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lunes, 31 de agosto de 2020

EL CUENTO ENVENENADO – Rosario Ferré

Rosario Ferré Ramírez> (Ponce, Puerto Rico, 1938 – San Juan, 2016). Investigadora, docente y escritora puertorriqueña. Escribió desde muy joven y cultivó la narrativa, poesía, ensayo, crítica literaria, crónica periodística y literatura infantil. Fundó, junto con Olga Nolla, la revista literaria Zona de Carga y Descarga. Algunos de sus libros han sido traducidos al inglés, italiano, alemán y checo. Su obra incluye, entre otras publicaciones, las novelas La muñeca menor (1976), Papeles de Pandora (1976), La mona que le pisaron la cola (1981), El medio pollito (1981), Maldito amor (1989), Sonatinas (1989), La batalla de las vírgenes (1994), La casa de la laguna (1995), Vecindarios excéntricos (1998), El vuelo del cisne (2001) y La extraña muerte del capitancito Candelario (2002); los poemarios Fábulas de la garza desangrada (1982), >Las dos Venecias. Poemas y cuentos> (1992) –de donde he tomado el texto que encontrarán más adelante- y Fisuras (2006); y los libros de ensayos La cocina de la escritura (1982), Sitio a Eros (1986), El acomodador: una lectura fantástica de Felisberto Hernández (1986), El árbol y sus sombras (1990), Cortázar: el romántico en su observatorio (1991), El coloquio de las perras (1991), A la sombra de tu nombre (2001) y Las puertas del placer (2005). Durante su trayectoria recibió numerosos reconocimientos, como el Primer Lugar del Concurso de Cuentos del Ateneo Puertorriqueño (1974), el Premio Liberturpries de la Feria del Libro de Fráncfort (1992), y la Medalla en la Categoría de Literatura en los Premios Nacionales de Cultura del Instituto de Cultura Puertorriqueña (2009).



EL CUENTO ENVENENADO


Carátula de: Las dos Venecias: poemas y cuentos (Editorial Cuarto Creciente), de Rosario Ferré
Y el rey le dijo al Sabio Ruyán:

—Sabio, no hay nada escrito.

—Da la vuelta a unas hojas más.

El rey giró otras páginas más, y no transcurrió mucho tiempo sin que circulara el veneno rápidamente por su cuerpo, ya que el libro estaba envenenado. Entonces el rey se estremeció, dio un grito y dijo:

—El veneno corre a través de mí.

Las mil y una noches

Rosaura vivía en una casa de balcones sombreados por enredaderas tupidas de trinitaria púrpura, y se pasaba la vida ocultándose tras ellos para leer libros de cuentos. Rosaura. Rosaura. Era una joven triste, que casi no tenía amigos; pero nadie podía adivinar la razón para su tristeza. Como quería mucho a su padre, cuando éste se encontraba en la casa se la oía reír y cantar por pasillos y salones, pero cuando él se marchaba al trabajo, desaparecía como por arte de magia y se ponía a leer libros de cuentos. Sé que debería levantarme y atender a los deudos, volver a pasar el cognac por entre sus insufribles esposos, pero me siento agotada. Lo único que quiero ahora es descansar los pies, que tengo aniquilados; dejar que las letanías de mis vecinas se desgranen a mi alrededor como un interminable rosario de tedio.

Don Lorenzo era un hacendado de caña venido a menos, que sólo trabajando de sol a sol lograba ganar lo suficiente para el sustento de la familia. Primero Rosaura y luego Lorenzo. Es una casualidad sorprendente. Amaba aquella casa que lo había visto nacer, cuyas galerías sobrevolaban los cañaverales como las de un buque orzado a toda vela. La historia de la casa alimentaba su pasión por ella, porque sobre sus almenas se había efectuado la primera resistencia de los criollos a la invasión hacía ya casi cien años.

