Edgar Allan García (Guayaquil, 1958). Escritor ecuatoriano. Ha desarrollado
una extensa y muy productiva carrera literaria, durante la cual ha publicado
más de 60 libros de poesía, ensayo, literatura infantil y juvenil, novela y
cuento, entre los que destacan Sobre los ijares de Rocinante (poesía, 1991);
Como formar un taller de creatividad literaria (ensayo, 1993); Rebululú
(literatura infantil y juvenil, 1995); El encanto de los bordes (cuento,
1997); Cazadores de sueños (literatura infantil y juvenil, 1999); Leyendas del
Ecuador (literatura infantil y juvenil, 2000); Escritores, ni dioses ni
demonios (ensayo, 2003); Kikirimiau (literatura infantil y juvenil, 2004);
Crueldad de la memoria (poesía, 2009); 333 MicroBios (cuento, 2011); El
fantasma de Platón (poesía, 2011); Fábulas vueltas a contar (literatura
infantil y juvenil, 2011); Cuentos fríos y calientes (2013) –volumen al cual
pertenece el texto que aquí les presento-; Cuentos del tío Tigre, tío Conejo y
Juan Bobo (literatura infantil y juvenil, 2013); Fractales (poesía, 2015); Te
quiero muu, dijo la vaca (literatura infantil y juvenil, 2015); y Nanocuentos
(2015). Ha ganado, entre otros, los premios Darío Guevara Mayorga -en cuatro
ocasiones- (1995, 1999, 2003 y 2014); la Bienal de Poesía de Cuenca -en dos
oportunidades-; el Premio Nacional Ismael Pérez Pazmiño (1997); el Premio de
la Bienal de Poesía de Pichincha (2016); el Premio Pablo Neruda de poesía y el
Plural (México, 1992) de cuento. En 2005 ganó un premio otorgado por la
Embajada del Ecuador en Japón, en honor del bacteriólogo «Hideyo Noguchi», que
llevó a García a una gira de un mes por Japón. Algunas de sus obras han sido
publicadas en España, Perú, México y Argentina; y varios de sus cuentos han
sido traducidos al francés.
Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de Edgar Allan García.
EL SUPAY
-El Supay se llama Juan Pasto, me dijo el niño que me sirvió un vaso de agua
de deshielo.
-¿Y cómo sabes el nombre del Supay?, pregunté divertido.
-¿No me cree? Si quiere le llevo para que le conozca, respondió muy serio,
pero de lejos, porque da miedo acercarse, el Juan Pasto sabe sacar chispas por
los ojos.
Estábamos a unos 3500 metros de altura, en un lugar donde abundaban
chuquiraguas, pumamaquis y espinosas chilcas, entre laderas devoradas por la
maleza apretada de los Andes. El pueblito donde me había detenido a tomar
agua, no tenía nombre. No era sino una agrupación caótica de quince casas de
barro que delataban el abandono y la pobreza extrema. Lo único que sabía era
que estábamos en algún lugar de la provincia del Carchi, cerca del páramo del
Ángel, a no menos de cincuenta kilómetros de Tulcán y a unos diez kilómetros
de donde había dejado mi viejo jeep. Apuré el agua helada para apagar la sed
que me devoraba desde hacía horas, luego de caminar por chaquiñanes de lodo
seco y sembríos dispersos poblados por perros feroces que tenía que alejar con
ramas y piedras. Mi jeep no había soportado el camino y había empezado a
ahogarse antes de llegar a la cima de una montaña pedregosa. Tomé mi mochila y
me lancé al camino, convencido de que no podía faltar mucho, pero me
equivoqué.
Ahora el muchacho me miraba como si nunca hubiera visto a otro ser humano en
su vida. Metros más allá, como sombras, algunos habitantes del caserío también
me espiaban.
-¿Conoces a Taita Pedro Guamán?, le solté al chiquillo, convencido de que no
sabría quien era.
El niño abrió los ojos asombrados.
-¿Us... usted le... le conoce?, balbuceó.
-Es mi amigo, lo conozco desde hace fú.
El niño no salía de su asombro.
-Éramos compañeros en la universidad, aseguré. Él estudiaba antropología.
-Ah, dijo más aliviado, entonces no ha de ser el mismo. Taita Pedro siempre
vivió aquí.
-No, reí, eso es lo que tú crees. Él vino hace unos once años para acá, dizque
a hacer un trabajito, pero nunca quiso contarnos qué mismo era. Eso fue lo
último que supe de él.
-O sea, usted quiere decir... ¿cuando yo estaba casi recién nacido?, preguntó
con desconfianza.
-Me imagino. ¿Cuántos años tienes?
-Doce, dijo como pidiendo disculpas.
El chiquillo parecía de ocho. Era muy pequeño, sobre todo sus manos oscuras,
llenas de escamas por causa del frío extremo y el trabajo con la tierra.
