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lunes, 23 de marzo de 2020

MALDITO KAYAK – Florencia Abbate

Florencia Abbate (Buenos Aires, 1976). Escritora, Doctora en Letras (UBA) y periodista argentina. En 1998 incursionó en el periodismo cultural, actividad que ha desempeñado en medios impresos tales como Radar Libros, del diario Página 12 y la revista Ñ, de Clarín, los suplementos culturales de La Nación y El País (Uruguay), así como en revistas de México y España. Durante su extensa y fecunda carrera literaria ha publicado, entre otros, los libros Puntos de fuga (cuentos, 1996); Los transparentes (poesía, 2000); Literatura latinoamericana para principiantes (2003); El grito (novela, 2004); Una terraza propia (antología de cuentos, 2006); Las siete maravillas del mundo (cuentos para niños, 2006); Magic resort (novela, 2007); Love song (poesía, 2014) y El espesor del presente. Tiempo e Historia en las novelas de Juan José Saer (ensayo, 2014). Ha sido una de las impulsoras del movimiento #NiUnaMenos en Argentina. Sus libros más recientes son: Felices hasta que amanezca (cuentos, 2017) –el cual incluye el texto que encontrarán más adelante-; y Biblioteca Feminista. Vidas, luchas y obras desde 1789 hasta hoy (ensayo, 2020), ambos publicados por Emecé. Su página web es: www.florenciaabbate.com

Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de Florencia Abbate.



MALDITO KAYAK


Carátula de: Felices hasta que amanezca (emecé, Buenos Aires, Argentina - 2017), de Florencia Abbate
Lionel se había encaprichado en llevar un kayak a pesar de que sólo íbamos a pasar cuatro días. Llegamos a las dos de la tarde. Transpirábamos, él adelante y yo atrás, cargando ese maldito kayak como si fuera un techo que se había caído sobre nosotros.

Tardamos casi una hora en encontrar un rancho en alquiler. Lionel se había quedado parado unos metros más lejos con el kayak. El dueño me lo muestra muy rápido y con desgano. Al instalarnos descubrimos que está lleno de telarañas, el cuarto queda en un asfixiante entrepiso y del colchón de la cama sale olor a humedad. Lionel me reprocha que no lo haya mirado mejor. Levantamos el colchón y lo sacamos al sol.

Atardece. Estamos por entrar el colchón y se acercan los vecinos. Nos cuentan que se están preparando para una fiesta de disfraces y nos invitan a ir. Hablan con un acento distinto al nuestro.

–¿Son chilenos? –le pregunta Lionel a la chica.

–Él sí. Yo soy de Mendoza… ¡Qué divino! –exclama al verlo en medio del living–: ¡Trajeron un kayak!–. Lionel asiente con la cabeza y me mira como diciendo: ¿Viste?

La mendocina se pinta los ojos con mi delineador y nos cuenta que hicieron una leche con hongos de la zona. Sale del rancho y el chileno nos dice hasta luego y la sigue. Acomodamos el colchón en la cama. Bajamos y nos miramos sin saber qué hacer. Estamos casi a oscuras y hay solo dos velas que dejaron los inquilinos anteriores. Me acuerdo de cuando me parecía romántico que en el pueblo no hubiese electricidad. Ahora me resulta deprimente. Lionel sugiere que vayamos a la fiesta.

–Está bien, vamos –le digo.

Ninguno de los dos tiene ganas de disfrazarse así que vamos como estamos. Caminamos por la playa hasta que distinguimos a un grupo de personas sentadas en ronda. Un barbudo que les habla a los demás.

–¿Eso será la fiesta?

–Que sé yo...

El barbudo es español y diserta sobre lo bien que se puede vivir sin usar dinero, viajando a diferentes sitios donde hay comunidades Arco Iris. Unos artesanos despliegan sus mantas cerca de la ronda. Lionel se acerca a ellos y se pone a charlar. La hija de uno de los artesanos viene a venderme un juguete. Son dos muñequitos de plástico cuyas cabecitas, al acercarlas, se dan un beso. Parece fabricado en China.

Una artesana le pasa a Lionel una jarra con clericó. Los de la ronda se ponen a tocar tambores y panderetas. Se levantan y empiezan a bailar. Lionel me pasa la jarra y bebo un poco. Unas sombras emergen del mar y corren hacia mí haciendo caras raras. Eran Gatúbela y Aquaman, la mendocina y el chileno. Parece que los hongos hicieron efecto, no paran de reírse. Me toman de las manos y bailamos. La mendocina se evapora y bailo con el chileno. Estoy mareada. Empiezo a buscar a Lionel con la vista. Tengo la sensación de que está por pasar algo malo. Me alivia reconocerlo de espaldas, sentado frente al mar. Camino hacia él y lo abrazo por atrás. Pero al besarlo me resulta extraño, como si fuera una más de esas personas que acabo de conocer.

