José B. Adolph (Stuttgart, Alemania, 1933 – Lima, Perú, 2008). Periodista y escritor germanoperuano. Su obra está integrada por los libros de cuentos El retorno de Aladino (1968); Hasta que la muerte (1971); Nosotros, no (1971); Invisible para las fieras (1972) –libro que incluye el cuento que encontrarán más adelante-; Cuentos del relojero abominable (1973); Mañana fuimos felices (1974); La batalla del café (1984); Un dulce horror (1989); Diario del sótano (1996); Los fines del mundo (2003); y Es solo un viejo tren (2007); y las novelas La ronda de los generales (1973); Mañana, las ratas (1984); Dora (1989); la trilogía novelística en un volumen De mujeres y heridas (2000); La verdad sobre Dios y JBA (2001); Un ejército de locos (2003); y La bandera en alto (2009). Recibió diversos reconocimientos a su quehacer literario, como el Primer Lugar en el Concurso Teatro Universitario San Marcos (1977); Mención en el Concurso de Cuento Puebla, México (1978); Primer Puesto en el Concurso Teatro Universitario San Marcos (1979); Mención en la I Bienal de Cuento Premio Copé (1979); Segundo Lugar en la II Bienal de Cuento Premio Copé (1981); Segundo Puesto en el Concurso de Cuento de la Municipalidad de Lima (1982); Primer Lugar en el Concurso de Novela de la Municipalidad de Lima (1982); Segundo Puesto en el Concurso de Cuento de la Municipalidad de Lima (1982); Tercer Lugar en el Concurso de Cuento de la Municipalidad de Lima (1983); Tercer Puesto en el Concurso de Novela de la Municipalidad de Lima (1983); Mención en el Concurso Teatro Universitario San Marcos (1983); Primer Puesto en el Concurso de Cuentos de las 1.000 palabras de Caretas (1983); Tercer Lugar en el Concurso de Cuentos de las 1.000 palabras de Caretas (1985); Mención en el Concurso de Teatro Manuela Ramos (1985); Mención en la IV Bienal de Cuento Premio Copé (1985); dos Menciones en el Concurso de Cuentos de las 1.000 palabras de Caretas (1987); Segundo Lugar en la VI Bienal de Cuento Premio Copé (1989); Mención en el Concurso de Cuentos de las 1.000 palabras de Caretas (1991); Mención en el Concurso de Crónicas sobre España de la revista Sí (1993); y Primer Lugar en el Concurso de Libro de Cuentos Diario del Sótano de Studium y Solarmonía (1993). Textos suyos forman parte de diversas antologías publicadas en varios países del mundo.
UN MIEDO
Tuvimos que romper la puerta. Todo el corredor se había recalentado con las llamaradas, y de no haber sido por las máscaras, nos habríamos asfixiado. Un par de hachazos y la puerta se abrió como una fruta. Romualdo siguió hacia el siguiente departamento.
Pregunté a gritos si había alguien. No hubo respuesta. Se escuchaba el ominoso crepitar de las llamas consumiendo muebles y puertas, avanzando por las escaleras, y el silbido de los gases en el agujero abierto del ascensor. Abajo, gritaba alguna gente y se reunían sirenas alocadas. Hacía un espantoso calor.
Tropecé con la mecedora y la anciana inmóvil, cuyos ojos parecían de un vidrio frío y lejano. Sentí esa mirada como un puñetazo constante, clavado en algún punto tras mío. Estaba totalmente rígida. Quise cogerla, de algún modo, pero me sorprendió un grito que venía del baño: un hombre, gordo, vestido solamente con calzoncillos, se echaba agua empozada en la tina y me hacía gestos.
"¡Déjela!", escuché. "Es de cera. ¡Ayúdeme!".
Miré al cuerpo, que parecía auténtico pese a su absoluta inmovilidad, y giré hacia el hombre que seguía gritando. Sudaba copiosamente y sus ojos eran plañideros y angustiados.
"¡Apúrese!", insistió, acurrucado en el borde de la tina.
Llamé a Romualdo, y entre los dos extrajimos al gordo, que temblaba violentamente, y le anudamos un pañuelo mojado sobre la cara. Lo llevamos a una de las ventanas que daban al este, donde se levantaba la escalera telescópica.
"¿Puede bajar solo?", le pregunté.
"No", respondió. "Me mareo. Ayúdenme".
Romualdo casi tuvo que golpearlo para quitarle el pánico.
"Si no se calma", le dije, enérgico, "lo dejo y me traigo a la muñeca de cera, que ya debe estar derritiéndose".
Gimió, pero se quedó tranquilo. Yo lo estaba menos: en cualquier momento se resquebrajaría el edificio. No había mucho tiempo.
Cuando llegamos a tierra, el gordo se derrumbó sobre el pavimento. Lloraba, sudaba y cierto líquido amarillo que empapaba su calzoncillo indicaba que perdía agua en todas las formas.
Lo llevamos a la ambulancia mientras la policía alejaba a la gente. El edificio crujía cada vez más. Toda la zona era insegura. El gordo seguía sacudido por ese llanto infinito que no podía controlar.
Una mujer muy joven, casi una niña, se lanzó sobre nosotros. "¡Papá!", gritó. El gordo la miró, sin dejar de sollozar, y abrió los ojos convulsionados por el shock.
"¡Papá!", volvió a gritar la chica, mientras buscaba, infructuosamente, los despavoridos ojos de su padre. "¿Dónde está mamá?". Y a mí: "¡Es paralítica! ¡No puede moverse sola!".
El gordo siguió dando de alaridos mientras Romualdo y yo introducíamos la camilla a la ambulancia y la chica trepaba tras él. La gente abrió paso a la sirena y observó, en aterrado silencio, el derrumbe del carcomido edificio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario