ANA MARÍA DEL RÍO (Santiago de Chile, 1948). Escritora chilena de la generación de los 80 chilena. Se recibió como Profesora de Literatura en la Universidad Católica de Chile en 1985 e hizo estudios superiores de postgrado en las Universidades de Rice (Houston, Texas) y de Pittsburgh (Pennsylvania), obteniendo el post título de MA en Literatura Hispanoamericana. Es autora de una abundante producción literaria que incluye los libros Entreparéntesis (cuentos, 1985); Oxido de Carmen (novela, 1986); De golpe, Amalia en el umbral (novela, 1991); Tiempo que ladra (novela, 1991) y Siete días de la señora K. (novela, 1993). Ha sido merecedora de distinciones como el Premio María Luisa Bombal, por la novela Oxido de Carmen; el Premio Andrés Bello, por la novela De golpe, Amalia en el umbral; y el Premio Letras de Oro, otorgado por la Universidad de Miami en su certamen anual a la mejor producción literaria inédita de autor latinoamericano residente en Estados Unidos, por la novela Tiempo que ladra. Su última novela, Jerónima (novela, 2018), fue publicada por Editorial Zigzag, Chile, año en el que la Editorial Imbunche Editores, Chile, realizó dos re escrituras y re ediciones de sus obras más representativas: Óxido de Carmen y Siete días, nuevo nombre a la re escritura de su anterior novela, Siete días de la señora K.
(Chile, 2020. Re escritura del cuento editado en 1993)
Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de Ana María del Río.
LAVAZA
La niña está llena de almidón, con una cinta de raso celeste en la cabeza, que le peina los pensamientos en caligrafía, cuidado con los márgenes. Con las rodillas recién refregadas, llega al patio moviéndose alrededor del borde tieso de su vestido tieso como cartulina, recién planchado por el revés, con todas las de la ley.
Con la punta de los zapatos, la niña cava levemente en el barro húmedo de la tierra, regada hace poco. Se agacha y cava con más interés, entre dos pastelones de hormigón, por donde se asoman las colas rosadas de unos tallos de flores medio podridas.
Pero desde arriba, desde el altar de la ventana donde se alinean las ollas con restos de comida, sobre los pelos castaños de su coronilla, le llega la voz, llena de lunares:
–Estate ahí, quieta, ¿quieres? No te vayas a andar arrugando. No quiero que comiences a dar vueltas arrastrando los pies. Son zapatos de charol del fino. No caves entre los pastelones, quedarás con las manos inmundas. No te vayas a ensuciar el borde del vestido, hay que lavarlo y no tengo más almidón, fuera de que planchar eso da mucho trabajo. No te sientes en cualquier parte, tienes calzones nuevos. Ah, y no te tironees los calcetines con una mano. Eso es de pobres.
La pileta del patio está sin esos peces rojos que había antes y que a la niña le gustaba mirar. Tenían grandes ojos sin pestañas, pero ya no están. Se fueron muriendo uno por uno. Eran de antes, de cuando la niña era más chica, de la época que alguien les daba cuerda a las cosas y el mundo funcionaba sin que uno supiera cómo. Ahora, el agua verde, abandonada, se mece en una mirada sorda. En el centro del patio, el manzano bota una hoja que es un gemido. Ni siquiera las gallinas se mueven y el viento ha desaparecido.
La voz tira de nuevo su chubasco.
–Espera ahí, tranquilita, ¿oíste? Tenemos que salir luego y tengo que lavar a tus hermanos. No hay tiempo ni de respirar en esta casa. Sobre todo, no te vayas a ensuciar los zapatos. Son de charol del bueno. Tuve que echarles escupos para limpiarlos, porque ahora ni siquiera hay vaselina, –dice la mano con las venas latiendo, que bajan hasta la rodilla de la niña y le sacan una mancha chica con la uña, subiéndole por última vez los calcetines.