Un zumbido me perforaba los tímpanos mientras todavía soñaba. Habíamos volcado en la ruta, bajábamos y veíamos que las ruedas seguían girando con el auto dado vuelta. Abro los ojos y comprendo que lo que me despertó es la alarma de un auto. Antes nadie venía a este pueblo con autos. Hace años que no amanecía con tanta resaca. Intento recordar cómo llegamos al rancho pero no me acuerdo nada. Oigo los ronquidos de Lionel, hundido en el kayak con todo el cuerpo contorsionado. Me acerco a susurrarle que vaya a la cama. Se despereza, estira una pierna por afuera del kayak y pasa junto a mí como si no me viera.

Escucho el agua de la ducha y me acuerdo de esas épocas en que a veces nos duchábamos juntos. Desayunábamos en la cama, regábamos las plantas, les dábamos de comer a unos gorriones que habían nacido en la terraza; él dibujaba mientras yo traducía a poetas ingleses del siglo XVIII, de a ratos conversábamos, salíamos a caminar y cuando nos cansábamos nos metíamos en un café viejo, volvíamos y hacíamos el amor; a la noche cocinábamos con música, hacíamos el amor otra vez y estudiábamos mapas planeando adónde iríamos en enero, a remontar no sé qué río lleno de truchas grandes, nos quedábamos dormidos y nos despertábamos abrazados.

Lionel sale del baño chorreando agua y saca toda la ropa de la mochila para buscar su bermuda azul.

–¿Te acordás de los gorriones en la terraza?

Me mira sorprendido.

–Sí, a veces me acuerdo.

A la tarde decidimos ir a Playa Sur. Lionel está cautivado por un libro sobre kayakismo. Tirado en la esterilla, lee desde que llegamos. Le ofrezco un mate y mueve la cabeza.

–Tengo ganas de ir al rancho –le digo.

–Todo bien.

Paso por el almacén a comprar comida, velas, papel higiénico y un bidón de agua. Un viejo del pueblo me ve demasiado cargada y se ofrece a ayudarme. Se llama Popeye. Me asegura que buena parte de los turistas son gente despreciable.

–Fuman todo el día y se creen chamanes.

Al llegar encuentro a Lionel en la hamaca paraguaya. Me informa que se tapó el pozo ciego y que no queda otra que ponernos a desagotar con baldes el contenido. Atardece mientras vamos y venimos, rodeados de moscas, medio descompuestos. Los vecinos nos observan desde el porche de su casa mientras toman unas latas frías de cerveza. Ya no soporto más el olor ni la escena. Entro a lavarme las manos, me llevo por delante el kayak y me golpeo la pierna.

Preparo unos ravioles, cenamos y nos vamos a acostar temprano. Me intriga el libro de Lionel y en la cama lo espío mientras lee.

Despierto a medianoche asediada por mosquitos. Recuerdo haber soñado que tenía que buscar a Lionel en medio de un tsunami, nadando entre miles de equipajes que flotaban a la deriva. Todo se perdía en la corriente pero yo me encontraba con gente que no lo percibía como una catástrofe sino como una situación milagrosa. Caminaba por un sendero que conducía a una choza donde Lionel me esperaba. A medida que avanzaba me agachaba a levantar hojas muertas, caídas de los árboles, y trataba de revivirlas.

Me despiertan unos golpes contra las chapas del techo. Al parecer unos pájaros. Bajo a preparar un mate. Salgo a la puerta, me siento en el escalón y encuentro su libro: “El kayak es una embarcación que se lleva puesta. Más que ir en el kayak somos parte de él y él es parte de nosotros. El giro escorado es muy útil para suaves correcciones de rumbo”. Noto unas débiles gotas sobre la página del libro. Entro. Al rato parece como si estuvieran arrojando bolsas con piedras sobre el techo, que empieza a crujir y a moverse hasta que toda la estructura se sacude como un barco en una tempestad. Lionel se asoma desde arriba. Le pregunto si quiere algo.

–Últimamente sólo quiero dormir.