Al pasearse por sus salas y balcones, Don Lorenzo sentía inevitablemente encendérsele la sangre, y le parecía escuchar los truenos de los mosquetes y los gritos de guerra de quienes en ella habían muerto en defensa de la patria. En los últimos años, sin embargo, se había visto obligado a hacer sus paseos por la casa con más cautela, ya que los huecos que perforaban los pisos eran cada vez más numerosos, pudiéndose ver, al fondo abismal de los mismos, el corral de gallinas y puercos que la necesidad le obligaba a criar en los sótanos. No obstante estas desventajas, a Don Lorenzo jamás se le hubiese ocurrido vender su casa o su hacienda. Como la zorra del cuento, se encontraba convencido de que un hombre podía vender la piel, la pezuña y hasta los ojos pero que la tierra, como el corazón, jamás se vende.

No debo dejar que los demás noten mi asombro, mi enorme sorpresa. Después de todo lo que nos ha pasado, venir ahora a ser víctimas de un escritorcito pila de mierda. Como si no me bastara con la mondadera diaria de mis clientas. "Quien la viera y quien la vio, las oigo que dicen detrás de sus abanicos inquietos, "la mona, aunque la vistan de seda, mona se queda. Aunque ahora ya francamente no me importa. Gracias a Lorenzo estoy más allá de sus garras, inmune a sus bájeme un poco más el escote, Rosa, apriéteme acá otro poco el zipper, Rosita, y todo por la misma gracia y por el mismo precio. Pero no quiero pensar ya más en eso.

Al morir su primera mujer, Don Lorenzo se sintió tan solo que, dando rienda a su naturaleza enérgica y saludable, echó mano a la salvación más próxima. Como náufrago que, braceando en el vientre tormentoso del mar, tropieza con un costillar de esa misma nave que acaba de hundirse bajo sus pies, y se aferra desesperado a él para mantenerse a flote, así se asió Don Lorenzo a las amplias caderas y aun más pletóricos senos de Rosa, la antigua modista de su mujer. Celebrado el casorio y restituida la convivencia hogareña, la risa de Don Lorenzo volvió a retumbar por toda la casa, y éste se esforzaba porque su hija también se sintiera feliz. Como era un hombre culto, amante de las artes y de las letras, no encontraba nada malo en el persistente amor de Rosaura por los libros de cuentos. Aguijoneado sin duda por el remordimiento, al recordar cómo la niña se había visto obligada a abandonar sus estudios a causa de sus malos negocios, le regalaba siempre, el día de su cumpleaños, un espléndido volumen de cuentos.

Esto se está poniendo interesante. La manera de contar que tiene el autor me da risa, parece un firulí almidonado, un empalagoso de pueblo. Yo definitivamente no le simpatizo. Rosa era una mujer práctica, para quien los refinamientos del pasado representaban un capricho imperdonable, y aquella manera de ser la malquistó con Rosaura. En la casa abundaban, como en los libros que leía la joven, las muñecas raídas y exquisitas, los roperos hacinados de rosas de repollo y de capas de terciopelo polvoriento, y los candelabros de cristales quebrados, que Rosaura aseguraba haber visto en las noches sostenidos en alto por deambulantes fantasmas. Poniéndose de acuerdo con el quincallero del pueblo, Rosa fue vendiendo una a una aquellas reliquias de la familia, sin sentir el menor resquemor de conciencia por ello.