-¿Cómo te llamas?
-Pablo Chuqui, dijo tratando de sonreír.
-Mucho gusto, Pablito, le dije, y le di la mano. La suya, dura y astillada, se
perdió en la mía.
-Buenas, Taita Pedro, escuché que decía con un perceptible temblor en la
voz.
-Buenas, Pablito, dijo Pedro, y se lanzó a darme un abrazo largo y
entrañable.
-Tanto tiempo, me dijo, tanto tiempo.
-Apenas once años, le dije, tratando de bromear, pero él no estaba para
bromas.
-Ven, dijo, tenemos que hablar.
Caminamos callados, como si las palabras se le agolparan y no supiera por
dónde empezar. Yo callaba. No quería estropear con preguntas tontas lo que él
tenía que decirme. Su voz había sonado terriblemente seria cuando me llamó a
Quito, de seguro desde otro pueblo. Le había costado dar conmigo. “No hay
tiempo”, me dijo al otro lado del teléfono. “Vente ahora mismo, yo te digo
cómo llegar.” Me pareció que sería toda una aventura y me puse en camino sin
saber en lo que me estaba metiendo. Ahora estaba ahí, al lado de Pedro,
sobrellevando su silencio. El estrecho camino serpenteaba, subía y bajaba, a
veces parecía que se cortaba pero seguía por senderos aun más estrechos. El
paisaje era imponente y soplaba un viento helado.
-Te llamé porque te he estado soñando bastante, me dijo tan pronto llegamos a
su casa, una cabaña circular de barro cocido, con una enorme chimenea en el
centro. No pude dejar de notar que la entrada estaba guardianada por dos
verdes pinlllus o lecheros, árboles sagrados hasta donde sabía, y que a ambos
lados de la puerta, crecían ortigas y otras plantas que no reconocí en un
primer momento pero que Pedro me explicó eran ruda y romero.
-No preguntes mucho, dijo mientras me daba un vaso de agua endulzada con
panela, pero, aunque no me lo creas, anda por aquí un tipo llamado Juan Pasto
que es el demonio en persona.
Lo que me decía coincidía con lo que me había dicho el niño del pueblo, pero
ya en boca de Pedro, pensé que se había vuelto loco.
-¿El demonio?, repetí incrédulo.
-Sí, ya sé lo que estás pensando. Yo mismo lo dudé al principio, pero es como
te cuento.
-Ya, pero...
-Calla y escucha, dijo con firmeza.
Callé. Su voz sonaba grave, casi dramática. Escucharlo hablar así me resultaba
muy extraño. Pedro había sido siempre un tipo ecuánime y confiable. Cuando
estábamos en la universidad, en cierta ocasión pasamos una semana entera en
Cochasquí, y pese a los extraños ruidos que cada noche escuchábamos fuera de
las tiendas de lona, él insistía en que no eran más que lechuzas o ratones de
campo. ¿Y los espíritus de este lugar?, preguntaba Antonia, nuestra compañera
boliviana. De haberlos, los hay, decía él, pero les gusta hacer sus rituales
allá, sobre la pirámide trece, explicaba. Yo mismo los he visto, decía.
Parecen destellos pálidos que se mueven rápido, como bolas de fuego azulado,
pero quédense tranquilos porque, hasta donde sé, ellos están en lo suyo y
nosotros en lo nuestro. Además, decía, ya protegí este lugar con una quema de
palo santo y unos cuantos “pases” secretos.
Nosotros le escuchábamos asombrados. No éramos más que unos chicos de la
ciudad, a excepción de Antonia que era una mestiza de la zona del Titicaca,
metidos a hacer excavaciones arqueológicas en el sitio de Cochasquí para
aprobar la carrera de antropología. Pedro, en cambio, hasta donde sabíamos, ya
estaba en esa época de aprendiz de Taita Manuel Collaguazo, y le gustaba
“limpiar” a los compañeros con huevos y bañarlos en las cascadas “sagradas”
para sacarles el “mal”. Ahora, luego de tanto tiempo, estaba ahí, frente
a mí, con un vaso de aguardiente en las manos temblorosas, diciéndome que un
tal Juan Pasto era el diablo en persona, y por lo visto, asustado hasta los
huesos.
Afuera la noche había caído densa y helada, con una neblina voraz que
atenazaba y borraba el mundo más cercano.
-No estoy loco. El demonio tiene muchos rostros, dijo crispando los dedos de
la mano izquierda. No pienses en el demonio como lo piensan los cristianos,
piénsalo como un Supay, como un espíritu de la tierra, tan antiguo como los
primeros volcanes que construyeron estos valles perdidos.
-No entiendo la diferencia, dije desconcertado. El demonio cristiano también
es antiguo, según dicen, desde antes de que este mundo fuera creado, acuérdate
de Luzbel.
