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lunes, 7 de septiembre de 2020

UN CAMPESINO HERMOSO Y CON BIGOTES – Cósimo Mandrillo

Cósimo Mandrillo (Italia, 1951). Escritor, docente e investigador venezolano. Profesor emérito de la Universidad del Zulia. Licenciado y magister en literatura venezolana por esta misma universidad; Doctor en literatura hispanoamericana por la Universidad de Iowa (EEUU). Ha publicado, entre otros títulos y artículos, los ensayos: Víbora y barro: acercamientos a la obra de Gustavo Díaz Solís (2004); Literatura zuliana siglo XIX (1987); Antología poética de María Calcaño (1983); La ciudad de Udón (1988); y A boca de agua: ensayos sobre literatura zuliana (2008); los volúmenes de poesía Migra (1983); Poemas de lengua brava (1991); Parte de guerra (1991); Todo indicio de ti (2007); y Poemas de Sa’awa (2011); y los libros de narrativa para niños El Arbol de jugar (1985 y 2004); El mundo es una piedra (1991); y El woma azul de tío Pici (2008). El cuento que aquí les presento forma parte de la antología Leer a la orilla del cielo, realizada por la escritora venezolana Laura Antillano.

Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de Cósimo Mandrillo.



UN CAMPESINO HERMOSO Y CON BIGOTES


Carátula de: Leer a la orilla del cielo (el perro y la rana - 2017), compiladora: Laura Antillano
Una vez tuve un abuelo en un país que se llama Italia.

Era un campesino hermoso y con bigotes. Usaba un pantalón muy grande y una vieja chaqueta que lo protegía del frío de las mañanas.

Cuando niño mi abuelo fue a la guerra. Allí aprendió que a veces la vida es cruel y terrible, pero su corazón no se contagió, siguió siendo blando y dulce hasta el día de su muerte.

La guerra fue un recuerdo que se le quedó amarrado a la memoria con un nudo marinero, y de tanto no poder olvidarla la contaba una y otra vez.

Yo cabalgaba sobre su zapato cuando él cruzaba las piernas y contaba de nuevo una historia que siempre empezaba así: hace mucho tiempo cuando fui a la guerra…

La vida de mi abuelo era el campo, porque era un campesino hermoso y con bigotes. Se levantaba de madrugada y se iba a trabajar la tierra. Tomaba un puñado en las manos y dejaba que se le escurriera poco a poco entre los dedos como si fuera un colador. Era su manera de acariciarla.

También la limpiaba de piedras, porque las piedras —pensaba él— son como un tumor en la tierra que se va a sembrar.

Con los años fue quedándose encorvado como si llevara siempre en las manos una de aquellas piedras redondas y pesadas.

Claro que mi abuelo nunca se quejaba. Era un hombre lleno de silencio. Solo por dentro se alegraba cuando la tierra le daba frutos y vegetales.

En lo más fuerte del verano llenaba cestas y cestas de racimos y entonces la casa olía al perfume ácido de las uvas maduras.

Después era la fiesta, porque no hay mejor fiesta que la de hacer vino.

En un tonel inmenso, saltábamos descalzos sobre la uva que explotaba con cada pisotón y nos torpedeaba con el mosto perfumado que en algunos meses sería vino.

A la hora de comer, mi abuelo se sentaba a la cabecera de la mesa. A su lado, apoyada en el piso, ponía una botella de aquel vino que habíamos hecho saltando en la barrica. De tanto en tanto la levantaba, tomaba un sorbo largo, y su bigote cenizo se mojaba con el morado fuerte del vino.

Nunca bebía un vino que no viniese de sus manos, porque el vino —repetía— es la tierra misma que nos pasa entre los dedos y con el viento se hace polvo.

Mi abuelo caminaba con los brazos cruzados a la espalda. Yo caminaba a su lado cuando íbamos a la plaza a comprar tabaco.

Con las manos a la espalda y cada día más encorvado, respondía con gestos de cabeza a los vecinos que le saludaban: Buon giorno signor Pasquale.

Al llegar a casa liaba con calma un cigarrillo: metía el tabaco en el papel, lo enrollaba y lo pegaba con saliva. Después fumaba despacio y mirando lejos quién sabe qué cosa.

Yo me quedaba viéndolo a él y a su silencio.

Un día, desde un barco grande y gordo, le dije adiós a su figura encorvada y a su mostacho de pelo suave como el aliento.

Nunca más lo vi.

Ahora soy un hombre casi viejo y he olvidado muchas cosas: el nombre de la calle donde vivíamos y el nombre de los vecinos. Tampoco recuerdo el tamaño de la casa ni la distancia a la plaza ni en cuál esquina estaba la fuente a la que íbamos por agua.

Pero siempre recuerdo, eso sí, que una vez tuve un abuelo en un país que se llama Italia.

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