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lunes, 23 de noviembre de 2020

FLOR, TELÉFONO, MUCHACHA – Carlos Drummond de Andrade

Carlos Drummond de Andrade (foto blanco y negro, close-up)

Carlos Drummond de Andrade (Itabira, Minas Gerais, 1902 – Río de Janeiro,  1987). Periodista, político y escritor brasileño. Editó, junto a otros escritores de su país, La Revista, publicación creada como medio de difusión del movimiento modernista brasileño. Publicó, entre otros, los libros Alguna poesía (1930); José (poesía, 1942); Claro enigma (poesía, 1951); Amor, amores (poesía, 1975); Amar se aprende amando (poesía, 1985); La bolsa y la vida (cuentos, traducción de María Rosa Oliver, 1973) –volumen al que pertenece el cuento que aquí les presento-; El amor natural (poesía, versión de Jesús Munárriz, 2004); Sentimiento del mundo (poesía, traducción de Adolfo Montejo Navas, 2005); y El reverso de las cosas (cuentos, traducción de Óscar Limache y Omar Cachai Limache, 2014).




FLOR, TELÉFONO, MUCHACHA

No, no es cuento. Yo soy uno de esos tipos que a veces escucha y otras no escucha, y así va tirando. Aquel día escuché porque era una amiga la que hablaba y hace bien oír a los amigos, aunque no hablen, porque un amigo es capaz de hacerse entender hasta sin señales. Hasta sin ojos.

¿Se hablaba de cementerio? ¿De teléfonos? No me acuerdo, pero fuera lo que fuese, mi amiga —ah sí, ahora me acuerdo, hablábamos de flores— de pronto se puso seria y bajó la voz.

—Sé el caso de una flor, ¡pero es tan triste!

Y sonriente:

—Además, estoy segura de que no lo vas a creer.

¿Quién sabe? Todo depende de quién lo cuenta y de cómo lo cuenta. Hay días en que ni esto depende: es cuando estamos poseídos de una credulidad universal, y, argumento máximo para mí: ella aseveraba que la historia era verdadera.

—La muchacha vivía en la calle General Polidoro —empezó diciendo—. Cerca del cementerio San Juan Bautista. Como has de saber, los que viven por ahí, quiéranlo o no, se familiarizan con la muerte. No hay hora en que no pase un entierro y terminan por interesarnos. No es tan fascinante como ver pasar navíos, o casamientos, o la carroza de un rey, pero siempre vale la pena mirarlos. La muchacha, naturalmente, prefería ver un entierro que no ver nada. Por suerte que, el desfile de tanto cadáver no la deprimía.

Si el entierro era muy importante, de esos, sabes, con un obispo o un general, la muchacha se quedaba a la entrada del cementerio, para ver mejor. ¿Te has fijado cómo la gente se impresiona con las coronas? Demasiado, ¿no? Y se muere de curiosidad por saber lo que está escrito en las cintas. El muerto que da pena verdaderamente es el que llega sin acompañamiento floral —tanto da que sea por decisión de la familia o por falta de medios—. Las coronas no sólo confieren prestigio al difunto, sino que hasta lo acunan. A veces ella entraba al cementerio y acompañaba el séquito hasta el lugar de la sepultura. Así debe de haber adquirido la costumbre de pasear por allí dentro. ¡Dios mío, con tantos lugares para pasear como hay en Río! Y en el caso de esa muchacha de haberse aburrido mucho, no tenía más que tomar el tranvía que va a la playa, bajar en el Morisco y apoyarse en el parapeto. Tenía el mar a su disposición, a cinco minutos de su casa. El mar, los viajes, las islas de coral, todo gratis. Pero por pereza, o por su interés en los entierros o... qué sé yo, le dio por ir al San Juan Bautista, a contemplar bóvedas. ¡Pobre!

—En el interior eso es muy común...

—Pero ella era de Botafogo.

—¿Trabajaba?