Y luego, el taconeo de los zapatos de la voz entra a las piezas de la casa. La niña lo siente subir las escaleras. El apuro queda tirado en el patio como un abrigo sin dueño. Sobre las baldosas chirrian granos de trigo, ahí donde las gallinas no se atreven a picotear, porque se trizan el pico.
La niña se mira y los ojos alisan el vestido hacia abajo, que no sea repolludo, odia lo repolludo y siempre le ponen esos vestidos con los que parece un trompo. Siente que todo en ella está almidonado, las pestañas tiesas. Se mira la punta de los zapatos de charol y dobla los tobillos. Los zapatos crujen. Mira el contraste entre el brillante negro y los calcetines, blanquísimos, recién lavados con cloro. Un sonido de papel de regalo parece desprenderse de toda ella. Parezco un paquete, piensa. Los botones marchan en una larga fila hacia los infiernos, ornando el borde de la costura. Las pinzas y los fruncidos del género se respingan en su cintura apretadita, una puntada ahí, en el costado izquierdo de la guata, las costuras se fruncen por todo su cuerpo de niña bien vestida, con un chaleco de hilo, por si refresca en la tarde.
La niña se enciende y se aquieta. Qué aburrimiento. No podrá ni siquiera darse la rueda. O saltar al cordel, o jugar al luche. El lazo de la cintura doma todas las ideas locas y le aprieta en el ombligo. Los calzones son un poco anchos y se le bajan con los saltos. No hay caso. Será una tarde de esas de disfrazarse de foto, inmóvil, con la mirada perdida en un horizonte que no existe.
La niña se levanta con dificultad, camina con pasitos de muñeca nueva, es por lo de los calzones con el elástico vencido, que se le bajan. Cuidadosa. Cui-da-do-sa. Avanza hacia el manzano y le tira una piedra a las raíces.
–Por no dar manzanas rojas, –dice. Y se muerde el labio superior. Le han dicho en repetidas ocasiones que no haga eso, que después se le quedará el gesto para siempre y parecerá pescado y la venderán en el terminal, envuelta en papel de diario, pero ella no puede evitarlo.
De sus manos gorditas y enredadas sale el encaje blanco del borde del vestido.
–Ojalá se apuren, –piensa la niña–. Ojalá pueda esperar sin moverme ni respirar, como quieren allá adentro.
¿Cuánto puede resistir una persona sin respirar? Se acuerda del verano pasado en la playa, cuando vio un ahogado, los labios azules, la boca entreabierta, con un cochayuyo saliéndole.
No sabe para qué la pasarán a buscar ni a dónde la llevarán. Siempre es así. Pero ahora el no saber es más largo que de costumbre. A la niña le gustaría conocer un atajo en el tiempo, un pasaje, como de conventillo por el que pasara rápido el tiempo. Debe haber uno en alguna parte.
Pasan las horas. Pasan más lentas que nunca. Cuando uno es niña, el tiempo camina como un abuelo, lento, lento. La niña se ve a sí misma, de pie, sobre un pisito, le prueban el vestido nuevo, lleno de alfileres, no te muevas, no lo vayas a ensuciar, si te vienen ganas de sentarte, pon un diario sin mucha tinta, de los que hay en la bodega, al lado del gallinero.
En el patio, la niña mira la larga escalera que conduce al subterráneo. El subterráneo es el lugar de donde vienen los resfríos y las cosas de las que no se puede hablar. Como lo que le pasó a la hija de la cocinera, que se tiró al mar, desnuda, desde las rocas de Quintero, con un papelito apretado en la mano para siempre, donde decía por qué se tiraba.
Un diario de los que no tengan mucha tinta. La niña los mira. Todos son negros. Tendrá que estar de pie hasta que la vengan a buscar y a ponerle el abrigo de ir de visita. El almidón de su vestido se ha comenzado a resquebrajar, como todas las cosas absolutas: explota en millones de ayes minúsculos. Las gallinas picotean una cáscara de sandía, rítmicas, moviendo las cabezas en veloces líneas rectas, como guiones. La niña piensa que un día se acabarán los NO en esta tierra y se sentará justo como no se debe, con las piernas abiertas, a comer sandía sin plato, sin cubiertos, sin servilleta, en medio del patio, una sandía para ella sola.
