Ernesto Cardenal Martínez (Granada, 1925 – Managua, 2020). Sacerdote, pintor, escultor, traductor, político y escritor nicaragüense. Sacerdote de la Orden católica del Císter (1965-1985), quien promovió y defendió la Teología de la Liberación. Fue Ministro de Cultura del Gobierno Sandinista de Nicaragua (1979-1987. Fue miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y de la Academia de las Artes de Berlín. Produjo una abundante obra literaria, compuesta, entre otras publicaciones, por los libros de poesía La hora cero (1957), Gethsemani Ky (1960), Epigramas (1961), Salmos (1964), Oración por Marilyn Monroe y otros poemas (1965), El estrecho dudoso (1966), Mayapán (1968), Homenaje a los indios americanos (1969), Antología (1972), Canto nacional (1973), Oráculo sobre Managua (1973), Canto a un país que nace (1978), Tocar el cielo (1981), Vuelos de victoria (1984), Quetzalcúatl (1985), Los ovnis de oro (1988), Cántico cósmico (1989), El telescopio en la noche oscura (1993), Antología nueva (1996), Versos del pluriverso (2005), Pasajero de tránsito (2006), El celular y otros poemas (2012), Hidrógeno enamorado, antología (2012), Somos polvo de estrellas, antología (2013), Poesía Completa Tomo I (2007), Poesía Completa Tomo II (2007) y Poesía Completa (2019); los volúmenes Vida perdida (1999), Los años de Granada (2001), Las ínsulas extrañas (2002) La revolución perdida (2004) y El evangelio en Solentiname (2006). Fue distinguido con reconocimientos como el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2009); el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (2012); el Premio Internacional Pedro Henríquez Ureña (2014), otorgado por el Ministerio de Cultura y la Presidencia de la República Dominicana (el cual recibió en el acto inaugural de la XVII Feria Internacional del Libro Santo Domingo 2014, junto con el escritor Eduardo Galeano, de Uruguay); la Orden de la Independencia Cultural Rubén Darío, conferida por el gobierno de Nicaragua; y el Premio Mario Benedetti (2018), entre otros galardones. El texto que leerán seguidamente forma parte del volumen compilatorio Cuentos nicas (1992), de Editorial Popular.
EL SUECO
Yo soy sueco. Y comienzo declarando que soy sueco porque a ese simple hecho se deben todas las extrañas cosas que me han sucedido (que algunos considerarán increíbles) y que ahora me propongo relatar. Yo soy sueco, pues, como iba diciendo, y vine, hace ya muchos años, por una corta visita, a esta pequeña y desventurada república de Centroamérica —en la que aún me encuentro— buscando un ejemplar de una curiosa especie de la familia de las Iguanidae no catalogada por mi compatriota Linneo, y que yo considero descendiente del dinosaurio (aunque en el mundo científico aún se discute su existencia).
Tuve la mala suerte de que apenas acababa de cruzar la frontera, cuando caí preso. Por qué caí preso no se espere que lo explique, pues nunca me lo he podido explicar yo mismo satisfactoriamente, por más que he tratado de explicármelo durante años, y no hay nadie en el mundo que lo explique. Es cierto que el país estaba entonces en revolución y mi aspecto nórdico causaría suspicacias, además de que había cometido la imprudencia de venir a este país sin conocer el idioma. Se me dirá que ninguna de estas razones son causa suficiente para caer preso; pero ya he dicho que no había explicación satisfactoria. Sencillamente: caí preso.
De nada me valió que tratara de hacerles comprender, en una lengua ininteligible, que yo era sueco. Mi firme convicción de que el representante de mi país me llegaría a rescatar se desvaneció más tarde, cuando descubrí que ese representante no sólo no podría entenderse conmigo, pues no sabía sueco y jamás había tenido la menor relación con mi país, sino que además era un anciano sordo y enfermo, y también él mismo, con frecuencia, caía preso.
