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lunes, 6 de julio de 2020

ÉL – Hebe Uhart

Hebe Uhart (Buenos Aires, 1936-2018). Docente y escritora argentina. Ejerció la docencia en las universidades de Buenos Aires y Lomas de Zamora, donde se desempeñó como profesora de Filosofía; también dictó talleres literarios. Fue colaboradora de los diarios El país (Montevideo) y La voz del Interior (Córdoba). Publicó los libros de relatos Dios, San Pedro y las almas (1962); Epi, Epi, Pamma sabhactani (1963); La gente de la casa rosa (1970); El budín esponjoso (1976); La luz de un nuevo día (1983); Guiando la hiedra (1997) –al cual pertenece el texto que aquí comparto-; Del cielo a casa (2003); Camilo asciende y otros relatos (2004); Turistas (2008); y Un día cualquiera (mapa de las lenguas) (2015); las novelas La elevación de Maruja (1974); Algunos recuerdos (1983); Camilo asciende (1987); Memorias de un pigmeo (1992); Mudanzas (1995); y Señorita (1999); y los volúmenes de crónicas Viajera crónica (2011); Visto y oído (2012); De la Patagonia a México (2015); De aquí para allá (2017); y Animales (2018). Obtuvo varios reconocimientos como el Premio Konex, –que recibió en dos ocasiones- (2004; 2014); el : Premio Fundación El Libro al Mejor Libro Argentino de Creación Literaria (2011), por su libro Relatos reunidos, publicado por Alfaguara en 2010; El Premio Fondo Nacional de las Artes (2015); y el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas (2017), por su trayectoria literaria.



ÉL


Carátula de: Relatos reunidos (Alfaguara - 2010) de Hebe Uhart
Ese verano estaba por entrar a la facultad. El año anterior tenía los omóplatos sobresalientes como un ángel, obtenidos con una dieta de bife y tomate partido en dos (una vez me desmayé en la bañadera). Ahora tenía un ligero sobrepeso y controlaba todas las noches en una libretita la cantidad de calorías ingeridas: zanahoria, ochenta calorías; lechuga, cuarenta y cinco. Nabiza, leí en una revista, ochenta y cuatro. No quería ampliar mi dieta con nabizas, que debían ser una porquería como casi todo lo que llegaba a ochenta calorías. Mis pensamientos también habían cambiado: de indagar en unos libros que tenía si Jesucristo era hijo de Dios o un hombre cualquiera, pasé a un ensayo sobre verdades de fe y verdades de razón. El autor trataba de conciliarlas así: “Cuando se objeta el relato bíblico por la atribución de novecientos años a Noé, debemos tener en cuenta que se trata de la medición del tiempo para Dios... que es muy distinta de la nuestra”. Me parecía que no había ninguna tabla de conversión posible del tiempo de Dios al nuestro y este hiato entre las verdades de la fe y las de la razón me producía el efecto de un remiendo. De todos modos, no estaba en ese momento dispuesta a seguir esas tesis hasta las últimas consecuencias; curioseaba. Pasado ese año en que sí me había preguntado de manera vital si Jesucristo era hijo de Dios o un hombre cualquiera, que coincidía con comer bife con tomate partido en dos, había vuelto a mi tesitura de los once años. A los once años, una amiga me había dicho: “El infierno está en esta vida”. Yo había encontrado esa afirmación muy interesante; nunca la había oído. Me parecía posible pero incomprobable; la afirmación tenía para mí menos sentido en sí misma que en relación a cómo se me aparecía mi amiga después de haber pensado eso: era como una persona misteriosa que quién sabe por qué caminos extraños había llegado a decir “El infierno está en esta vida”.

Pero a los diecisiete años bailaba sola y acompañada. Sola bailaba, con grandes movimientos y vueltas hasta quedar mareada: “Luna de miel de los monos”. La luna de miel de los monos me parecía más fascinante que la de los humanos. También escuchaba a un cantante llamado Frankie Lane: yo sentía que la vida era una dulce perversidad y eso estaba solamente dispuesta a compartirlo con Frankie Lane: él cantaba para mí. Cuando escuchaba a Frankie Lane, que venía a ser todos los días, yo adquiría para mí misma un gran encanto: el de una muchacha desencantada de la vida. Ese desencanto era transitorio; si era sábado y había baile en el club o en una casa, yo me bañaba mucho más tarde; ponía mi vestido en una silla en el baño y no había que soportar la cena; comía cualquier cosa, de paso. En vez de cenar bailaba “Skokian”; era una música muy dinámica, era el aperitivo del baile y quedaba todo impregnado de Skokian, hasta el rengo que veía pasar por la calle todos los días a las ocho de la noche. ¿Por qué no? Ser rengo podía ser una cosa encantadora. En el baile me sacaba a bailar un obrerito precioso que me apoyaba. Me gustaba mucho bailar con él, pero en cuanto me iba lo olvidaba. Una vez bailé con Guillermo Echecopar, pelo como cepillo, hombros estrechos y cuerpo frágil; allí escuché por primera vez que la historia debía ser revisada. Su fragilidad me produjo desconcierto y ganas de pasarle la mano por el pelo cepillo, pero no podía conciliar el tema de la revisión de la historia con los susodichos sentimientos; andaban separados como las verdades de la fe y las de la razón. Bailé toda la noche con él y no lo vi más porque era de Mendoza.

Sí, iba a entrar en Filosofía; cuando me preguntaban por qué, decía: “Por descarte”. Me volvían a preguntar: “¿Por Descartes?”. “Oh, no, por descarte de las otras carreras”, decía yo con aparente cansancio y con cierto sentimiento de superioridad respecto de esa humanidad tan reiterativa. Eso mismo le había dicho a un visitante, Ernesto, que pretendía la amistad de mi hermano; cada vez que él venía, mi hermano se hacía negar. Como él no lo recibía, lo escuchaba yo. Era gordo y pesado; quería estudiar Filosofía aunque ya había empezado Medicina. Yo me copié de mi hermano y tampoco quería recibirlo, entonces lo escuchaba mi mamá; ella lo apreciaba mucho porque él había contado que en su casa enceraba los pisos. Parecía que se habría conformado si mi hermano o yo lo hubiéramos recibido, cualquiera de los dos y yo finalmente le daba un poco de charla porque mi mamá me había dicho: “¡Pero qué antipáticos y groseros! Un muchacho que vale oro...”. Un día me dijo que había comprado todos los apuntes para el año entrante; me invitaba a estudiar a su casa, que quedaba en un pueblo cercano. Su casa era el doble de la mía, pero yo no alcanzaba a admirarla. Los padres no estaban y una tarde puso “Skokian” y acompañó el disco con unas onomatopeyas espantosas en inglés, unas onomatopeyas babosas y repugnantes; empecé en ese tiempo a elaborar la convicción de que se conoce mucho más íntimamente a las personas por las onomatopeyas o por el modo de estornudar que por las más variadas ideas que puedan sustentar. Cuando acabó el disco me dijo que en el piso de arriba había una pieza aislada; en la pieza una cama y que en la cama se había acostado con una novia que había tenido. Dijo que la cama crujía. Yo pensé que la cama crujiría con unos ruidos similares a las onomatopeyas con que acompañaba “Skokian” y cambié de conversación; al rato me fui y no quise volver más a esa casa para estudiar Filosofía. Ernesto seguía yendo a mi casa todas las semanas, lo recibía mi mamá y habían avanzado en sus conversaciones sobre la calidad y la aplicación de la cera.