—En su casa. Pero no me interrumpas. Ni me pidas el certificado de su nacimiento, ni que te describa su físico. Para el caso que te estoy contando, eso no interesa. El hecho es que, de tarde, solía pasearse —o mejor dicho «deslizarse»—, ensimismada, entre las callecitas blancas del cementerio. Leía una inscripción, o no la leía, descubría una figura de angelito, una columna trunca, un águila; comparaba las tumbas ricas con las tumbas pobres, hacía cálculos sobre la edad de los difuntos, miraba retratos y medallones —sí, ha de haber sido esto lo que hacía, porque allí, decime, ¿qué más podía hacer? Quizá llegó a subir al cerro, donde está la parte nueva del cementerio y las tumbas más modestas. Debe de haber sido ahí donde, una tarde, recogió la flor.

—¿Qué flor?

—Una flor cualquiera. Una margarita, por ejemplo. O un clavel. Para mí era una margarita, pero esto es puro pálpito, nunca lo averigüé. La tomó con ese ademán, vago y maquinal, que en este caso todos hacemos, se la acercó a la nariz —como era de esperar, no tenía aroma—, después machucó la flor distraídamente y la arrojó hacia un costado, pensando en otra cosa.

Tampoco sé si la muchacha de vuelta a su casa tiró la margarita al pavimento del cementerio o al de la calle. Ella misma trató, más tarde, de esclarecer este punto, pero no pudo. Lo cierto es que ya estaba tranquilamente en su casa desde hacía unos minutos, cuando sonó el teléfono. Ella lo atendió:

—Hola...

—¿Qué es de la flor que sacaste de mi sepultura?

La voz era distante, pausada, sorda. Pero la muchacha rió, y comprendiendo a medias, preguntó:

—¿La qué?

Cortó. Volvió a su cuarto, a sus obligaciones. Cinco minutos después, el teléfono llamaba de nuevo.

—Hola.

—¿Qué es de la flor que sacaste de mi sepultura?

Cinco minutos basta para que la persona menos imaginativa se haga una composición de lugar. La muchacha rió de nuevo, pero prevenida.

—La tengo aquí: vení a buscarla.

En el mismo tono lento, severo, triste, la voz respondió:

—Quiero la flor que me robaste. Dame mi florcita.

¿Era hombre? ¿Era mujer? Imposible adivinarlo por esa voz distante que, sin embargo, se hacía entender. La muchacha siguió su juego:

—Ya te he dicho: vení a buscarla.

—Sabes muy bien, hija mía, que yo no puedo buscar nada. Quiero mi flor y es tu obligación devolvérmela.

—Pero ¿quién habla?

—Dame mi flor, te lo suplico.

—O me decís quien sos o no te la doy.

—Dame mi flor. Tú no la necesitas y yo sí. Quiero la flor que brotó en mi sepulcro.

La broma era estúpida, machacona. La muchacha, aburrida, cortó la comunicación. Quedó tranquila por el resto del día.

Pero al siguiente, a la misma hora, el teléfono volvió a sonar. La muchacha, con toda inocencia fue a atenderlo:

—¡Hola!

—¿Qué es de la flor...?

No oyó más: irritada colgó el receptor. ¡Qué ganas de embromar! Con rabia, volvió a su costura. Apenas se sentó el timbre sonó de nuevo. Y antes de que la voz quejumbrosa recomenzase, ella advirtió:

—Oiga, cambie de disco. Ya estoy harta.

—Tienes que devolverme la flor —retrucó la voz doliente—. ¿Por qué razón te entrometiste en mi tumba? Tú tienes todo en el mundo, y yo, pobre de mí, he terminado. Me hace mucha falta esa flor.

—Bueno, déjate de embromar.

Cortó. Pero al volver a su cuarto ya no iba sola. Llevaba consigo la idea de aquella flor o, mejor dicho, la idea de la persona idiota que la vio arrancar una flor en el cementerio y ahora la cargaba por teléfono. ¿Quién podría ser? No recordaba haber visto ningún conocido; era distraída por naturaleza. No era fácil adivinar por la voz. Claro, era una voz camuflada, que no podía saberse si era de hombre o de mujer. Una voz extrañamente fría. Y llegaba de lejos, como de fuera de la ciudad. O de algún lugar más distante aún... ¿Te darás cuenta de que la muchacha ya empezaba a tener miedo?