El firulí se equivoca. En primer lugar, hacía tiempo que Lorenzo estaba enamorado de mí (desde mucho antes de la muerte de su mujer, junto a su lecho de enferma, me desvestía atrevidamente con los ojos) y yo sentía hacia él una mezcla de ternura y compasión. Fue por eso que me casé con él, y de ninguna manera por interés, como se ha insinuado en este infame relato. En varias ocasiones me negué a sus requerimientos, y cuando por fin accedí, mi familia lo consideró de plano una locura. Casarme con él, hacerme cargo de las labores domésticas de aquel caserón en ruinas, era una especie de suicidio profesional, ya que la fama de mis creaciones resonaba, desde mucho antes de mi boda, en las boutiques de moda más elegantes y exclusivas del pueblo. En segundo lugar, vender los cachivaches de aquella casa no sólo era saludable sicológica, sino también económicamente. En mi casa hemos sido siempre pobres y a orgullo lo tengo. Vengo de una familia de diez hijos, pero nunca hemos pasado hambres, y el espectáculo de aquella alacena vacía, pintada enteramente de blanco y con un tragaluz en el techo que iluminaba todo su vértigo, le hubiese congelado el tuétano al más valiente. Vendí los tereques de la casa para llenarla, para lograr poner sobre la mesa, a la hora de la cena, el mendrugo de pan honesto de cada día.

Pero el celo de Rosa no se detuvo aquí, sino que empeñó también los cubiertos de plata, los manteles y las sábanas que en un tiempo pertenecieron a la madre y a la abuela de Rosaura, y su frugalidad llegó a tal punto que ni siquiera los gustos moderadamente epicúreos de la familia se salvaron de ella. Desterrados para siempre de la mesa quedaron el conejo en pepitoria, el arroz con gandules y las palomas salvajes, asadas hasta su punto más tierno por debajo de las alas. Esta última medida entristeció grandemente a Don Lorenzo, que amaba más que nada en el mundo, luego de a su mujer y a su hija, esos platillos criollos cuyo espectáculo humeante le hacía expandir de buena voluntad los carrillos sobre las comisuras risueñas.

¿Quién habrá sido capaz de escribir una sarta tal de estupideces y de calumnias? Aunque hay que reconocer que, quien quiera que sea, supo escoger el título a las mil maravillas. Bien se ve que el papel aguanta todo el veneno que le escupan encima. Las virtudes económicas de Rosa la llevaban a ser candil apagado en la casa, pero fanal encendido en la calle. "A mal tiempo buena cara, y no hay por qué hacerle ver al vecino que la desgracia es una desgracia", decía con entusiasmo cuando se vestía con sus mejores galas para ir a misa los domingos, obligando a Don Lorenzo a hacer lo mismo. Abrió un comercio de modistilla en los bajos de la casa, que bautizó ridículamente "El alza de la Bastilla, dizque para atraerse una clientela más culta, y allí se pasaba las noches enhebrando hilos y sisando telas, invirtiendo todo lo que sacaba de la venta de los valiosos objetos de la familia en los vestidos que elaboraba para sus clientas.

Acaba de entrar a la sala la esposa del Alcalde. La saludaré sin levantarme, con una leve inclinación de cabeza. Lleva puesto uno de mis modelos exclusivos, que tuve que rehacer por lo menos diez veces, para tenerla contenta, pero aunque sé que espera que me le acerque y le diga lo bien que le queda, haciéndole mil reverencias, no me da la gana de hacerlo. Estoy cansada de servirles de incensario a las esposas de los ricos de este pueblo. En un principio les tenía compasión: verlas languidecer como flores asfixiadas tras las galerías de cristales de sus mansiones, sin nada en qué ocupar sus mentes que no fuese el bridge, el mariposear de chisme en chisme y de merienda en merienda, me daba tristeza. El aburrimiento, ese ogro de afelpada garra, había ya ultimado a varias de ellas, que habían perecido víctimas de la neurosis y de la depresión, cuando yo comencé a predicar, desde mi modesto taller de costura, la salvación por medio de la Línea y del Color. La Belleza de la moda es, no me cabe la menor duda, la virtud más sublime, el atributo más divino de las mujeres. La Belleza de la moda todo lo puede, todo lo cura, todo lo subsana. Sus seguidores son legiones, como puede verse en el fresco de la cúpula de nuestra catedral, donde los atuendos maravillosos de los ángeles sirven para inspirar la devoción aun en los más incrédulos.