El año anterior a mi ingreso a Filosofía había examinado mi cuerpo de frente, de perfil y la parte trasera, con un espejo. Estaba totalmente disconforme, no me gustaban mis pies ni mi tórax, que me parecían grandes, ni mi pelo ondulado; aunque era relativamente alta, quería ser más alta, rubia y de pelo lacio. Pero además me reprochaba a mí misma el ser tibia, tanto exterior como interiormente. Tal vez hubiese preferido ser de una fealdad de esas que asustan. Y como a los tibios el Espíritu Santo los vomita, me vestía de negro, para cubrir mi terrible fealdad interior y mi nada exterior. Me cubría para no ofender al prójimo; pero cuando bailaba con el obrerito y con Guillermo Echecopar, me ponía vestidos más lindos, me pintaba los labios y llegué a considerarme aceptable; sin embargo algo me faltaba. Ese año fui a una enorme fiesta; en el centro una rubia de cuerpo perfecto bailaba sin parar y tenía a su alrededor a los cuatro varones más interesantes de la fiesta. Había que reconocer que ella era mayor, tendría veintitrés años; pero no sólo era elegida por ser rubia y hermosa: era graciosa, inteligente, coqueta, ensimismada y sonriente. Sus triunfos no la llevaban a cometer ningún exabrupto, como por ejemplo salir galopando por toda la pista de baile, algo que hubiera hecho yo de tener semejante éxito. Primero tuve una sensación dolorosa, “nunca iba a ser como ella”, pero después cuando todo el mundo se sentó a mirarla para ver cómo bailaba, formé parte de todo el mundo y era como si yo bailara con esos muchachos. La otra chica que bailaba mucho no era linda y sin embargo tenía casi tanto éxito como la rubia: pero tenía savoir faire desde los nueve años. A los nueve años todas queríamos ir con Mirta y ser amiga de ella era una especie de consagración; ella era amiga de todas y de nadie; era amiga del grupo. Una vez me invitó a su casa para jugar; éramos muchas. La coherencia del grupo pareció tan grande, tan compacta y perfecta, con códigos tan sofisticados y fuera de mi alcance, que no podía entender lo que decían; estaban discutiendo. A mí me producía mucha turbación intervenir o discutir; me fui con una paleta a jugar sola. De un pelotazo desparramé un poco de tierra de una maceta y ella, con tono duro, me dijo:

–Tenés que barrer.

Barrí sin decir nada y me fui llorando a mi casa, sin despedirme, para que no me vieran llorar; nunca más iba a volver a la casa de ella. Allá en casa de ella estaba el grupo, triunfante y glorioso y yo me había quedado sola y me había mandado barrer; nunca se lo iba a perdonar.

Pero ahora, a los diecisiete años, se había producido una especie de statu quo entre las dos; éramos grandes y yo había aprendido ya el arte de hablar de una cosa y pensar en otra y el de hablar sin decir nada que me importara. Cada vez que la veía y cambiábamos unas palabras, pensaba mientras: “¿Te acordás cuando me mandaste que barriera?”. La encontré un día de septiembre; íbamos en bicicleta y me propuso dar una vuelta por las afueras del pueblo, donde los chalecitos se espaciaban, había troncos de árbol sueltos que parecían asientos naturales, aromos florecidos y cerca, el río. Cuando habíamos avanzado un poco, yo contenta porque ella me había dado bolilla y porque me mantenía muy bien en esa nueva tesitura adulta y ella contenta porque creía que no merecía otra cosa en la vida, me dijo:

–Vamos a saludar a un amigo que vive allá.

Nos detuvimos en un chalet más viejo que los otros, con los yuyos crecidos en el jardín delantero; parecía deshabitado, si sus dueños lo habitaban les daría lo mismo vivir ahí, en la intemperie o en la ciudad. Ella tocó timbre como una persona acostumbrada a ir a esa casa y salió, somnoliento, el hombre más hermoso que yo había visto en mi vida; era un hombre, no era un muchacho como los que bailaban conmigo; tendría veintisiete años. Tenía la barba un poco crecida, como de dos días; debía de ser alguien al que esas nimiedades como afeitarse, no le interesaban. Su cuerpo y su cabeza eran perfectos; los labios muy grandes y sensuales y la mirada burlona. Ella le dijo:

–¿Cómo te va? –¡Mirta lo trataba de vos, de igual a igual a ese muchacho tan grande!