Me acuerdo del día que decidió que no iba a pintar más y se deshizo de todo. Lo vi rasgar los lienzos de sus cuadros con una navaja. Sacó las carpetas con dibujos y serigrafías para que se las llevaran los cartoneros. Les anunció a sus alumnos que no iba a dar más clases y les regaló los materiales. Me acuerdo cuando le pregunté: ¿Y qué pensás hacer con tanto tiempo libre? Y me dijo: Absolutamente nada.

Baja las escaleras y me acepta un mate. Sé que está angustiado y quisiera acercarme con dulzura pero no me sale. Esa angustia que hace años me hacía sentir que era profundo, hoy me molesta. Pienso que si tuviéramos hijos o más responsabilidades no tendría tanto tiempo para angustiarse. Estoy como hastiada de toda esa lucha consigo mismo que transcurre en su cabeza. Ese es su campo de batalla, lejos de mí.

A la tarde llueve menos y pone música en su teléfono. Escuchamos ElegiacCycle. Todo lo que dura el disco es un remanso. Me tiro en la cama y hojeo una vez más el libro sobre kayakismo: “Los dos principales peligros que acechan al kayakista son la falta de aire (ahogamiento) y la pérdida de temperatura (hipotermia)”. Me parece estar leyendo un manual de autoayuda para parejas. Retomo mi libro. Se acuesta a mi lado y me pide que le lea un poema: Yo deseaba /conocer todos los huesos de tu columna, /todos los poros de tu piel/ los rulitos de tus vellos / Dejar / que toda mi piel, mis manos / tobillos, hombros, tetas / y hasta mi sombra /quedaran para siempre impresos / en eso de vos, lo que sea, /que siempre será desconocido para mí /Para acunar tu sueño.

Tenemos que salir a cargar la garrafa de gas antes de que se haga de noche. Por el camino nos cruzamos a la artesana, que nos cuenta que van a hacer contact en la playa y nos invita a ir. El español de los Guerreros Arco Iris va con ella. Mira a Lionel y le dice que es un Guerrero Rojo, por el color de su pelo. Lionel levanta las cejas y los hombros.

Esperamos en la puerta del almacén hasta que cargan la garrafa. La gente que pasa le deja billetes en la gorra a un flaco que toca la guitarra y canta pésimo. Lionel dice:

–Desgraciadamente no todos los artistas viven del arte, ni todos los que viven del arte son artistas.

Volvemos al rancho de buen humor. Tiene ganas de ponerse a cocinar y me promete mi plato favorito. Me siento en el escalón y sigo leyendo a Denise Levertov. Después de tanta lluvia, la noche está hermosa. Me acuerdo del primer verano que pasamos juntos en el Cabo. Mi cuerpo dolorido, como sacudido por alto voltaje, no daba más. Ya había perdido la cuenta de la cantidad de días que llevábamos encerrados, amándonos como adictos y extrañándonos cuando nos separábamos sólo para ir al baño a salpicar con agua fría nuestros cuerpos transpirados. Lionel sale a avisarme que pronto va a estar lista la cena. Lo veo radiante, con la cara al rojo vivo por el calor de las hornallas, a tono con su pelo. Nos miramos con ternura y siento una compasión inmensa por él y por mí, y en este instante lo amo profundamente.

Vuelve a la cocina y me doy cuenta de que no tenemos mesa para comer afuera. Se me ocurre usar el kayak. Lo saco, coloco unos buzos en la parte de abajo para que quede más estable, despliego el mantel y pongo la mesa. Lionel se acerca con la cacerola caliente. Quiero ayudarlo. Se la quito de las manos y la apoyo. Lionel se agacha a levantar un buzo suyo de abajo del kayak.

–¡Cuidado! –grito, pero es tarde. La porrusalda a la vasca se desparrama por todas partes. Las copas se hacen añicos contra el piso. Y la única botella de vino que teníamos se vuelca, como si fuera sangre que desdibuja un paisaje de ensueño en una foto instantánea.

–¡A quién se le ocurre! Un kayak no sirve para mesa.

–Tu kayak no sirve para nada –digo y me aguanto las lágrimas.

Me despertaron otra vez los persistentes golpeteos de los pájaros en el techo. Lionel ya estaba levantado. Había abierto las ventanas. Era un día de sol. Nuestro último día en el Cabo.

Fue un poco como entrar en un cine con la película por la mitad e intentar adivinar el argumento. Había guardado las cosas en las mochilas, había barrido y se había afeitado.

–Ponete la bikini. Vamos a la Playa Norte.

En Playa Norte encontramos al chileno. Lionel apoya el kayak para descansar. Yo clavo la sombrilla y me siento. El chileno nos cuenta que discutió con su chica y que ella se fue. Lionel se saca la remera y camina hacia la orilla.

