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lunes, 18 de mayo de 2020

SKAKAVITSA – Franco Chiaravalloti

Franco Chiaravalloti, escritor argentino (foto en color)
Foto: Ana Portnoy
Franco Chiaravalloti (Buenos Aires, 1979). Docente y escritor argentino, radicado en Barcelona, España. Se tituló como Máster en Teoría de la Literatura por la Universidad de Barcelona. Es colaborador de diversas editoriales como lector y redactor, e imparte clases de narrativa (novela y cuento) en la Escola d'Escriptura del Ateneu Barcelonès. Ha publicado los libros de cuentos Como un cuentagotas que se presiona suave, muy suavemente (2009); y Esos de ahí afuera (2015). Ha colaborado, además, en numerosas antologías de narrativa breve e hiperbreve. El texto que aquí se publica pertenece a un proyecto en desarrollo, todavía no publicado.

Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de Franco Chiaravalloti






SKAKAVITSA


Era el camino indicado y la dirección correcta, pero el refugio no aparecía. Sandra y Gabriel llevaban siete horas ascendiendo la montaña. Las espaldas sudaban cada vez que el sol les sorprendía al atravesar un claro, y el aire les provocaba escalofríos cuando volvían a penetrar la espesura del bosque. Skakavitsa y una flecha, eso decían todos los carteles con los que se topaban, escritos en chapas oxidadas. Seguro que no los cambian desde la época de Stalin, dijo Gabriel entre un jadeo y otro. Mierda de países atrasados. Sandra iba tras él, siempre tras él, con una mochila bastante más pequeña que la de su marido, y con pasos más cortos.

Continuaron subiendo durante una hora o dos, evitando rocas, saltando arroyuelos, apartando ramas, secándose el sudor terroso que les caía de la frente. De los muslos surgían punzadas de dolor, de los pies latidos constantes, y los estómagos se estrujaban de tan vacíos.

La luz del sol se enfriaba. El aire se transformaba en viento.

Cuando Sandra se sentía en el umbral del llanto y Gabriel del insulto, a lo lejos distinguieron una construcción con techo a dos aguas. El refugio, por fin, dijo Sandra, y lloró de todos modos. Fue un llanto tenue. Deseó el abrazo de su marido para calmarse o para celebrar, pero Gabriel subió el poco trecho que quedaba dando enormes zancadas, sin esperarla.

El último tramo resultó ser el más duro. Las ganas de llegar, ducharse y, sobre todo, de comer algo, le dieron a Sandra los bríos necesarios para saltar las últimas rocas y alcanzar la meta. La recibió un cartel en búlgaro, tan oxidado como los anteriores, que posiblemente daba la bienvenida al visitante. A unos metros estaba Gabriel, brazos en jarra, mochila en el suelo, respirando profundamente y contemplando el entorno rodeado de picos nevados. El refugio se veía mucho más deteriorado que la foto promocional que encontraron por Internet. Las paredes lucían desconchadas, y frente a la entrada unos troncos arrumbados y llenos de moho parecían haber dado forma, alguna vez, a una mesa de picnic.

Cuando advirtió la llegada de su mujer, Gabriel se acercó a ella y le dio un beso seco y corto en los labios.

—¿Entramos?

Cargó con las dos mochilas y caminó decidido al interior. A Sandra le gustó ese beso. Admiró la espalda de su hombre, sus brazos musculosos, y sintió un relámpago de felicidad.

La planta baja del refugio olía a cebolla hervida. Algunas paredes estaban cubiertas de viejos mapas y fotos en blanco y negro en las que antiguos montañistas posaban con porte heroico ante la cámara. Una lámpara escuálida colgada del techo bregaba por dar algo de luz. En la sala había decenas de largas mesas de madera, todas vacías excepto una, ocupada por un matrimonio y tres niños que sorbían ruidosamente sus sopas. Sandra y Gabriel saludaron con una inclinación de cabeza, pero no recibieron respuesta. El mostrador estaba al fondo del salón. Detrás, dos hombres de bigote poblado y chaleco con bolsillos los recibieron con el ceño fruncido. Los abordó Sandra, como siempre, valiéndose de su inglés fluido; les mencionó la reserva, las dos noches pagadas, y que querían cenar, por favor, que después de ocho horas de ascenso estaban desesperados y les urgía comer algo. Sonrió y miró a su marido; él también sonrió.

El más alto y más delgado les respondió en búlgaro con voz latosa. Sandra sólo entendió la palabra passport, y le entregó los dos pasaportes que llevaba en la riñonera. El más bajo y más gordo apuntó algo en una planilla, y sin pronunciar palabra dejó sobre el mostrador una llave con un llavero que tenía el número dieciséis.

Se quedaron en silencio tres, cinco segundos. Sandra insistió, ahora modulando las palabras:

—We are hungry. We need something to eat.

No hubo respuesta. Sandra juntó los dedos de una mano e hizo el gesto de llevarse algo a la boca. Gabriel la secundó frotándose la barriga.

Los hombres respondieron en búlgaro con un tono más alto y la voz más latosa. Señalaron un cartel que, por supuesto, estaba en búlgaro.

Sandra se giró y buscó la mirada de Gabriel.

—¡Tenemos hambre! —gritó él en castellano—. ¿Qué tienen de comer?

El bigotudo alto elevó aún más la voz, salió de detrás del mostrador y se acercó al cartel. Con espuma en la boca señaló una frase, escrita con rotulador negro sobre papel madera. Entre esas letras cirílicas Sandra detectó un número veinte. Entendió. Miró un reloj de pared: eran las veinte y quince de la noche.

Les señaló el reloj.

—No food? It's only been fifteen minutes past eight o'clock!

No food, no food, repitieron los dos, y sacudieron las manos del mismo modo en señal de negación.

Sandra volvió a buscar los ojos de su marido. Le tembló la mandíbula y creyó que iba a llorar otra vez, llanto que un abrazo de su hombre podría atenuar. Pero él no le devolvió la mirada. Arrojó las mochilas al suelo y dio un paso adelante.

—¿No entienden que no hemos comido desde el mediodía? ¡Hijos de puta!

Sandra le apoyó una mano en el pecho y le dijo tranquilo, cariño, tranquilo. Gabriel cogió con furia las llaves sobre el mostrador, se cargó las mochilas al hombro y sin pensar se dirigió a la escalera, suponiendo que desde allí se accedía a las habitaciones.

Los hombres se quedaron mirando a Sandra sin mostrar el más mínimo gesto, sin siquiera levantar las cejas. Sandra se cruzó de brazos. Aún le temblaba la mandíbula. Les sonrió más por instinto que por deferencia y ellos asintieron. Con pasos débiles subió la escalera.

El frío era más punzante en la primera planta, y la oscuridad más espesa: el pasillo estaba iluminado por bombillas de potencia aún menor que las de abajo, lo que apenas hacía visible las paredes desnudas y las puertas de metal de las habitaciones. Sus pasos crujieron sobre la arenilla y el suelo de madera. El refugio parecía no tener más huéspedes que ellos dos y la familia que tomaba sopa. Por una ventana vio el contorno de las montañas y el cielo, ahora añil, picoteado de estrellas. Sintió miedo, ¿donde está Gabriel? En mitad del pasillo dio con una puerta entreabierta. La empujó tímidamente y enseguida reconoció las mochilas. La de Gabriel estaba deshecha y sus pertenencias desparramadas con furia sobre una de las camas. Con furia también parecía que se había desnudado, había tirado al suelo la camiseta, los zapatos y el calzoncillo; los calcetines largaban una peste que Sandra no soportó, y por eso los tapó con un cojín. No había baños privados en las habitaciones. Entendió que Gabriel había ido directamente a las duchas compartidas, quizás un buen baño caliente conseguiría mitigar su hambre y su indignación. La habitación era tan minúscula que apenas cabían dos camas individuales y una mesa pequeña. Encendió la luz de noche, se quitó las botas de montaña y se sentó en la cama que había quedado libre, con la espalda contra la pared y las piernas junto al pecho. Se apoltronó y los largueros de la cama crepitaron como ramas al partirse. El hambre y el frío le pinchaban las costillas. Sintió el vaho de su propio sudor. La luz artificial, ahora sí, reemplazó definitivamente a la natural. Se abrazó aún más a sus piernas, esperando a que Gabriel acabara de ducharse; después iría ella, y a su regreso ambos compartirían una de las pequeñas camas, se cobijarían desnudos bajo las mantas, olvidarían el ascenso tortuoso, el hambre, la discusión, evitarían echar culpas sobre a quién se le había ocurrido reservar en este sitio. Guarecidos al calor de sus cuerpos, aspirarían el perfume ajeno, saborearían la saliva del otro, besos intensos que hacía tiempo no se daban, ella se sentaría a horcajadas sobre el sexo ya duro de él y se dejaría penetrar lenta, muy lentamente en ese refugio stalinista.