De pronto, desde el subterráneo aparece el encerador, como el genio de la lámpara de alguien en un cuento, el encerador, que, además, lava ventanas por fuera y limpia chimeneas por dentro. Es un hombre de cara grande y la niña lo mira y le gusta la cara, de ojos negros como volantines, inmensos, medio riéndose y las orejas en punta. Sus manos son tan grandes como la caja que trae. La niña se acerca a la escalera chupándose el dedo y lo mira aparecer desde la tierra como una planta humana. El encerador, que además es jardinero artístico cuando empieza el verano y roba gomeros para enterar los días de fin de mes, la mira y después le mira las rodillas carnosas, como pequeñas caras de color rosado y se las toca con la palma áspera, sonriéndole, ¿cómo estás, niñita? La niña no contesta y le dan ganas de mear.
El día resopla y en la pileta se ha sentado el calor. Del manzano caen lentas pelusas verdes pálido, porque es el único árbol que tiene tiempo para llorar. La niña se acuerda de lo que ha oído en la cocina, cosas horribles que hablan los que comen remojando el pan en la cazuela. Cosas atroces que les suceden a los que andan por la calle sin abrigo y sin vestidos almidonados, cosas espantosas que suceden en los pasajes sin salida. La niña rasca el suelo con la punta de sus zapatos de charol y después se los limpia en la parte de atrás de sus calcetines.
El encerador, que además es bombero obligatorio de la población donde vive porque su casa queda junto al grifo, corta con una tijera el pasto podrido que crece al borde de los pastelones de cemento. Antes, cuando no estaba podrido, se llamaba césped inglés. La niña se acerca y lo mira trabajar. El encerador se agacha y le mira muy de cerca el pequeñísimo encaje de los calcetines. Entonces se distrae y se corta con la tijera. La sangre de la tierra va por sus venas porque le sale una gota de sangre gorda que se mezcla en seguida con los terrones. El encerador, que proviene de ese mundo sucio de afuera donde suceden las cosas atroces, se chupa la gota de sangre largo rato y mira a la niña. La niña lo mira como si mirara a través de un vidrio, distraída. Está pensando en las dos clases de gente de las que ha oído hablar a los mayores, en el salón de su casa, esas dos clases de personas que hay en el mundo, las que, antes, cuando las cosas marchaban y el mundo estaba al derecho, debían caminar por veredas diferentes, dicen en el salón de su casa, en cambio ahora, todo revuelto, no hay manera. La niña mira al encerador y piensa a cuál de los dos tipos de gente pertenecerá él. Se agacha y le mira la herida honda de la que siguen saliendo gotas de sangre como un pequeño surtidor.
–Una herida. No grites–, dice la niña. Se le ve el calzón de encaje, que le baila un poco entre las piernas, cortitas. El encerador traga.
–No es nada–, dice–. Pero él sabe que miente.
–No eres príncipe–, dice la niña–. Esos tienen la sangre azul.
–No–, dice el encerador–. No soy príncipe.
Y le da mucha pena, no sabe por qué. Y se acuerda del infierno que hay pintado en la parroquia de su barrio, con puros enceradores como él.