-Mira, me dijo incómodo, no sé cómo explicártelo claramente, pero tienes que
saber que en la tradición de mi pueblo hay varios espíritus. Los Nuna, por
ejemplo, que son los espíritus protectores de la familia. Y el Auqui o
príncipe, que es un espíritu poderoso de los cerros. Pero también existen
espíritus dañinos como el Huaira Huañui, que es el viento de la muerte, o el
Huaira Miu que es el aire de la montaña que te marea y te da vértigos. O el
Anchachu, que es un espíritu maligno que a veces hace su nido bajo el techo de
las casas, o en las minas abandonadas, y enferma o mata a sus habitantes. ¿Te
acuerdas de Antonia, la boliviana bonita? Ella le llamaba Juanikullu. También
anda por estos lares el Sacra, que es un demonio juguetón, travieso, como el
Sacramayu... pero también está el Supay, el demonio propiamente dicho.
-Sí, bueno, entiendo, dije tratando de calmarlo, algo de eso estudiamos en la
facultad, ¿pero, Juan Pasto?, ¿Cómo así Juan Pasto?
-No te burles, compañero, y escucha: Juan Pasto no es Juan Pasto, ¿entiendes?,
Juan Pasto es nada más que un cuerpo que ha sido poseído por el Supay mayor,
el más terrible de todos. El Supay es capaz de muchas, muchas cosas, como
contaminar las aguas de los lagos, como hacer que las siembras se pudran antes
de la cosecha, o que las mujeres no vuelvan a tener hijos, o que los niños
nazcan sin Yuyac Nuna, o sea sin espíritu... ¡es terrible!
-Ya, pero no te tengo que explicar, le dije muy serio, que eso es
prácticamente lo mismo que están haciendo las petroleras y las fumigaciones
para acabar con las plantas de coca y lo mismo pasa con la terrible
contaminación de las ciudades...
-No me lo tienes que contar, lo sé muy bien, compañero, me dijo sonriendo con
tristeza, pero te aseguro que esto es diferente: ahí donde los químicos
contaminan, la vida se muere en el lugar donde se echa y a varios kilómetros a
la redonda, pero ahí donde el Supay lanza su maldición, miles de kilómetros de
tierra se secan, los animales enferman y los humanos, en especial los
mestizos, mueren en medio de enfermedades espantosas.
-Pero ¿por qué?, pregunté consternado.
-No lo sé exactamente pero intuyo que todo el veneno del Supay está destinado
a los seres humanos, pero a los mestizos en particular... a los huaira
apamushcas.
-¿Y quién no es mestizo a estas alturas?
En ese instante escuchamos un golpe seco afuera de la cabaña. Pedro se puso
tenso. De inmediato, ambos escuchamos pasos, como de un niño pequeño caminando
sobre el piso de ladrillo que estaba frente a la casa. Un gruñido vino
rodando, cabalgando, revoloteando como si fuera un trueno lejano y estalló
frente a la puerta.
-Es él, dijo alarmado Pedro, es Juan Pasto...
Yo no lo podía creer. Aquellos ruidos eran reales, sin duda, pero debía de
haber una explicación racional para todo ello. Estaba pensando en eso cuando
la puerta de la cabaña se abrió de golpe, un chorro de neblina entró y en un
instante apagó el fuego de la chimenea. Un frío terrible se adueñó del
lugar.
Pedro abrió una botella y me la puso en la mano, justo antes de que la luz se
extinguiera del todo.
-Échatela encima, dijo.
Yo obedecí de inmediato. Prácticamente me bañé con aquel líquido que al pasar
por mis labios percibí tremendamente amargo. Pedro gritó yucshi, varias veces.
Escuché otro gruñido, pero esta vez cerca de donde yo estaba parado,
tiritando. Algo me rozó la cara. Yo no podía mover un dedo. Me llegó un vaho
apestoso, fuerte, como aliento de animal carroñero. A punto de dejarme caer
del susto, escuché que algo tronó fuera de la casa. La puerta se cerró de
manera violenta. Y se hizo el silencio.
-Una visita de cortesía, dijo después de un rato Pedro. Vino a darte la
bienvenida, aseguró con la voz ronca.
Pedro encendió una vela y la lanzó sobre la leña de la chimenea. Al poco
tiempo, las llamas iluminaron de nuevo el lugar. Yo estaba empapado y
temblaba, ya no de frío, sino de terror. No quería preguntar nada. No quería
saber nada. Deseaba que amaneciera para salir corriendo de ese fin de mundo.
Esa noche dormí apenas unos cuantos minutos. Permanecí atento a todo ruido
fuera de la cabaña, mientras Pedro roncaba como un tractor a punto de
dañarse.
Tan pronto amaneció, Pedro preparó el desayuno. Yo lo miraba hacer, sin mover
un músculo. El susto lo tenía todavía metido en el cuerpo. Me pasó una bandeja
con una jarra de leche caliente, huevos revueltos y un pan duro.