—Yo también.

—No seas sonso. Bueno, el hecho es que esa noche a ella le costó dormirse. Y de ahí en adelante no durmió nada. La persecución telefónica no cesaba. Siempre a la misma hora, siempre en el mismo tono. La voz no amenazaba, no subía de volumen: imploraba. Parecía que la maldita flor era, para ella, la cosa más valiosa del mundo, y de que su eterno descanso —admitiendo que se trataba de una persona muerta— dependiera de la restitución de una humilde florcita. Pero sería absurdo admitir tal cosa y, por lo demás, la muchacha no quería dejarse abatir. Al quinto o sexto día, escuchó firme la cantinela de la voz y en seguida le dijo de todo: que se fuera al demonio, que dejara de ser imbécil (palabras excelentes, por aplicable a ambos sexos) y que si no se callaba, ella tomaría las medidas pertinentes.

La medida consistió en avisarle al hermano y después al padre. (La intervención de la madre no había conmovido a la voz.) Por el teléfono, el padre y el hermano cubrieron de improperios a la voz suplicante. Estaban totalmente convencidos de que se trataba de alguien que quería hacerse el gracioso, sin tener pizca de gracia, pero lo raro era que al referirse a él, decían «la voz».

—¿La voz llamó hoy? —preguntaba el padre, al volver del centro.

—¡Mira que no! Es infalible —suspiraba la madre, desalentada.

Por lo visto, con enfurecerse no se sacaba nada. Era menester usar el cerebro. Indagar, hacer averiguaciones en el vecindario, vigilar los teléfonos públicos. Padre e hijo se repartieron las tareas. Lo primero fue frecuentar los comercios, los cafés más próximos, las florerías, los marmolistas. Si alguien entraba y pedía permiso para usar el teléfono, el oído del espía se afinaba. ¡Pero qué...! Nadie reclamaba flor de sepultura. Quedaba la red de los teléfonos particulares. Uno en cada departamento, diez, doce en el mismo edificio. ¿Cómo descubrirlo?

El hermano comenzó a llamar a todos los teléfonos de la calle General Polidoro, después a todos los de las calles transversales, después a todos los de la característica 2-6... Discaba, oía el «Hola», verificaba que esa no era la voz y cortaba. Tarea inútil: la persona de la voz debía de estar mucho más cerca: el tiempo de salir del cementerio y llamar a la muchacha. Y muy escondido tenía que estar, ya que sólo se hacía oír cuando quería, es decir, a cierta hora de la tarde. Este problema de la hora le inspiró a la familia hacer algunas diligencias. Pero infructuosas.

Claro que la muchacha dejó de atender el teléfono. Ni siquiera con sus amigas hablaba. Entonces la «voz» que a ella le pedía «dame mi flor», le decía al que atendía el aparato: «Quien me robó la flor tiene que restituirla», «quiero mi flor», etc. No dialogaba con estas personas. Únicamente conversaba con la muchacha. Y la «voz» no daba explicaciones.

Eso durante quince días o un mes termina por enloquecer a un santo. La familia quería evitar el escándalo, pero tuvo que quejarse a la policía. O la policía estaba demasiado ocupada en detener comunistas, o las investigaciones telefónicas no eran de su incumbencia —el hecho es que no averiguó nada—. El padre, entonces, corrió a la Compañía Telefónica. Lo recibió un caballero amabilísimo que, rascándose el mentón, aludió a factores de orden técnico.

—¡Pero es la paz de mi hogar, lo que vengo a solicitarle! Es la tranquilidad de mi hija, de mi casa. ¿O me veré obligado a privarme del teléfono?

—No, no vaya a hacer eso, mi estimado señor: sería una locura. Entonces sí que no sabríamos nada. Hoy en día es imposible vivir sin teléfono, radio y heladera. ¿Me permite un consejo? Mire, vuelva a su casa, tranquilice a la familia y espere los acontecimientos. Le prometo que haremos lo posible.