Aunque uno se esfuerce y se esfuerce, igual tiene el destino tatuado en la cara, piensa él en voz alta, hablándole a la tijera, mientras corta el pasto a ras de tierra para que se convierta de nuevo en césped inglés. El encerador, al que, cuando vuelva en la noche a su pieza en el fondo del conventillo lleno de pañales tendidos, esperan dos de anteojos negros que saldan deudas contraídas, se agacha y queda muy cerca de la tierra recién regada del patio. Busca gusanos para vender a los pescadores del puente en los días domingo. La niña se agacha también. Se quedaría con la nariz repleta de tierra mojada si la dejaran porque es el olor que más le gusta en el mundo. El encerador, que además es bailarín en el prostíbulo de los marineros y deja que las viejas con boa falsa le toquen el culo los viernes en la noche, se acerca muy suave a la niña y le pasa un puñado de tierra negra, mojada en su mano inmensa para que la niña huela. Él, muy suave, desde el tobillo encalcetinado, comienza a pasarle, lento, el dedo, el dedo y el dedo. La niña aspira la tierra mojada con las ventanillas de la nariz toda llena de gusanitos de delicia agitándose y entonces ve la gran cara de él tan cerca mirándola, como un gigante, y a su nariz, respirando, como un horno y luego la boca, una abertura por donde sale un viento cálido que se anida en el cuello. –Eres como un dibujo de un volcán que tengo–, dice la niña–. Tienes las orejas de duende y no tienes olor a roto.– ¿No? –, pregunta el encerador–. ¿A qué tengo olor?– A tierra mojada–, responde la niña–. Pero también a algo más, algo como limón, encierro, brasero, ya sé, tienes olor a vacaciones.– ¿De invierno o de verano?–, pregunta el encerador, mientras se mete a puñados la niña en los ojos, la mira completa, con su traje almidonado, crujiente, y sus dientecitos húmedos.–De verano, las otras no son vacaciones, son para resfriarse y tener peste cristal–, dice la niña y la mano con el dedo gigante ha llegado a su calzón, suavísimamente, porque es un dedo indeciso, entra, no, no entrará, se vuelve, hace como que entra, se retira, vuelve, se asoma al borde del encaje alojándose en cada pliegue de sus nalgas dobladas, sudando, dudando, los muslos, se aloja ahí, –más arriba, no tan allá, dice la niña, mirándolo fijo–. Ahí no me dejan rascarme.– ¿Ahí no? –, la voz del encerador enronquecida y suave parece el zumbido de un motor perfectamente aceitado, ay, no sabe, no sabe en lo que se está metiendo, pero sabe, en el fondo, sabe, va perdido si lo pillan, le sacarán los cocos con cuchara, pero, total, se ha visto en peores antes, se ha visto en mucho peores, detiene el dedo en el borde del muslo y dice –¿Ahí no quieres?, su voz está tan caliente que se le ha derretido, ya no es encerador, es solo una voz y una cara grande que se le pasea arriba de sus hombros.
La niña mira al encerador, le gusta la voz, como un género grueso que la lustra una y otra vez, le gusta como dice en voz muy baja todo junto ‘cositalinda’, la niña se siente como una papa asada que está esperando cada vez con más fuerza, un fuego que le nace por debajo del vestido paralizado de almidón, le da como sueño, violenta bella durmiente, una flojera de su calzón que se quiere dormir y no se quiere dormir, un jugo de sueño le corre por dentro, la va ensanchando entera, las cosas se abren todas por su mitad, desgranada, abierta, el encerador, que está fichado desde que nació en la comisaría del barrio, le sigue hablando muy lento, muy lejos, con las palabras cada vez más aceitosas, se aleja con el dedo y vuelve a meterse, esta vez algo más adentro, dos pescaditos pequeñísimos le salen al encuentro abriendo y cerrando la boca, sonando con un ruido de minúscula sopapa, qué rico, el encerador comienza a decir palabras con mucha saliva, que rico, dice la voz sorda de la niña, una vocecita ronca, se sienta en el borde de la pileta, qué rico, ah, qué rico, porque es como si el dedo quiere pero también no quiere y ella le abre todo, hasta ahí donde no la dejan rascarse, quiere más olor a tierra, quiere que el dedo se le meta más, métemelo más, la niña succiona con las piernas el dedo hasta embutirlo casi entero, métemelo.