Yo había quedado muda por el impacto de su presencia y él lo advirtió: se volvió más negligente, bostezaba, hablaba como alguien que recién se levanta de la cama. Mi fascinación aumentaba. Dijo:

–¿Quieren pasar?

–No, no, otro día –dijo Mirta como si estuviera acostumbrada a entrar en la casa de él y ahora no lo hacía porque asuntos más importantes la requerían.

Yo estaba tan impactada por la presencia de él como por el hecho de que a ella no le produjera ningún impacto. Cuando nos fuimos (yo casi me caigo de la bicicleta pero por suerte Dios me ayudó) le dije a Mirta:

–¿Hace mucho que lo conocés?

–Sí, como dos años. Lo conocí en una fiesta.

Ella hacía como dos años que tenía el privilegio de tratar con un ser así; lo dijo como algo natural. Agregó:

–No vive acá todo el año, está de paso. Vive en Buenos Aires.

–Es claro –pensé–. No podría ser de otra manera, tendría una casa hirsuta cuando quería llevar la baba hirsuta; allí iría para esconderse, pero tendría otra casa espléndida en Buenos Aires en la que haría cosas espléndidas.

Mirta me dijo:

–Come mandarinas en la cama y tira las cáscaras en las sábanas.

Eso era el súmmum de lo que yo podía llegar a escuchar. Evidentemente era un ser totalmente libre, podía ser civilizado o salvaje según sus deseos...

–Es muy pata –dijo ella–. La vez pasada lo vi por el río con una rubia flaca, alta.

¿Cómo un príncipe podía ser pata? Era un misterio que no estaba dispuesta a preguntarle, no le dije nada. Oculté la impresión que él me produjo y la traduje en una superficial.

–Es muy lindo –dije. Ella cambió de tema y llegamos al centro.

Desde entonces, no pude dejar de pensar en él: “Iba con una rubia, flaca, alta”. Claro, con quién iba a ir, no iba a ir con una ovejita de pelo ondulado como yo. Él cambiaría de mujeres constantemente pero debería preferir a la rubia, flaca y alta porque formaban una pareja totalmente distinta de las demás. Las uñas de ella seguramente eran muy largas; era hermosa, un poco mayor que él y con esas uñas de bruja sacaría las cáscaras de mandarina de la cama, sin mencionar el tema; jamás un reproche. A veces a la noche, antes de dormirme, lo imaginaba solo. Veía su cara como si lo estuviese viendo en realidad, imaginaba que vivía conmigo en las siguientes condiciones: él me ponía en una especie de cucha de perro que tenía en el fondo de su casa y me tenía atada ahí todo el día. Él salía durante todo el día y cuando volvía, me desataba; me trataba de usted. Yo preparaba la cena y él me hablaba lo indispensable. Después empecé a imaginármelo también de día y al atardecer mis pasos se encaminaban solos hasta su barrio, no llegaba hasta su casa. Cuando me acercaba a su casa y pegaba la vuelta era como si me hubiese salvado de algún peligro; miraba detenidamente los troncos caídos, las casitas, los bancos de piedra que estaban junto a las puertas, como si lo único que yo me hubiera propuesto fuera un agradable paseo. Una vez, en mis tantos paseos por ese barrio pasé por una cuadra paralela a la de su casa. Me fui con una bolsa para comprar fruta en una verdulería que había por ahí, para tener una coartada por si lo encontraba, aunque me repugnara ir por esos prados con una bolsa de compras. Al llegar a la altura de la casa de él, tenía la sensación de que estaba escondido en su casa; estaba segura de que no era un hombre que anduviera por el barrio; no era alguien a quien se le encontraba fácilmente por la calle; como corresponde a una persona importante, no daría vueltas sin ton ni son. Un día dije: “Yo voy a pasar por la puerta de su casa”. Me encaminé; iba diciendo “ojalá no esté”; yo sentía que estaba. Estaba, estaba reparando su verja pero posiblemente fuera un producto de mi imaginación. Me sonrió como si me hubiese visto el día anterior y me dijo:

–¿Qué hacés por acá?

