Edmundo Valadés Mendoza (Guaimas, Sonora, 1915 – Ciudad de México, 1994). Intelectual, editor y escritor mexicano. Fue un importante promotor del cuento como género literario y uno de los principales impulsores de la minificción en Latinoamérica, labor que realizó desde su revista El Cuento, la cual dirigió hasta su muerte. Ejerció el periodismo en las revistas Hoy y Así, y trabajó como reportero, editorialista y director editorial en el diario Novedades, de su país. También publicó columnas de crítica literaria en los diarios El Día, Excélsior y Uno mas uno. Además, fue docente en el Centro Mexicano de Escritores y presidió la Asociación de Periodistas Cinematográficos de México y la Asociación de Escritores de México. Entre sus publicaciones destacan los libros de cuentos La muerte tiene permiso (1955) –volumen al que pertenece el cuento que encontrarán más adelante-; Antípoda (1961); Rock (1963); Las dualidades funestas (1966) y Sólo los sueños y los deseos son inmortales, palomita (1986); así como la recopilación de estudios críticos La Revolución y las letras (1960) y Por caminos de Proust (1974). Recibió, entre otros galardones, la Medalla Nezahualcóyotl (1978), otorgada por la Sociedad General de Escritores de México; el Premio Nacional de Periodismo (1981); y el Premio Rosario Castellanos (1982).
ESTUVO EN LA GUERRA
De pronto, todas las cabezas desaparecieron. Abrió más los ojos. Trató de perforar con la mirada la luz de los reflectores implacables. Sobre el campo los jugadores corrían en todas direcciones. Un sordo pavoroso clamor envolvía sus cuerpos sin cabezas. Agitaban sus brazos confusamente. Como si dirigieran su propia macabra danza. La danza macabra.
Él estaba tenso. El ruido martilleaba sus tímpanos. Creció su miedo. Ahora los rostros giraban en la cancha. Reflejaban un terror indescriptible. Su propio terror. No perseguían la pelota. Huían desesperados. Brincaban absurdamente. Con el salto mortal del soldado. Desaparecían. Volvían a emerger. Volaban. Destruidos en pedazos al chocar unos contra otros.
Empezó a oír el graznido de las ametralladoras. El ruido del mar. El ruido del miedo. El silbatazo del ataque. Y gritos. Gritos espantosos que le taladraban la espina dorsal. ¿Llegaría a disparar por fin el cañón camuflado bajo la malla del arco?
Reaparecieron las cabezas y los cuerpos. Las cabezas subían y bajaban las gradas. Saltaban a la izquierda y a la derecha. Uno, dos. Uno, dos. A la derecha y a la izquierda. Uno, dos. Rodaban unas sobre otras. Saltaban unas sobre otras. Uno, dos. Lo aplastaban. Iban a aplastarlo. Uno, dos. Y los gritos...
Se lanzó por las escaleras. A ganar la playa. A esconderse en las trincheras. La salida. A empellones. Empujando los cadáveres móviles que cerraban el paso.
La puerta. La plaza. Arriba siempre el cielo. El cielo.
Detuvo un taxi: al hotel.
Cerró los ojos. Los abrió de nuevo. ¿Y el chofer? Había desaparecido. Él iba solo sobre el tanque que devoraba las avenidas. Traspasaba los muros. Se estrellaba contra los árboles. Mil reflectores enfocaban su marcha. Más aprisa. Aprisa.
Luego lo de siempre: el silencio largo.
"¿Le pasa algo?".
Pagó. Entró en el hotel. A su cuarto.
Se desplomó sobre la cama.
A gemir la paz definitivamente perdida para él.
Pinche libro de mierda me voy a correr
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