–Pablo –se presenta el chileno.

–Briana.

Me pregunta que a qué me dedico.

–Soy traductora.

–¿Y tu pareja?

–Artista.

–¿Qué hace?

–Absolutamente nada.

Me cuenta que él es antropólogo y que dirige un equipo de investigación. Lo escucho en segundo plano mientras miro a unos chicos jugar en la orilla: una nena y un nene construyen meticulosamente un castillo de arena, con varias rampas y entradas. Me fascina la seriedad con que lo hacen.

Lionel vuelve con las manos llenas de caracoles, desparrama su botín y se dedica a limpiarlo, pensativo. Unas nubes cubrieron el cielo. Pasa un hombre a dejarnos un volante de alquiler de caballos. Pablo dice que estaría bueno ir. No le cuesta demasiado tentarme.

–Vayan, yo me quedo –dice Lionel. Levanta el kayak y camina hacia el mar. Lo miro alejarse, pensando que es hermoso. Al viento, su cabello rojizo parece un incendio bajo el cielo nublado.

Pablo me pide que le sacuda la arena de la espalda. Subiendo las dunas, me cuenta que está harto de Chile y que por suerte le aprobaron un proyecto para irse afuera:

–Una universidad norteamericana me beca para que me dedique a cuestionar al capitalismo.

–¿Dónde?

–En un campus que fundó un esclavista –dice y se ríe.

Durante el resto del trayecto me explica toda clase de cosas sobre equitación. Hasta me hace sentar a horcajadas en una piedra para enseñarme lo que tengo que hacer si el caballo se desboca. No paramos de reír durante toda la caminata.

Al ver a los caballos nos miramos decepcionados. Lucen viejos y cansados. Nos atiende una señora que habla con los caballos como si fueran ellos los que nos van a alquilar a nosotros. Nos miramos haciendo un esfuerzo para evitar la carcajada.

Queremos galopar pero los caballos no dejan de trotar lentamente. Cada tanto se paran a mordisquear los arbustos o se distraen a beber en el arroyo. De todos modos el paisaje es bello. Atravesamos un bosque de eucaliptus y en el tímido reflejo de unos rayos en los árboles todavía mojados se ven espirales de colores. Estar presente, ir a caballo sin más tiempo que el ahora: ni pensamientos ni recuerdos ni expectativas. Por fin disfruto algo.

Los caballos acceden a galopar. Pablo se excita:

–¡Ahora no quiero parar nunca!

Pero ya nos acercamos al punto de partida. Divisamos a la señora que aguarda expectante a sus caballos. Pablo me ayuda a desensillar.

Subimos un médano y pone su mano en mi espalda, giramos al mismo tiempo y nos abrazamos, como si unos imanes nos hubieran atraído. Me aprieta contra él pero en el momento previo a cruzar un umbral, tomo distancia.

–Gracias por esta hermosa tarde.

–Gracias a vos.

Camina en dirección a los ranchos y yo bajo a la playa.

Nuestra sombrilla todavía estaba ahí, pero a Lionel no lo veía por ningún lado. Comencé a caminar hacia las rocas. Al llegar distinguí entre las olas los colores del kayak.

–¡Lionel! –grité varias veces.

Noté que me miró unos segundos y siguió remando.

Las nubes parecían absorber todo el sonido, incluso el de las olas. El eco de mi voz resonaba en el vacío y me sentí ridícula.

Me senté sobre las frías piedras blancas, contemplaba la rompiente y sentía que algo fluía y se evaporaba, como si las imágenes de nuestra vida desfilaran por delante de mí y se precipitaran barranca abajo, hacia la oscuridad, indiferentes como el agua. Lionel se alejaba con el kayak, su imagen se volvía cada vez más pequeña, y yo lo vi irse hasta que supe, como si al fin comprendiera el sentido del viaje, que nuestra relación se había terminado, que lo había perdido.

Debo haber permanecido un largo rato en la misma posición. Mucho después, oí que alguien se quejaba del viento y sólo entonces advertí que estaba helada. Sentía un latido irregular en el pecho, como si un pájaro atrapado en mi caja torácica se golpeara la cabeza.

Me levanté para irme y vi una esfera sobre el mar, amarilla o naranja, se hizo roja. De golpe pareció hundirse en el mar, desapareció y se formó un arco iris. Caminé hasta donde habíamos dejado nuestras cosas. Los niños destruían su magnífico castillo y se alejaban corriendo y salpicando, despreocupados. Miré nuestra sombrilla, a punto de volarse, y me fui tras ellos.