En la cárcel conocí a gran cantidad de gentes importantes del país, que también acostumbraban a menudo caer presos: ex presidentes, senadores, militares, señoras respetables y obispos, y aun una vez, incluso al mismo jefe de policía. La llegada de estos personajes, que ocurría generalmente en grandes grupos, alteraba la rutina de la cárcel con toda clase de visitantes, mensajes, envíos de viandas, sobornos, motines, y hasta fugas a veces. Estas grandes llegadas de presos que había en los días de conspiración modificaba siempre la situación de nosotros los que teníamos, por así decirlo, un carácter más permanente en la cárcel, y de una celda individual —relativamente cómoda— podían pasarlo a uno a una celda inmensa repleta de gente y en la que apenas cabía una persona más, o a un agujero individual en el que también difícilmente cabía una persona, o incluso a la cámara de tortura —si teniendo el resto de la cárcel lleno— estaba ésta desocupada.
Pero digo mal cuando digo la cárcel, porque no era una cárcel, sino muchas, y muchas veces se nos cambiaba de una a otra sin razones aparentes: yo creo haberlas recorrido casi todas. Aunque un destacado opositor que estaba preso —y antes había sido una figura destacada del Gobierno— me dijo una vez que la cárcel era una sola; que el país entero era una cárcel, y que unos estaban en “la cárcel” dentro de esa cárcel, otros estaban con la casa por cárcel, pero todos estaban con el país por cárcel.
En estas cárceles es frecuente encontrarse a viejos presos de confianza, que están cumpliendo alguna sentencia muy larga por algún crimen, convertidos en carceleros, como también a antiguos carceleros en calidad de presos; y así como importantes hombres del Gobierno a veces caen presos, igualmente ha habido importantes presos de la Oposición que después han pasado a ocupar altos puestos del Gobierno (puedo atestiguar de uno que estuvo preso en estas cárceles y que, según me han dicho otros compañeros de prisión, aún participó en un atentado, y ahora es ministro de Estado), pero la confusión se aumenta más todavía con los agentes secretos y espías encarcelados, que uno nunca sabe con certeza si son falsos espías del Gobierno presos por entenderse con la Oposición o falsos presos puestos en la cárcel por el Gobierno para espiar a la Oposición.
A propósito de la Oposición, he de referir aquí lo que uno de los más importantes hombres de la Oposición me confió una vez: “La Oposición —me dijo—, en realidad, no existe: es una ficción mantenida por el Gobierno, como el Partido del Gobierno también es otra ficción. Hace tiempo dejó de existir, pero también a nosotros nos conviene mantener esta ficción de Oposición, aunque a veces caemos presos por ella”. Y si esto será verdad o no, no lo puedo asegurar. Pero mucho más extraordinaria revelación —y más increíble— fue la que me hizo, en el más grande de los secretos, uno de los más íntimos amigos del Presidente que —convertido ahora en uno de sus más encarnizados enemigos— estaba preso. “¡El Presidente —me dijo— no existe! ¡Es un doble! ¡Hace mucho tiempo dejó de existir!” Según él, el Presidente había tenido un doble que usaba para los atentados, los cuales muchas veces eran falsos y urdidos por el propio Presidente, para ver quiénes de sus amigos caían en la trampa y liquidarlos (aunque este juego también le resultaba peligroso, además de complicado, porque se prestaba a que verdaderos complotistas simularan con él urdir un falso complot, con el propósito de liquidarlo realmente), y parece ser que un día o fracasaría algún plan del Presidente o tendría éxito alguno de sus enemigos (quizás también con la complicidad del mismo doble —ya fuese por ambición personal para suplantar al Presidente o por defensa propia viendo su vida amenazada en el cruel oficio de doble—, aunque los detalles no los sabía o no me los quiso decir mi informante), pero el hecho había sido que el doble quedó en lugar del Presidente; y si todo esto es fábula, o patraña, o la verdad, o una broma, o el desvarío de una mente desquiciada por el encierro, yo no lo puedo decir, ni tampoco supe si la amistad de mi informante, o su traición, habían sido con el primer Presidente o con su supuesto doble, o con los dos.
