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lunes, 30 de noviembre de 2020

TIGRERO – Alí Reyes

Alí Reyes Hernández (Caracas, 1960). Escritor venezolano de cuentos. Ha publicado los libros Tigrero (2002, 2004) –al cual pertenece el cuento que aquí se publica- y Portugal mar afuera y otros relatos (2012), además de otros textos en diversos portales de lectura. En la actualidad reside en Maringá, Brasil.

Cuento que se publica íntegramente, con la autorización de Alí Reyes.




TIGRERO

Carátula de: Tigrero (2002), de Alí Reyes

Nuevamente el ladrido lastimero y mortal de un perro.

Sobre el miedo, lo único que pudo pensar fue:

–¡Onza! El tigre me ha matado a Onza.

Lo dedujo, porque ella era la que seguía en el orden de la veteranía. El primer perro era de gran olfato y probada tradición tigrera... Murió de primero. Pero ahora, la madre del resto de la jauría, sería el próximo cadáver que encontraría entre los rastrojos.

Su frente perlaba de un sudor frío que removía al contacto con el sombrero de cogo¬llo, en su cintura, la vaina de cuero con el cu¬chillo de "una cuarta y jeme" y en ristre una lanza de un metro y tres cuartos. El perro que lo acompañaba se adelantó a olfatear. En efec¬to, al apartar el monte dio con lo que quedaba de ella; el lomo totalmente desgarrado, el cue¬llo  cercenado, yacente en una posición anti-natural, sus ojos vidriosos y los colmillos a la vista. Cuando el perro que lo acompañaba, lamía los mortales despojos, se podía observar que las extremidades aún se movían en sus últimas y espasmódicas con¬vulsiones. No quería ver más, no había tiem¬po para sentimentalismos; si quería salvar al resto de los sabuesos tenía que apresurarse. Enfiló decidido hacia el eco de los lejanos ladridos que retumbaban en la espesura de "la mata".


* * *


El sol ya había cubierto más de media jornada. Para él el saldo había sido funesto. Alquitrán, Onza, Montalaolla, Carabina, el Chucuto, León y Camorra, habían cobrado el premio de su puesto en la jauría, con la muerte. Sobre el afecto filial por sus fallecidos canes, se daba cuenta que corría inminente peligro, tenía presente, que ya dos cazadores -uno con chopo y otro con rifle- habían muerto en su búsqueda. Sólo le quedaba un perro: Doble-seis, pero no era precisamente un animal de encerronas, era un perro faldero. ¡Lo que faltaba! Y a pesar de que ya había alcanzado un buen tamaño, todavía actuaba como un cachorro; todo el tiempo detrás de él.

En cuanto al terrible gato, se había dado cuenta de su estrategia demasiado tarde, pero al menos a tiempo para salvar su propio pe¬llejo. El felino salía a sabana abierta, oculto en el pasto alto, con el viento a sus espaldas, para solo dejar su olor en el suelo. Y de allí, solo era cuestión de tiempo que los perros lo ventearan olfato a tierra, luego, cuando se cercioraba de que el puntero se alejaba del resto de sus compañeros, desviaba la trayectoria, haciendo una circunferencia, para entrar a su primer rastro y quedar detrás de su perseguidor; así solo le bastaba acercarse rápido y sigiloso a su pretendido cazador, quebrantarle el espinazo con una gran manotada y ultimarlo, desgarrándole el cuello.

Seferino se percató de la celada, y en consecuencia, se apresuró a buscar un claro de sabana con hierbas bajas, donde había algunos chaparros. No existía el peligro de que el enemigo se "puesteara", en la fronda de un árbol, ni que la maleza lo cubriera. El vuelo escandaloso de los pericos que salían de la floresta, delataba la proximidad del depredador, la selva y la sabana no le guardaban secreto. En la persecución, había visto las huellas en la arena, e intuía que se dirigía hacia ese paraje, recordó que, cuando obtuvo un buen detalle de la pisada, completó el dibujo y le superpuso su mano; tuvo que separar mucho los dedos para cubrir la seña, su tamaño era considerable.

Se dirigió al centro del claro. Doble-seis lo único que hacía era exhalar unos ladridos nerviosos, dando vueltas alrededor del hombre,  pero sin perder de vista el perímetro del área, aunque en momentos, retrocedía hasta sus piernas y tenía que espantarlo...

–¡Ahora sí me compuse yo con este pi'azo e'perro!