Con la ayuda generosa de Lorenzo me suscribí a las revistas más elegantes de París, Londres y Nueva York, y comencé a publicar en La Gaceta del Pueblo una homilía semanal, en la cual le señalaba a mis clientas cuáles eran las últimas tendencias de estilo según los couturiers más famosos de esas capitales. Si en el otoño se llevaba el púrpura magenta o el amaranto pastel, si en la primavera el talle se alforzaba como una alcachofa o se plisaba como un repollo de pétalo y bullón, si en el invierno los botones se usaban de carey o de nuez, todo era para mis clientas materia de dogma, artículo apasionado de fe. Mi taller pronto se volvió una colmena de actividad, tantas eran las órdenes que recibía y tantas las visitas de las damas que venían a consultarme los detalles de sus últimas "tenues".

El éxito no tardó en hacernos ricos y todo gracias a la ayuda de Lorenzo, que hizo posible el milagro vendiendo la hacienda y presentándome el capitalito que necesitaba para ampliar mi negocio. Por eso hoy, el día aciago de su sepelio, no tengo que ser fina ni considerada con nadie. Estoy cansada de tanta reverencia y de tanto halago, de tanta dama elegante que necesita ser adulada todo el tiempo para sentirse que existe. Que la esposa del Alcalde en adelante se alce su propia cola y se husmee su propio culo. Prefiero mil veces la lectura de este cuento infame a tener que hablarle, a tener que decirle qué bien se ha combinado hoy, qué maravillosamente le sientan su mantilla de bruja, sus zapatos de espátula, su horrible bolso.

Don Lorenzo vendió su casa y su finca, y se trasladó con su familia a vivir al pueblo. El cambio resultó favorable para Rosaura; recobró el buen color y tenía ahora un sinnúmero de amigas y amigos, con los cuales se paseaba por las alamedas y los parques. Por primera vez en la vida dejó de interesarse por los libros de cuentos y, cuando algunos meses más tarde su padre le regaló el último ejemplar, lo dejó olvidado y a medio leer sobre el velador de la sala. A Don Lorenzo, por el contrario, se le veía cada vez más triste, zurcido el corazón de pena por la venta de su hacienda y de sus cañas.

Rosa, en su nuevo local, amplió su negocio y tenía cada vez más parroquianas. El cambio de localidad sin duda la favoreció, ocupando éste ahora por completo los bajos de la casa. Ya no tenía el corral de gallinas y de puercos algarabiándole junto a la puerta, y su clientela subió de categoría. Como estas damas, sin embargo, a menudo se demoraban en pagar sus deudas, y Rosa, por otro lado, no podía resistir la tentación de guardar siempre para sí los vestidos más lujosos, su taller no acababa nunca de levantar cabeza. Fue por aquel entonces que comenzó a martirizar a Lorenzo con lo del testamento. "Si mueres en este momento", le dijo una noche antes de dormir, "tendré que trabajar hasta la hora de mi muerte sólo para pagar la deuda, ya que con la mitad de tu herencia no me será posible ni comenzar a hacerlo". Y como Don Lorenzo permanecía en silencio y con la cabeza baja, negándose a desheredar a su hija para beneficiarla a ella, empezó a injuriar y a insultar a Rosaura, acusándola de soñar con vivir siempre del cuento, mientras ella se descarnaba los ojos y los dedos cosiendo y bordando sólo para ellos. Y antes de darle la espalda para extinguir la luz del velador, le dijo que ya que era a su hija a quien él más quería en el mundo, a ella no le quedaba más remedio que abandonarlo.