Como se comprenderá, yo ya había llegado a dominar el idioma, y a adquirir, en la cárcel, un perfecto conocimiento de todo el país, y había tratado íntimamente a los personajes más importantes de la Oposición (y aun del Gobierno como ya dije), los cuales me hacían confidencias en la prisión que afuera no se hacen a la esposa, ni siquiera a los otros conjurados. Puede decirse, pues, que la única persona importante del país que yo no conocía era el Presidente. Y aquí empieza lo más extraordinario de mi historia: porque sucedió un día que, estando preso, no sólo llegué a conocer al Presidente, sino que además lo llegué a conocer en una forma mucho más íntima que como yo había tratado hasta entonces a ninguna otra persona de la Oposición o del Gobierno. Pero no nos adelantemos a los hechos.
En un principio, cuando caí preso, estuve repitiendo incansablemente que era sueco, pero al fin lo dejé de hacer, convencido de que así como para mí era absurdo que me encarcelaran siendo sueco, igualmente lo era para ellos el libertarme por el sólo hecho de serlo. Llevaba yo varios años en la situación que he referido, y perdidas las esperanzas de que al terminarse el período del Presidente yo me vería libre (porque éste se había reelegido), cuando llegaron a mi prisión unos agentes del Gobierno a preguntarme —para mi sorpresa— si yo era sueco. No sin titubear antes un momento, por lo inesperado de la pregunta y el interés que denotaban al hacerla, les respondí que sí, y al punto me hicieron bañarme, me rasuraron y me cortaron el pelo (cosas que jamás me habían hecho) y me pusieron un traje de etiqueta. En un comienzo, pensé que las relaciones con mi país habrían mejorado extraordinariamente, aunque, por otra parte, tantos preparativos y ceremonias —y especialmente el traje de etiqueta— me produjeron un serio temor, pensando que tal vez me llevaban a matar. El temor se disipó, en cierto modo, cuando descubrí que me llevaban ante el Presidente.
Inmediatamente que llegué se me abrieron todas las puertas hasta entrar al despacho del Presidente, quien parecía que me estaba esperando. Al verme, me saludó cortésmente: “¿Qué tal? ¿Cómo le va? Aunque creo que no ponía mucha atención en su pregunta. Antes que yo respondiera me preguntó si yo era sueco. Le respondí con toda decisión afirmativamente, y me volvió a preguntar: “Entonces, ¿usted sabe sueco?” Le dije también que sí, y mi respuesta le complació visiblemente. Me entregó entonces una carta escrita con delicada letra de mujer en la lengua de mi país, ordenándome que se la tradujera. (Más tarde me enteré que cuando llegó esa carta habían buscado inútilmente en todo el país alguien que pudiera leerla, hasta que uno, afortunadamente, recordó haber oído en la cárcel gritar a un preso que era sueco.) La carta era de una muchacha que suplicaba al Presidente le regalara unas cuantas de esas bellas monedas de oro que, según había oído decir, circulaban aquí, expresando al mismo tiempo su admiración por el Presidente de este exótico país, al que le enviaba también su retrato: ¡la fotografía de la muchacha más bella que yo he visto en mi vida!
Después de oír mi traducción, el Presidente, a quien la carta y sobre todo el retrato de la muchacha había agradado mucho, me dictó una contestación no exenta de galantes insinuaciones, en la que accedía gustosamente al envío de las monedas de oro, en generosa cantidad, aunque explicaba, sin embargo, que ello estaba expresamente prohibido por la ley. Traduje fielmente a la lengua sueca su pensamiento, con el firme convencimiento de que mi inesperado servicio me proporcionaría no solamente la libertad, sino hasta un pequeño nombramiento quizás, o al menos el apoyo oficial para encontrar la ansiada Iguanidae. Pero como una medida de prudencia, por cualquier cosa que pudiera pasar, tuve la precaución de agregar unas líneas a la carta que me dictó el Presidente, explicando mi situación y suplicándole a mi bella compatriota que gestionara mi libertad.
No tardé mucho en felicitarme por esta ocurrencia, pues apenas había terminado mi trabajo cuando fui llevado, con gran desilusión de mi parte, otra vez a la cárcel, donde se me quitó el traje de etiqueta volviendo nuevamente a mi triste condición de antes. Pero los días desde entonces ya fueron llenos de esperanza; sin embargo, la imagen de mi bella salvadora no se apartaba de mi mente, y al poco tiempo, una nueva bañada y rasurada y la puesta del traje de etiqueta me hicieron saber que la anhelada contestación había llegado.