-Ya sé lo que estás pensando, pero no te vas a ir a ningún lado, me dijo
tajante.
Yo no podía pronunciar palabra. Sólo acertaba a masticar y sorber, como
si en eso se me fuera la vida.
-Te voy a explicar algo, compañero, tú eres el único que puede sacar al
Supay.
Paré de tragar. Debo de haberlo visto con cara de incredulidad, pero igual
siguió explicando.
-Te he soñado varias veces, varias veces. Descubrí que tú tienes un poder
especial, algo tan fuerte que no puedes imaginar siquiera.
Aprovechó mi silencio para continuar.
-Lo peor de todo es que no te puedo explicar lo que es, ni cómo sacarlo,
porque yo mismo no sé bien qué cosa es, pero cuando el Supay se enfrente
contigo, va a ser aplastado, ¡aplastado!, créeme.
Por toda respuesta hice el desayuno a un lado, tomé mi mochila y me puse en
camino con las piernas todavía entumecidas. Pedro no dijo nada. Me vio partir
sin despedirme de él y tomar por el sendero de arrayanes que bordeaba el
camino hacia el pueblito. No quería seguir escuchando tantas locuras. No
quería saber nada de nada. Primero, un demonio llamado Juan Pasto, já, qué
tal, un Supay con nombre de ser humano, qué les parece, me decía a mí mismo en
voz alta, casi gritando, luego esa visita, qué digo visita, esa
hecatombe horripilante de anoche, esa garra peluda, ese aliento, ese... pero
qué, un ser, una cosa, un animal, algo que no imagino qué pudo haber sido, y
ahora que dizque yo tengo un poder, bonita está la cosa, un poder que ni él
mismo sabe lo que es, pero no, yo me voy, me voy porque me voy, y punto.
Un súbito viento helado comenzó a soplar con fuerza en medio de una polvareda
descomunal. En segundos, apenas si podía ver el camino y me di cuenta de
que, cuanto más esfuerzo hacía para avanzar, más fuerte me azotaba
aullando. Estuve luchando un buen rato, tratando de agarrarme de las espinosas
chilcas, pero por cada paso que daba hacia delante, daba dos hacia atrás. Por
fin decidí no luchar y volver sobre mis pasos. El viento me arrastraba hacia
la cabaña de Pedro, mas cuando me fijé en los arrayanes a los lados del
camino, descubrí que sus ramas no se movían. El viento era para mí. Me
estremecí de terror otra vez, pero Pedro ya estaba ahí, a pocos metros de mí,
esperando en la puerta. Sonreía con tristeza.
-Entra, dijo, aún no he terminado.
Entré y me senté como un autómata sobre la tosca silla que se me ofrecía.
-Esta noche es luna negra. Es el momento en que el Supay va a tener el mayor
poder. Pero tú también. Será una lucha terrible. Todas estas montañas van a
temblar.
-¿Por qué no me mató anoche, si soy el único que puede detenerlo?, acerté a
preguntar.
-El que vino anoche no fue el Supay, propiamente, sino un ser maligno conocido
como el Runa llama, un ser mitad hombre y mitad llamingo que habita estos
páramos. Lo he visto varias veces, tiene colmillos de lobo y una fuerza
semejante a dos caballos salvajes. Lo ayudó a entrar el Supay, claro, porque
con todas las protecciones que tengo, el Runa Llama no hubiera podido abrir
esa puerta jamás. No pudo ir más allá gracias a que esa era la forma del Supay
de decirte que ya sabe que estás aquí. Una bienvenida, como te dije.
-Yo no quiero saber nada de esto, Pedro, por favor, déjame ir, déjame ir,
supliqué.
-No puedo, compañero, ha llegado el momento de que sepas quién eres
realmente.
-¿Y si no pasa nada? ¿Si no encuentro el poder que dices y el Supay me
destroza?
-Entonces ése habrá sido tu destino, gritó Pedro. Y no sólo el tuyo, sino el
mío y el del niño que viste ayer, y quien sabe de cuántos, porque si lo dejas
ganar, la podredumbre se extenderá por valles y montañas, por ríos y acequias,
acabando con todo. Y nadie sabrá qué mismo sucedió. Créeme, compañero, es
ahora o nunca.
Empecé a sollozar. No quería estar ahí, no quería escuchar lo que estaba
escuchando, pero sobre todo, no quería enfrentarme con el Supay, aunque al
parecer, no había salida para mí. Caminé tambaleándome hasta el camastro y me
dejé caer con las rodillas en el pecho. Pedro no dijo nada durante todo el
día. Yo no tuve ganas de comer ni pude dormir ni dije palabra alguna.
Permanecí ahí, encogido como un feto, mirando la ventana. Afuera empezó a
anochecer. Yo sabía que cuando había luna negra, el campo se volvía una sola
mancha impenetrable, que era el momento en que dentro del tronco de los
árboles no fluía mucha savia y que las polillas aprovechaban para podrir la
madera. No sabía nada más, excepto que esa noche podría morir, y con mi
muerte, arrastrar al abismo a Pedro y a quién sabe cuántos más.