Esperé un par de horas en el rancho. Luego anduve dando vueltas por el pueblo preguntando en todos lados si te habían visto. El periplo terminó con mi llanto en la puerta de la comisaría. Cerca de medianoche comenzó el operativo de rescate. A la mañana un helicóptero se había sumado a la tarea. Yo lo observaba sobrevolar el mar, absorta, como si mirara una película. El mal tiempo complicaba la búsqueda. Hubo un intenso rastrillaje del personal de la Prefectura, pero nada. Así pasaron cinco días. Jamás podré olvidarme de la cara del jefe del equipo de rescate cuando me dijo: “Se acabó”.

Dos semanas después me llamaron. Tuve que avisarle a tu mamá que un buque pesquero había descubierto mar adentro un cuerpo flotando, que había sido remitido a la Morgue Judicial de Rocha, en donde nos citaban para su identificación. Tal como intuí, no eras vos.

En ese viaje me visitaron el Teniente Walter Sánchez y el Coronel Wilson Gracia, miembros de la Fuerza Aérea Uruguaya y agentes de Cridovni (Comisión Receptora e Investigadora de Denuncias de Objetos Voladores No identificados). Gracia me explicó las tareas de ese organismo estatal, creado el 7 de agosto de 1979, con la función de evaluar las denuncias de avistamientos en el espacio aéreo uruguayo. Sánchez asintió con la cabeza y sacó de una carpeta un expediente con el rótulo de “reservado”. Figuraba la fecha de tu desaparición, 13 de Febrero, y contenía testimonios de turistas, un croquis y una foto de aquella esfera roja que había aparecido sobre el mar, y que yo estoy segura de que fue un fenómeno atmosférico. “En base a nuestro análisis científico”, admitió el Teniente, “la Fuerza Aérea no descarta una hipótesis extraterrestre como causa de la desaparición de tu marido”. Los miré perpleja e indignada. Esa era la absurda explicación que le daba el Estado a nuestra separación.

No sé cuál fue la historia verdadera, pero sin dudas tampoco debió ser la que adoptaron algunos habitués del Cabo. La había propagado el español, que aquel día me buscó para decirme que el arco iris es el signo de la unión entre todos los seres como una gran familia, y que vos eras un Guerrero Rojo que había cruzado “el puente”, mitad persona y mitad barco, como un centauro. Estaba convencido de que fuiste “un enlazador de mundos”, que logró atravesar el portal Arco Iris hacia “la dimensión de Convergencia Armónica”.

Poco antes de irme del Cabo para siempre, entré al almacén a comprar aspirinas. Adentro estaba Popeye conversando con otros lugareños: “¿El kayakista argentino estará muerto?”, le preguntaba uno cuando entré. “Más muerto que mi abuela”, le dijo Popeye.

En el viaje de vuelta no pude ni hablar con tu mamá. No aguantaba su llanto. En un momento me dormí y soñé que habían incendiado todas las construcciones del Cabo. Y unas tablas carbonizadas pertenecientes a nuestro rancho se inclinaban sobre los escombros donde unos niños hacían malabares con naranjas. Soplaba un viento helado y los parlantes del balneario trasmitían modulaciones extrañas. Una voz que sonaba un poco a música en un disco rayado y que luego se convirtió en una risa que enseguida reconocí. Como si hubiera llegado a la baranda de algún mirador, me incliné hacia tu risa con el cuerpo todavía estremecido por los últimos vértigos: una nube cuya sombra súbita cae en el agua y la noche donde surgen, sin sentido, los jeroglíficos rotos de las estrellas.

Durante todo este tiempo mi intuición amorosa fue más poderosa que cualquier nostalgia. Nunca me abandonó la confianza en que estabas sano y salvo, y en que aquel accidente fue tu excusa para una vacación impredeciblemente prolongada. Algo de eso me permitió impedir el avance en apariencia inexorable de la tristeza, aunque ciertos días la haya visto instalarse como un polvillo que se desparrama sin aviso y cubre todas las cosas.

Me consuela pensar que sos feliz y te atreviste a dejar que el pasado se disuelva, sin vuelta atrás. No pregunto por la historia verdadera. Pero hay días en que encuentro por azar algún dibujo tuyo guardado en un libro y me perturba el misterio, o pongo aquel disco y escucho tu risa esparcida en las notas del piano, como el fantasma de una vida anterior. Queda el anhelo de saber cómo es que las cosas llegan a ser lo que no siempre fueron. Maldito kayak, maldito amor.

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