Me siento curiosamente insensible, indiferente a lo que estoy leyendo. Hay una corriente de aire frío colándose por algún lado en este cuarto y me he empezado a sentir un poco mareada, pero debe ser la tortura de este velorio interminable. No veo la hora en que saquen el ataúd por la puerta, y que esta caterva de maledicentes acabe ya de largarse a su casa. Comparados a los chismes de mis clientas, los sainetes de este cuento insólito no son sino alfilerazos vulgares, que me rebotan sin que yo los sienta. Después de todo, me porté bien con Lorenzo; tengo mi conciencia tranquila. Eso es lo único que importa. Insistí, es cierto, en que nos mudáramos al pueblo, y eso nos hizo mucho bien. Insistí también en que me dejara a mí el albaceazgo de todos sus bienes, porque me consideré mucho más capacitada para administrarlos que Rosaura, que anda siempre con la cabeza en las nubes. Pero jamás lo amenacé con abandonarlo. Los asuntos de la familia iban de mal en peor, y la ruina amenazaba cada vez más de cerca a Lorenzo, pero a éste no parecía importarle. Había sido siempre un poco fantasioso y escogió precisamente esa época crítica de nuestras vidas para sentarse a escribir un libro sobre los patriotas de la lucha por la independencia.

Se pasaba las noches garabateando página tras página, desvariando en voz alta sobre nuestra identidad perdida dizque trágicamente a partir de 1898, cuando la verdad fue que nuestros habitantes recibieron a los Marines con los brazos abiertos. Es verdad que, como escribió Lorenzo en su libro, durante casi cien años después de su llegada hemos vivido al borde de la guerra civil, pero los únicos que quieren la independencia en esta isla son los ricos y los ilusos; los hacendados arruinados que todavía siguen soñando con el pasado glorioso como si se tratara de un paraíso perdido, los políticos amargados y sedientos de poder, y los escritorcitos de mierda como el autor de este cuento. Los pobres de esta isla le han tenido siempre miedo a la independencia, porque preferirían estar muertos antes de volver a verse aplastados por la egregia bota de nuestra burguesía. Sean Republicanos o Estadolibristas, todos los caciques políticos son iguales. A la hora del tasajo vuelan más rápido que una plaga de guaraguaos hambrientos; se llaman pro-americanos y amigos de los yanquis cuando en realidad los odian y quisieran que les dejaran sus dólares y se fueran de aquí.

Al llegar el cumpleaños de su hija, Don Lorenzo le compró, como siempre, su tradicional libro de cuentos.

Rosaura, por su parte, decidió cocinarle a su padre aquel día una confitura de guayaba, de las que antes solía confeccionarle su madre. Durante toda la tarde removió sobre el fogón el borbolleante líquido color sanguaza, y mientras lo hacía le pareció ver a su madre entrar y salir varias veces por pasillos y salones, transportada por el oleaje rosado de aquel perfume que inundaba la casa.

Aquella noche Don Lorenzo se sentó feliz a la mesa y cenó con más apetito que el que había demostrado en mucho tiempo. Terminada la cena, le entregó a Rosaura su libro, encuadernado, como él siempre decía riendo, "en cuero de corazón de alce". Haciendo caso omiso de los acentos circunflejos que ensombrecían de ira el ceño de su mujer, padre e hija admiraron juntos el opulento ejemplar, cuyo grueso canto dorado hacía resaltar elegantemente el púrpura de las tapas. Inmóvil sobre su silla Rosa los observaba en silencio, con una sonrisa álgida escarchándole los labios. Llevaba puesto aquella noche su vestido más lujoso, porque asistiría con Don Lorenzo a una cena de gran cubierto en casa del Alcalde, y no quería por eso alterarse, ni perder la paciencia con Rosaura.