–Me gusta mucho este juego, pero no debo sentarme aquí, porque estoy con mi ropa almidonada y vamos a ir de visita, tenemos que estar parados–, dice la niña. Empuja al encerador para atrás y él se va para atrás, a pasos grandes, como inmensos calcetines dormidos. Van caminando los dos hacia el manzano que solo da manzanas verdes, se ponen detrás de una rama gruesa, los tapa a medias, van caminando los dos, el encerador respirando en su orejita, moviendo el dedo dentro de su calzón, donde comienza una cosa de metal que es un motor, tengo un motor ahí abajo, dice la niña, está comenzando a zumbar, el dedo se calienta, se mueve, palpa muy rápido, casi como yéndose y volviendo, retrayéndose, expandiéndose, tócame una cosa que tengo ahí abajo, murmura con una voz ronca y gruesa la niña al oído del encerador, de pronto la niña tiene voz de encerador, los dos se mueven las ramas del manzano también.
Detrás del armario de la bodega de los diarios con mucha tinta se han tendido los dos, a pesar del vestido almidonado, ten cuidado con el pliegue, que cruje tieso, sobre el cemento, la niña se acerca a la cara del encerador le abre la boca con los dedos, el encerador se deja, la niña le ve la lengua larga y ancha, la toca con dos de sus dedos, el encerador cierra su boca, chupa sus dedos, ay no me los tragues, ríe la niña, lo más importante es no mancharme los zapatos, son de charol del fino y no hay vaselina para lustrarlos, dice la niña, toma la cabeza del encerador, que late fuertemente con el corazón en los ojos, la niña le agacha la cabeza al encerador, es suya, como una pelota con pulso fuerte, cálido, el encerador que no sabe lo que se le viene, pero en el fondo sabe, se va doblando a los deseos de bronce de la niña, como una vela se va doblando, medio derretido, hasta que su cabeza llega a las piernas de la niña, los calzones le bailan en un aire hirviendo, la lengua del encerador entra primero, ah, mé-te-me-la, con los coletazos de un pescado dormido, la niña comienza a moverse, con los muslos que se le van abriendo como una nuez recién nacida, sostiene con una mano el vestido de organdí y la cinta de su cintura que se le escapa y el chaleco de hilo blanco que se ensucia de mirarlo, se sienta, se monta arriba de la cara del encerador, que en sus ratos libres es pintor del centro de madres de la población donde vive, en los barrios chatos de casitas de monopoly, donde vive esa otra gente, la que debiera estar separada de la gente distinta que vive en casas con persianas, jardines de hortensias, y encinas centenarias, la niña navega con sus muslos abiertas montada con delicia en la lengua del encerador, de su garganta salen unos pequeños rugidos silenciosos, hondos, tratando de sostener la pesadez el pequeño pez de bronce que se aloja en su mismo centro, que viene, que viene que ya va a venir, respira corto, muy corto, un líquido violento y grueso sale de la niña, le moja le moja las piernas, ahh, cositalinda, balbucea el encerador, que en sus días de borrachera de grapa dice poemas en la botillería subido arriba del barril de los pepinos en escabeche, la niña se retuerce en un viaje empapado hacia la lengua, el dedo, el dedo, la lengua, sin olvidar los vuelos de encaje del vestido y el lacito de terciopelo de su cintura, el dedo, la lengua me viene una cosa rica, galopa la niña, sin esquinas ya, sus movimientos redondos, vueltos hacia arriba, abiertos, las piernas abiertas, más, más, todas las tortugas del mundo, vueltas hacia arriba, la cara del encerador, que tiene malos antecedentes de nacimiento, hundida entre sus calzones, la boca entreabierta de la niña jadea, de sus muslos gotas de sudor ácido, las chupa el encerador hasta la última gota, como con una botella, a la niña entera la chupa el encerador despacito, despacito, otra vez, ¿quieres?, sí, murmura la niña desde su estómago pequeñito, se mira la parte de atrás del vestido ¿está