Así era en efecto. Como yo ya lo había previsto, esta carta se refería casi exclusivamente a mi persona, suplicándole mi libertad al Presidente, pero (y esto también yo ya lo había previsto) yo no le podía leer esa carta al Presidente, porque, o creería que eran invenciones mías, o descubriría que yo antes había intercalado palabras mías en su carta, castigando hasta tal vez con la muerte mi atrevimiento.
Así me vi obligado a callar todo aquello que se refería a mi liberación, sustituyéndolo tristemente por frases aduladoras para el Presidente. Pero, en cambio, en la contestación galante que él me dictó, tuve la oportunidad de hacer una relación más completa de mi historia, desvaneciendo al mismo tiempo la idea romántica que ella tenía del Presidente y revelándole lo que éste era en realidad.
A partir de entonces, la linda muchacha comenzó a escribir con frecuencia demostrando un interés cada vez más creciente en mi asunto, con el consiguiente aumento de mis rasuradas y baños y puestas del traje de etiqueta, al mismo tiempo que de mis esperanzas de libertad.
Fui adquiriendo así cada vez mayor intimidad con ella a través de las contestaciones que me dictaba el Presidente, las que yo aprovechaba para desahogar mis propios sentimientos. Debo confesar que durante los largos y monótonos intervalos habidos entre carta y carta, el pensamiento de mi libertad (unido al de la maravillosa muchacha que podía proporcionármela) no se apartaba de mi mente, y ambos pensamientos a menudo se confundían en uno solo, hasta el punto de que yo ya no sabía si era por el deseo de mi libertad que yo pensaba en ella, o era por el deseo de ella que pensaba en mi libertad (ella y la libertad eran para mí lo mismo, como se lo dije tantas veces mientras el Presidente dictaba). Para decirlo con más claridad: me había ido enamorando. Parecerá improbable a los que lean este relato (estando afuera) que uno se pueda enamorar, en el encierro de una cárcel, de una mujer lejana a la que no conoce más que en fotografía. Pero yo les aseguro que me enamoré en esta cárcel, y con una intensidad que los que están libres no pueden ni siquiera imaginar. Pero, para desgracia mía, el Presidente, aquel hombre misántropo y solitario y extravagante y lleno de crueldad, también se había enamorado, o fingía estarlo, y, lo que era peor, yo había sido el causante y fomentador de ese amor, haciéndole creer, con el propósito de mantener la correspondencia, que las cartas eran para él.
En mis largos y angustiosos encierros, yo ocupaba todo mi tiempo en preparar cuidadosamente la próxima carta que leería al Presidente, lo que me era indispensable, pues éste no permitía que primero la leyese para mí mismo y después se la tradujera, sino que exigía que se la fuera traduciendo al mismo tiempo que leía, y además (fuese porque desconfiara de mí o por el placer que esto le proporcionaba) me hacía leer tres y aun cuatro veces seguidas una misma carta. Y preparaba también la contestación que escribiría, puliendo cada frase y esmerándome en poner en ellas toda la poesía y belleza tradicional de la lengua sueca, y aún incluyendo a veces pequeñas composiciones en verso de mi invención.
Para prolongar más mis cartas, fingía al Presidente toda suerte de preguntas sobre la historia, costumbres y situación política del país, a las que él respondía siempre con mucho gusto. Así, él me dictaba entonces largas epístolas, hablando de su Gobierno y de la Oposición y los problemas de Estado, y consultando y pidiendo consejos a su novia. Resultó entonces que yo, desde una prisión, daba consejos al Gobierno y tenía en mis manos los destinos del país, sin que nadie, ni el mismo Presidente, lo supiera, y obtuve el regreso de desterrados, conmuté sentencias y liberté a compañeros de prisión, aunque sin que ellos pudieran agradecérmelo. Pero el único por quien yo no podía abogar era por mí.
Uno de los más grandes placeres de los días de dictado era poder mirar el retrato de ella, que el Presidente sacaba de un escondite, según él “para inspirarse”. Yo le pedía que nos enviara más retratos y ella lo hacía, aunque, como se comprenderá, todos quedaban en poder del Presidente. Mi venganza consistía en los regalos que él enviaba, que eran muchos y valiosos, y que ella recibía más bien como míos.
