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lunes, 19 de agosto de 2019

EL BLOQUEO - Murilo Rubião

Murilo Eugênio Rubião (Carmen de Minas, Minas Gerais, 1916 - Belo Horizonte, 1991). Abogado, periodista y narrador brasileño. Trabajó como redactor de Folha de Minas y fue Director de Publicaciones y Divulgación de la Imprenta Oficial, donde fundó el Suplemento Literario de Minas Gerais. Se desempeñó como jefe de gabinete del gobierno de Minas Gerais y fue agregado cultural de Brasil en España entre 1956 y 1961. Se dedicó al cuento, publicando los volúmenes El ex mago (1947); La estrella roja (1953); Los dragones y otros cuentos (1965); El pirotécnico Zacarías (1974); El invitado (1974); La casa del girasol rojo (1978) y El hombre del bonete gris y otras historias (1990). Además, textos suyos aparecen en diferentes antologías. El cuento que aquí publico está incluido en el libro 16 cuentos latinoamericanos (1992).



EL BLOQUEO


Carátula de: 16 cuentos latinoamericanos (Coedición Latinoamericana: Ediciones Huracán, San Juan de Puerto Rico - 2000), de Murilo Rubiao
Próximo está a llegar éste su tiempo,
Y sus días no están remotos.

Isaías, XIV

AL TERCER DÍA de haber dormido en el pequeño departamento de un edificio recién terminado, oyó los primeros ruidos. Normalmente tenía el sueño pesado y aun después de despertarse le tomaba tiempo integrarse al nuevo día, confundiendo pedazos de sueño con fragmentos de la realidad. No dio importancia, de inmediato, a la vibración de los vidrios, atribuyéndola a una pesadilla.

La oscuridad del aposento contribuía a fortalecer esa frágil certeza. El barullo era intenso. Venía de los pisos superiores y se parecía a los producidos por las palas de demolición. Encendió la luz y consultó el reloj: las tres. Le pareció raro. Las normas del condominio no permitían un trabajo de esa naturaleza en plena madrugada. Pero la máquina proseguía su impiadosa tarea, los sonidos aumentaban, y crecía la irritación de Gerión contra la compañía inmobiliaria que le garantizara una excelente administración. De repente los ruidos cesaron.

Se durmió nuevamente y soñó que estaba siendo aserrado a la altura del tórax. Se despertó presa del pánico; una poderosa sierra ejercitaba sus dientes con los pisos de arriba, cortando material de gran resistencia, que se pulverizaba al desintegrarse.

Oía a intervalos explosiones secas, el movimiento de una nerviosa demoledora, el martillar acompasado de un mazo sobre los postes. ¿Estarían construyendo o destruyendo?

Del temor a la curiosidad, titubeó entre averiguar lo que estaba pasando o juntar los objetos de mayor valor y marcharse antes de la destrucción final.

Prefirió correr el riesgo en vez de volver a su casa, que abandonara, de prisa, por motivos de orden familiar. Se vistió, a través del oscilante ventanal, miró la calle, la mañana soleada, pensando si aún vería otras.

Apenas abrió la puerta, le llegó al oído el machacar de varias brocas y poco después estallidos de cabos de acero que se rompían, el ascensor precipitándose a trompicones por el pozo hasta reventar allá abajo con una violencia que hizo temblar el edificio entero.

Retrocedió despavorido, trancándose en el departamento, con el corazón latiéndole desordenadamente –Es el fin, pensó-. Mientras tanto, el silencio casi se recompuso, oyéndose apenas a lo lejos estallidos intermitentes, el lijar irritante de metales y concreto.

Por la tarde, la calma volvió al edificio, dándole coraje a Gerión para acercarse a la terraza a averiguar la magnitud de los estragos. Se encontró a cielo abierto. Cuatro pisos habían desaparecido, como si hubieran sido cortados meticulosamente, limadas las puntas de las vigas, aserrados los maderos, trituradas las lajas. Todo reducido a fino polvo amontonado en los rincones.