Don Lorenzo comenzó entonces a embromar a su mujer, y le comentó, intentando sacarla de su ensimismamiento, que los exóticos vestidos de aquellas reinas y grandes damas que aparecían en el libro de Rosaura bien podrían servirle a ella de inspiración para sus nuevos modelos. "Aunque para vestir tus opulentas carnes se necesitarían varias resmas de seda más de las que necesitaron ellas, a mí no me importaría pagarlas, porque tú eres una mujer de a deveras, y no un enclenque maniquí de cuento", le dijo pellizcándole solapadamente una nalga. ¡Pobre Lorenzo! Es evidente que me querías, sí. Con tus bromas siempre me hacías reír hasta saltárseme las lágrimas. Congelada en su silencio apático, Rosa encontró aquella broma de mal gusto, y no demostró por las ilustraciones y grabados ningún entusiasmo. Terminado por fin el examen del lujoso volumen, Rosaura se levantó de la mesa, para traer la fuente de aquel postre que había estado presagiándose en la mañana como un bocado de gloria por toda la casa, pero al acercársela a su padre la dejó caer, salpicando inevitablemente la falda de su madrastra.

Hacía ya rato que algo venía molestándome, y ahora me doy cuenta de lo que es. El incidente del dulce de guayaba ocurrió hace ya muchos años, cuando todavía vivíamos en el caserón de la finca y Rosaura no era más que una niña. El firulí, o se equivoca, o ha alterado descaradamente la cronología de los hechos, haciendo ver que éstos sucedieron recientemente, cuando es todo lo contrario. Hace sólo unos meses que Lorenzo le regaló a Rosaura el libro que dice, en ocasión de su veinteavo aniversario, pero han pasado ya más de seis años desde que Lorenzo vendió la finca. Cualquiera diría que Rosaura es todavía niña cuando es una manganzona ya casi mayor de edad, una mujer hecha y derecha. Cada día se parece más a su madre, a las mujeres indolentes de este pueblo. Rehusa trabajar en la casa y en la calle, alimentándose del pan honesto de los que trabajan.

Recuerdo perfectamente el suceso del dulce de guayaba, íbamos a un coctel en casa del Alcalde, a quien tú mismo, Lorenzo, le habías propuesto que te comprara la hacienda Los Crepúsculos, como la llamabas nostálgicamente, y que los vecinos habían bautizado con sorna la hacienda Los Culos Crespos, en venganza por los humos de aristocracia que te dabas, para que se edificara allí un museo de historia dedicado a preservar, para las generaciones venideras, las anodinas reliquias de los imperios cañeros. Yo había logrado convencerte, tras largas noches de discusión bajo el dosel raído de tu cama, de la imposibilidad de seguir viviendo en aquel caserón, donde no había ni luz eléctrica ni agua caliente, y donde para colmo había que cagar a diario en la letrina estilo Francés Provenzal que Alfonso XII le había obsequiado a tu abuelo. Por eso aquella noche llevaba puesto aquel traje cursi, confeccionado como en Gone with the Wind, con las cortinas de brocado que el viento no se había llevado todavía, porque era la única manera de impresionar a la insoportable mujer del Alcalde, de apelar a su arrebatado delirio de grandeza. Nos compraron la casa por fin con todas las antigüedades que tenía adentro, pero no para hacerla un museo y un parque de los que pudiera disfrutar el pueblo, sino para disfrutarlo ellos mismos como su lujosa casa de campo.

Frenética y fuera de sí, Rosa se puso de pie, y contempló horrorizada aquellas estrías de almíbar que descendían lentamente por su falda hasta manchar con su líquido sanguinolento las hebillas de raso de sus zapatos. Temblaba de ira, y al principio se le hizo imposible llegar a pronunciar una sola palabra. Una vez le regresó el alma al cuerpo, sin embargo, comenzó a injuriar enfurecida a Rosaura, acusándola de pasarse la vida leyendo cuentos, mientras ella se veía obligada a consumirse los ojos y los dedos cosiendo para ellos. Y la culpa de todo la tenían aquellos malditos libros que Don Lorenzo le regalaba, los cuales eran prueba de que a Rosaura se la tenía en mayor estima que a ella en aquella casa, y por lo cual había decidido marcharse de su lado para siempre, si éstos no eran de inmediato arrojados al patio, donde ella misma ordenaría que se encendiera con ellos una enorme fogata.

