Argentina Bueso Mejía –conocida como Argentina Díaz Lozano– (Santa Rosa de Copán, 1912 – Tegucigalpa, 1999). Periodista y escritora hondureña. Estudió Periodismo en la Universidad de San Carlos (USAC), de Guatemala. Como parte de su carrera periodística, colaboró con los periódicos Diario de Centroamérica, El Imparcial, Prensa Libre y La Hora. Desarrolló una intensa labor literaria, y es autora de los libros de cuento Perlas dé mi rosario (1930) y Topacios (1940); las novelas Luz en la senda (1935); Peregrinaje (1944); Mayapán (1950); Y tenemos que vivir (1956); 49 días en la vida de una mujer (1956); Mansión en la bruma (1964); Fuego en la ciudad (1966); Aquel año rojo (1973); Ciudad errante (1983); Caoba y orquídeas (1986); y Ha llegado una mujer (1991), entre otros. Fue reconocida con distinciones como el Premio Latinoamericano de Novela -convocado por la editora Ferré & Rinehart y la Unión Panamericana de Washington- (1943), por su novela Peregrinaje; el Premio Nacional de Literatura Ramón Rosa de Honduras (1968). Además, sus obras han sido traducidas al francés. El cuento que leerán a continuación forma parte del volumen compilatorio Cuentos hondureños (2013).
LA NIÑA PRISCA
Se llamaba Prisca y llevaba uno de los apellidos más antiguos y respetados de la ciudad. Tenía ya 80 años cuando yo la conocí. Vivía en su casona de balcones enrejados y corredor al fondo, cuya pieza principal en esquina daba albergue a una refresquería o fuente de soda, donde también se vendían en encantadora promiscuidad y mezcolanza: dulces, panes, tapetes de croché que ella hacía, ajuares para bautismos y primeras comuniones, listones, trajecitos de niños, etc.
Yo la conocí por su fama, nada más. Sabía que la anciana tenía una de las lenguas más temidas de la ciudad. Era como esos periódicos de censura a los que se teme, pero son también respetados. Sus agudezas, su ingenio, su acierto en la mordacidad contra nuestros políticos sobresalientes y mujeres de sociedad eran famosos. Por eso llegué con cierto temor anidado allá en un rincón de mi corazón, a la casona que se levantaba atrás de la Catedral. Iba a ver a la niña Prisca para tratar el alquiler de un bonito y amplio apartamento que había arreglado contiguo a su casa. Lejos estaba yo de imaginarme que esa tarde conocería a un ser inolvidable, a una mujer que era todo un carácter.
Una de sus hijas de crianza, mujeres que pasaban ya de los cuarenta años, severas y huesudas en su prematura vejez, que atendían en la refresquería y le servían en todo, fue a anunciarme. Me hizo pasar a una sala muy ordenada, amueblada con antiguas mecedoras de complicadas patas, cuyos espaldares estaban adornados con fundas de croché. Una alfombra oscura cubría el piso y la habitación estaba en penumbra discreta. Apenas si por una ventana intentaba pasar el sol a través de una pesada cortina color amaranto.
Cuando entró la niña Prisca me puse de pie, tratando de ocultar mi sorpresa, porque no representaba más de 65 años y porque era la anciana más erguida y alta que he conocido. Llevaba un vestido negro de escote muy alto, cubriéndole hasta media garganta, con falda desgarbada, larga, muy larga, como exigían sus largas piernas. Además de alta, era llena, bien llena. Su cabeza completamente blanca, de cabellos relucientes, anudados sobre la nuca, y en el semblante pálido una sonrisa cordial, quizá un poco picaresca, juvenil, y unos ojos pequeños, negros, levemente astutos. La saludé, le dije el objeto de mi visita y entablamos conversación. Una conversación en que yo hacía esfuerzos por mantenerme a la altura intelectual de mi interlocutora y sobre todo, de su ingenio. Apenas con-taba yo entonces con veinte años. Varias veces solté la risa ante sus salidas y picantes comentarios. Le fui simpática (¡Gracias a Dios!) porque me dijo que se alegraría mucho de tenerme por vecina, siquiera por cuatro meses, mientras terminaban la construcción de mi casa.
Recuerdo que esa fue una época dura en mi vida. Circunstancias penosas nos habían obligado a vender nuestra hermosa casa, en la que estaban bellos recuerdos míos, y para mientras nos construían otra modesta en las afueras de la ciudad capital, habíamos buscado el apartamento de la niña Prisca.
Total, que a los pocos días estábamos instalados al lado de la refresquería más simpática y original que he conocido. Y convertidos en vecinos de la famosa anciana. ¿Anciana...? ¡Si tenía más jovialidad que cinco estudiantes locos!
Siempre tenía visitas, especialmente por las noches. Políticos de nota, mujeres de lo que en las ciudades pequeñas llaman de buena sociedad, muchachas casaderas, estudiantes... Yo también me convertí en su asidua visitante. Casi todas las noches iba a conversar un ratito con ella. A saber el último chisme y a reírme un poco.