Pero un terror había ido creciendo en mí, juntamente con mi amor, y era esa gran colección de cartas que se había ido acumulando en el escritorio del Presidente, y en las que ya por último ni se le mencionaba a él siquiera, sino de vez en cuando, y eso para insultarlo. En cada una de esas cartas estaba, por así decirlo, firmada mi sentencia de muerte.
El tema de la libertad, como se comprenderá, es el que predominaba en nuestra correspondencia. Siempre habíamos estado ideando toda clase de planes o imaginando todas las estratagemas posibles. Mi primer plan había sido el de la huelga, negándome a traducir nuevas cartas, a menos que se me concediese la libertad; pero entonces se me condenó a pan y agua, y esto, junto con el suplicio aún mayor de no leer más cartas de ella (que ya entonces se me habían hecho indispensables), quebrantó mi voluntad. Propuse entonces como condición que al menos la rasurada y el baño y el buen vestido me fuesen proporcionados en forma regular y no únicamente en los días de carta (lo que era no solamente impráctico, sino también humillante), pero ni aun esto me fue concedido, y entonces me hube de rendir incondicionalmente.
Después, ella propuso hacer un viaje de visita al Presidente para gestionar aquí mi libertad (plan que tenía la ventaja de contar con el apoyo decidido de éste, quien desde hacía tiempo la estaba llamando con alguna impaciencia), pero yo me opuse terminantemente a esto porque equivaldría a perderla a ella sin lugar a duda (y perderme yo también posiblemente). Mi propuesta, en cambio, de que viniera otra mujer en lugar suyo fue rechazada por ella, como algo peligroso, además de imposible. Otro plan de ella, y que estuvo a punto de realizarse, fue el obtener una protesta enérgica de parte de mi Gobierno y aun una ruptura de relaciones, pero yo le advertí a tiempo que semejante medida no sólo no remediaría mi situación, sino que la empeoraría considerablemente y ya no se volvería a saber de mí. Yo prefería, más bien, que se tratara de mejorar las relaciones de los dos países, entonces en estado tan lamentable, pero, como alegaba ella con mucha razón: ¿cómo convencer al gobierno sueco que mejorara sus relaciones por el motivo de que a un ciudadano suyo lo hubieran puesto preso injustamente? Pero la más descabellada ocurrencia, sugerida por un amigo de ella, fue la de exigir mi extradición como delincuente (lo que yo objeté) no reparando que si ya me tenían preso sin motivo, habiendo una acusación contra mí, el Presidente me daría la muerte en el acto.
Pero no se crea que éramos nosotros los únicos que hacíamos planes, pues todos los presos (y aun el país entero) vivían todo el tiempo elaborando los más diversos y contradictorios planes: la huelga general o el atentado personal, la acción cívica, la revolución, la alianza con el Gobierno, la rebelión, la conspiración palaciega, la violencia y el terrorismo, la resistencia pasiva, el envenenamiento, la bomba, la guerra de guerrillas, la guerra de rumores, la oración, los poderes psíquicos. Aún había un preso (un profesor de matemáticas) que estaba trabajando en un plan, muy abstruso, de derrocar al Gobierno por medio de leyes matemáticas (concebía una organización clandestina casi cósmica que iría creciendo en proporción geométrica y que a las pocas semanas sería tan grande como el número de habitantes de todo el país, y pocos días más tarde, de seguir creciendo, no serían suficientes los habitantes de todo el globo, pero no tomaba en cuenta que los que no se sumarían a la organización también crecerían en proporción geométrica).
En lo que a mí respecta, un nuevo temor se había venido a agregar a los otros, y era el ver que cada día me iba haciendo más peligroso a los ojos del Presidente, por el gran secreto (juntamente con el sinnúmero de confidencias menores) de que yo era depositario; aunque también era cierto que su amor, real o fingido, constituía mi mayor garantía, porque él no me mataría mientras necesitara mis servicios (pero esta garantía me angustiaba también por otra parte, porque, necesitando mis servicios, era más improbable que me dejara ir). Y la misma esperanza que tuve en un principio de que un compatriota mío acertara a pasar, se había convertido ahora en la principal ansiedad, porque el Presidente podría enseñarle orgullosamente alguna carta, y se descubriría mi fraude.
