abandono que es también soledad. Cada sitio atado a un recuerdo, un recuerdo que despertaba bruscamente en un gesto y el gesto aparecía sin identificación a pesar de que guardaba una extraña semejanza con lo ya sido. Un recuerdo subyugado, sometido a la continua presión de las cosas, de los lugares, de los objetos...
—Y aquí colocaremos las sillas de paja y miraremos descender el día...
El día que también podría morir, llegar a ser término. La luz degradándose lentamente y la casa a oscuras. Y recorrían la casa entre las sombras, sin voces, llenando en el tiempo el vacío, y la casa se llenaba de silencio. Desde afuera, quizás, podría verse mejor lo que acontecía en su interior. Aun cuando nada pudiese verificarse —espesas neblinas velaban la casa en la distancia—, todo se tornaba preciso, ordenado. Y se iniciaban la invasión y la huida, el estar y el partir, y al fin, la fuga silenciosa. En las calles la gente iba y venía, las calles que rodeaban la casa. Niños, jóvenes, ancianos, la multitud en su fragor subterráneo, en el gesto autómata del ir. Y se mezclaban a la multitud sumándose a los rostros, a los pasos, a las voces. Todos iban, hacia atrás, hacia adelante, iban con la sombra, con la luz, en avance y retroceso. Y todos también se alejaban, se distanciaban los unos de los otros, y de nuevo se aproximaban, buscándose en la perennidad del tiempo, en la duración misma de la vida. Desde afuera —quizás se podía ver mejor— se mira lo acontecido en la casa donde ya nada se podrá borrar, donde todo quedará esculpido en el tiempo, adquiriendo un relieve irrefutable. Desde afuera, quizás, se mira mejor la casa en la distancia. Se la mira más allá de ella misma, buscando en ella el nivel para establecer un nuevo comienzo, el vaho de la ciudad sobre sus techos, los muros defendiendo su interior mientras la luz avanza hasta la línea divisoria de la sombra. Se la mira desde afuera, en la distancia, que bien podría ser el límite establecido para el nuevo comienzo. Todo parece venir desde adentro a través de una transparencia: las curvas, los descensos, la infinita prolongación de las estancias. La luz se entrega en ondas, en constante movimiento sobre los arcos, las espirales y las elipses, sobre el trazo vertical de las paredes. Ya todo se oscurece, apenas roza la luz el vértice de alguna torre lejana. Contra el cielo violento, casi en sombras, se recorta la casa, y se aleja, empañada, confundida con el vaho opaco de la ciudad. Y la representación simultánea de los múltiples acontecimientos que tuvieron lugar —¿cuándo? ¿en qué sitio? ¿en qué minuto?— de pronto se hace presente. Desde afuera se mira mejor la casa en la distancia. La casa fija, en medio del movimiento de las calles, de las luces y los ruidos de la ciudad. La casa intemporal y el residuo del tiempo.
(*) Nota: los datos incluidos en la nota biográfica, sobre todo los relacionados con los libros de la autora y sus fechas de publicación, fueron tomados de la cronología de Ficciones y aflicciones (Biblioteca Ayacucho, 1989), realizada por el escritor venezolano Antonio López Ortega.
Estimada Adriana: Gracias por compartir. Te deseo un feliz día al lado de tu amado esposo. Chente.
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