–Nada, pasaba por el barrio...

No sabía qué decir. Me dijo después:

–¿Querés entrar?

–No, gracias –dije yo–. Tengo que irme.

Lo saludé y me fui. Cómo se le podía ocurrir tan naturalmente que yo entrara: a lo mejor entraba y me ataba a la cama o vaya a saber qué en esa casa que debía ser oscura por dentro. Cuando volvía para mi casa, pensé: “De buena me salvé, si entraba ahí, a lo mejor no salía nunca más”.

Cuando llegué a mi casa estaba Ernesto conversando con mi mamá; le explicaba el pensamiento de Tales y el de Anaximandro, comparados. A mi mamá no le interesaba la Filosofía; le interesaba la Segunda Guerra Mundial. Nos dijo:

–¡Qué interesante! Los dejo.

Entonces me siguió explicando a mí, yo pensé que todas esas reflexiones de él estaban viciadas de nulidad y no estaba dispuesta a escucharlo ni a leerlo así escribiera una historia de la Filosofía que refutara todas las anteriores. Mientras Ernesto seguía hablándome, yo lo escuchaba avergonzada: si “él” llegara a saber que yo tenía semejante amigo, no me miraría nunca más; me despreciaría. Antes pensaba que Ernesto me aburría, en ese momento empecé a pensar que Ernesto me contaminaba; si lo escuchaba mucho me iba a contaminar pesadez y gordura.

–Muy interesante –le dije–. Me tengo que ir.

–Te acompaño –dijo.

–No, no, hasta otro día.

A partir de entonces empezó a venir día por medio; se había resignado definitivamente a que mi hermano no saliera, porque no salió nunca más y se ve que mi mamá, por más que lo apreciara, no sabía qué decirle. Ella seguía diciendo que Ernesto era una monada de muchacho, pero después de la conversación de Tales y Anaximandro, cada vez que tocaba el timbre, me decía: Está Ernesto. Yo lo atendía desde la puerta; invariablemente le decía que tenía que salir, me miraba con cara traspapelada, de perro apaleado y se iba; a mí no me daba ninguna pena.

Yo entré a la facultad de Filosofía y empecé a conocer una serie de personas fascinantes. Cristina, por ejemplo, tenía veinte años y ya tenía una nena de seis años, una nena con lentes gruesos. Ella la presentaba así: “Mi hija. Es un poco menos estrábica que Sartre”. También Ester; cuando le pedí que paráramos en un lugar a tomar un café, me dijo: “Yo acá no entro; acá tengo fantasmas”. Primero me asusté puerilmente y después comprendí lo que era una imaginación retinada: claro, eran fantasmas privados. Y también Mario, que entablaba largas discusiones con sus amigos, debates que yo no entendía porque ellos eran más grandes y además hablaban en francés y en inglés; cuando alguien lo vencía en la argumentación, Mario hacía un gesto como quien se desarma y decía “Touché”. Me había olvidado de “él” por todas estas novedades. Un día de invierno yo iba a la estación para tomar el tren; en el andén estaba él y lo reconocí desde media cuadra antes. No estaba con la barba crecida; estaba con un hermoso sobretodo. La emoción de verlo era tan grande que tenía que concentrar todo mi esfuerzo para que no se notara, quería parecer indiferente. En la escalera de acceso al andén ensayé cómo iba a afrontar eso: decidí que lo mejor era hacer como que no veía y después desviar la vista, como por casualidad. Pero cuando emergía de la escalera, él me vio, me sonrió y yo me dirigí inmediatamente a donde estaba él.

–Hola –me dijo.

–Hola –dije. Llegó el tren y preguntó:

–¿Nos sentamos acá?