Será el humo de las velas, será el perfume de los mirtos, pero me siento cada vez más mareada. No sé por qué, he comenzado a sudar y las manos me tiemblan. La lectura de este cuento ha comenzado a enconárseme en no sé cuál lugar misterioso del cuerpo. Y no bien terminó de hablar, Rosa palideció mortalmente y, sin que nadie pudiera evitarlo, cayó redonda y sin sentido al suelo. Aterrado por el desmayo de su mujer, Don Lorenzo se arrodilló a su lado y, tomándole las manos comenzó a llorar, implorándole en una voz muy queda que volviera en sí y que no lo abandonara, porque él había decidido complacerla en todo lo que ella le había pedido. Satisfecha con la promesa que había logrado sonsacarle, Rosa abrió los ojos y lo miró risueña, permitiéndole a Rosaura, en prueba de reconciliación, guardar los libros.

Aquella noche Rosaura derramó abundantes lágrimas, hasta que por fin se quedó dormida sobre su almohada, bajo la cual había ocultado el obsequio de su padre. Tuvo entonces un sueño extraño. Soñó que, entre los relatos de aquel libro, había uno que estaría envenenado, porque destruiría, de manera fulminante, a su primer lector. Su autor, al escribirlo, había tomado la precaución de dejar inscrita en él una señal, una manera definitiva de reconocerlo, pero por más que en su sueño Rosaura se esforzaba por recordar cuál era, se le hacía imposible hacerlo. Cuando por fin despertó, tenía el cuerpo brotado de un sudor helado, pero seguía ignorando aún si aquel cuento obraría su maleficio por medio del olfato, del oído, o del tacto.

Pocas semanas después de estos sucesos, Don Lorenzo pasó serenamente a mejor vida al fondo de su propia cama, consolado por los cuidos y rezos de su mujer y de su hija. Encontrábase el cuerpo rodeado de flores y de cirios, y los deudos y parientes sentados alrededor, llorando y ensalzando las virtudes del muerto, cuando Rosa entró en la habitación, sosteniendo en la mano el último libro de cuentos que Don Lorenzo le había regalado a Rosaura y que tanta controversia había causado en una ocasión entre ella y su difunto marido. Saludó a la esposa del Alcalde con una imperceptible inclinación de cabeza, y se sentó en una silla algo retirada del resto de los deudos, como si buscase un poco de silencio y sosiego. Abriendo el libro al azar sobre la falda, comenzó a hojear lentamente las páginas, admirando sus ilustraciones y pensando que, ahora que era una mujer de medios, bien podía darse el lujo de confeccionarse para sí misma uno de aquellos espléndidos atuendos de reina. Pasó varias páginas sin novedad, hasta que llegó a un relato que le llamó la atención. A diferencia del resto, no tenía ilustración alguna y se encontraba impreso en una extraña tinta color guayaba. El primer párrafo la sorprendió, porque la heroína se llamaba exactamente igual que su hijastra. Mojándose entonces el dedo del corazón con la punta de la lengua, comenzó a separar con interés aquellas páginas que, debido a la espesa tinta, se adherían molestamente unas a otras. Del estupor pasó al asombro, del asombro pasó al pasmo, y del pasmo pasó al terror, pero a pesar del creciente malestar que sentía, la curiosidad no le permitía dejar de leerlas. El relato comenzaba: "Rosaura vivía en una casa de balcones sombreados por enredaderas tupidas de trinitaria púrpura..., pero Rosa nunca llegó a enterarse de cómo terminaba.

1 comentario:

  1. muy buen cuento, bien relatado y en un lenguaje vernáculo de buena hechura; el tema figura , en efecto, como se nombra en proemio en "las mil y una noche" y mas cerca, en "el nombre de la rosa" de Umberto Eco, lo que no le quita su originalidad

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