arrugado?, muy poquito, la enagua de repollo se plisa entre las manos gigantescas del encerador que está fichado por tratar de entrar a la piscina privada del club de golf, la cara grande, los ojos cavernas metidos entre las carnosas piernas de la niña, ahora su lengua, con urgimiento desesperado va entrando en un violento carrousel, la niña, con su gran cabeza entre sus manos, lo examina, le pasa sus deditos por los párpados, –de las orejas te cuelgan unas bolsas de carne gordita, muy bonitas–, dice la niña a su oído, el encerador se enerva, va a y sabe que no puede en, la niña dice, ahh, de pronto, se vuelve dura, rígida, tan dura que es imposible tocarla, ni un gramo de su pequeña carne está suelto, los ojos se le vuelan hacia adentro, dos golondrinas huyendo hacia las cuencas, vibra por encima del encerador, al que faltaría lengua para confesar toda la lista de cosas incorrectas que cometió desde que nació, comenzando por nacer, el encerador toma en brazos a la niña, algo asustado, ya, guagua, ya, rico, mi guagüita, los rizos de la niña cuelgan dormidos, las piernas dos mangos hirviendo, el encerador la tiende con delicadeza entre los sacos que hay al fondo en la bodega, la niña duerme furiosamente un instante y ni siquiera en su légamo verde olvida los pliegues del vestido.–Qué rico es–, dice, despertando, pone su mano en el pelo del encerador, al que espera una camioneta sin patente en cada punta de su vida–. ¿Cuándo me lo puedes hacer de nuevo? Quiero jugar a eso todos los días.
–¿Te gustó?–, pregunta el encerador, maravillado, mirándola desde su inmenso overol ante la brillantez castaña de los ojos de la niña, parece una castaña de comienzos de otoño recién caída, intacta en el suelo, parece una pequeña flor, un pensamiento de terciopelo, la lame llenándola de su gruesa saliva almidonada de encerador.
–¿Puedes venir todos los días y hacérmelo? –, dice la niña.
–Sí–, contesta el encerador, quien tiene antecedentes de hambre crónica y conducta desadaptada de nacimiento.
Entonces la voz que reina en el patio y en la casa y que se llena de alfileres para coser las bastas, llama a la niña desde la puerta de la cocina.
La niña va arrastrando los zapatos de charol, limpiándoselos con la parte de atrás de los calcetines blancos, alisándose el vestido, volviendo al derecho los miles de lacitos de los encajes que se han torcido, mientras con una mano se sube los calcetines a tirones.
–Pero un minuto que te dejan sola y mira cómo te pones–, le llega la voz, como una cascada–. Mira cómo tienes el vestido recién planchado. ¿Dónde has estado revolcándote?
La niña se llena de admiración, su mamá es bruja, piensa, sabe las cosas sin haberlas visto. Y ya le va a contar lo rico que le ha hecho el encerador, que sabe un juego precioso, cuando oye que la voz dice, agria, remeciéndola.
–Estás imposible. Voy a tener que lavarte otra vez, y mírate el pelo, parece que hubiera pasado un ejército de patos por tu cabeza…¿Y ese olor?... Como si te hubieras metido en lavaza…, bueno con la niña desordenada esta–, dice pasándole una mano por la cabeza.
La niña se mira los calcetines. Están empapados de algo que no sabe lo que es. Piensa que esto no se lo va a contar al padre Benedicto que grita en las misiones. Piensa que ella no va a llegar nunca a la rosa que hay al final del camino del bien, con espinas y dolor, de las filminas que les muestran después de almuerzo en la clase de formación general. Piensa que el padre Benedicto tiene la palabra pecado atravesada en el centro de la garganta y la escupe cada vez que puede por cualquier cosa, no, mejor no le contará lo rico que es este juego que ha inventado para ella el encerador.
De pronto, la voz se agacha junto a ella, le palpa los calzones y truena:
–¡Cochina, asquerosa! Te measte de nuevo. Ahora sí que no te libras del castigo ¿sabes?
Y la arrastra hacia el baño.
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