De pronto sentí una sed imperiosa. Busqué agua en la cabaña pero Pedro me dijo
que tenía algo mejor: agua amarga. Lo miré con cara de asco. Si era la misma
que me había echado la noche anterior, no quería saber de ella. Pedro insistió
con el botellón entre las manos. Se lo veía seguro de lo que estaba haciendo,
así que tomé a grandes sorbos el agua, haciendo arcadas de cuando en cuando.
Luego, él y yo nos sumimos en un profundo silencio. Él se miraba las manos,
como si ahí hubiera una clave, y yo miraba la oscuridad de la noche a través
de la ventana. Curiosamente, no había neblina, tan frecuente a esas alturas, y
las estrellas de la vía láctea aparecían nítidas en el alto fondo negro.
Serían más o menos las diez de la noche cuando escuchamos golpes en la puerta.
Pedro se levantó como impulsado por un resorte:
-¿Quién es?
-Soy yo, dijo una voz de niño.
-¿Quién yo?, insistió Pedro.
-Pablo Chuqui, dijo, seguro de sí.
La puerta se abrió. Apareció el niño que yo había visto en el pueblo el día
anterior. Sonreía, tranquilo, y llevaba en las manos un paquete envuelto con
papel periódico.
-Tú no eres Pablito, dijo Pedro. Lárgate de aquí.
En niño rió como si hubiera escuchado un chiste, y lanzó el paquete en mitad
de la habitación. Cuando volteamos a ver el paquete, la puerta se cerró de
golpe. El niño o quien fuera, había desaparecido.
-No lo toques, ordenó Pedro. Ése no era Pablito, era un enviado del Supay.
-¿Qué crees que habrá en ese paquete?, pregunté temblando.
-Nada que no se queme con el fuego, indicó Pedro.
De inmediato tomó una vara de hierro que reposaba cerca de la chimenea y la
empujó hacia las llamas. Lo que sea que haya sido, empezó a chillar y gruñir
como si estuviera sufriendo. No era un gato ni un pequeño perro, aquello más
bien parecía un oso gigante encerrado dentro del espacio reducido del
paquete.
-No te preocupes, me dijo Pedro, en ese paquete no hay nada... quiero decir,
no hay nada vivo. Es un truco para asustarnos.
El paquete comenzó a echar un humo negro que rápidamente invadió el interior
de la cabaña. Pedro y yo salimos corriendo al patio y la puerta se cerró
detrás de nosotros.
-Ahora sí nos tiene donde nos quería, compañero, dijo Pedro, desde este
instante estamos a merced del Supay.
Miré hacia todos lados y sólo vi oscuridad, pero por la débil luz que salía de
la ventana de la cabaña, creí ver un bulto blanco acercándose. Me quedé
paralizado. En un momento, el niño del pueblo estuvo de nuevo frente a
nosotros. Aunque físicamente era idéntico a Pablito, los ojos le brillaban
como destellan los ojos de los gatos en la oscuridad.
-Tienen que seguirme, dijo, ordenándonos.
-Vamos, dijo Pedro, la batalla ha comenzado.
Yo no podía creer lo que escuchaba. El mandadero del Supay nos ordenaba que lo
siguiéramos y Pedro estaba de acuerdo. Algo debía de estar mal pero yo no
tenía más opción que obedecer lo que dijera quien, se suponía, sabía más que
yo sobre esas cosas.
Pedro y yo empezamos a caminar detrás del niño, pero no sé porqué sentí la
necesidad de mirar una vez más hacia atrás. Se me heló la sangre cuando
descubrí que Pedro seguía dentro de la cabaña y me hacía señas desesperadas
con las manos. Volteé a ver al Pedro que caminaba a mi lado y no vi nada,
apenas la densa oscuridad de la noche que nos absorbía. El niño seguía
caminando frente a mí. Lo sabía más por el ruido de sus pisadas que por la
constancia de su cuerpo. Cuando quise retroceder, de improviso cayó una ola
gigantesca de niebla y llovizna helada. Era el famoso huashar que, según me
habían dicho en mis tiempos de estudiante, suele atacar a los extraños hasta
matarlos de frío si no toman las debidas precauciones.
No veía nada. No sabía si el niño o lo que fuera, aún seguía frente a mí o se
había ido. Lo único que sabía era que me iba a morir de frío de un momento a
otro. Cuando fui sacado de la cabaña no tenía más que un saco de lana encima,
y ahora me enfrentaba a un clima inclemente que necesitaba de mucho más que
eso para mantener el calor de la vida. Empecé a gritar. Pensé que era posible
que Pedro hubiera logrado salir de la cabaña y que estuviera buscándome. No
escuché sino mi propia voz retumbando en lo que debía ser un lugar entre dos
elevaciones.