Estábamos así ella y yo ocupados en la elaboración de un nuevo plan que probara ser más efectivo cuando, de pronto, aquello que más me aterraba y que con todos los recursos de mi mente había tratado de evitar, llegó a suceder: el Presidente dejó de estar enamorado. No fue, para mi desgracia, su desenamoramiento gradual, sino súbito, sin que me diera tiempo de prepararme. Sencillamente, las cartas que llegaron ya no fueron contestadas, sino tiradas al canasto, y no se me llamó sino de tarde en tarde para leer alguna, más bien por curiosidad y por aburrimiento que por otra cosa, dictándome después contestaciones lacónicas y frías con el objeto de poner fin al asunto. Toda la desesperación y mortal angustia de mi alma fueron vertidas en esas líneas, y en las pocas cartas que aún tuve la suerte de leer al Presidente puse a la vez las más apasionadas y ardientes súplicas de amor que jamás haya proferido mujer alguna, pero con tan poco éxito que se me suspendía la lectura a mitad de la carta. Para colmo de desdicha, éstas eran más bien de reproche para mí, por no contestarle, poniendo ella en duda que aún estuviera preso y aun llegando a insinuar que tal vez nunca había estado preso. La última vez, en la que ya ni siquiera se me hizo llegar de etiqueta a la Casa Presidencial, sino que en la propia cárcel me fue dictada por un guardia una ruptura completamente definitiva, comprendí que ella, mi libertad y todo habían terminado, y mis postreras y desgarradoras palabras de adiós fueron escritas.
El papel que sobró y la pluma me los dejaron en la celda, por si se necesitaba de nuevo alguna carta mía, supongo yo. Y si el Presidente no me mandó matar es porque me quedó agradecido, o por si otra persona le escribía de Suecia, o sencillamente porque se olvidó de mí, yo no lo sé (y aun pienso también en la posibilidad de que lo hubieran matado a él —aunque esto es inverosímil— y el que exista ahora sea otro doble). Ignoro también si ella me ha seguido escribiendo o si ya tampoco se acuerda de mí, y aun se me ocurre el absurdo terrible de que tal vez ni siquiera existió, sino que fue todo tramado por alguno de la Oposición en el exilio, para burlarse del Presidente o burlarse de mí (o por el mismo Presidente que es cruel y maniático) debido a una costumbre de pensar absurdos que últimamente se me está desarrollando en la cárcel. ¿Me habrás querido tú también, Selma Borjesson, como yo te he querido con locura en esta prisión?
Ha pasado mucho tiempo desde entonces, y ya otra vez perdí las esperanzas de verme libre al terminar el período del Presidente, porque éste, otra vez, se ha reelegido. El papel que me sobrara, y que ya no tiene objeto, lo he ocupado en relatar mi historia. Escribo en sueco para que el Presidente no lo entienda, si esto llega a sus manos. Termino aquí porque el papel ya se me acaba y quizás no vuelva a tener papel en muchos años (y quizás me queden pocos días de vida). En el remoto caso de que un compatriota mío acierte a leer estas páginas, le ruego interceder por la libertad de Erick Hjalmar Ossiannilsson, si aún no me he muerto.
Nota: Un amigo mío que estuvo preso encontró este manuscrito en la cárcel, casi destruido por la humedad, debajo de un ladrillo. Parece haber sido escrito hace ya muchos años. Y años más tarde, un representante sueco de la Compañía de Teléfonos Ericksson nos lo tradujo. No hemos podido encontrar ningún dato referente a la persona que lo escribió. Yo he publicado el texto como me ha sido dado, haciéndole obvias correcciones de redacción y de gramática.
jajaja! Excelente parábola de nuestra absurda realidad.Este ambiente es muy parecido al de mi último libro, aún sin publicar por la Fundación para la Cultura Urbana.
ResponderEliminarEstimada Adriana: Gracias por compartir este cuento, me atrapó y me mantuvo interesado del principio al fin. Abrazos fraternales, Chente.
ResponderEliminarAdriana, no pude resistir a la necesidad de volverlo a leer.
ResponderEliminarFenomenal