Bueno, ya te habrás dado cuenta de que todo eso no sirvió para nada. La voz siguió mendigando la flor. La muchacha perdiendo el apetito y el ánimo. Andaba pálida, sin fuerzas para salir a la calle o para trabajar. ¡Ni qué decir para ver pasar los entierros! Se sentía desdichada, esclava de una voz, de una flor, de un difunto vago que ni siquiera conocía. Porque —ya te dije que era distraída— ni siquiera recordaba de qué tumba había sacado esa maldita flor. Si por lo menos lo supiera.

El hermano volvió del cementerio diciendo que por donde su hermana paseó aquella tarde había cinco sepulturas con flores plantadas. La madre no dijo nada, bajó, entró a la floristería más cercana, compró cinco enormes ramilletes, cruzó la calle hecha un jardín viviente y, con ademán votivo, esparció las flores sobre los cinco túmulos. Volvió a casa y quedó a la espera de la hora insoportable. El corazón le decía que aquel gesto propiciatorio aplacaría el ansia del enterrado —si es que los muertos sufren y a los vivos les es dado consolarlos, después de haberlos afligido.

Pero la «voz» no se dejó consolar ni sobornar. Ninguna otra flor le convenía sino aquella menuda, estrujada, olvidada, que había quedado rodando en el polvo y que ya no existía. Las otras venían de otra tierra; no habían nacido de su humus —esto la voz lo decía sin decirlo—. La madre desistió de las ofrendas que había proyectado. ¿Flores, misas, para qué...?

El padre jugó la última carta: espiritismo. Descubrió un médium eficaz a quien le expuso largamente el caso, pidiéndole que estableciese contacto con el alma despojada de su flor. Asistió a innumerables sesiones y grande era su fe de emergencia, pero los poderes sobrenaturales se negaron a cooperar, o son impotentes cuando alguien quiere alguna cosa en su última fibra: la voz continuó sorda, desdichada, metódica. Si era de una persona viviente (como, a veces, la familia todavía conjeturaba, aunque se aferraba más cada día a una explicación desalentadora que era la falta de cualquier explicación lógica), esta persona había perdido toda noción de la misericordia. ¿Y si era de una persona muerta, cómo juzgar, cómo vencer a los muertos? De cualquier modo en el llamado había una tristeza contenida, una congoja tan honda que hacía olvidar su sentimiento cruel, y reflexionar que hasta la maldad puede ser triste. Esto era todo lo que se podía comprender. Alguien pide continuamente una cierta flor, y esa flor no se le puede dar porque ya no existe. ¿No te parece que es el colmo de la falta de esperanza?

—Pero ¿y la muchacha?

—Carlos, te previne, que este caso era muy triste. La muchacha murió, exhausta, al cabo de algunos meses. Pero quédate tranquilo, para todo hay esperanza: la voz no llamó nunca más.. 

6 comentarios:

  1. ¡Wow! Nunca había leído algo de este autor. ¡Hermoso! Me gustó mucho. La muchacha y su curiosidad por los cementerios me hizo recordar a mi. Sobre todo su naturaleza distraída y el hecho de tomar la flor. Solo que yo hubiera intentando devolver la flor, aunque sea intentando hacer que crezca una nueva.
    Me gustó mucho la cantidad de narradores, le daba una continuidad al relato que hacía que no dejara de leerlo.

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  2. Este relato es real o imaginario

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  3. RICARDO A. FUERTES RIVERA22 de marzo de 2023, 12:27

    Un día del siglo pasado (los años 80) no se como un libro totalmente cuadrado llegó a mis manos. Era una selección de cuentos latinoamericanos, los mejores; y entre estos estaba este relato. FLOR, TELEFONO, MUCHACHA.... Cautivante. Lo he contado una y cien veces a mis alumnos cada vez que tengo un grupo nuevo, y lo hago en 2 partes para despertarles curiosidad. Saludos desde Lima, Perú

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  4. Excelente cuento¡ Carlos Drumond de Andrade, forma parte de una rica literatura brasileña, que cuenta con excelentes escritores y poetas, lamentablemente, pocos conocidos y que merecen ser mas difundidos, por todo su aportes a las letras.Julio

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