No veía rastros de las máquinas. Tal vez ya estuvieran distantes, transferidas a otra construcción, concluyó aliviado.

Descendía tranquilo las escaleras, silbando una melodía de moda, cuando sufrió el impacto de la decepción: toda la gama de ruidos que había escuchado durante el día le llegaba de los pisos inferiores.

Telefoneó a la portería. Tenía pocas esperanzas de recibir explicaciones satisfactorias sobre lo que estaba ocurriendo.

El propio portero lo atendió:

-Obras de rutina. Le pedimos disculpas, principalmente usted por ser usted nuestro único inquilino. Hasta ahora, claro.

-¿Qué rayos de rutina es esa de arrasar con el edificio?

-Dentro de tres días todo se acabará -dijo, colgando el fono.

-Todo acabado. Bolas. -Se encaminó hacia la diminuta cocina ocupada, en buena parte, por latas vacías. Preparó sin entusiasmo la comida, harto de enlatados.

¿Sobreviviría a las latas? Miraba melancólico la reserva de alimentos, hecha para durar una semana.

Sonó el teléfono. Soltó el plato, intrigado con la llamada. Nadie conocía su nueva dirección. Se había inscrito en la Compañía de Teléfonos y había alquilado el departamento con nombre falso. Seguramente sería una llamada equivocada.

Era su mujer, lo que aumentó su desánimo.

-¿cómo me descubriste? —Oyó una risita al otro lado de la línea. (La gorda debía estar comiendo bombones. Tenía siempre algunos al alcance de la mano).

-¿Por qué nos abandonaste, Gerión? Regresa a casa. No sobrevivirás sin mi dinero. ¿Quién te dará un empleo‘? (A esas alturas Margarerbe ya estaría lamiéndose los dedos embarrados de chocolate o limpiándoselos en la bata estampada de rojo, su color predilecto. La puerca.)

-Vete al diablo. Tú, tu dinero, tu gordura.

Se había desligado momentáneamente de los ruidos, inmerso en la desesperanza.

Buscó en el bolsillo un cigarrillo y verificó con desagrado que tenía pocos. Se le había olvidado aprovisionarse de más paquetes. Mentó la madre.

Con la mano sobre el fono colgado, Gerión hizo una mueca al oír nuevamente el sonido de la campanilla.

-¿Papá?

Se le dibujó una sonrisa triste:

-Hijita.

-Podrías regresar y leerme ese libro del caballo verde.

La parte aprendida de memoria terminaba y Seatéia comenzaba a tartamudear:

-Papi... Nos gustaría que vinieras, pero sé que no quieres... No vengas, si ahí estás mejor...

La comunicación fue interrumpida bruscamente.

Desde el comienzo lo había sospechado y luego se convenció de que su hija había sido obligada a llamarlo, en un intento de explotarlo emocionalmente. En esos instantes estaría siendo golpeada por no haber seguido las instrucciones de la madre al pie de la letra.

Asqueado, lamentaba el fracaso de su fuga. Volvería a compartir el mismo lecho con su esposa, encogido, el cuerpo de ella ocupando dos tercios de la cama. El ronquido, los gases.

Pero no podría permitir que el odio de Margarerbe fuera transferido a Seatéia. Ella recurriría a todas las formas de tortura para vengarse de él, a través de su hija.

Los ruidos habían perdido su fuerza inicial. Disminuían, cesaron por completo.

Gerión descendía la escalera indeciso en cuanto a la necesidad del sacrificio.

Ocho pisos abajo, la escalera terminó abruptamente. Transido de miedo, con un pie suspendido en el aire, retrocedió, cayéndose hacia atrás.

Sudaba, las piernas le temblaban.

No conseguía levantarse, estaba como pegado al escalón.

Tardó en recuperarse. Pasado el vértigo, vio abajo el terreno limpio, como si nunca hubiera habido allí una construcción. Ninguna señal de maderos, pedazos de fierro, ladrillos, apenas el fino polvo amontonado a los lados del terreno.