En esos instantes caí de rodillas. Estaba seguro de que no sobreviviría al
frío. Ya no sentía las manos y mis piernas debilitadas no podían dar un paso
más. Me acosté sobre la tierra para morir. Mis últimos pensamientos fueron
para mi esposa, Isabel, a esas horas de seguro durmiendo en nuestra casa, en
esa ciudad de pronto tan lejana y extraña llamada Quito, creyendo que yo
estaba de paseo donde un amigo de la universidad, disfrutando de la
maravillosa quietud del campo. Cuando encuentren mi cuerpo, pensé, de seguro
dirán que como buen hombre de la ciudad, salí a medianoche sin la protección
debida y me agarró la llovizna helada. La niebla debió perderlo, señora, diría
algún comisario de los entornos. Y ella asentiría pensando que yo había
cometido una torpeza inexcusable que me había costado la vida. La vi llorar,
la escuché llorando, y a mis padres cerca de ella, pasando sus brazos
alrededor de sus hombros, para consolarla. Todas esas imágenes y sonidos
pasaban por mi cabeza, cuando escuché con nitidez una voz de hombre:
-No te vas a rendir ahora, ¿verdad muchacho?
Hacía mucho tiempo que no me llamaban "muchacho". Esa voz... esa voz era muy
parecida a la de Saúl, mi padrino. ¿Qué estaba haciendo mi padrino ahí?, ¿cómo
pudo llegar hasta aquellos páramos?, ¿o era acaso otro truco más del astuto
Supay? Entonces recordé que mi padrino estaba muerto. Yo mismo había ido a su
entierro hacía dos o tres años.
-Anda, levántate, dijo la voz.
-Tú no eres mi padrino, maldito, mascullé temblando.
La voz rió a carcajadas.
-¿Así que crees que soy el Supay?, preguntó divertido. Anda, dime, ¿por qué
crees que no te ha matado aún? El Supay te ha tenido a su merced muchas
veces. Cuando dañó tu jeep a varios kilómetros de aquí, por ejemplo, aunque tú
creíste que era el carburador. Cuando caminaste solo por estos páramos hasta
llegar al pueblo. Cuando te envió al Runa llama para que te diera la
bienvenida. Podría haberte matado de un zarpazo, mejor aun, de un soplo. Pero
no lo hizo, ¿sabes por qué?
-No, tú dímelo, lo desafié.
-Porque hay alguien contigo, aseguró la voz, y yo empecé a sentir un tenue
calor en el corazón.
-Hay alguien contigo, repitió.
-Entonces tú no eres Saúl, mi padrino, dudé. Él...
-Claro que sí, muchacho, soy Saúl, "El Búho”, como me decías, porque según tú,
podía ver en la oscuridad y me gustaba pasear de noche.
Me estremecí. Sí, era él, nadie más que él y yo sabíamos que yo le llamaba "El
Búho”. Pero aun así, "El Búho” estaba muerto. Yo mismo había estado ahí cuando
echamos tierra sobre su ataúd. El paro cardíaco había sido fulminante. Los
doctores no pudieron hacer nada. Cuando llegué a la clínica, ya estaba muerto.
Recuerdo que no lloré, nunca supe porqué. Era como si ante mí estuviera un
cuerpo vacío, un estuche de carne donde antes había estado mi querido padrino.
Yo, que era ateo en ese tiempo, empecé a pensar esa misma mañana en que lo
fuimos a enterrar, que la muerte en realidad no existía, que –pese a todas las
evidencias- era sólo un espejismo. Pensé en mi propia situación. Al parecer,
yo estaba vivo, pero el rato de la muerte, moriría sin morir, pensé.
-No vas a morir si no quieres, y así quisieras no podrías, dijo Saúl.
Me sobresalté. Mi padrino había estado escuchando mis pensamientos o tal vez
todo eso no era más que la alucinación de quien iba a morir congelado en
cualquier momento.
-¿Te acuerdas cuando te llevé a la cascada de Molinuco y nos quedamos viendo
cómo se cortaba drásticamente el río Pita y reventaba en un solo estruendo
contra las rocas negras?
-Sí, dije con un poco más de soltura en las mandíbulas.
-Pues ése no fue un simple paseo, muchacho, fue tu iniciación. Ya es hora de
que te lo diga: tú has sido desde siempre un sanador poderoso. Esa tarde,
justo a las seis de la tarde, en el momento en que dos dimensiones se mezclan
por pocos segundos, en ese pequeño espacio entre el agua que caía rugiendo y
el talle de la montaña, volviste a ser quien nunca dejaste de ser, aunque en
ese momento no podías imaginarlo siquiera. El Antiguo Espíritu despertó algo
dentro de ti, algo que recién ahora va a tener sentido para este mundo en el
que has habitado.