Sandra continuó en silencio abrazada a sus rodillas. Buscó nuevas ideas para evitar pensar en el hambre, que crecía en su cuerpo como gangrena atacando la pierna de un soldado. Mejor sería imaginar el día siguiente, no pensar en comida sino en el próximo refugio en el que se hospedarían —que no sea como este, por favor—; refugio que, según el mapa, distaba a cinco horas a pie. Pensó en Gabriel, en su risa grave, en el vaivén de su pecho cuando dormían la siesta y ella apoyaba allí la cabeza. Tragó saliva, ni siquiera tenían agua; podría bajar a pedir en la recepción —no serían capaces de negársela— o incluso beber del grifo. Pero sintió miedo y frío, y creyó que lo mejor sería esperar a Gabriel. Ensayó la sonrisa con la que lo recibiría cuando regresara, esa sonrisa amplia y carnosa que él tanto solía halagarle al principio de la relación.

Pasaban los minutos y Gabriel no regresaba de las duchas. Sandra seguía temblando. Se incorporó, y hedionda como estaba se desnudó, se puso el pijama, apagó la luz y se metió bajo las mantas. En esa posición, la necesidad de descansar era más urgente que el deseo de alimentarse. Un hormigueo voraz comenzó a subirle por las piernas, conquistó el torso, se apoderó de los brazos hasta la punta de los dedos, después trepó por el cuello y le llegó a la boca. Era una vibración constante y débil. Para su sorpresa, le resultó agradable. Creyó que iba a dormirse de inmediato y se sintió feliz: mañana todo serían anécdotas por recordar; dentro de unos meses, esta experiencia sería evocada entre risas en alguna reunión de amigos, entre quesos y copas de vino; pero cuánto hacía que no organizaban cenas en casa. El hormigueo, que ya le había anestesiado el cuerpo, no le llegaba a los ojos. No podía moverse, pero tampoco dormirse. La oscuridad fusionaba el contorno de los objetos de la habitación hasta hacerlos desaparecer. Ya no podía ver mochilas, ni la cama de enfrente, ni la lámpara, ni la ventana, y menos aún el bosque y las montañas que ya habían sido devorados por la noche sin luna.

Sintió el chirrido de la puerta al abrirse y un estallido seco al cerrarse. El regreso de su hombre le trajo una ventisca de calma. Quiso decirle algo, cariño, ven, acuéstate aquí conmigo, pero no pudo mover la boca. Gabriel rumió unas palabras que Sandra no entendió. Creyó que se tumbaría en la otra cama y se dormiría sin más; y es lógico, pensó Sandra, no puede haber sexo ni arrumacos donde hay enfado, hambre y cansancio. Pero Gabriel arrancó de un tirón la manta que cubría a Sandra, le quitó el pijama con violencia, la camiseta primero, el pantalón y las bragas después, y se arrojó sobre su cuerpo frágil e inerte. Sandra no podía abrir las piernas. Lo hizo él con sus propias manos, y sin preámbulos la penetró. Hacía meses que el pene de Gabriel no visitaba la vagina de Sandra. Ese ímpetu inesperado parecía ser la antesala de una cabalgata dulce a la vez que intensa, como en las primeras épocas, pero Gabriel se limitó a moverse sin gracia, de manera neumática. Imposibilitada de ver su rostro y su cuerpo, lo rodeó con sus brazos escuálidos; la espalda de él era más exuberante y montañosa. Bajó las manos para agarrarle el culo, esas nalgas duras ahora más duras y más anchas. Gabriel empujaba, y al hacerlo largaba gemidos animales que Sandra jamás le había escuchado. Más que movimientos eran espasmos, no traían placer al sexo de Sandra sino que le provocaba dolor, en la vagina, y también en el pecho. El peso del cuerpo de su marido le estaba quebrando las costillas. Sintió un chasquido, otro, otro más, iba a cerrar los ojos para esperar a que él terminara y no pensar en sus propios huesos rotos perforándole los pulmones. Era absurdo cerrar los ojos, no había diferencias entre la oscuridad de dentro con la de fuera. Gabriel largó otro gemido, un grito como de jabalí o de cualquier animal mediano al que le deslizan un cuchillo filoso en el cogote. Descargó su líquido caliente en el interior de ella, y sin decir palabra se levantó y se tumbó en la cama de enfrente. Los huesos de Sandra sonaron como las teclas de un piano sin cuerdas. Los pulmones agujereados, el estómago vacío, los ojos abiertos de par en par en las tinieblas, ojos que se mantendrían así de abiertos hasta la mañana siguiente.

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