–Sí –dije yo, que me daba lo mismo sentarme en el suelo o en el techo del tren.

Preguntó dónde nos sentaríamos con cierta vacilación, yo no entendía cómo un dios puede preguntar dónde debe sentarse; pero todo era tan extraterreno que me dije: “Voy a actuar como si todo fuera natural”. Yo había dicho “sí” con voz de grajo. Debía remediar eso, tendría que mostrarme desenvuelta y exigente. Él me vio con gordos libros y me preguntó:

–¿Qué has leído?

–Baudelaire –dije yo. Baudelaire me pareció una lectura apropiada para contarle a él.

–¿Has leído a Hermann Hesse?

–Sí –dije yo.

Tenía que remediar esa voz de grajo. Dije:

–Leí también a Neruda y a Guillén. Pero no me gusta del todo Guillén.

–¿Por qué? –preguntó levemente irritado, como un maestro severo.

Yo leía los suplementos literarios de los diarios: “El Picasso de la primera época”, “El primer Vallejo”. Yo no podía distinguir “El primer Guillén” de cualquier otro, pero dije:

–Porque tiene muchas onomatopeyas.

Él se quedó callado y a mí me dio un ataque de desesperación. ¡Que Dios me ayudara en adelante para no hacer nada que no entre en mi plan de comportamiento! Él seguía sin hablar, miré por la ventanilla, pasaban unas cinco gitanas.

–¡Gitanas!... –dije con entusiasmo desmedido, como si el espectáculo me apasionara.

Él sonrió y seguía sin hablar. Entonces le pregunté:

–¿Usted alguna vez soñó en tecnicolor?

–Oh, no tengo ese privilegio –dijo. Lo dijo como si fuera un privilegio dudoso o poco interesante. Yo advertí la finura de la expresión: tal vez hubiera querido decir: “Eso no me importa”, pero lo dijo de una manera elegante. Pensé: “No, no es un dios, es un caballero inglés”. Aunque estaba impactada por la respuesta dije:

–Yo sí sueño en colores.

Le conté un sueño con grandes flores tropicales, se las describí. Lo había soñado a él, pero eso no lo conté; se podría irritar conmigo por semejante abuso. Cuando terminé de contar el sueño, me dijo:

–Llegamos.

Estaba sonriente, se desperezaba en el asiento y me miraba, un poco divertido y otro poco, cansado.

–Sí –dije yo. Era un caballero inglés.

A los tres días de este episodio, mi mamá me dijo:

–Alguien te mandó flores.

Eran rosas rojas, muy lindas, recién llegadas y envueltas en su papel. Yo no podía saber quién las había mandado; pensaba y pensaba. Mi mamá me dijo:

–¿No las vas a poner en agua?

No las iba a poner hasta que no supiera quién las había mandado, a mí las flores no me gustaban mucho, más me hubieran gustado frutas o bombones... salvo que las hubiera mandado él. Sí, fui pensando cada vez con más convicción; me las debe haber mandado él, porque si a mí que no me gustaban las flores, éstas me gustaban tanto, se veían tan hermosas, tan presentes... Sí, las había mandado él. En todo el día no pensé en otra cosa, las miraba cada vez que entraba y salía de la casa. Las puse en agua y las regué cinco veces ese día para que fueran eternas. Al día siguiente cuando los pimpollos se abrieron y estaban en su esplendor, mi mamá me dijo:

–Vino Ernesto.

–...

–Él te mandó las rosas.

Era previsible. Dijo eso y se fue con el diario a dormir la siesta.

–No puede ser –dije yo.

–Sí –me dijo desde la pieza.

¿Qué era previsible? La odié, como si su previsión formara parte de la estafa. Es posible que mi mamá les cambiara el agua a esas rosas, porque no toleraba los desperdicios ni las tareas inacabadas; yo no las miré más, por mí, que ardieran todos los jardines y que esas rosas se achicharraran para siempre en el infierno.

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