Pero él también era víctima de la impaciencia del miedo, que le trastocaba la noción del tiempo. Sentía que desde la boca del estómago partían rayos que se proyectaban hacia sus extremidades produciéndole violentos estremecimientos. Apretaba la lanza con tanta fuerza, que le producía dolor en las manos. Su mente viajó hacia los tiempos de su juventud, cuando cazó su último tigre con arma de fuego. Momento, desde el que tuvo que volver a contar sus años...El animal listo para cargar contra él; se llevó la escopeta a la cara, haló el gatillo.,. ¡Nada! Repitió el movimiento, pero estaba trabada. Gritó, para que los indios, que hacían las veces de lanceros, procedieran, pero era inútil, habían desaparecido con todo y lanza. Se sobrepuso al vano deseo de huir, sería precipitar su muerte, así que optó por esperar la arremetida, sosteniendo el inservible trabuco por los extremos con ambas manos. Era lo único que podía oponerle. El animal se le vino encima, levantó la escopeta a manera de barra, las garras de la fiera chocaron con ella y el empuje de su peso lo rechazó hacia atrás, por fortuna su espalda dio con el tronco de un moriche, tomando providencial apoyo, y con la fuerza del desespero, sostuvo el ataque. La fiera permaneció erguida, sosteniéndose en el arma; dos filas de puñales cónicos se abrían y cerraban repetidamente a menos de cuatro palmos de su cara, tan cerca, que sentía su fétido aliento. Pero, los rugidos y gruñidos, él los oía lejanos, como en un sueño. Sus fuerzas flaqueaban, toda la escena la comenzó a vivir en una forma extrañamente lenta...Sin duda, fue Dios mismo, quien hizo que su padre, que venía rezagado, oyera los rugidos a través de la jungla y se apresurara a salvarle la vida; ese día su padre lo engendró por segunda vez.

Duró una semana temiéndole al sueño, porque al juntarse sus párpados veía al tigre, era una pesadilla constante, al punto, de llegar una noche a gritar desde el chinchorro. No obstante, este trance solo le había hecho arrancar la promesa de que no cazaría más al tigre con bácula sino con lanza, pues, como todo buen llanero, sa¬bía que lo más seguro era cazar al pintica con lanza, porque "La lanza falla, si falla el amo".


* * *


Divagando en sus recuerdos estaba, hasta que percibió el cambio de los ladridos de Doble-seis; ahora un gruñido bajo con un dejo de aullido; ya no se apartó de su lado. Rotó su posición para ponerse de frente al sitio señalado por los aullidos. No lo veía, pero sabía que estaba allí y que lo estaba mirando. El animal también quería terminar pronto con esa persecución y al saberse descubierto, no rehuyó el encuentro y emergió del gamelotal, con una soberana quietud. Era evidente que el jaguar estaba  bellaquea'o; sólo una fiera cebada podía actuar así. Avanzaba a pasos lentos y cortos con movimientos caprichosos en la cola. Los ladridos de Doble, eran sólo un ruido de fondo en la inminente lucha.

–¡Amalaya pinta menudita! - Ya nos aguaitamos las caras

Pensó esto de una forma maquinal, un inútil ejercicio intelectual ante la proeza  de cuadrar un blanco en la anatomía de una bestia que dobla al lancero en peso, cuando el corazón quiere salirse del cuerpo en cada latido.

“Hijo cuando esté frente al pintica no le vea los ojos, pues su mirada apoca al hombre y lo vence sin luchar”. Recordó esto demasiado tarde, ya había visto los ojos del animal; fue en menos de un segundo, cuando su humanidad se proyectó a través de un par de abismos insondables en una caída lenta de giros rápidos; sintió un vértigo que lo envolvió en un total sopor. El animal también lo supo y sin pérdida de tiempo, se precipitó contra el hombre. Pero ya en el aire algo torció su trayectoria, un cuerpo blanco con manchas ne¬gras. En ese momento Seferino reaccionó, y por instinto, adelantó la lanza. Tigre y perro chocaron en el aire, pero una tercera fuerza fue la que logró que el primero se desviara... La lanza había traspasado a Doble-seis.

Los cuerpos se separaron con los desgarradores aullidos del can perforándole el espíritu; puso el pie con violencia sobre el abdomen, y con un movimiento enérgico retiró la lanza.

Esta vez, los ojos que arrojaban fuego eran los de Seferino. El felino se abstenía de cargar ¡Debía cargar! No podía mantener esa presencia frente a él por mucho tiempo. Seferino se acercó, poniendo todo su sistema nervioso en cada detalle de todos sus lentos movimientos, hizo apoyo en el pie izquierdo y sintió la tibieza de la arena entre los dedos de su pie derecho y se la arrojó a la cara tratando de provocarlo...Tuvo que repetir esta peligrosa maniobra.

”No deje de mirarle las pa¬tas mi'jo aguáiteselas bien, porque ellas son las que le van avisar el momento del ataque”. En efecto, vio cómo los miembros se flexionaban en el encogimiento previo al salto; levantó la vista. Ya sabía lo que tenía que hacer. "Arrímele e el cabo 'e lanza en el traga'ero que él se ensarta solito".

El peso lo tumbó, pero él ya se había apar¬tado de la trayectoria del tácito cadáver. To¬dos los sentimientos lo sobrecogieron a una, dolor, alegría, congoja, paz, rencor y culpa. Dio unos pasos vacilantes hacia su perro, las piernas no lo podían sostener, se desplomó de bruces sobre Doble-seis, con los ojos arrasados, tomó su cabeza entre las manos, lo estrechó en un abrazo estremecido de sollozos, tinto de sangre. Y sintió la lengua semiseca que lamía su brazo... Era el amigo que se despedía de él.

3 comentarios:

  1. Ay pobrecito Doble-Seis! Era cobarde, pero como todos los personajes cobardes de cuentos, novelas, películas, etc. pudo dar su vida por Seferino.
    No entendí el final, ¿pudo matar al yaguar?

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  2. Que desastre y bueno es venezolano un tipo muy muy jodido sobre todo con las mujeres

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  3. Muchas gracias, Camila y Edgardo, por sus lecturas y comentarios. ¡Saludos muy cordiales!

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