Moacyr Jaime Scliar (Porto Alegre, 1937-2011). Médico y escritor brasileño. Ejerció la docencia en la Universidad Federal de Ciencias de la Salud de Porto Alegre, así como en las universidades de Brown y de Texas. Fue miembro de la Academia Brasileña de las Letras. Su trayectoria literaria fue amplia y fructífera: cultivó la crónica, el ensayo, la literatura infantil y juvenil y la narrativa, y entre sus publicaciones, traducidas al español, destacan los libros El centauro en el jardín (novela, 1985); El ejército de un hombre solo (novela, 1988); La extraña nación de Rafael Mendes (novela, 1988); La oreja de Van Gogh (cuentos, 1989); La mujer que escribió la Biblia (novela, 1999); El hermano que vino de lejos (literatura infantil y juvenil, 2003); Max y los felinos (novela, 2006); La colina de los suspiros (literatura infantil y juvenil, 2008); y Los leopardos de Kafka (novela, 2012). Recibió reconocimientos a su quehacer literario, tales como el Premio Jabuti de Literatura, en la categoría Cuentos, Crónicas y novelas (1988), por O olho enigmático; el Premio APCA (1989); el Premio Casa de las Américas, en la categoría Cuento (1989), por La oreja de Van Gogh; el Premio Jabuti de Literatura, en la categoría Novela (1993), por Sonhos tropicais; y el Premio Jabuti de Literatura, en la categoría Novela (2009), por Manual da Paixao Solitária. Además de ser llevada al español, su obra fue traducida a diversos idiomas, como alemán, francés, inglés, italiano, hebreo y sueco. El texto que leerán seguidamente fue incluido en el volumen compilatorio Cuentos breves latinoamericanos (1998).
LÁGRIMAS CONGELADAS
Existe un hombre que colecciona lágrimas. Comenzó en la adolescencia y ya tiene cincuenta y dos años, pero su colección, basada en ciertos criterios —secretos aunque seguramente rigurosos-, no es grande.
A mucha gente le gustaría conocer la famosa colección. Pero el hombre no lo permite. Las lágrimas congeladas están guardadas en el sótano de su propia residencia, una casa situada en lo alto de una colina, rodeada por altos muros y protegida por feroces perros. Los pocos visitantes que estuvieron allí hablan de las extraordinarias medidas de seguridad. El portón principal está vigilado por dos hombres armados. Ellos verifican la identidad de las personas que el coleccionista acepta recibir y luego los conducen a una psicóloga que, por medio de una entrevista, indaga los motivos conscientes e inconscientes de la visita. Finalmente, los visitantes son sometidos a una prueba: dada una señal, deben comenzar a llorar. Esta prueba se realiza en una salita sin muebles y con las paredes totalmente desnudas, a excepción de un pequeño cuadro con la siguiente inscripción: Bienaventurados los que lloran... (La frase termina así, con puntos suspensivos. ¿Acaso una ironía sutil? ¿Un homenaje a la inteligencia de quien la lee? ¿Una sugerencia de que puede haber otra recompensa para las lágrimas que no sea el reino de los cielos —tal vez las propias lágrimas? ¿Un obstáculo adicional al llanto, representado por una apelación a la curiosidad?)
El extraño visitante que vence todas las etapas de esta difícil selección es conducido hasta el coleccionista. Se ve entonces frente a un hombre alto, robusto, elegantemente vestido. Amablemente, pero sin efusividad, es invitado a sentarse. El hombre realiza un breve relato histórico sobre la colección. Explica que la idea de guardar lágrimas se le ocurrió el día en que le obsequiaron un lacrimarium, ese frasco minúsculo usado por los romanos (por los que siente admiración) para recoger las lágrimas.
Da una disertación sobre el llanto. Llorar, aclara, exige un aprendizaje; el niño pequeño no llora, grita de frío, de hambre, de dolor. La técnica del llanto es algo que se va incorporando, poco a poco, a los mecanismos de la expresión individual. Llega al clímax en la madurez (y luego declina -tanto que, según Max Frísch, los moribundos no derraman lágrimas); de allí la necesidad de preservar los recuerdos de esta fase.
Terminada la explicación, el hombre invita al visitante a acompañarlo. Descienden al sótano por una escalera de caracol. Allí, en un estante refrigerado, construido especialmente para ese fin, están las famosas lágrimas congeladas: perlas de hielo sobre láminas de vidrio. Junto a cada una de ellas, una tarjeta con explicaciones. Por ejemplo: "Lágrima derramada en diciembre de 1965, con motivo del fallecimiento de mi querido hermano. Causa de la muerte: accidente cerebrovascular. Hecho ocurrido al mediodía. Llanto iniciado cuarenta segundos después. Flujo máximo de lágrimas, alcanzado en, aproximadamente, dos minutos. Duración total del llanto, una hora (con períodos de calma y hasta risas incoherentes). Número estimado de lágrimas derramadas, treinta y dos (diecisiete por el ojo izquierdo, quince por el derecho). La presente lágrima fue recogida del ojo derecho, en una escapada furtiva al baño. Recolección precedida por una intensa mirada dirigida al rostro reflejado en el espejo y por inquietantes preguntas sobre el sentido y la calidad de la vida".
En las paredes, el visitante ve algunas fotos. Son de personas que, se supone, tienen que ver con el origen de las lágrimas: el padre, la madre, una hermana del coleccionista, todos fallecidos; el director del banco que una vez llevó a la ruina a la empresa del coleccionista, una bella joven sobre la que no hay ningún comentario.
La visita termina. Con una pálida sonrisa, el coleccionista se despide del visitante. No habla de sus temores, pero uno de ellos es obvio: teme desperfectos en el sistema de refrigeración. Si se elevara la temperatura del estante, las lágrimas se evaporarían enseguida, y la tenue nube que tal vez se formase podría al menos empañar el espejo que cuelga de una de las paredes. Y, una vez disipada, habría llegado a su fin la famosa colección de lágrimas congeladas.
Gracias, Adriana, por compartir este maravilloso cuento. Es tremendamente intenso con respecto a la estructura, y más aun, con el tema.
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