-¿Quién era el indio de cabellos blancos que estaba parado al lado tuyo?
-Al fin lo recuerdas, rió la voz de Saúl. Todo el tiempo estuvo ahí pero tus
ojos de entonces no lo podían ver. Ahora, con los ojos del corazón has podido
ver, por fin, al Uwishin Kampás, el viejo sabio shuar. Él estuvo junto a
nosotros para ayudarnos a recolectar poder en el momento preciso. Él fue quien
me dijo: “ese muchacho tiene la voluntad justo en el...”
-“...centro de la Tierra”, completé.
-Ah, ahora sí que lo recuerdas, dijo la voz de mi padrino. Eso quiere decir
que este planeta es tu aliado. Nada puede vencerte cuando la Tierra entera
está de tu lado, muchacho.
Sentí que una ola de calor me recorría el cuerpo y pude incorporarme de nuevo.
La niebla se había ido. Arriba, la Vía Láctea titilaba como un río
interminable de luciérnagas. Algo se movió entre la fronda y un penetrante
olor a animal muerto contaminó el aire. Escuché un gruñido y supe, no sé cómo,
que aquello era el temido Supay. Pero ya no sentía miedo. Tenía la
impresión de que con sólo mover un brazo, podría destruirlo. Nunca antes había
tenido una sensación semejante. Mis músculos estaban tensos y relajados a la
vez. Mi cuerpo estaba listo para pelear hasta la muerte y, sin embargo,
permanecía sereno. Un par de ojos como brasas brillaron en la oscuridad y
empezaron a acercarse.
-No te tengo miedo, grité. Tenía ganas de reír. Ya no te tengo miedo.
-Pues peor para ti, muchacho, dijo un hombre con una voz que no era la de
Saúl.
Ahora tenía frente a mí a un rostro de apariencia común, con un sombrero
negro, ladeado. Destacaba un bigotito incipiente y cuando sonreía parecía
brillar una hilera de dientes de plata. El poncho era un poncho común cruzado
con rayas rojas, negras y verdes. En una mano llevaba un rebenque que hacía
chicotear contra el pantalón. Las botas negras parecían recién lustradas. En
ese momento me di cuenta de que en realidad no podía estar viendo a aquel
hombre y menos con tantos detalles porque, a pesar de las estrellas, todo
seguía completamente negro.
-¿Sabes quién te estuvo hablando hace un ratito?, dijo el hombre con sorna,
pero esta vez a mis espaldas.
Me volteé, desafiante, pero menos seguro de mi poder.
-Era yo mismo, muchacho.
Rió a carcajadas y yo sentí que la sangre se me helaba. No podía ser, pero tal
vez sí, dudé. Esa voz bien podía haber sido la del Supay y no la de mi padrino
Saúl. El maldito me había engañado, pero por qué, por qué me quería engañar si
ya estaba casi muerto cuando empezó a hablarme, pensé.
-¿Por qué?, ¿no te das cuenta, acaso? No me gusta pelear contra mequetrefes
que se mueren de frío cuando un inofensivo huashar les cae encima. O qué te
creías. ¿De verdad pensaste que Pedro te soñó como el salvador de este lugar?
Yo puse en su cabeza esos sueños. Yo hice que ese imbécil te trajera hasta
aquí, muchacho.
Empecé a temblar como una hoja al viento. Si intentaba correr, las piernas,
otra vez entumecidas, no me llevarían muy lejos de ahí. Y así corriera como un
cervatillo, no serviría de nada. No creía que Pedro tuviera ninguna
oportunidad de llegar hasta donde estábamos. Había caminado perdido en medio
de la niebla durante mucho tiempo y ahora estaba en un lugar lleno de chilcas
por todos lados.
-¿Por qué?, ¿no preguntas por qué, muchacho? Porque quería darle una lección
al aprendiz de brujo. Porque no bastaba destruir al espantapájaros Pedro
Guamán, primero quería que se lo comiera la culpa de tu muerte durante unos
cuantos meses más, mientras yo hacía mi trabajo pudriendo estos sembríos,
secando a los hijos en el vientre de las mujeres, cambiándoles el clima para
que huyan por el frío o el calor o la pena. Por eso, muchacho.
-¿Pero por qué quieres destruir estas tierras y a los humanos que las
habitan?, pregunté temblando, con fuertes ganas de vomitar.
-¿Por qué? Ja ja ja... Ah, eso es lo que me gusta de los seres humanos, que
siempre preguntan por qué, por qué, por qué, y creen que lo van a entender
todo con sólo escucharlo. Te voy a decir en pocas palabras la razón
profunda: porque estas tierras son nuestras, nos pertenecen a nosotros los
Supay, los Huaira, los Runa llama, los Chuzalongos, los Huacay-siqui, los
Huiñahuilli, los Huaira-miu... a nosotros, los grandes espíritus del aire, del
agua, del fuego y de la tierra, que estuvimos aquí desde antes de que ustedes
llegaran, a nosotros que fuimos durante miles de años los dueños y señores de
estos parajes, y ahora osan considerarnos como simples demonios, cuando no
como almas en pena o simples tonterías de la imaginación...