Regresó al departamento aún bajo la conmoción del susto. Se dejó caer en el sofá. Impedido de regresar a casa, experimentó el gusto de la plena soledad. Conocía su egoísmo, desentendiéndose de los problemas futuros de su hija. Tal vez la quería por la obligación natural que tienen los padres de amar a sus hijos.

¿Había querido a alguien?

-Desvió el curso de su pensamiento, cómoda fórmula para escapar a la vigilancia de la conciencia. Aguardaba pacientemente una nueva llamada de su mujer y, esperándola, surgió en sus ojos un sádico placer. Hacía tiempo que venía aguardando esa oportunidad, que le permitiera devolver con dureza las humillaciones acumuladas y vengarse de la permanente sumisión a la que era sometido por los caprichos de Margarerbe, llamándolo a toda hora y delante de los sirvientes; parásito, incapaz.

Escogería bien sus adjetivos. No llegó a usarlos: una corriente luminosa destruyó el alambre telefónico. En el aire flotó durante unos segundos una polvareda de colores. Se cerraba el bloqueo.

Después de algunas horas de absoluto silencio, ella volvía: ruidosa, mansa, sorda, suave, estridente, monocorde, disonante, polifónica, rítmica, melodiosa, casi musical. Se meció en un vals bailando hacía varios años. Sonidos ásperos espantaron la imagen venida de su adolescencia, superpuesta luego por la de Margarerbe, que él mismo ahuyentó.

Se despertó avanzada la noche con un terrible grito que resonaba por los corredores del edificio. Permaneció inmóvil en la cama, en agónica espera: ¿emitiría la máquina voces humanas? –prefirió creer que había soñado, pues lo único real era el barullo monótono de una excavadora que funcionaba en los pisos cercanos.

Más tranquilo, analizaba los acontecimientos de los días anteriores, concluyendo que, por lo menos, los ruidos venían espaciados y que el aserrar de fierros y madera ya no le herían los nervios. Caprichosos e irregulares, cambiaban rápidamente de un piso a otro, desorientando a Gerión en cuanto a los objetivos de la máquina.

-¿Por qué una y no varias, ejecutando funciones diversas y autónomas, como inicialmente creyó?

-La certeza de su unidad había calado hondo en él sin aparente explicación pero de manera irreductible. Sí, única y múltiple en su acción.

Los ruidos se aproximaban. Adquirían suavidad y constancia haciéndole pensar que pronto llenarían el departamento.

Se acercaba el momento crucial y le costaba contener el impulso de ir al encuentro de la máquina que había perdido mucho de su antiguo rigor o realizaba su trabajo con deliberada morosidad, perfeccionando la obra, para gozar poco a poco de los instantes finales de la destrucción.

A la vez del deseo de enfrentarla, descubrir los secretos que la hacían tan poderosa, tenía miedo del encuentro. Se enredaba entretanto en su fascinación, afinando el oído para captar los sonidos que, en aquella hora, se agrupaban en escala cromática en el corredor, mientras en la sala penetraban los primeros rayos de luz.

Sin poder resistir la expectativa, abrió la puerta. Hubo una súbita ruptura en la escalera de los ruidos y escuchó aún el eco de los estallidos que desaparecieron aceleradamente por la escalera. En los rincones de la pared comenzaba a acumularse un polvo ceniciento y fino.

Repitió la experiencia, pero la máquina persistía en esconderse, sin que él supiera si por simple pudor o porque aún era temprano para mostrarse, desnudando su misterio.

El ir y venir de la destructora, sus constantes fugas, redoblan la curiosidad de Gerión que no soportaba la espera, el temor de que ella tardase en aniquilarlo o que jamás lo destruyese.

Por las grietas seguían entrando las luces de colores, formando y deshaciendo en el aire un continuo arco iris: ¿tendría tiempo de contemplarla en la plenitud de sus colores?

Cerró la puerta con llave.

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