Todos los asistentes a sus tertulias sabíamos que también se nos llegaría el turno de ser acremente criticados por la anciana, o puestos en ridículo, pero no nos importaba. ¡Era tan ingeniosa y divertida! De antemano le perdonábamos el que también nos hiciera protagonistas de alguna frase de censura o chiste.
Recuerdo que mientras hablaba, apenas si dejaba su labor de croché. Muchas veces sacaba un par de barajas para decirnos con la sonrisa más dulce de su repertorio:
-¿Quién quiere jugar conmigo una partida de banco ruso? Porque... ¡Vaya que la pícara anciana sabía ser suave y tierna cuando quería! Y mientras jugaba la partida, no perdía el hilo de la conversación con los demás, para salpicarla con alguna salida graciosa, picante y oportuna.
El sacerdote que oficiaba misa diaria en la Catedral, solía ir a tomar un refresco todas las tardes, a eso de las cuatro, a la refresquería de la niña Prisca. Tenía el buen señor una quijada protuberante, una cara larga... larguísima. La anciana, con aquel modo de niña traviesa, decía a sus hijas de casa, cuando ya iban siendo las cuatro:
-No tardará en venir por su refresco el padre Cara de Caballo. A ver qué me cuenta hoy... es tan conversador y simpático.
Y así se fue generalizando en la ciudad el apodo puesto por ella al cura.
En Tegucigalpa se sabía todo con respecto a todos. Quién sabe cómo llegó a oídos del padre, el largo y descriptivo apodo. Un día, queriendo confundirla, y mientras bebía tranquilamente su refresco de mora, le dijo de primas a primeras, como para no darle tiempo a prepararse:
-¿Quiere decirme por qué, niña Prisca, me ha puesto usted Cara de Caballo?
Y la respuesta, rápida, certera, acompañada de la más inocente y pícara sonrisa, vino instantánea:
-Yo no se la he puesto padre, Dios se la puso y de eso no tengo yo la culpa.
Claro que los dos soltaron la risa y quedaron de buenos amigos, aunque la anciana no era católica ni visitaba jamás ninguna iglesia.
La víctima más importante de los mordaces comentarios de la niña Prisca era el Presidente de la República, a quien ella odiaba. Le remedaba su manera de andar, de hablar, de reírse. Lo ridiculizaba en las chanzas más tremendas y decía que esperaba no morirse sin ver "a ese tirano en la penitenciaría, donde ahora gimen sus víctimas".
Una noche llegó a visitarla una alta figura del gobierno, amigo suyo y también amigo del dictador. En el transcurso de la conversación, le dijo:
-Prisca, el Presidente sabe que vives hablando mal de él y dice que te va a mandar a ese animal que en Olancho se come las lenguas del ganado, al come lenguas, para que te coma la lengua.
La respuesta vino al momento, afilada como un puñal:
-Y a él dile que le voy a mandar al come mierda, para que se lo coma todo hasta enfermar.
Ella misma nos contaba que había vivido en la ciudad de Guatemala durante la tiranía de Manuel Estrada Cabrera, y refería uno de los muchos motivos del porqué fue sacada como extranjera indeseable. Se celebraba una de las famosas fiestas para rendir homenaje y adulaciones al tirano. Por todas partes había arcos de flores con el nombre o las iniciales del nombre entero de Cabrera: MEC en polícromas flores. Un extranjero, norteamericano o polaco, se le acercó a la niña Prisca para preguntarle en quebrado español:
-¿Qué significan estas tres letras que he visto en varias partes? ¿Esas MEC?
-Esas iniciales, señor mío, quieren decir: mierda estamos comiendo...
Por esa y otras habladas salió de Guatemala, expulsada como extranjera indeseable, la niña Prisca.
En cierta ocasión que la visitaba, encontré en la sala un viejo álbum forrado en terciopelo rojo. Estaban allí muchas fotografías de la familia y de la anciana cuando era joven, donde se mostraba muy elegante, bella en sus trajes de la época, con guantes abotonados hasta el codo y abanicos de encaje. Viendo los retratos, comenté:
-¡Qué guapa era usted, niña Prisca!... Debe usted haber tenido muchos enamorados... ¿Por qué no se casó usted?
Soltó la risa burlona para contestar:
-No creas que te voy a decir, como hacen la mayoría de las solteronas, que no me casé porque no quise. No, hija. Yo no me casé porque no hubo un valiente o desalmado que me lo propusiera. Yo me moría de ganas de casarme y con el placer más grande hubiera perdido mi libertad.
Quién sabe qué oculto pesar o decepción, qué novela hubo en la vida de ella. Porque una mujer con tanto donaire y gracejo, tiene que haber sido amada y deseada. Pero era tal su costumbre de burlarse de todo el mundo, que acababa también burlándose de sí misma y nunca hablaba de su juventud en serio.
Murió a los 82 años. Repentinamente. Casi sonriendo. Yo creo que todavía intentó burlarse de la muerte.
Gracioso, alegre y chispeante.
ResponderEliminar¡Almas admirables!
ResponderEliminarCuantas personas interviinte en esa conversación?
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