-Pero ustedes siempre están, de todas formas, argumenté sin mucho ánimo.
-Cada vez menos, rugió. Cuando dejan de creer en nosotros, nos matan.
En ese preciso instante vi la figura del Uwishin Kampás y de mi padrino Saúl
atrás del Supay con apariencia humana. Sonreían divertidos. "El Búho” me guiñó
un ojo y se señaló el corazón con la mano derecha extendida. Yo sentí que mi
corazón se calentaba y que un relámpago de energía subía en oleadas por todo
mi cuerpo. Me di cuenta de que el Supay había tratado de engañarme una vez
más. La voz sí había sido la de "El Búho”, mi padrino, y la imagen del Uwishin
en la cascada de Molinuco, sí era real. No tuve tiempo para avergonzarme de mi
falta de confianza, sentía que otra vez estaba listo para saltar sobre mi
terrible adversario, pero que al mismo tiempo había descubierto, en ese
momento, cómo iba a vencerlo sin pelear.
El Supay se dio cuenta de que algo había cambiado dentro de mí y pareció
titubear, pero arremetió de todas formas: tras un movimiento de la mano, se
transformó en un lobo de pelaje negro y erizado, a punto de lanzarse sobre mi
cuello, pero no moví un músculo. En un segundo se transformó entonces en un
oso levantado sobre sus dos patas. Agitaba sus garras y gruñía mientras le
caía la baba espumosa sobre el pecho. Lo quedé mirando, impasible, sin dejar
que el miedo se apoderara de mí. Entonces decidí darle la espalda. Un aullido
terrible salió de alguna parte. El viento helado empezó a soplar y en un
momento descendió una pesada niebla sobre la montaña. No se me ocurrió otra
cosa que reír y eso hice: reí a carcajadas durante largo tiempo. Me brotaban
lágrimas de tanto reírme. Luego empecé a cantar algo que nunca antes había
cantado, en un idioma muy dulce y melodioso, y me lancé a bailar zapateando
sobre la tierra, dando vueltas sobre mí mismo y elevando los brazos al aire.
Mientras lo hacía, sentí que la energía de Tierra subía por mis pies, por mis
piernas, por mi tórax, por mi garganta, y salía por mi cabeza y subía a las
estrellas, llenando todo de una luz multicolor. La Tierra estaba alegre. Lo
sentía en cada una de mis células. Escuché que ella me decía algo que ese rato
no entendí pero que luego de muchos años supe que significaba “Gracias”. Nadie
tenía derecho a secar la vida. Nadie debía interrumpir la parábola del
destino.
Así me encontró Pedro, bailando y cantando. Llegó con una antorcha en una mano
y una pistola en la otra. Me quedó viendo, incrédulo, sin saber si reír o
bailar conmigo. Al final, no se aguantó las ganas y optó por ambas cosas.
Al día siguiente, tomé mi mochila y partí acompañado por Pedro. Éste me había
pasado una mano sobre el hombro, y no cesaba de agradecerme por lo que había
logrado. Yo insistía en que el agradecido era yo: no sólo había recordado
quién era en realidad sino que me habían permitido ser parte de la sanación de
esas tierras. Ahora ya no volvería a ser el mismo. Aunque no se lo decía a
Pedro, muy adentro de mí, yo sentía pena por el Supay: Él nada más estaba
protegiendo su territorio ancestral. Somos nosotros los invasores, no ellos.
Nosotros somos los demonios de esos seres poderosos.
Estaba pensando en eso, cuando vi de nuevo a quien debía ser el verdadero Juan Pasto, arando la tierra. El hombre paró para vernos pasar y nos hizo una señal de saludo con la mano. Pedro y yo le contestamos pero yo sentí que aquel no era Juan Pasto, que seguía siendo el Supay, que aún tendríamos muchas batallas por delante, pero que mientras yo fingiera no creer en él, lo mantendría a raya. “Cuando no creen en nosotros, nos matan”, había dicho. No lo había matado, no, pero al menos había retrasado su plan para adueñarse otra vez de la Tierra.
una leyenda-anécdota interesante por los datos que aporta pero que se debilita por un exceso de palabras. Sobra el cincuenta pr ciento de verbos y el ochenta por ciento de adjetivos. Un escritor nacido en una tierra llena de magia y folclore, podría ser mas escueto en su narrativa. Hay que usar las verdades, no explicarlas
ResponderEliminarA mí me pareció un cuento de la ptm, sumamente entretenido y que invita a la reflexión, como son las historias que me gustan leer. Lo estamos analizando durante el sexto ciclo del Círculo de Literatura fantástica de la Casa de la Literatura peruana. Saludes.
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